Defender la historia: Las trincheras que van a caer y las que deberíamos construir

El llamado a defender la enseñanza de la historia con fines propios de una formación ciudadana destinada a trabajadores que empujaran el progreso económico y democrático de la nación, adquiere el carácter de un lamento espectral Desarrollista, que no se da por difunto pero tampoco logra hacer eco en las amplias franjas precarizadas de la población. Los defensores de la enseñanza de la historia parecen pasar por alto además que, en un país profundamente injusto y desigual, la búsqueda de la integración nacional a dicho país es proporcionalmente conservadora.

por Camilo Santibáñez R. y Luis Thielemann H.

Imagen / Biblioteca Nacional de Chile, c.1960. Fuente: Wikipedia.


La actual coyuntura ha atizado los rescoldos de la discusión sobre la racionalidad de la historia como parte de la enseñanza pública. La reacción gremial ha sido lo suficientemente amplia como para proponer algunas notas críticas sobre determinados consensos, incluyendo las vanguardias identitarias en la disciplina. Su propósito es reflexionar sobre tres cuestiones sustanciales, más allá del resultado del conflicto inmediato: ¿Cuánto de la defensa que se apertrecha en la defensa del pensamiento crítico no es sino un acto reflejo gremial conservador? ¿En qué consiste la atribución del rol intrínsecamente crítico que se le confiere al conocimiento (y por tanto de la enseñanza) de la historia en la sociedad? Y finalmente, ¿cómo podemos defender la historia sin caer en dicho conservadurismo?

I

Es evidente que la mayoría de las posiciones desde las que se defiende la enseñanza y el aprendizaje de la historia son difíciles de sostener como requerimiento ciudadano y masivo en el neoliberalismo. En el contexto productivista y sus efectos sobre lo público –la escuela que debe preparar para el trabajo-, las reclamaciones gremiales traslucen melancolías de saberes que se revelan inútiles para revertir la propia suerte en la que batallan los sectores populares. En otros términos, el llamado a defender la enseñanza de la historia con fines propios de una formación ciudadana destinada a trabajadores que empujaran el progreso económico y democrático de la nación, adquiere el carácter de un lamento espectral Desarrollista, que no se da por difunto pero tampoco logra hacer eco en las amplias franjas precarizadas de la población. Los defensores de la enseñanza de la historia parecen pasar por alto además que, en un país profundamente injusto y desigual, la búsqueda de la integración nacional a dicho país es proporcionalmente conservadora.

II

Se pueden identificar dos corrientes de defensa de la enseñanza de la historia que no logran desbordar el mismo cauce Desarrollista, a fin de cuentas devenido en su versión degradada: el nacionalismo entendido como la supeditación al empresariado rentista.

En primer término está la historia que apuesta por la integración de los sujetos marginados o suprimidos en la narrativa estatal-nacional; una historiografía de izquierda que Traverso ha denominado de vocación “caritativa”. Lejos de impugnar la historia estatal excluyente como signo de su imposibilidad más allá de lo normativo, esta historiografía se torna una consolidación del mismo Estado mediante la integración académica de los excluidos. El relato no se tuerce, sino que se ensancha. Las injusticias del pasado se prolongan en el presente, dispuestas bajo el rótulo de los “invaluables aportes” de los obreros, las mujeres populares o los “pueblos originarios”, mediante una integración de las injusticias y las violencias opresivas del pasado como meros episodios adolescentes del Estado. Es una operación que sustenta la negación de cualquier subjetividad histórica que no sea la del mito que ampara a dicha Nación y la encarna en el Estado. De modo que el clasismo obrero, la diferencia feminista o la resistencia indígena a la chilenización se tornan instantes del engrandecimiento chileno, que redunda en el engrandecimiento de sus clases dominantes y que normaliza la desigualdad y la subyugación.

En la misma dirección está la historia que apuesta por la seducción de lo secreto como conjura de nuestro “malestar existencial”. Estas vulgatas simplificadoras, cabe denotar, cuya narrativa se articula en torno a buenos y malos, está emparentada con cierta historia social que ha condenado permanentemente la iniciativa política popular, tachándola de ingenua por abandonar la pureza que constituiría su marginalidad para ir a caer repetidamente a la derrota. Derrotas, por lo demás, que serían infligidas por un enemigo históricamente destinado a vencer, en una tragedia estanca. Según esta historia, la oligarquía es el único agente capaz de prever y conspirar todos los movimientos en el tablero histórico; su contraparte popular es incapaz de salvaguardar sus descubrimientos y conquistas políticas, y sus intentos son degradados a intentonas. Queriendo ser crítica y rebelde, termina por explicar como tragedia impotente cualquier iniciativa política subalterna, más aún, niega la autoría popular de las pocas pero reales conquistas sociales existentes hoy en Chile.

