[ROSA #02] La revuelta de octubre y después: Itinerario de un cambio inconcluso

Desatado el 18 de octubre, la respuesta del conjunto de fuerzas defensoras del status quo fue la natural: a una fuerte represión policial, que incluyó el despliegue de efectivos de FF.EE. al interior de las estaciones de metro, se agregó un fuerte despliegue moralizante en los medios de comunicación de masas criminalizando y tratando de deslegitimar la protesta social. Sin embargo, estos esfuerzos resultaron fútiles. En lugar de disminuir, las protestas aumentaron en masividad, número y radicalidad, pagando los costos de las malas decisiones del gobierno los manifestantes, y los trabajadores de Metro.

por Felipe Ramírez

Imagen / Protestas en Santiago de Chile, 2019. Fotografía de César Sanhueza S.


Hay pocas dudas de que el proceso abierto el 18 de octubre del año 2019 ha sido inédito en nuestro país, dejando fuera de juego a la mayoría de las categorías y conceptos que utilizamos normalmente para analizar la realidad y la historia de la lucha de clases en Chile.

Revuelta, revolución, levantamiento, insurrección, varias han sido las palabras que han intentado plantear el fondo de lo que ha azotado esta esquina de Sudamérica haciendo saltar por los aires los tabúes, las líneas rojas, los límites y las barreras establecidas por la transición, y el “acuerdo social” establecido entre la Concertación y las fuerzas civil-militares que sustentaron la dictadura.

En los días que iba a ocurrir un histórico plebiscito que permitiría, con sus limitaciones y contradicciones inherentes a todo proceso político de estas características, que por primera vez las fuerzas populares sean protagonistas, o al menos parte activa de la elaboración de una Constitución en Chile, es bueno recordar un poco cómo llegamos a donde estamos, para vislumbrar por dónde podemos continuar.

18 de octubre: el día en que todo fue posible

Durante semanas -más bien meses- los estudiantes secundarios, en particular del Instituto Nacional, se habían enfrentado con Carabineros en una lucha desigual y con altos niveles de violencia policial, en el marco de una movilización que buscaba recuperar las banderas de la defensa de la educación pública, en un último estertor de aquellas periódicas revueltas que se sucedían al menos desde el año 2001.

El escenario político del país no guardaba grandes sorpresas: una derecha a la defensiva que trataba de sacar adelante un gobierno que se sentía permanentemente bajo asedio, una extrema derecha de raigambre proto-fascista/ultraconservadora que pretendía sobrepasar al Ejecutivo por el costado, una centroizquierda en proceso de reorganización tras la derrota de la Nueva Mayoría, y una izquierda dividida entre un PC que buscaba forjar un espacio de alianza propia, y un Frente Amplio en acelerado proceso de institucionalización -y de pérdida de capacidad de influencia, y sustento político en las luchas de masas-.

En ese escenario nadie imaginaba que algo como lo que sucedió podría pasar. Al contrario, todas las miradas se concentraban en las futuras elecciones municipales y de gobernadores de 2020: la generación de alianzas y listas, la definición de candidatos, ahí estaban las prioridades. Incluso la lucha intermitente de los secundarios estaba afirmada más en la crítica a la represión que sufrían, que al levantamiento de una agenda o un petitorio concreto que articulara asambleas y demandas.

La chispa vendría de un lugar irónicamente insólito para una izquierda elitizada: el alza en 30 pesos del transporte público en hora punta, y la respuesta de los secundarios mediante la evasión masiva del pago del pasaje en el Metro de Santiago. Retornaba la lucha económica en todo su esplendor mediante formas novedosas de lucha que no habían sido aplicadas en las décadas anteriores.

La respuesta del conjunto de fuerzas defensoras del status quo fue la natural: a una fuerte represión policial, que incluyó el despliegue de efectivos de FF.EE. al interior de las estaciones de metro, se agregó un fuerte despliegue moralizante en los medios de comunicación de masas criminalizando y tratando de deslegitimar la protesta social. Sin embargo, estos esfuerzos resultaron fútiles. En lugar de disminuir, las protestas aumentaron en masividad, número y radicalidad, pagando los costos de las malas decisiones del gobierno los manifestantes, y los trabajadores de Metro.

Tal como lo comenté en una columna en la edición digital de ROSA[1], el 18 de octubre, a pesar de la violencia desatada durante el día, el cierre del metro y la obligada caminata que debimos realizar miles de trabajadores en el centro de Santiago hacia nuestros hogares, la sensación general no fue de rabia contra los manifestantes, sino contra el gobierno, incapaz de derogar un alza que se interpretó como un atentado a la estabilidad de las familias trabajadoras. También contra Carabineros, asumida como una fuerza policial deslegitimada por los graves casos de corrupción, por la realización de montajes, y en proceso de descomposición interna, con claros indicios de insubordinación y quiebre de la línea de mando.

