[ROSA #03] Crisis, estadolatria y antagonismo

La estadolatría progresista de los tiempos pandémicos pesca en la nostalgia socialdemócrata y desarrollista de las políticas de gasto público, pero abreva abundantemente del esquema más reciente de medidas de apoyo al consumo (vía subsidios o créditos) para contener el impacto del desempleo y el empobrecimiento. […] aquí se manifiestan los límites insuperables de una política encapsulada en el perímetro de los equilibrios políticos pre-existentes, en ausencia de una irrupción crítica de las clases subalternas.

por Massimo Modonesi[1]

Imagen / De la serie Memorias de Chile, 2020, Magdalena Jordán.


 

Mientras estamos sumergidos en la crisis pandémico-económica, apenas se están entreviendo sus implicaciones políticas. Si bien, como sostenía Antonio Gramsci, sólo podemos prever el conflicto y no sus formas y su desenlace, estamos no obstante en condición de reflexionar sobre las tendencias en curso. En particular, ante los indicios de una posible crisis orgánica, una crisis de hegemonía, cabe interrogarnos sobre sus elementos constitutivos, que el mismo Gramsci en sus Cuadernos de la Cárcel identificaba en el “fracaso” de las clases dominantes y la movilización de las clases subalternas, es decir en una crisis de dominación en la cúspide y una irrupción crítica desde abajo. Gramsci asumía que el estallido de una crisis orgánica podía darse por una u otra causa pero que su pleno desarrollo necesariamente requería que estas condiciones se presentaran simultáneamente. Sin embargo, inmediatamente después Gramsci advertía sobre la peligrosidad de la rápida reacción y capacidad de “reorganización” de la clase dominante, la cual: “hace eventualmente sacrificios, se expone a un devenir obscuro con promesas demagógicas, pero mantiene el poder, lo refuerza temporalmente e lo usa para aplastar el adversario y para dispersar su dirección”.[2]

Toda crisis se gesta, se define y resuelve en función de la lógica y la dinámica de la correlación de fuerzas de los actores, los sujetos, las clases en lucha, y esto implica reconocer las señales de crisis en las alturas y los atisbos de capacidad crítica en el llano, así como sopesar el desfase o el hiato entre ambos. En esta lógica, sostendré de forma sintética en las siguientes páginas que, a mi parecer, si bien existen elementos de crisis orgánica en tanto se debilitaron, sin quebrarse, los fundamentos hegemónicos de las relaciones de dominación, las clases dominantes siguen teniendo la iniciativa porque todavía no aparece en escena, con la fuerza suficiente, un empuje contrahegemónico de las clases subalternas que oriente la resolución de la crisis afuera del perímetro de los ajustes intrasistémicos actualmente en curso o en gestación.

 

I.

En el marxismo contemporáneo ha sido objeto de debate la definición de crisis en relación con la irrupción conflictual de sujetos y clases sociales. Si, por una parte, ha predominado la hipótesis de la secuencia crisis-subjetivación como reflejo del principio materialista y de la metáfora base-superestructura, también hubo reflexiones marxistas que destacaron su reverso dialéctico, asumiendo que es la emergencia de una subjetividad socio-política la que produce la crisis, y no sólo la hegemónica sino también la económica, en la medida en que la lucha de clases obliga al ajuste -ordinario o extraordinario- de las formas de dominación, en sentido reaccionario o conciliatorio.[3]

La resolución dialéctica de este dilema no exime de asumir ambas secuencias como hipótesis analíticas que confrontar con escenarios concretos. En particular, en la condición epocal que estamos viviendo, parece evidente que la crisis no ha sido el producto directo o inmediato de la lucha de clases, sino que esta dinámica está operando sobre el curso de la crisis, volviéndose un elemento determinante del proceso. Esto tiene consecuencias respecto del lugar y del papel del sujeto antagonista (o de los sujetos antagonistas en plural) que, si bien existe, aún poco cohesionado y consistente, no se ha manifestado -hasta ahora- como protagonista de la crisis como acontecimiento. En este sentido, aún como variable todavía secundaria, como componente menos evidente y más nebuloso de la coyuntura, no deja de ser un factor determinante de la configuración del escenario actual y de los tiempos venideros. Dicho de otra manera, no es en la génesis de la crisis sino en su desenlace que podrá manifestarse el peso histórico y la capacidad de incidencia contrahegemónica de las clases subalternas.

