La izquierda retomando el interés por la cuestión laboral: reflexiones sobre la problemática relación entre política y trabajo en el Chile de hoy

A la izquierda le queda la enorme tarea de generar condiciones para la proyección política de las luchas laborales actuales, pero para eso se necesita de creatividad y de mayor apertura a establecer diálogo con expresiones de resistencia muy distintas de las de antaño. Problematizar y redefinir los términos en los que comprendemos políticamente la cuestión laboral es condición necesaria para proponer soluciones novedosas.

por Ángel Martín

Imagen / marcha de campaña de Salvador Allende, septiembre, 1964. Fuente: Wikipedia.


Hacia el año 1995, el entonces investigador de CIEPLAN y ex Ministro del Trabajo de Aylwin, René Cortázar, publicaba un balance sobre la política laboral del primer gobierno de la Concertación y destacaba dos avances sustanciales. Por un lado, la instalación de una noción de autonomía que bregaba por la no intervención del Estado en la determinación de la relación entre empleadores y trabajadores, en tanto ambos actores tenían -a su entender- capacidad propia y suficiente para definir los términos de su relación. Por otro -y probablemente reforzando el punto anterior-, destacaba los inéditos Acuerdos Nacionales firmados por la CUT, la CPC y el gobierno entre 1991 y 1994, en el espíritu de transitar hacia un nuevo escenario de colaboración entre capital y trabajo que favoreciera la productividad y el crecimiento económico[1]. Fueron muchos los nuevos cuadros políticos de la transición quienes adoptaron esta “vocación refundacional” que dejaba atrás una larga tradición de vínculo orgánico entre el movimiento obrero y los partidos de la izquierda. En su lugar adoptaban una postura aparentemente neutral y pasiva que en realidad se ajustaba adecuadamente a la reestructuración neoliberal de la producción. En definitiva, el trabajo perdía centralidad para la política subsidiaria, a la vez que se delegaba en los empresarios la responsabilidad de consolidar una nueva política de clase.

Las razones que facilitaron el desarme del mundo del trabajo son diversas y no todas se explican como herencia directa del Plan Laboral de 1979. El modo de acumulación del capital se redireccionó hacia los commodities y la expansión de servicios de baja productividad (y bajos salarios), lo que desmanteló por completo la industria. Los partidos y los intelectuales de izquierda perdieron interés por la cuestión obrera y desestimaron su potencialidad política en el fragmentado campo social de la postdictadura. El sindicalismo, por su parte, brutalmente reprimido en el período anterior, y atomizado en el nuevo marco legal, encontró severas limitaciones para interpretar la “cuestión laboral” en un contexto donde la estructura ocupacional había cambiado radicalmente. Se expandieron nuevos empleos asociados a sectores de baja o nula tradición organizativa, que además tenían mayor capacidad que en décadas pasadas de resolver sus problemas materiales por la vía del crédito, lo que sin duda operaba como un mecanismo de procesamiento individual del malestar. Incluso la idea misma de trabajo parecía disiparse en medio de los nuevos discursos de management empresarial y movilidad social, que apelan a nuevos modos de subjetivación usualmente contrarios a toda posibilidad de constitución identidades colectivas. La drasticidad del cambio fue tal, que el mismo Cortázar ya figuraba en 2002 como Presidente del “Círculo Personas y Organización” de ICARE[2]. No hubo cabida para las y los trabajadores en el bloque histórico del progresismo neoliberal.

