De monumentos y cicatrices

La administración de Piñera no sólo no ha sido capaz de entender la ocupación del espacio público como manifestación del descontento en su contra, sino que además ha porfiado y gastado recursos valiosos en una tarea imposible: restituir la plaza Baquedano y resarcir su propia reputación a un idílico estado previo, en que su figura aún prometía un proyecto de unidad nacional por lo menos para importantes franjas de la población afines a la derecha. En esta porfía, su gobierno empeñó severamente la credibilidad de instituciones como el recién creado MINCAP y el Consejo de Monumentos Nacionales, cuyos criterios se ven constantemente puestos en tela de juicio ante una presidencia y unas fuerzas de orden dispuestas a debatir en términos belicistas el derecho a ocupar los espacios de la ciudad pese a su valor patrimonial y ciudadano.

por Carolina Olmedo Carrasco

Imagen /Los ojos del pueblo, 10 de diciembre 2019, Paulo Slachevsky en Flickr. Fuente.


 

A lo mejor, este Mapocho que se dice río, es sólo un caudal mugriento que no tiene que ver con la idea de remanso verde y aguas cristalinas, como aparece en las fotos del Welcome Santiago… Por eso contrasta con las mansiones y palacetes modernos del Barrio Alto. Más bien, afea el Barrio Alto con su torrente ordinario. Y aunque los alcaldes de estas comunas fi-fi lo decoren con murallones de piedras y enredaderas y parquecitos con estatuas y macetas de jazmines, el roto Mapocho sigue viéndose moreno, entierrado y muy indio en sus porfiadas desconocidas. Sigue corriendo pendiente abajo, Santiago abajo, sin mirar el lujo firulí que bordea el lodo de esas playas con estacionamiento privado.

Pedro Lemebel, De perlas y cicatrices: crónicas radiales, 1998

 

Tras un año y meses de la revuelta de octubre de 2019, el centro de Santiago experimenta cambios que resultan de interés general. Son interesantes pues demarcan la persistencia de actitudes institucionales que se creían superadas, pero que hoy aparecen literalmente en el centro de la ciudad y se vuelven ineludibles al debate público de cualquier democracia. Hablo de Santiago y no de Chile, por cierto, pero estoy segura de que los fenómenos que motivan mi escritura se replican en otras administraciones territoriales bajo el signo conservador, y su concepción de  los barrios y cascos históricos. De ahí que sea pertinente restituir la interrogante sobre el vínculo entre patrimonio, espacio público y democracia, que ojalá fuera respondida pronto también desde otras latitudes urbanas.

Sin querer abultar más la larga lista de columnas sobre el destino de un monumento, es necesario conceder que la ausencia del homenaje a Baquedano realizado por Virginio Arias (1928) constata la presencia ineludible del conflicto que atraviesa materialmente a la ciudad. Herida evidente en el pedestal vacío, recalcada en la construcción de un muro perimetral de proporciones físicas y económicas escandalosas. El gasto por esta intervención con placas de acero de varios metros digna de una instalación de Richard Serra le costó a la intendencia casi 42 millones de pesos (unos 49.500 euros). Inversión decidida en pocos días, con una nula participación ciudadana y de especialistas civiles, en el más completo silencio por parte del Ministerio de las Culturas (MINCAP) y el Consejo de Monumentos Nacionales, llevada a cabo por la empresa “Servicios y Soluciones Creativas e Innovadoras Cia.”: entidad colaboradora de la Intendencia en millonarios proyectos de repinte de fachadas en los barrios más afectados por la acción masiva durante la revuelta. La fotografía del muro que crearon para el monumento a Baquedano da sobrados argumentos para destacar, por cierto, toda falta de creatividad e innovación en este trabajo.

A los amplios cuestionamientos ciudadanos ante el muro, la Intendencia respondió que su obligación es “velar por el buen estado de conservación de los Monumentos Públicos”. De ahí que, al parecer, debamos pasar por alto la bajísima calidad de la intervención realizada, así como su excesivo precio en comparación a otras inversiones estatales en cultura que apuntan a proyectos patrimoniales de interés público en la ciudad de Santiago. Algunos ejemplos entre los premiados por los Fondos de Cultura 2021 para comparar son el archivo digital de la Fundación Roser Bru, premio nacional de arte (19 millones), la etapa final del Archivo Nemesio Antúnez (15 millones), la adecuación de diversos museos ante la nueva situación pandémica (Artequín, Centro Cultural La Moneda, Centro Cultural La Pincoya), y el Archivo Balmes-Barrios, que acopia el acervo personal de dos premios nacionales de arte y la biblioteca de un premio nacional de literatura (15 millones). Ninguno de estos proyectos preparados por meses por equipos especializados, concursantes en fondos nacionales en competencia y seleccionados entre cientos de postulaciones alcanza una inversión estatal tan elevada como la otorgada a “Servicios y Soluciones Creativas e Innovadoras Cia.”. Si trasladamos nuestra mirada a otras regiones, esta discordancia resulta aún más indignante frente a los escasos 11 millones otorgados a la esperada restauración de pabellones dormitorio de Humberstone, patrimonio cultural de la humanidad, o los 25 millones asignados para la readecuación de las salas de exposición del MAM Chiloé. Como estos, muchos ejemplos más dan cuenta de las prioridades del gobierno a la hora de invertir recursos en resguardo patrimonial, así como el carácter voluble de sus definiciones. También dan testimonio del escaso respeto por entidades y agentes especializados, así como por sus propias jerarquías, utilizando a las instituciones como respaldo especializado en definiciones tomadas al margen de las comunidades profesionales atinentes.