Por lo pronto, la crisis sistémica tiene su epicentro no en la emergencia de una alternativa en su seno, la cual pudiera gestarse como consecuencia, sino en el agrietamiento del orden establecido, en el trastocamiento de la forma de dominación capitalista, de los Estados y los poderes fácticos que rigen su andamiaje y orientan su dinámica.

 

II.

El fracaso de las clases dominantes y la crisis de hegemonía tienen una de sus expresiones más evidentes en la emergencia de un difuso y transversal deseo de Estado, de una invocación del Leviatán[4], de la difusión de formas de estadolatría, para usar una expresión con la que Gramsci justamente designaba una tendencia al culto del Estado en ausencia de un substrato hegemónico fincado en la sociedad civil, algo que parece calzar con lo que acontece en nuestros días.

Es, en efecto, revelador que el Estado aparezca ahora como la retaguardia hegemónica de las clases dominantes siendo reconocido como el único actor sistémico potencialmente capaz de tejer los desgarres entre lo económico, lo político y lo cultural. Aceptando que, sin iniciativa reguladora transversal, no hay recomposición hegemónica, el Estado ha sido invocado como deus ex machina, incluso por aquellos sectores más neoliberales que aparentemente lo menospreciaban o tendían a contener su injerencia. La razón de Estado se ensalza con todas sus implicaciones autoritarias, y la estadolatria aparece como recurso ideológico de emergencia, bajo cuyo paraguas se pretende abrigar la precaria comunidad imaginaria de clases dominantes y subalternas.

No es una novedad, ni algo ajeno a las formas contemporáneas del capitalismo que el Estado sea concebido como garante de las relaciones de dominación, punto de condensación hegemónica, lugar de producción y mantenimiento del equilibrio entre consenso y coerción.[5] La cuestión es que esta fórmula adquiere particular relevancia y visibilidad en ocasión de crisis orgánicas cuando, a diferencia de las crisis ordinarias, se vuelve necesario un ajuste o una transformación cuantitativa y cualitativa del papel y el lugar del Estado en relación con el mercado y la sociedad: no sólo cuánto Estado pero sobre todo qué Estado y para qué, cuáles elementos cualitativos se expresan cuantitativamente y se vuelven determinantes de la forma Estado. Siendo el reverso de la crisis, también la apertura hacia una transformación de la forma estatal, así como su contraparte de cierre conservador, remite a una modificación de la correlación de fuerzas, el estado de las clases en lucha, siguiendo el esquema clásico que evocaba Gramsci, a un debilitamiento de las clases dominantes y/o un fortalecimiento de las clases subalternas.[6]

En la pandemia, el “fracaso” de las clases dominantes, condición inicial de toda crisis orgánica, remite -más allá de las profundas desigualdades sociales y del dramático deterioro ambiental que también se visibilizaron- al incumplimiento de la promesa securitaria que le permitió articular un bloque conservador capaz de atraer a sectores de las clases subalternas. La pandemia puso en evidencia, detrás del ropaje ideológico, la fragilidad del paradigma securitario o fobocrático basado en la gestión del miedo y su una dosificación. Pero la naturaleza de la crisis sanitaria, por su naturaleza, lo afianza, lo legitima y lo proyecta hacia el futuro.[7] En este sentido, considerando además que la epidemia es presentada como exógena, como un cataclismo natural más que un acontecimiento sistémico, el fracaso es solo relativo y puntual y no desestabiliza el modelo.

Por otra parte, como ha sido señalado, en la historia moderna y contemporánea, las reformas al sistema sanitario fueron implementadas para proteger a las clases dominantes de los contagios que proliferaban entre los de abajo pero, al mismo tiempo, se entrelazaron con oleadas de protestas que contribuyeron a constituir subjetivamente a las clases populares.[8] Este formato reactivo del reformismo desde arriba supone el aumento del grado de amenaza desde abajo la cual, aun en ausencia de un movimiento político organizado, aparece bajo la forma del fantasma de las “clases peligrosas”; peligrosas no tanto por su capacidad revolucionaria sino estigmatizadas como portadoras de virus, de vicios, irracionales, propensas a la delincuencia y la violencia social.[9] Es evidente la persistencia en nuestros días de esta actitud reaccionaria que, por otra parte, se ve obligada a concesiones para garantizar la conservación del estatus quo.

En este sentido, parece ser compatible la ampliación de la intervención estatal, en particular de formas asistenciales de lo que podríamos llamar Estado social paliativo, con la centralidad estratégica de las medidas típicamente neoliberales del Estado nacional de competencia.[10] Un Estado que, en última instancia y por su naturaleza de clase, opera en clave proactiva a favor de la acumulación capitalista a través de estímulos, de garantías y rescates; garantiza la disciplina laboral, flexibiliza el trabajo y preserva un régimen fiscal regresivo o débilmente progresivo.

