Anti-partidismo y la construcción de un polo antineoliberal

La inserción social generó una relación ambigua y muchas veces conflictiva entre el mundo social y el mundo político. Se instala la desconfianza hacia los partidos políticos, a los cuales se les acusaba (justificadamente o no) de instrumentalizar las organizaciones sociales. De forma constante, los movimientos sociales terminaron siendo trincheras ideológicas de determinados partidos y/o movimientos políticos, o en el mejor de los casos, fueron campos dentro de los cuales se libraba la batalla político-ideológica al interior de la izquierda.  Por otra parte, el debilitamiento del vínculo político-social, llevo a que muchas organizaciones sociales comiencen a plantear su “politización” de forma directa, es decir, asumieron en la práctica muchas de las tareas y funciones que en teoría corresponden a los partidos políticos: crearon programas y comienzan a plantearse la participación en procesos electorales. No obstante, siguen planteándose como organizaciones sociales pese a que reproducen no solo las mismas prácticas de los partidos políticos, sino también sus mismos vicios.

por Alexander Salin

Imagen / Manifestación en la Plaza de la Dignidad, 16 de octubre 2020, Paulo Slachevsky. Fuente.


Reconozco que reflexionar y sacar conclusiones desde lo anecdótico presenta una alta probabilidad de error, sobre todo si se trata de construir lecturas generales para un proceso o una coyuntura. A pesar de eso creo, que siempre es necesario reconocer (implícita o explícitamente) cual es la implicación sobre el texto que se escribe, es decir, desde que posiciones y experiencias se está hablando.

En mi caso particular, durante la última década he militado alternadamente tanto en organizaciones “sociales” como “políticas” pasando tanto como por momentos de alegría, como otros de gran decepción y repliegue. Viví los últimos años en Argentina (por motivos de estudio), donde participe de una organización territorial y villera. Desde esa última experiencia, regrese a Chile en 2019 con muchas ganas hacer cosas, de participar de empujar transformaciones en mi tierra y mi comuna.  Al volver, el escenario político había cambiado radicalmente: la izquierda había pasado una serie de procesos de quiebres y fusiones durante el proceso de formación del Frente Amplio. Ya no tenía un referente “natural” al cual regresar y la idea de la militancia “social” se presentaba como una opción atractiva luego de mi experiencia transandina. No era capaz de resolver la pregunta sobre ¿Qué hacer o desde donde es mejor construir? En este dilema personal, me encontraba cuando nos sorprende el 18 de octubre. Desde dentro de la revuelta, pero desde fuera de las organizaciones de izquierda, fui participando dentro de mis posibilidades de cada uno de los hitos que se fueron desarrollando.

Desde esta posición hago mis lecturas sobre los octubres chilenos, el de la revuelta y el del plebiscito, y defiendo la necesidad fortalecer las herramientas partidarias de la izquierda, sin que esto implique hacer vista gorda a las enormes falencias que nuestros referentes han tendido durante este ciclo.

Sin profundizar en un diagnostico o en una lectura del estallido social y el plebiscito (pandemia mediante) se ha instalado casi como un consenso el reconocimiento de que los partidos políticos, particularmente los del Frente Amplio y el PC, ni las organizaciones sociales (agrupadas en Unidad Social) pudieron darle una conducción política a la acción directa de masas que ha sacudido a Chile. Y si hilamos más fino, la izquierda social y política en Chile también fue incapaz de generar mecanismos para procesar sus diferencias y por tanto de ofrecer lecturas comunes o posiciones unitarias durante la coyuntura.

Estas falencias no solo han permitido al gobierno y a la ex concertación rearticularse y retomar la iniciativa en la lucha por el control del proceso constituyente y la posibilidad de un cierre institucional al conflicto, sino que también, se han expresado en un fuerte discurso antipartidista y antipolítico que amenaza la posibilidad de construir un polo antineoliberal para disputar dicho espacio.

Menospreciar este discurso antipardista y desatender las razones por las cuales diversos sectores del campo popular ven en la figura de los “independientes” una posibilidad idealizada de ser representados en el proceso constituyente, es condenarnos a una guerra civil de trincheras en el cual cada sector defiende su posición y por que no decirlo, su cuota de poder. En términos técnicos, los psicólogos llamamos a esto una “escalada cognitiva”, lo cual se ha constituido en un patrón repetitivo a través del cual se relaciona la izquierda. Es necesario comprender las raíces de esta desafección y comprometernos en una praxis superadora de estas.