Por otro lado, la instalación por medios oficiales de la omisión, la pandereta y el borramiento no es nueva. En las artes visuales locales desarrolladas en dictadura incluso produjo una suerte de “estética del repinte”, recurrente en las obras de Balmes, Bru y Guillermo Núñez en tiempos de restricción política. Si hay una noción capaz de plasmar fidedignamente la imagen de Santiago en los primeros cinco años de la dictadura, esta es borrar. Borramiento implícito en la desaparición de las intervenciones culturales callejeras realizadas durante la UP -desde los murales brigadistas en los tajamares del río y avenidas, los graffitis, los carteles, hasta la quema de esculturas frente al Museo de Bellas Artes[1]-, y en la prohibición de cualquier actividad cultural no oficial en el espacio público. El proceso de “desinfección del pasado marxista” dado a pintura blanca y fuego dio paso a una auténtica revolución cultural de protagonismo militar: “la operación limpieza representaba la instauración de una estética cotidiana asociada al orden, la recuperación de símbolos patrios” y la promoción de una actitud vigilante frente a cualquier resistencia al orden oficial en la vida cotidiana (Errázuriz y Leiva, 24)[2]. Si la destrucción era tarea de militares, el borramiento y restauración de la normalidad fue principalmente una tarea civil, casi siempre encausada a través de municipios e intendencias. En la dictadura, igual que hoy, a estas instancias de gobierno local fue a las que se dio “con mayor énfasis el trabajo de limpiar los muros de consignas y rayados”, que entonces se dio por obligación, por el temor a ser sindicado como militante, o simplemente para celebrar la “liberación nacional” (24).

Una fotografía del holandés Koen Wessing en los días que siguieron al golpe resume los elementos que protagonizaron esta fulminante expropiación del espacio público y su repoblación con nuevos símbolos que en su discontinuidad daban cuenta del borramiento. En el extremo izquierdo, militares armados con rostros hundidos en el anonimato vigilan a la distancia a un grupo que borra a punta de escobas los restos de una consigna pintada por brigadistas días antes, durante el recién derrocado gobierno de la Unidad Popular. Al centro de la imagen, un transeúnte al que tampoco le vemos el rostro atraviesa la escena en una actitud que, aunque parece casual por sus manos en los bolsillos, más bien refleja la resignación de aquel que se acostumbra a la represión como un paisaje habitual. Esta fotografía muestra la rápida militarización y consecuente privatización del espacio público a través de la violencia política estatal (Wessing, 1-3)[3]. En un contexto de restricción de libertades a causa de la pandemia, pero en un anhelo persistente de mejoramiento de las condiciones de vida y en una exigencia activa que se aleja de la indiferencia plasmada por Wessing, las mayorías urbanas de Santiago se han visto envueltas recientemente en una actividad política sólo comparable a la del final de la dictadura. Un aspecto que ratifica el compromiso público y democrático aún persistente en amplias franjas de la población, como alternativa y camino cuasi-obligado ante la implacable trayectoria del terrorismo de Estado chileno.

Las imágenes del muro y del borramiento, sus poéticas de la omisión y la carencia de contenidos para llenar el vacío, son clave para caracterizar hoy con certeza la falta de iniciativa cultural del gobierno de Sebastián Piñera. Su administración no sólo no ha sido capaz de entender la ocupación del espacio público como manifestación del descontento en su contra, o de dar espacio a la esperable expresión del disenso entre gobierno y sociedad ante la profundización del abuso empresarial, sino que además ha porfiado y gastado recursos valiosos en una tarea imposible: restituir la plaza y resarcir su propia reputación a un idílico estado previo, en que su figura aún prometía un proyecto de unidad nacional por lo menos para importantes franjas de la población afines a la derecha. En esta porfía, el gobierno empeñó severamente la credibilidad de instituciones como el recién creado MINCAP y el Consejo de Monumentos Nacionales, cuyos criterios se ven constantemente puestos en tela de juicio ante una presidencia y unas fuerzas de orden dispuestas a debatir en términos belicistas el derecho a ocupar los espacios de la ciudad. A unas semanas de la conmemoración de los diez años desde el inicio de las movilizaciones estudiantiles contra el primer gobierno de Piñera en mayo de 2011, tomamos por cierto el dato de que ese pasado idílico de unidad política en torno a su figura nunca existió. Recurrir a esta tradición artificial como trinchera es tan estéril como lo es levantar un muro de acero para resolver el profundo conflicto social que atraviesa a la ciudad.

 

[1] Hago alusión a la acción de arte La quema de Marat de Valentina Cruz, 1973.

[2] Luis Hernán Errázuriz y Gonzalo Leiva, El golpe estético. Dictadura militar en Chile, 1973-1989, Santiago: OchoLibros Editores, 2012, 20, 24.

[3] Koen Wessing, Chili, September 1973, Ámsterdam: De Bezige Bij, h. 1974. Biblioteca patrimonial del Instituto Internacional de Historia Social (IISH).

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Historiadora feminista del arte y crítica cultural, integrante fundadora del Comité Editorial de Revista ROSA.