En efecto, bajo estas condiciones estructurales heredadas de los cuarenta ingloriosos años neoliberales, con Estados supeditados a los mercados financieros, la salida típica y predominante de la crisis se anuncia en clave de concentración de capital, de intensificación de la mercantilización, sea colonizando nuevos espacios o hypermercantilizando otros. Más allá de los costos ya pagados por los trabajadores en términos de salud, sobrexplotación, pauperización, disminución de salarios reales, la crisis puede traducirse en una renovada ofensiva contra el trabajo y contra la naturaleza a modo de huida hacia delante del capital. En este sentido, el deseo de más Estado no necesariamente pone en discusión su colocación subordinada al capital.

Sin embargo, la necesidad del cambio efectivamente abre a la posibilidad, aunque sea remota, de variaciones cualitativas al interior de la respuesta estatal a la crisis. Por una parte, por la posible agudización de los conflictos y la recomposición del bloque de poder en el campo de las clases dominantes, grosso modo entre sectores que piden subsidios y proteccionismo y otros que piden condiciones de competitividad y estabilidad financiera. Por la otra, por una mayor permeabilidad respecto de demandas e incluso de la participación de fuerzas sociales y políticas progresistas en instancias de gobierno. En particular en América Latina, donde los ciclos de protesta de los 90 e inicio del milenio propiciaron márgenes de maniobra reformista más amplios que se plasmaron en una serie de gobiernos progresistas, los cuales, aun con sus límites y a pesar de su crisis, instalaron algunas pautas de intervención estatal que pueden reactivarse o profundizarse en el nuevo contexto.[11]

La estadolatria progresista de los tiempos pandémicos pesca en la nostalgia socialdemócrata y desarrollista de las políticas de gasto público, pero abreva abundantemente del esquema más reciente de medidas de apoyo al consumo (vía subsidios o créditos) para contener el impacto del desempleo y el empobrecimiento. Al mismo tiempo, algunas propuestas parecen tener mayor alcance que la simple intervención puntual anti cíclica, como por ejemplo las apuestas a un Green New Deal, cuya paleta de tonalidades de verde y rojo es muy variada.[12] También se ha revitalizado el debate sobre la renta universal, como variante extrema del esquema de subsidios, mientras que, no casualmente, reina un silencio absoluto respecto de la reducción del horario de trabajo, una demanda que impactaría en el patrón de acumulación capitalista.[13]

Pero aquí se manifiestan los límites insuperables de una política encapsulada en el perímetro de los equilibrios políticos pre-existentes en ausencia de una irrupción crítica de las clases subalternas.

 

III.

El fracaso aunque sea relativo y parcial de las clases dominantes es, como señalamos al principio, condición necesaria pero no suficiente para el despliegue de una crisis orgánica, ya que requiere de la contraparte del antagonismo de las clases subalternas. Gramsci la definía organización de una voluntad política colectiva, es decir, un nivel de concreción subjetiva que rebasara el simple estado gaseoso de luchas espontáneas y disgregadas, como también, habría que agregar, el grado de organización corporativa y la ordinaria gimnasia reivindicativa sindical. Es entonces indispensable el pasaje cualitativo de una serie de luchas significativas y ejemplares, pero dispersas e intermitentes, a la articulación de un movimiento antisistémico plural pero interconectado –al interior del cual pueda tener peso e influencia una componente francamente anticapitalista.

Sin este pasaje, el peso histórico de las luchas no deja de operar y ser relevante y de producir efectos políticos, pero lo hace indirectamente. De forma disruptiva, bajo el formato de rebeliones esporádicas, en las cuales se vierte la rabia[14] y se produce un salto catártico que impacta subjetivamente a nivel experiencial, concientizando y politizando[15]. Pero también puede producir los ya mencionados efectos reformistas y de apertura de ámbitos de representación y de influencia en el campo institucionalizado y estatal a través de mediaciones que suelen operar distorsiones -manipulación de las demandas en clave reaccionaria- o fagocitaciones que las incorporan en proyectos progresistas que no respetan su alcance y su espíritu. En estos casos se trataría de procesamientos conservadores, aun con tintes distintos y que dejan diversos márgenes de maniobra. No es lo mismo, en efecto, una salida reaccionaria, que un populismo conservador u otro de tinte más progresista. Sobran ejemplos concretos de esta variedad de configuraciones político-ideológicas, la gama de posibles “fenómenos morbosos” sobre los cuales alertaba Gramsci respecto del “interregno” de una crisis que no encuentra “solución orgánica”, es decir una recomposición hegemónica duradera.[16]