Ofrecer lecturas simplistas y explicarnos esto a través de una supuesta “pulsión nihilista[i] o reiterar las mismas tesis que desde el 2011 han surgido sobre la “crisis de legitimidad” que viven los partidos y el sistema neoliberal poco nos ayuda en esta tarea. Establecer lecturas dicotómicas entre la “calle” y los “partidos” (y organizaciones) nos puede hacer incluso retroceder[ii] hacia caricaturas sobre ese otro al que buscamos interpelar.

A modo de hipótesis, el discurso “antipartidista” en sus diversas formas, tiene sus raíces en dos nodos críticos: 1) Una crisis en la relación de representación y 2) Una crisis en la relación entre las esferas sociales y políticas, particularmente en la división social del trabajo militante entre partidos y organizaciones sociales.

El primer nodo, retomando la propuesta teórica de Sandra Carli “crisis de representación” como la dificultad de los estados y los partidos políticos institucionales de “representar” a conjuntos amplios de la sociedad en medio de un contexto de fragmentación del mundo del trabajo, heterogenización social y procesos de globalización. A estos fenómenos se debe sumar las transformaciones en los sistemas de medios, principalmente al efecto que han tenido la irrupción de las redes sociales.

Más allá de lo anterior, si algo nos dejó en claro la revuelta y el plebiscito, es que la gente no quiere ser solo representada, quiera participar sustantivamente de los procesos deliberativos que afectan sus condiciones de vida. La proliferación de cabildos y la alta participación en el plebiscito son indicadores que respaldan dicha hipótesis. Esto plantea dos desafíos para las organizaciones de izquierda, el primero hacia la externa: El de traducir la participación social de base en un texto constitucional y en un futuro programa de gobierno. El segundo interno: democratizar el funcionamiento orgánico de los partidos políticos y organizaciones sociales, en términos concretos, la posibilidad de los militantes de base de incidir y regular las decisiones de sus directivas y de sus figuras públicas, donde particularmente ha sido problemático el rol que han tenido los parlamentarios de las fuerzas de izquierda.

No obstante, la democratización o la superación de las relaciones de representación no es suficiente para superar el discurso antipartidista, ya que tampoco resuelve uno de los principales vicios de la izquierda chilena: el aparatismo[iii].

Problematizar el aparatismo requiere superar una lectura meramente moral y transformarlo en un problema político. Es decir, analizar las condiciones de facilitan su emergencia y permanencia. Esto nos lleva al segundo nodo crítico: La crisis en la relación entre referentes políticos y sociales, y, por ende, en la división social del trabajo militante. Particularmente me refiero a cuestionar una de las tesis que de forma consciente o inconsciente ha constituido un dogma en la izquierda chilena: la tesis de la inserción social de los militantes partidarios.

En términos burdos, la tesis de la inserción plantea la necesidad que los militantes de un partido determinado deben ocupar posiciones claves en la conducción de movimientos y organizaciones con el objetivo superar la división entre lo político y lo social que impuso el neoliberalismo. El mundo político se nutría de esta forma de los insumos necesarios para ser parte de las “luchas” del pueblo y el mundo social podía disponer de las herramientas teórico-practicas provenientes de las organizaciones políticas. De esta forma, se esperaba que los movimientos sociales se “politizaran” y formaran una masa critica de militantes que pudiese empujar los cambios sociales que Chile necesitaba. Con mayor o menor éxito, esta fue la estrategia de todas las fuerzas de izquierda, incluyendo el PC, las fuerzas del Frente Amplio, el trotskismo y la diáspora de organizaciones inspiradas en el MIR.

Dicha estrategia tuvo un éxito inicial, siendo uno de los factores claves en la masividad de las protestas estudiantiles del 2011 y en la constitución o revitalización de los partidos políticos que rompieron la lógica binominal durante la década anterior. Pero dicha forma de construcción tuvo resultados bastante limitados en otros sectores sociales, especialmente en el movimiento sindical donde la CUT u otros referentes sindicales no tuvieron el mismo grado de legitimidad y masividad. Pero incluso, en el interior del movimiento estudiantil esta forma de construcción fue agotándose y sus referentes sociales vieron mermada su capacidad de movilización.