Los días siguientes verían derrumbarse muchas de las ilusiones liberales que sustentaban la idea de una democracia que podía estar eternamente ajena a los vaivenes de la lucha de clases. A la creciente protesta de masas, que dirigió su rabia contra bancos, grandes tiendas, supermercados, automotoras, aseguradoras y estaciones de metro; el Estado, la derecha y sus intelectuales respondieron doblando la apuesta decretando el Estado de Emergencia en diferentes regiones, desplegando a las FF.AA. para “restaurar el orden”, y calificando al conjunto de fuerzas sociales movilizadas, mayoritariamente del amplio espectro de sectores populares, como “delincuentes que no respetan nada”.

Este nuevo escenario permitió un salto importante en la discusión política: del alza del transporte rápidamente se pasó a cuestionar el conjunto del modelo económico legado por la transición pactada, orientación cristalizada en la consigna “no son 30 pesos, son 30 años”, que criticaba no sólo al gobierno de Sebastián Piñera, sino también a la labor realizada por la Concertación. Se instaló una “agenda social” que englobó demandas previsionales, de salud, educación, de trabajo entre otras áreas de la vida, permitiendo además que un referente como “Unidad Social” -formado por sindicatos y organizaciones sociales de base- se instalara como vocería formal de una movilización absolutamente inorgánica.

Mientras los muertos y las acusaciones de abusos a los DD.HH. por parte sobre todo de Carabineros se acumulaban, el gobierno estableció una retórica donde calificó que el país se encontraba “en guerra” con un “enemigo poderoso”, impulsando una polarización que permitió sentar las bases de un amplísimo bloque crítico. Este, además de las grandes protestas en la “Plaza Dignidad” (como se denominó el sector de la estación Baquedano), contó con inéditos esfuerzos movilizatorios en lugares de sectores acomodados: Plaza Ñuñoa, Plaza Pedro de Valdivia, Avenida Colón en Las Condes fueron testigos de cacerolazos, cortes de calle y protestas como nunca, llegándose al extremo de realizarse marchas apoyando las demandas sociales en un lugar como Vitacura. Incluso el mismo general Javier Iturriaga del Campo, quien ostentaba el mando del Ejército en la Región Metropolitana el 21 de octubre, se desmarcó públicamente de las palabras del Presidente asegurando que él “no estaba en guerra con nadie”. Vale decir que nunca volvió a ejercer una vocería pública mientras duró el Estado de Emergencia, levantado el 27 de octubre.

La presión en las calles se volvía insoportable para el gobierno, que debió enfrentar el 25 de octubre una gigantesca concentración en Santiago que reunió a más de millón y medio de personas en Plaza Dignidad demandando el retorno de los militares a sus cuarteles, y la convocatoria a una Asamblea Constituyente. A esas alturas la necesidad de cambiar la Constitución de 1980, legada por la dictadura, era un objetivo más que legitimado, por lo que el gobierno intentó por todos los medios resquebrajar el campo crítico. Radicalizó su discurso sobre la delincuencia violentista, impulsó una agenda criminalizadora de la protesta social, presentó una “agenda social” que profundizaba el rol subsidiario del Estado, e hizo la vista gorda ante los abusos a los DD.HH., en un esfuerzo por amedrentar a los movilizados, tal como analicé en Rosa previamente[2].

Así fue como llegamos a otro importante punto de inflexión: quizás las 72 horas más importantes de esta etapa, aquellos días que fueron entre el 12 de noviembre con la Huelga General convocada por el Bloque Sindical de Unidad Social, y el 15 de noviembre, cuando en el Parlamento diferentes partidos, que representaban casi todo el arco político con representación en el Congreso, firmaron un “Acuerdo por la paz” que buscó generar un itinerario constituyente. Si en la primera fecha fueron los sindicatos los que marcaron la pauta, en el segundo fueron los partidos quienes tomaron la batuta. Sin embargo, ni unos ni otros fueron capaces de trasladar al acuerdo la nueva correlación de fuerzas existente, quizás porque ninguno tenía la mínima claridad respecto a preguntas clave como qué tipo de Constitución queremos, cómo se genera y desarrolla una Asamblea Constituyente, etc. Nuevamente regalamos la iniciativa al adversario[3].

 

La resaca del acuerdo: La lucha por el apruebo y la disgregación de la izquierda

El despertar del 16 de noviembre fue de dulce y agraz. Aunque muchos quedaron satisfechos por la existencia de un compromiso que permitiría en un plebiscito terminar con la Constitución de Jaime Guzmán y Pinochet, otros tantos se enfurecieron por las condiciones acordadas con los partidos de la derecha. Las consecuencias fueron graves y han sido difícilmente procesadas por la izquierda: el bloque crítico se disgregó ante las desavenencias, sus partidos se quebraron, la legitimidad que tenía Unidad Social como referente unitario se vio dañada, debilitándose notablemente su capacidad de convocatoria a nivel nacional, y de una u otra manera el eje se desplazó de la lucha callejera y la movilización social, a la disputa parlamentaria por las condiciones del proceso constituyente.