Pero la calma que reinó por más de una década comienza a trastocarse hacia el segundo lustro de los 2000, cuando trabajadores subcontratados de sectores emblemáticos primario-exportadores (principal pilar del “milagro chileno”) reanudaron la actividad huelguista. Ya en 2003 los estibadores portuarios se alzaban en Talcahuano contra la incertidumbre de la eventualidad, en 2005-2006 los subcontratistas de CODELCO paralizaban todas las divisiones de la empresa exigiendo igualación de condiciones salariales e internalización, y en 2007 los trabajadores del sector forestal enfrentaban a Celulosa Arauco (grupo Angelini), con un petitorio de mejoras sustantivas sobre sus condiciones laborales ante el cual la empresa se negaba a responder, amparada bajo la ley que restringía las relaciones laborales a nivel de empresa[3], y que desde luego dejaba fuera a todos los subcontratistas. Del lado del capital el escenario se pintaba completamente diferente: desde 2006 a la fecha, la Inversión Extranjera Directa de los grupos empresariales nacionales aumentó de forma significativa, proyectándose así a escala regional y consolidando una posición de fuerza similar a las de sus pares mexicanos y brasileros en la región latinoamericana. Estos capitales provenían del mundo primario exportador pero también del retail minorista[4]. Gigantes comerciales como CENCOSUD (grupo Paulmann) y Falabella (grupo Solari) copaban el mercado con una estrategia monopsónica, que castigaba los salarios pero que de a poco tornaba ilegítimas las desigualdades experimentadas en el trabajo.

Registros del Observatorio de Huelgas Laborales indican que justamente en 2006 se revierte la tendencia a la baja en la huelga laboral, iniciándose un período ascendente de movilizaciones que se extiende hasta la actualidad, y que se compone sobre todo por paralizaciones que se encuentran fuera de la estrecha legalidad impuesta[5]. La composición de esta actividad huelguista es interesante porque no sólo se expresa a través del tradicional sindicalismo “estratégico” -ahora volcado, en parte, a una lucha contra la subcontratación y la precarización de sus condiciones de vida-, sino que también muestra un importante dinamismo en sectores nuevos de los servicios, y recompone fuerzas en el también vapuleado sector público. La reactivación huelguista en áreas como transporte y comunicaciones, enseñanza, comercio, y servicios sociales y de salud ha sido poderosa, mientras que en el sector público se ha fraguado un proceso muy interesante de respuesta contra la neoliberalización del Estado. De hecho, la supuesta no intervención del aparato estatal sobre las relaciones laborales se ha presentado, muy a menudo, como la expresión más clara de la colonización empresarial de la política. Los trabajadores del Estado se han visto enfrentados a nuevas lógicas de competitividad interna, a una degradación de su estatuto, al tiempo que disminuye la franja de empleados contratados y crece aceleradamente la dotación a honorarios[6]. Por cierto, la conformación de sindicatos en defensa de estos trabajadores ha sido uno de los pasos más relevantes para organizar una respuesta política colectiva a este problema[7].

Resulta extremadamente relevante destacar el hecho de que tal crisis del mundo del trabajo ha vuelto a despertar la atención de los círculos empresariales, y sin duda ha reaccionado más rápido que la izquierda. En las empresas se introducen nuevas tecnologías sociales de control laboral comúnmente promovidas desde los departamentos de personal, pero también se conforman gerencias completamente nuevas de Responsabilidad Organizacional y de Sustentabilidad. Estas últimas no se entienden sino como como respuesta a los conflictos con comunidades por la usurpación territorial y el daño medioambiental que provoca la actividad industrial desregulada, aspecto particularmente delicado y de suma urgencia en las llamadas “zonas de sacrificio” en el país. Sin duda, también avanzan con extrema voracidad aquellas “empresas de plataforma” que están prácticamente exentas de fiscalización y que emplean a cantidades considerables de trabajadores: Uber, Rappi, Cornershop y tantas otras. Estos modelos “flexibles” amenazan con socavar toda base de comprensión del significado del trabajo tradicional, sin jefes, sin horario, sin colegas, pero a la vez sin seguridad social ni certezas de ningún tipo. Alternativas como estas también se alimentan de altas tasas de desempleo y rotatividad laboral, o de los flujos migratorios que facilitan la búsqueda por demanda de trabajo barata.