La inserción social generó una relación ambigua y muchas veces conflictiva entre el mundo social y el mundo político. Se instala la desconfianza hacia los partidos políticos, a los cuales se les acusaba (justificadamente o no) de instrumentalizar las organizaciones sociales[iv]. De forma constante, los movimientos sociales terminaron siendo trincheras ideológicas de determinados partidos y/o movimientos políticos, o en el mejor de los casos, fueron campos dentro de los cuales se libraba la batalla político-ideológica al interior de la izquierda.  Por otra parte, el debilitamiento del vínculo político-social, llevo a que muchas organizaciones sociales comiencen a plantear su “politización” de forma directa, es decir, asumieron en la práctica muchas de las tareas y funciones que en teoría corresponden a los partidos políticos: crearon programas y comienzan a plantearse la participación en procesos electorales. No obstante, siguen planteándose como organizaciones sociales pese a que reproducen no solo las mismas prácticas de los partidos políticos, sino también sus mismos vicios.

El efecto resultante de estos procesos es la constitución de limites difusos entre lo político y lo social, que lejos de contribuir a procesos de politización ha terminado por deslegitimar a los referentes de izquierda. Se instala una relación de antagonismo, competencia y desconfianza. Su expresión es el discurso antipartidista, pero también la desafección y la desmovilización de organizaciones sociales

Como todo fenómeno social, estos límites difusos no son naturales ni mucho menos inevitables. El ejemplo de la cultura política en Argentina puede sugerir algunas pistas para la superación de dicha falencia: Desde lo social, la mayoría de las organizaciones sociales incorporan en sus principios mecanismos para la no instrumentalización de sus orgánicas, como pueden ser ciertas cláusulas de anonimato, la abstención de participar orgánicamente en procesos electorales y la definición de apoyos transversales a las fuerzas políticas transformadoras. En este sentido, no se trata de que las organizaciones se obtengan de participar de procesos políticos, sino de generar relaciones de complementariedad con el “mundo político” y mecanismos que puedan prevenir la hegemonización e instrumentalización de sus referentes. Desde lo político, la apuesta de las organizaciones y partidos debiese estar orientada la superar las lógicas de inserción individual en instancias intermedias como son las organizaciones sociales y apostar por una inserción colectiva y directa tanto en los territorios como “frentes” del campo popular. Es decir, los partidos y movimientos políticos debiesen asumir una tarea de movilización permanente a través de iniciativas de comunicación popular, de educación popular, de dispositivos de salud comunitaria, etc.

En conclusión, en este escenario post plebiscito el discurso “antipartidista” es el principal obstáculo en el objetivo estratégico de construir un bloque político social antineoliberal. Superarlo, no solo implica un ejercicio de debate e intercambio de ideas, es necesario transformar las lógicas de construcción partidaria y social.

 

Notas

[i] El Frente Amplio contra la pulsión nihilista. https://www.revistarosa.cl/2020/10/01/el-frente-amplio-contra-la-pulsion-nihilista/

[ii] Lecturas así se dejan entrever en la columna de Leandro Paredes quien señala que “Es casi un slogan, pero no por ello menos cierto, decir que el proceso constituyente no fue obra de partidos, sino que, del estallido social, o aunque moleste a los politólogos del Centro de Estudios Públicos, fue obra de “la calle”.” https://www.revistarosa.cl/2020/10/12/movimiento-popular-y-poder-constituyente/

[iii] En la columna anteriormente citada, se describe brevemente esta práctica.

[iv] Pensar que solo los partidos políticos pueden instrumentalizar a las organizaciones sociales reproduce una mirada paternalista sobre estas últimas y encubre también la posibilidad de que los mismos partidos políticos sean instrumentalizados por otros agentes sociales. Este ultimo punto se ilustra con la situación del Partido Humanista y su instrumentalización por parte de Pamela Jiles.

Alexander Salin
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Psicólogo de la Universidad de Chile y magíster (c) en Problemáticas Sociales Infanto Juveniles de la Universidad de Buenos Aires. Militante de Convergencia Social.

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