Contar el último tiro: sobre la violencia y la revolución.

Quien haya estudiado con atención cualquier proceso revolucionario –hay generaciones a las que solo les cabe eso, estudiarlas– dificilmente podría cuestionar la idea de Lenin de que no hay hecho imaginable más autoritario que una revolución (algo parecido, entiendo, salió de la boca de Engels).  Aquí presumo que los disensos son matices, jamás diferencias de fondo, cuando se está dispuesto a reconocer el hecho revolución lejos de la moral. Lo que no se resuelve tan fácil es qué se hace con las mutaciones de esa violencia que se incrusta en los rieles de la política posrevolucionaria. Qué se hace cuando se dificulta volver a fijar la frontera entre las fuerzas destructivas desatadas por el proceso revolucionario y las formas de vida en común que deben seguirle.

por Andrés Estefane

Imagen / Manifestación de obreros armados y la Guardia Roja en Petrogrado en 1917. Fuente: Wikipedia.


En el comienzo, estaba el atraso. Antes del orientalismo y los estudios subalternos, estaba el atraso. Antes de Homi Bhabha y la hibridez, estaba el atraso. Antes de la post-colonialidad, la naturalización, la teatralidad, la teoría de la modernización, la imbricación, las sociedades hidráulicas, los dependentistas, el FMI, o el modo asiático de producción, estaba el atraso. Y ese atraso tenía un nombre: se llamaba Rusia”.

Esta ingeniosa intervención del historiador estadounidense Gary Marker es una de las descripciones más concretas de lo que Rusia significaba para Occidente en los siglos XVIII y XIX. Es también un buen punto de partida para comprender el efecto dinamizador de la Revolución de 1917, y en particular la manera en que este hecho abrió el camino para una nueva comprensión del lugar de Rusia en el mundo.

El empuje modernizador del proyecto bolchevique es una constatación ineludible para comprender este salto en la historia, constatación que cobra un espesor titánico si se tiene a mano el retrato delineado por Marker. Cuesta contener el asombro ante una revolución que se propuso conquistar el futuro combinando la épica del trabajo cotidiano y la pulsión civilizatoria de la técnica. Manteniéndose firmes con el propósito de concretar la promesa tan básica como indispensable de ofrecer a todos una vida digna, los bolcheviques convirtieron un paisaje de atraso en un laboratorio moderno, poniendo en sintonía la transformación material del mundo con la necesidad de avanzar hacia formas superiores de convivencia.

De seguro hay mejores historias para ilustrar esto, pero una útil para indicar los límites de la Revolución Rusa es la suerte del Monumento a la Tercera Internacional, la Torre de Tatlin, nombrada así por el apellido del artista que la concibió, Vladimir Tatlin. Era una torre de acero rojo de cuatrocientos metros del altura, dispuesta en una doble espiral y levemente inclinada en la dirección del eje terrestre. Sus proporciones la harían visible desde todo Petrogrado. En su interior cobijaría tres cuerpos de vidrio que rotarían a velocidades distintas, marcando los años, los meses y los días. Era el primer gran monumento de la primera gran revolución obrera. Se ha dicho mucho de cómo funcionaría esta torre y de seguro aquí la fantasía cobra su parte. Se dice, por ejemplo, que desde la cúpula cada noche irradiarían luces que repletarían el cielo soviético de consignas revolucionarias. Era la versión moderna del Coloso de Rodas o el Faro de Alejandría, pero sobre todo la respuesta soviética y revolucionaria a la frivolidad turística y mercantil de la Torre Eiffel.

Sabemos que este titánico monumento hecho de hierro, acero, vidrio y revolución jamás se construyó. Las explicaciones son también numerosas. Se dice que la maqueta fue mirada con recelo por la ausencia de figuras humanas. Se cuenta también que se sospechó de su laxitud conceptual. La explicación menos caprichosa indica que fue la Guerra Civil la que terminó desahuciando el proyecto. Las presiones materiales de ese conflicto, el estado de emergencia política y social que impuso la defensa de la revolución convirtió esta utopía del arte y la técnica en algo postergable. Tatlin murió en 1953 y hasta donde se conoce no hay pistas de los planos de su torre. Sí sabemos que dejó varios indicios respecto a la forma en que el proyecto había variado: quienes lo acompañaron en sus últimos años aseguran que se imaginó a este monumento de 400 metros de altura trasladándose por toda la Unión Soviética sobre las aguas. Tatlin contaba con el hecho de que el bolchevismo ya habría mostrado su capacidad de revertir el curso de los ríos.

Fue así como la necesidad de defender la revolución abortó la construcción del primer y más titánico símbolo de su triunfo.

La historia de la Torre de Tatlin es un pasadizo bastardo, pero efectivo, para explorar la forma en que la dinámica profiláctica de la guerra revolucionaria, entendida como anillo de preservación, coloniza la política y altera sus ejes. Es la forma en que la higiene revolucionaria, cuyo propósito primero es asegurar la sobrevivencia del sujeto revolucionario, hace de la guerra un recurso supremo. Es así como el terror revolucionario cumple su labor pedagógica y sirve de oportuno contrapeso a las ventajas materiales acumuladas en el bando de la reacción. Se trata de una guerra imprescindible porque garantiza que ninguno de los sacrificios previos ha sido en vano.

