Jair Bolsonaro, persona non grata

Los días 22 y 23 de marzo, Jair Bolsonaro visitó oficialmente nuestro país en el marco de la cumbre PROSUR, de la cual se excluyó a Venezuela. Es que, de acuerdo al presidente de Chile Sebastián Piñera, para participar en ellas deben cumplirse dos condiciones: ‘la plena vigencia de la democracia y del estado de derecho, y respeto pleno a las libertades y derechos humanos’. Bajo toda perspectiva, esas características son incompatibles con una figura como Bolsonaro.

por Enrique Riobo

Imagen / Antifascistas contra Bolsonaro, Brasil, 2018. Fuente: Pexels.


Durante el último año, la figura de Jair Bolsonaro ha aparecido con fuerza. A partir de poner en valor las torturas, torturadores y dictaduras militares, así como con un discurso ultraderechista, racista y machista, ha estado en la palestra continuamente; aunque durante su campaña presidencial rehuyó cualquier debate característico del espacio público y de la democracia. Últimamente, se ha visto incluso ligado al caso del asesinato de Marielle Franco.

Su figura ha sido polémica desde su entrada a la arena pública, que estuvo vinculada a unos bombazos puestos en protesta por los bajos sueldos del ejército. Y, aunque luego fue sobreseído por la justicia militar, se acreditó su caligrafía en un mapa asociado al atentado. Durante su carrera política, la defensa corporativa a la “familia militar” fue su principal labor.

Los días 22 y 23 de marzo, Jair Bolsonaro visitó oficialmente nuestro país en el marco de la cumbre PROSUR, de la cual se excluyó a Venezuela. Es que, de acuerdo al presidente de Chile Sebastián Piñera, para participar en ella deben cumplirse dos condiciones: “la plena vigencia de la democracia y del estado de derecho y el respeto pleno a las libertades y derechos humanos”.

Bajo toda perspectiva, esas características son incompatibles con una figura como Bolsonaro. En primera instancia, porque resulta difícil conciliar el respeto pleno a los derechos humanos y a la democracia, al mismo tiempo que se homenajea a figuras como la de Stroessner en Paraguray, o se recuerda con emoción y dedicatorias al único torturador de la dictadura brasileña que ha sido procesado. Incluso, uno de sus actuales ministros afirmó que el ejército había errado al no matar a los 20.000 torturados durante la dictadura.

También ha manifestado una profunda admiración por Augusto Pinochet, especialmente por sus reformas neoliberales. Es más, en el foro conservador de Iguazú, el reconocido defensor de la dictadura y ultraderechista chileno José Antonio Kast se mostró orgulloso de regalar su vulgata “El Ladrillo” para que ejerciera de guía en la administración brasileña. Pero en el caso de Bolsonaro, la antihistórica e irracional operación de separar el actuar político-económico de la dictadura con las violaciones a los DDHH durante ese periodo cometidas, no es una necesidad. Es más, el presidente de Brasil se ha pavoneado con esa violencia. E incluso, su jefe de gobierno la ha presentado como una suerte de amenaza para forzar un consenso en torno a la reforma previsional que buscan aplicar actualmente.

Por eso mismo, es una necesidad mostrar que esas formas de apología a la violencia dictatorial no son aceptables políticamente dentro de Chile. Su entrada explícita implicaría un retroceso en consensos mínimos que se han construido sobre el ámbito de la verdad, la justicia y la memoria, así como del concepto de DD.HH en general. Estos han sido logrados a partir de la movilización y organización social de las últimas décadas, mucho más que por la voluntad de la política transicional, a pesar de la centralidad que en ese contexto tuvo el tema.

La tensión entre la labor axial que la postura de defensa a los derechos humanos jugó en los gobiernos de la Concertación, con las continuidades dictatoriales y con una impunidad extendida es clave para la disputa por el sentido de los DD.HH. que se está dando hoy en Chile, pues a partir de esa contradicción es que la lógica transicional pierde cada vez más fuerza, por lo que el significado histórico por ella impreso se hace más endeble y debe ser repensado.

Es precisamente en ese ámbito donde las posiciones representadas por Bolsonaro pueden ser especialmente problemáticas. En efecto, su discurso durante la Sesión plenaria del Foro Económico Mundial (22 de enero de 2019), hace referencia a los “verdaderos derechos humanos”, comprendiéndolos como la defensa de la vida, la familia y la propiedad privada, así como la promoción de una educación acorde a la cuarta revolución industrial. Esta última se plantea como clave para superar la pobreza a través del conocimiento.

Al unísono, en Brasil se desmantelan programas de promoción y defensa de los derechos de minorías étnicas y sexuales, así como también, se valora la violencia paramilitar como formas de control social. Todo ello, alineado con el recuerdo de unas dictaduras que juegan un papel como aura de bienes perdidos.

En ese marco, en el rechazo de su visita pueden verse al menos dos dimensiones. La primera tiene que ver con la conservación de los consensos mínimos sobre el rechazo a las violaciones a los DD.HH. ocurridas en dictadura y la ilegitimidad de su defensa como discurso político. Pero quedarnos en ello no mueve un ápice la disputa por el sentido de los DD.HH. hacia adelante; sólo conserva un límite que tarde o temprano va a ser derrumbado -y con el pinochetismo significado como diversidad, ya lo está siendo-.

En cambio, su declaración como non grato es también una invitación para buscar una respuesta histórica emancipadora a la situación actual: su figura conecta la violencia dictatorial al racismo, machismo y a la radicalización neoliberal y, por ende, revela que mientras siga el espectro de la primera -que sólo se conjura a través de la justicia y la lucha en contra de la impunidad-, una profundización democrática se aleja.

Lo anterior no implica hacer caso omiso de las condiciones históricas que explican su llegada al poder -cuestión asociada a una oleada de gobiernos de derecha en América del Sur y a una necesaria crítica del ciclo progresista-, pero sí puede ser útil para pensar formas de salir de la situación actual de la izquierda.

Termino con una imagen, inspirada en “Fernando ha vuelto” de Silvio Caiozzi que es precisamente opuesta al infame cartel que afirma que los buscan huesos son los perros, por medio del cual Jair Bolsonaro se burlaba de los familiares de desaparecidos. La imagen es de un documento de trabajo del fallecido profesor de Historia Antigua, Jaime Moreno Garrido:

“Esos huesos secos me resultaron cargados de sacralidad, las mujeres que conservaron obstinadamente la memoria de los muertos me parecieron sacerdotisas de la memoria del sufrimiento. De pronto, los huesos de esos muertos se me trocaron en huesos de mis muertos; y creo que, de alguna manera, a los ahí presentes algo se nos murió por dentro: Huesos sacros, por tanto, huesos que me parecen elemento del “zikkarôn” [necesidad de re-presentar, de volver a hacer presente lo sucedido] de este país que se empeña en no celebrar su duelo y que opta empecinadamente por la repetición y la melancolía.”

Enrique Riobó Pezoa
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Historiador y presidente de la Asociación de Investigadores en Artes y Humanidades. Miembro de Derechos en Común.