El testigo cuenta. Sobre “El lugar del testigo: escritura y memoria (Uruguay, Chile y Argentina)”, de Nora Strejilevich

La clave de la lectura de Strejilevich está en que el testimonio se cuenta cuando se puede conciliar la palabra con la memoria y la memoria con la experiencia. Esa conciliación permite terminar con la insolente cosificación del relato en cifra, dato, informe o catálogo, ya que, nos dice, hay algo del testimonio que resiste a la cristalización de una de esas formas; el testimonio no solo documenta, sino que establece una relación entre narrador y lo narrado, entre quienes habitaron el silencio de lo inhabitable y lo rompen traduciendo el horror mediante las artesanías de las que dispone la literatura.

por Afshin Irani

Imagen / Nora Strejilevich, Paulo Slachevsky. Fuente: Flickr.


 

“El testigo se esfuerza en decir esa historia

para que esa historia no nos siga diciendo” (26)

Ahí donde la historia parece cerrar toda experiencia de lo acontecido a interpretaciones, teorías e instrucciones, ¿qué es lo que puede un testimonio si se recupera como lengua de lo acontecido? ¿Qué valor alterno se construye desde la palabra del testigo cuando se le quiere escuchar? En mi opinión, estas son dos grandes reflexiones que cruzan la reciente publicación de Nora Strejilevich, El lugar del testigo: escritura y memoria (Uruguay, Chile y Argentina). En ella, contamos con herramientas sustanciales para un acuerpamiento de la memoria, reestableciendo una apuesta política para comprender la centralidad del testigo y el testimonio y así, volver a desacomodar los consensos sobre los usos de la memoria en los procesos de la democracia posdictatorial del Cono Sur a fines el siglo XX y comienzos del XXI.

El libro cuenta con una reflexión profunda respecto del régimen de escritura y visibilidad a los que se somete el testigo y el testimonio, en donde una crítica posicionada desde las posibilidades de la alianza entre escritura y literatura del testimonio entra en colisión con distintos poderes y epistemologías que median la comunicación entre testigos y sociedad. En el libro, a lo largo de tres capítulos, entran en perspectiva distintos aspectos a considerar de la actualidad ante la necesidad ética de un rescate contingente de aquellas narraciones referidas a experiencias límites de la humanidad y la violencia.

En el capítulo I, la autora nos introduce en un doble movimiento. En el primero construye, a base de artefactos del pensamiento crítico de la posguerra europea y de las posdictaduras latinoamericanas, una arquitectura del testigo. Dentro de este esquema, plantea Strejilevich, “el testigo cuenta en un doble sentido” (25), cuenta porque relata desde una posición donde se buscaba el silencio, y cuenta porque importa, pues a través de su experiencia impedimos la reificación de lo real en el tiempo histórico. En efecto, para la autora el testimonio se abre a las posibilidades de quien lo recibe y el testigo se construye desde la posibilidad de su palabra, y esta posibilidad no se puede disociar de lo abierto o cerrado que está el escenario en la sociedad. En ese sentido, Strejilevich es hábil en hacernos ver la relación del testimonio con el presente, ya que esclarece la relación de cómo las luchas sociales actuales amplían la idea que tenemos de violencia y a través de ellas podemos entender, por ejemplo, qué silencios opacos relativos a la tortura sexual se acaban cuando el movimiento feminista emerge de las grandes avenidas latinoamericanas o, incluso, cómo desarrollar un trato con testimonios sobre las formas actuales de la violencia.

La clave de la lectura de la autora está en que el testimonio se cuenta cuando se puede conciliar la palabra con la memoria y la memoria con la experiencia. Esa conciliación permite terminar con la insolente cosificación del relato en cifra, dato, informe o catálogo, ya que, nos dice, hay algo del testimonio que resiste a la cristalización de una de esas formas; el testimonio no solo documenta, sino que establece una relación entre narrador y lo narrado, entre quienes habitaron el silencio de lo inhabitable y lo rompen traduciendo el horror mediante las artesanías de las que dispone la literatura. A través de este planteamiento se hace evidente la importancia del lugar del testigo, puesto que, en él, recomponemos la responsabilidad del testigo en las democracias posdictatoriales: quien dejó atrás a la muerte se recompone pasando del silencio al lenguaje, mientras que quien recibe el testimonio hace de ese recuerdo un reconocimiento que afirma el acontecimiento de la violencia y se impone frente al negacionismo de ella.