En ausencia de una irrupción contundente, consistente y tendencialmente autónoma de las clases subalternas[17], o esperando que se generen las condiciones para que ocurra, parecería que la única opción progresista, en el mejor de los casos, si de transformación se trata, corresponde a un escenario bonapartista o de revolución pasiva en la cual se reflejen y quepan demandas e instancias populares. El escenario de la crisis orgánica bien se presta a esta salida, en particular por el papel estratégico del Estado, la iniciativa desde arriba, la conciliación de clases, el cesarismo, el transformismo, es decir el descabezamiento de los movimientos populares por medio de la asimilación de sus grupos dirigentes al Estado y al bloque de poder.[18]

Esta salida progresista estatalista puede ser objetivamente el mal menor, lo cual no es nada despreciable considerando lo siniestro de las opciones derechistas que circulan, pero no puede asumirse como una opción deseable o estratégica ya que tiende a obstruir el camino de la conformación subjetiva que permitiría abrir opciones y derroteros socialistas. En particular, en tanto la ausencia de la activación autónoma de las clases subalternas se perpetua a través de la lógica de control social y de pasivización típica de estos fenómenos.

Las alternativas que brotan de la “imaginación socialista” que invoca Harvey tienden a recluirse en proyectos autonomistas o comunitaristas basados en los ejercicios puntuales y difusos de autogobierno, descartando la posibilidad de un quiebre revolucionario.[19] Aunque el principio de autonomía y las prácticas de autodeterminación son de fundamental y estratégica importancia, no se colocan a la altura de la urgencia de la crisis sistémica y de las oportunidades que se pueden abrir en un ciclo de protestas y de agudización de la lucha de clases.

Tampoco convencen las apuestas hibridas como, por ejemplo, la que propone Erik Olin Wright, de un anticapitalismo que combine reformas de “erosión” y micro “utopías concretas” locales.[20] La combinación de diversas formas de lucha tiene un aspecto delicado ya que implica cierto grado de contradicción práctica y de inconsistencia ideológica. Al mismo tiempo, tampoco la unidad a toda costa es viable no habiéndose constituido –o re-constituido alrededor de la clase obrera alargada- un centro hegemónico ni a nivel subjetivo ni ideológico. Los pasos refundacionales del anticapitalismo probablemente tendrán que recorrer y renovar el camino histórico que pasa por federar la pluralidad, como ocurrió en los albores del movimiento socialista.

Finalmente, sólo queda por aceptar que cualquier proceso de acumulación de fuerzas transita por la configuración antagonista de las clases subalternas, por su rearticulación socio-política al calor del conflicto. Las luchas, por confusas y contradictorias que resulten, son el único mecanismo y recurso disponible en un contexto en el cual no se ha revertido el peso de la derrota histórica sufrida en el siglo pasado. Este minimalismo antagonista no excluye que éstas se decanten en experiencias de autonomía o trasminen hacia la esfera institucional, mientras no interfieran con la acumulación de fuerzas y con los procesos de subjetivación política de las clases subalternas.

En síntesis, en los términos de una intuición de Benjamin, en el “instante de peligro” que vivimos, donde impera el catastrofismo y el pensamiento distópico prima sobre el utópico, la “imagen del pasado” que puede relampaguear como “chispa de la esperanza”[21] es la de la irreductible capacidad antagonista y de construcción de instancias de contrapoder de clases peligrosas que pueden volverse subversivas.

 

Notas

[1] Una versión sintética de este artículo fue publicada, con el título “¿Crisis de hegemonía?”, en Jacobin Latinoamérica, n. 1, 2020.

[2] Cuaderno 13, 23, 1603-1604.

[3] En particular, a nivel teórico, el operaismo y post operaismo sostuvieron este principio que formulara el propio Mario Tronti en este célebre pasaje: “Hemos visto también nosotros antes el desarrollo del capitalismo y después las luchas obreras. Es un error. Hay que invertir el problema, cambiar su sesgo, volver a partir del principio: y el principio es la lucha de la clase obrera”, Mario Tronti, “Lenin in Inghilterra”, Classe Operaia, n. 1, febrero 1964.