III

Es necesario revisar descarnadamente la defensa del “pensamiento crítico” como aptitud lúdica y meritoria en sí misma. Es una trinchera que va caer, pues su debilidad yace en que no ha tomado partido, no ha podido responder preguntas de peso como las que siguen: ¿para qué sirve la práctica del pensamiento crítico? Y más puntualmente ¿para quién? ¿A qué parte del país, en su desigual formación histórica como tal, eminentemente basada en la opresión de una parte sobre otra, le resulta útil el conocimiento de la historia y su uso como reflexión crítica? ¿Qué parte, sino a la que vive debiendo la vida a la parte más rica, necesita de este “pensamiento crítico” para comprender sus propias condiciones de existencia, no como el resultado de conspiraciones que la historia no puede contar por “secretas”, sino como el resultado del conflicto de clases, que es la inteligibilidad de su propio pasado y presente?

La razón por la cual existe la educación pública, destinada a quienes no pueden pagarla, es la ciudadanización de los subalternos. Y, sin embargo, este proceso de ciudadanización demanda conocer realmente, y no idealmente, cómo ha acontecido la disputa de poder que denominamos política. Se trata de comprender cómo ha ocurrido realmente la política y no como debería idealmente acontecer. Es una escuela para la conspiración de las relaciones de fuerza en la sociedad, y su ausencia solo empuja a la violencia y la desafección, los negativos de la política. Y, en efecto, es en la asignatura de historia donde las mayorías populares pueden observar el proceso político como conflicto irreductible. Paradoja que conduce al problema de la historia escolar como discurso siempre parcial; no como escisión de una totalidad narrable, sino como trama hilvanada de hegemonía de clase.

Sin una perspectiva parcial, posicionada con los perdedores de la desigualdad de cara al pasado y presente del Estado, la historiografía con pretensiones de izquierda no puede terminar siendo otra cosa que una expresión caritativa de la historia nacionalista y conservadora. El rol de la educación pública –y en ella, especialmente de la enseñanza de la historia- radica en mostrar el campo de batalla en que se forja la desigualdad y en la posibilidad de la política como alternativa a la barbarie. Mientras toda la escuela apunta al deber ser, la historia instala el “así ha sido”. Por esto, sin la historia así entendida, la historia es únicamente un espacio de adiestramiento. Es la extensión urbana de la capilla del fundo.

IV

“Necesitamos de la historia, pero de otra manera de como la necesita el ocioso exquisito en los jardines del saber”. Al citar esta frase de Nietzsche, Walter Benjamin dispara al academicismo, al goce pequeñoburgués ilustrado y a la vez frívolo, a la reivindicación lúdica del pensamiento crítico. Pero va más allá. Realiza su ataque invirtiendo el signo de la cita y sitúa en la desigualdad social de su tiempo la utilidad de la historia. Le agrega de inmediato que la voluntad de sacrificio y el resentimiento social de la clase obrera -“el nervio de su mejor fuerza”- son el resultado de saciar esa necesidad subalterna de conocer la historia: “Pues ambos [sacrificio y resentimiento] se nutren de la imagen de los antepasados esclavizados y no del ideal de los descendientes liberados”. Lejos del relato autofelicitatorio del país, debemos volver a sincerar nuestras tareas pendientes como sociedad, una de ellas, la constitución de una ciudadanía madura y democrática. La enseñanza de la historia que vale la pena defender desde la izquierda es una que trae al interior de la sociedad, del aula, de nuestros hogares y de nosotros mismos, la urgencia de la desigualdad y la injusticia permanente en Chile.

Camilo Santibáñez R.
+ ARTICULOS

Historiador y docente del Departamento de Historia de la Universidad de Santiago de Chile.

Sitio Web | + ARTICULOS

Historiador, académico y parte del Comité Editor de revista ROSA.