Muchos resintieron la pérdida de protagonismo de los sectores populares y abandonaron poco a poco las calles, desgastados por semanas de durísima represión, y muchísimos mutilados o asesinados por la policía. Un sector no despreciable continuó -hasta mediados de marzo, cuando el reciente estado de excepción lo impidió- con el ritual de reclamar Plaza Dignidad como espacio de protesta, sobre todo los viernes cuando miles se reunían periódicamente a mantener la llama de la revuelta viva. Hay confianzas que se quebraron, ilusiones que se desvanecieron, abriéndose una herida difícil de subsanar en el corto plazo entre el activo social movilizado desde el 18 de octubre, y los partidos y organizaciones que en teoría los representan en las instituciones del Estado.

A pesar de que el calendario avanzó rápidamente hacia las vacaciones, fueron los estudiantes secundarios quienes de manera más resuelta intentaron volver a poner sobre la mesa las demandas de la agenda social en su movilización contra la PSU. Aprovechando un inexplicable error por parte del MINEDUC -la decisión de acabar con esta prueba como mecanismo de acceso a la Universidad ya estaba tomada- reinstalaron la crítica a una educación que sigue contando con un importante sesgo de clase a la hora de dirimir qué tipo de educación recibirá cada persona dependiendo de sus condiciones socioeconómicas.

Si bien el proceso de entrada a la Educación Superior se realizó de todas maneras, los secundarios demostraron ímpetu y valentía, aún cuando hubiera falta de un mayor arraigo de masas, y claridad programática respecto a las demandas del sector, lo que continúa hasta este minuto. El contraste con Unidad Social -prácticamente desaparecida del mapa y consumida por disputas internas- y con los sindicatos en particular, es grande. A pesar de no existir ninguna respuesta a la agenda social planteada en un inicio, las organizaciones de masas de los trabajadores por definición no han podido recuperar la fuerza que ostentaron antes del acuerdo de noviembre.

La otra expresión de masas que revitalizó las movilizaciones al retorno de las vacaciones de verano fue el feminismo, con una inusitada mas no inesperada demostración de fuerza y masividad el pasado 8 de marzo, con alrededor de un millón de mujeres repletando el sector de la Alameda en Santiago. Si alguien tenía dudas con respecto a la fuerza del feminismo, en toda su pluralidad, aquella jornada dejó en claro que la desigualdad de género, la violencia machista y los privilegios propios del patriarcado tienen en frente a un enemigo formidable, que cada día se hace más fuerte y decidido.

El telón de fondo de estas masivas pero sectoriales expresiones de lucha estuvo marcado por la fecha original del plebiscito constitucional, el 26 de abril. La variedad de comandos por el Apruebo formados hasta esta edición -al menos dos con expresión nacional- demuestran que la dispersión de la izquierda y del bloque social crítico continúan sin mucho remedio. Tal vez, la postergación del plebiscito para octubre -producto de la pandemia-, pueda mover algo las fichas hacia la unidad.

A meses del estallido social, lo cierto es que es poco lo que hemos ganado hasta el momento, aunque estamos todavía a la expectativa de lo que pueda suceder en el primero de los dos plebiscitos que se deberán realizar para tener una nueva Carga Magna. Lo que si tenemos son más muertos por la represión, más mutilados, y más leyes represivas que intentan a la desesperada frenar un proceso que avanza inexorable, independiente de las tensiones que lo golpean. Todo aquello no ha mejorado un ápice desde el inicio de la Pandemia, sino que se ven signos de empeoramiento. El desafío abierto es cómo enfrentamos el proceso constituyente mientras a la par enfrentamos la crisis económica en ciernes que se gesta a nivel global por la expansión del coronavirus. ¿Pagaremos nuevamente los trabajadores la crisis? ¿Seremos capaces de elaborar una Constitución que supere el Estado subsidiario y articule un nuevo modelo económico? Hay muchos debates que dar, muchas interrogantes que responder, muchas luchas que dar aún. Adelante.

[1] “EVASIÓN EN EL METRO ¡ES LA LUCHA DE CLASES, ESTÚPIDO!”, 19 de octubre, por Felipe Ramírez, Revista Rosa.

[2] “TERMINAR CON LA CONSTITUCIÓN DE 1980: EL DESAFÍO DE IR MÁS ALLÁ DE LA REVUELTA”, 08 de noviembre, por Felipe Ramírez, Revista Rosa.

[3] “LA IZQUIERDA TRAS EL ACUERDO: RECUPERAR LA INICIATIVA, DUPLICAR EL TRABAJO”, 18 de noviembre, por Felipe Ramírez, Revista Rosa.

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Activista sindical, militante de Convergencia Social, e integrante del Comité Editorial de Revista ROSA. Periodista especialista en temas internacionales, y miembro del Grupo de Estudio sobre Seguridad, Defensa y RR.II. (GESDRI).