[4] Alberto Toscano, “Beyond the plague state”, Historical Materialism, 27 de junio de 2020. http://www.historicalmaterialism.org/blog/beyond-plague-state

[5] Trenzado con las instancias de la sociedad civil que operan y son determinantes en este terreno, como los medios de comunicación y otras instituciones que producen cultura y sentido común. Algo que fue analizado puntualmente al interior de la tradición marxista, en particular por Gramsci, Althusser y Poulantzas. Para un balance y una actualización de esta perspectiva, ver Bob Jessop, El Estado. Pasado, presente, futuro, Catarata, Madrid, 2016.

[6] Dicho sea de paso, asumir que el Estado es la expresión de una relación social es algo solo aparentemente obvio ya que no dejan de circular ampliamente visiones fetichistas y organicistas del Estado entendido instrumentalmente como mero aparato estatal. Sobre el debate marxista sobre el Estado, además del mencionado trabajo de Jessop, véase la larga introducción de Simon Clarke (ed.), The State debate, Palgrave Mcmillan, Londres, 1991.

[7] Donatella Di Cesare, “Dallo stato sociale allo stato penale”, Jacobin Italia, n. 6, primavera 2020.

[8] Véase, por ejemplo, la sugerente reconstrucción histórica de Daniel Finn,The Black Death Helped Bring About the Modern World”, Jacobin, n. 37, primavera 2020.

[9] Esta noción basada en un enfoque de salud pública, surgió en 1840, en oposición al creciente protagonismo popular en los levantamientos del siglo XIX en Francia, en pleno ciclo de levantamientos y es posteriormente retomada en un clásico estudio de Louis Chevalier, Classes laborieuses et classes dangereuses, Plon, París, 1958. La idea de peligrosidad de las multitudes corresponde a la perspectiva de la llamada Psicología de las masas, formalizada por Gustave Le Bon en 1895 cuyos fundamentos, actualizados, siguen circulando tanto en el terreno del sentido común como de las elaboraciones académicas.

[10] Joachim Hirsch, Globalización, capital y Estado, UAM-X, México, 1996.

[11] Ver Franck Gaudichaud, Jeff Webber, Massimo Modonesi, Los gobiernos progresistas latinoamericanos del siglo XXI. Ensayos de interpretación histórica, UNAM, México, 2018.

[12] Desde las versiones más oficiales como la de la Unión Europea a aquellas con mayor alcance transformador, por ejemplo, el reciente Pacto Eco-Social del Sur. https://pactoecosocialdelsur.com/

[13] Ver Michael Lowy, Olivier Besancenot, La journée de travail et le règne de la liberté, Fayard, París, 2018.

[14] John Holloway, “Una cascada de rabias, Mi fantasía Covid-19”, La Jornada, México, 28 de junio de 2020.

[15] Me refiero aquí al concepto de catarsis formulado por Gramsci “para indicar el pasaje del momento meramente económico (o egoistico-pasional) al momento eticopolítico, es decir la elaboración superior de la estructura en superestructura en la conciencia de los hombres. Esto significa también el pasaje de lo “objetivo a lo subjetivo” y de la “necesidad a la libertad”. La estructura de ser fuerza exterior que aplasta el hombre, lo asimila a sí, lo hace pasivo, se transforma en medio de libertad, en instrumento para crear una nueva forma ético-política, en origen de nuevas iniciativas”, traducción mía, C 10 II, 6, 1244.

[16] C 3, 34, 311.

[17] Aun cuando, hay que registrar que, en plena pandemia, el movimiento Black Lives Matters en EE.UU ha sido masivo, autónomo y plural en su organización, contundente en las formas de lucha, radical en sus planteamientos y alcanzó repercusión global.

[18] Sobre el concepto de revolución pasiva, me permito remitir a mis recientes trabajos: Rivoluzione passiva. Antología di studi gramsciani, Unicopli, Milano, 2020 y Revoluciones pasivas en América, Ítaca, México, 2017.

[19] David Harvey, “We need a collective response to the collective dilemma of coronavirus”, Jacobin, 24 de abril de 2020,  https://jacobinmag.com/2020/04/david-harvey-coronavirus-pandemic-capital-economy

[20] Erik Olin Wright, How to be an anticapitalist in the XXIth century, Verso, Londres, 2018. Ya expresé algunas consideraciones críticas sobre su propuesta en Massimo Modonesi, “Variantes anticapitalistas”, Desinformémonos, 11 de febrero de 2019, https://desinformemonos.org/variantes-anticapitalistas/

[21] Walter Benjamin, Tesis sobre la historia, tesis VI.

Massimo Modonesi

Investigador en política y movimientos sociales en Latino América, es académico de la UNAM (México), y Coordinador de la Asociación Gramsci México (IGS).