Quien haya estudiado con atención cualquier proceso revolucionario –hay generaciones a las que solo les cabe eso, estudiarlas– dificilmente podría cuestionar la idea de Lenin de que no hay hecho imaginable más autoritario que una revolución (algo parecido, entiendo, salió de la boca de Engels).  Aquí presumo que los disensos son matices, jamás diferencias de fondo, cuando se está dispuesto a reconocer el hecho revolución lejos de la moral. Lo que no se resuelve tan fácil es qué se hace con las mutaciones de esa violencia que se incrusta en los rieles de la política posrevolucionaria. Qué se hace cuando se dificulta volver a fijar la frontera entre las fuerzas destructivas desatadas por el proceso revolucionario y las formas de vida en común que deben seguirle.

Probablemente esta reflexión sea confundida con una inquietud anclada en un humanismo ingenuo o con un clamor pacifista propio de razonamientos asépticos. Quiero sostener que esto más bien apunta a enfrentar la pregunta de los vínculos entre guerra y política cuando llega el minuto cerrar la primera para normalizar la segunda –claro, siempre y cuando se crea que hay una frontera entre una y otra. Aquí esa frontera deriva de los costos sociales de militarizar los disensos, pues cuando ello sucede el conflicto político deja de ser eso y se transforma en un conflicto existencial de vida o muerte.

Aquello se relaciona con aquello que el historiador George Mosse sintetizó en su conocida tesis de la brutalización de la vida, esto es, la forma en que la experiencia brutal de una guerra se proyecta sobre períodos posbélicos infiltrando y redefiniendo todas las relaciones sociales, entre naciones, entre clases, entre ideologías políticas. Esto lo pensó Mosse para un contexto específico, conectando la experiencia en el frente de batalla de los soldados participantes en la Primera Guerra Mundial y los altos níveles de violencia política de la República de Weimar, que a la postre derivaron en el origen del nacionalsocialismo y el genocidio. En esta clave, dicha guerra habría arruinado los fundamentos de la sociedad, brutalizando el carácter humano y naturalizando la consumación de las más oscuras pasiones. La brutalización de la vida habría sido la puerta de entrada para la aceptación cotidiana de los instintos agresivos, transformando la actitud de los hombres ante la vida, sembrando la indiferencia ante la muerte, tornándolos insensibles a la tragedia de las masas anónimas. Esa indiferencia y esa insensibilidad habrían resultado claves para la aceptación del tono brutal que adquiriría la política posbélica. Lo brutal no solo se hizo parte del paisaje, sino que se convirtió en algo bello y muy útil a la renovación de la moralidad burguesa y su obsesión con la ley y el orden.

La tesis ha sido discutida y matizada desde distintos frentes y hoy ya no tiene la misma fuerza explicativa que tuvo hace algunas décadas. Quizás se acepte su potencial descriptivo, no así su función analítica. Sus alcances culturalistas y subjetivistas son difíciles de digerir, en parte porque nos obliga al reconocimiento de fuerzas ocultas y casi intangibles en la trayectoria de las sociedades modernas. No obstante, sigue ahí y sus resonancias no pueden ser desestimadas cuando se piensa en el mundo de entreguerras, en las sangrías del movimiento obrero, en los atentados a políticos y empresarios, en el matonaje patronal orquestado para amedrentar a líderes sindicales, en el vaciamiento de la vida en las zonas de sacrificio, en las militancias de uniforme y fuerzas de choque, en la manera, en definitiva, en que el lenguaje de la política hace suyas las metáforas de la guerra.

Para quienes intervienen en política desde un horizonte revolucionario estas no son cuestiones ajenas ni lejanas. Si el hecho revolución sigue sigue siendo significativo, es justo saludar su dimensión épica (de ahí la referencia a la Torre de Tatlin), pero también reconocer su dimensión trágica, y no desde el humanismo ni desde una antropología trascendente. La incomodidad de lo trágico es lo que debería posibilitar que se redibuje el horizonte emancipador y prospectivo de lo revolucionario.

Hacerse cargo de la brutalización posbélica como algo que siempre acecha es un paso imprescindible para situarse de manera inclaudicable en el terreno de la política. Esto no implica abrazar una visión ingenua de la violencia y tampoco condenar el terror revolucionario desde la comodidad. No hay cuestión más evidente que la necesidad de preservar la vida del sujeto revolucionario en medio de una revolución y nada más sensato que aceptar que esa necesidad supone suspender o subordinar tanto la libertad como la emancipación. Sin embargo, la experiencia nos enseña que si renunciamos de manera permanente a la libertad y cuando nos olvidamos que el fin último de una revolución reside en la emancipación, la preservación a toda costa del sujeto revolucionario puede entrañar la más dolorosa de las derrotas. Quizás logremos que el sujeto revolucionario sobreviva, pero nos arriesgamos a que deje ser revolucionario.

El momento más político de todos puede ser al mismo tiempo el momento anti-político por excelencia. La política radical no es la que eterniza el conflicto en el campo de la violencia, sino aquella que lo traslada a la arena de la negociación en sus propios términos. A la hora del balance, convertir el conflicto político en un conflicto existencial es comulgar con una visión anti-democrática del disenso y la pluralidad. La línea es tenue y por lo mismo hay que dibujarla cuantas veces sea necesario, sobre todo porque las chances de que nos equivoquemos son siempre abrumadoras. La pluma del incombustible Martín Caparrós lo dijo muy bien: al final del día errar por un centrímetro o un kilómetro da lo mismo, pero errar por un centímetro es infinitamente más triste.

Andrés Estefane
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Editor de Cuando íbamos a ser libres e integrante del comité editor de ROSA.