Por otro lado, en el segundo momento del capítulo, Strejilevich se enfrenta a dos formulaciones en las que se presentan barreras a la posibilidad de ese testigo como presencia legítima: el “musulmán” (muerto sin voz) de Giorgio Agamben, y el desprecio epistemológico de Beatriz Sarlo al testimonio. En el primer caso, la autora le hace frente a la interrogante que instala el filósofo italiano sobre la validez del testigo de ser vocero por delegación de los que no sobrevivieron; nuestra autora propone una contralectura desde los campos del Cono Sur, espacios en los que al musulmán se le opone la figura del militante, cuyo secuestro y tortura se orientaban a la recolección de información y no imposición del silencio. Así, se insiste en reconstruir una voz plural que habla de sí y de los desaparecidos, ya que la resistencia y la solidaridad de los testigos se construye sobre una identidad basada en el compañerismo previo y también en el emergente. En el segundo caso, se retoman varios episodios de la polémica que abre Sarlo en Tiempo pasado, cultura de la memoria y giro subjetivo (2007) en la que la crítica argentina establece que el sobreviviente, en verdad, no tiene nada que decir (49) frente a la devaluación de su experiencia, y que el lugar del testigo sería exclusivamente el de un instrumento jurídico ahí donde las fuentes fueron destruidas. Frente a dicha lectura, le cabe al lector detenerse en las respuestas que esboza Strejilevich, que abordan desde la naturaleza del testigo hasta la relación entre historia e ideología.

En el capítulo II, la autora recopila un interesante glosario de términos en base a usos dentro de discusiones contemporáneas y no a definiciones rígidas. De esta forma, la lectura que propone Strejilevich es abierta a hacer de nosotros, los lectores, partícipes de nuevas reorganizaciones conceptuales de la violencia política, de la experiencia vivida en situaciones límite y de aspectos epistemológicos referidos al lugar del testigo en el contar. “Derecho”, “Memoria”, “Historia”, “Razón”, “Terror”, “Testimonio”, “Verdad y Justicia”. El capítulo constituye verdaderamente una prolija puesta al día de ciertos elementos ineludibles para introducirse en una discusión contingente, en constante cambio, que requiere tomar postura y, por lo tanto, incapaz de cerrarse a sí misma bajo el contexto político por el que pasamos.

Finalmente, el último capítulo, y en el que se despliega la propuesta principal del libro, la autora relaciona al testimonio y el relato contenidos en una selección de textos literarios –forma no jurídica de entender la experiencia del testigo– con los momentos clave de violencia política del siglo XX en el Cono Sur. De esta forma la autora revela, de forma instruida y experimentada en las distintas modulaciones generacionales de las narrativas posdictatoriales, el cómo son construidos los hitos traumáticos en la letra de los testigos, y de esta forma nos permite comprender cómo estas adquieren el valor de verdaderas traducciones de lo indecible a lo decible, donde la experiencia del terror logra organizarse como algo testimonial, pero también logra entregar información que es capaz de esclarecer el mismo hecho histórico. Strejilevich nos muesta cómo la literatura testimonial, sin perder su estatus artístico o la calidad de su ficción, es capaz de ser una denuncia sobre lo acontecido, una advertencia en las formas y, quizás lo más interesante de todo, una construcción de una memoria colectiva que se ancla en la estrecha relación que sostiene la política y la estética.

Después de la lectura de este libro se amplía lo que entendemos por acción y militancias en la búsqueda por la justicia y defensa de los Derechos Humanos, puesto que se vislumbra el lugar político del testigo en una democracia posdictatorial, que por su misma condición muchas veces olvida que sus instituciones y saberes sancionan sobre experiencias pasadas y presentes, y que se pierden cuando se reifican, pues devienen extremadamente vulnerables a perderse como mero vestigio.

Los testimonios son memoria viva, en el sentido de la autora, justamente porque el testigo cuenta parte de su vida al que quiere escuchar, y esa parte de su vida cuenta para el que (re)quiere escuchar. Hay que comprender para cuidar esos espacios, especialmente en tiempos vertiginosos donde resurge en nuestra región el plano explicito de la violencia política. Necesitamos de manera urgente ese espacio, que es conceptual, artístico y literario, pero sobre todo político; un espacio que acelere la necesidad de estar listos para escuchar y reflexionar con el testigo en tiempo pretérito y presente. En este sentido, este es un libro ineludible para los desafíos pendientes de quienes insistimos en que aun es posible toda la justicia y toda la verdad.

Afshin Irani
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Licenciado en filosofía y estudiante del Magíster en Estudios Culturales Latinoamericanos de la Universidad de Chile.