Este extenso y heterogéneo campo social del trabajo torna muy difícil la articulación de una iniciativa política con grados relativamente altos de unidad. Una de las grandes oportunidades que se han abierto en el último ciclo es la lucha por un sistema de pensiones digno. Nuestras generaciones son, además, aquellas que más enfrentan la incertidumbre laboral y se emplean bajo relaciones contractuales menos formalizadas que otrora, para así adecuarse a los requerimientos que impone el régimen de flexibilidad. La desprotección generalizada a la que se expone el trabajo contemporáneo da lugar a una preocupación compartida por las y los nuevos asalariados con respecto a su futuro y sus posibilidades de desarrollo, instancia conducida en gran medida por el movimiento No+AFP, pero que en el último rato ha encontrado dificultades de proyección hacia la política justamente como consecuencia del divorcio entre partidos y movimiento sociales. Otra chance para reconstruir una táctica de intervención en el campo del trabajo la ha ofrecido el movimiento feminista, que torna visibles problemas estructurales como el trabajo doméstico no remunerado y la subordinación de las mujeres en el mercado del trabajo. Entra, además, en una disputa específica sobre el sentido político del problema contra las agendas del feminismo liberal, proclive a diferenciar los problemas de los derechos políticos de aquellos asociados a la reproducción material de la vida. Esto último nos debe alertar de que la potencialidad de estos movimientos puede ser procesada bajo los términos de la pequeña política, la misma que ha mantenido “a raya” las conflictividades del trabajo que resurgen con fuerza hace poco más de una década.

A la izquierda le queda la enorme tarea de generar condiciones para la proyección política de las luchas laborales actuales, pero para eso se necesita de creatividad y de mayor apertura a establecer diálogo con expresiones de resistencia muy distintas de las de antaño. Problematizar y redefinir los términos en los que comprendemos políticamente la cuestión laboral es condición necesaria para proponer soluciones novedosas. La falta de esta imaginación en el progresismo queda en evidencia con La última reforma laboral de 2017, cuyo alcance es reducido precisamente porque se propone reorganizar el régimen laboral mirando con las anteojeras del siglo XX. Por eso, sobre todo, es necesario que se reflexione profundamente sobre la utilidad de la política para transformar el orden laboral. De momento, esta relación no es para nada obvia, lo que explica, además, que, aun cuando a una gran mayoría de los trabajadores su trabajo los esté liquidando personal y socialmente, tal padecimiento no logre revertir la persistente desafección política en Chile. Será necesario repensar los sindicatos, las tácticas huelguistas, la incorporación igualitaria de las mujeres al empleo, la salud mental, los sistemas de seguridad social, el uso de las tecnologías, entre muchos otros dilemas. Algo de todo esto ya está en marcha, pero se hace urgente una apropiación rebelde y con capacidad de superar los cerrojos impuestos por aquellos que han administrado, durante tanto tiempo, una política sin sociedad.

Notas:

[1] Ver: http://www.cieplan.org/media/publicaciones/archivos/15/Capitulo_6.pdf

[2] Ver: https://www.icare.cl/sobre-icare/circulo-personas-organizacion/

[3] Ver: https://www.emeraldinsight.com/doi/abs/10.1108/01425450910946451

[4] Ver: http://www.nodoxxi.cl/wp-content/uploads/CC1-Editado-a3.pdf

[5] Ver: http://fen.uahurtado.cl/wp-content/uploads/2017/07/Informe-de-Huelgas-Laborales-2016.pdf

[6] Ver: http://www.nodoxxi.cl/wp-content/uploads/CC9_02.pdf

[7] Ver: http://sindical.cl/union-de-honorarios-del-estado-inicia-proceso-para-ser-una-federacion-nacional/

 

Ángel Martin
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Sociólogo y Magíster en Sociología por la Universidad de Chile. Estudiante del Doctorado en Sociología de la Universidad de Manchester.