La aparición de una familia: historias, paisajes y prácticas artísticas

A la pregunta sobre el artista y su imaginación “productiva” en el seno del auge neoliberal en el país, visible en hitos como las navidades consumistas y los veraneos en La Serena, se suma la indefinición propia de los primeros años de vida juvenil y adulta. Un contexto en el que las cuestiones del “por ahora” se vuelven indefinidas, tal como lo experimenta el protagonista frente a su ejercicio docente como medio de subsistencia y posibilidad para su trabajo como artista. Este momento de fragilidad y experimentación a contrapelo de la eficiencia social, de percepción liberadora, entraña a su vez el misterio que origina las profundas grietas de la persona futura.

por Carolina Olmedo Carrasco

Imagen / Las Espigadoras, 1875, Jean-François Millet, en Wikimedia. Fuente.


 

¿Una casa se construye o se constituye? ¿Una casa no es lo mismo que un hogar? ¿Cómo se llaman los que viven en una casa? ¿Por qué se asocia  casa a familia? Mi familia mucho tiempo fue mi abuela, mi mamá y mi tía. Mi familia era como la pintura de Millet, Las espigadoras. Mi familia es una larga historia con muchos capítulos y pocas escenografías. La casa de mi familia (la casa de mi abuela) es un terreno mediano con una casa construida a lo largo y pocas piezas.
Alberto Marín, La aparición de una familia, 2020.

 

 

En Chile siempre han sobrado artistas que se aventuraron a la práctica literaria desde sus propias experiencias, dando cuenta en sus escrituras de una historia social emanada de las formas de producción cultural de las que participan. Esta voluntad está presente en el verso libre de Pedro Prado, desarrollado en diálogo con su obra pictórica y que ofrece abundantes huellas de su práctica artística modernista. También en la prosa de Adolfo Couve, que tal como en El taller del pintor de Gustave Courbet, propone una suerte de panteón de figuras de la modernidad urbana en el Chile de inicios del siglo XX, otorgando un lugar simbólico al / a la artista dentro de este paisaje social. En la poética visual y autobiográfica de la juventud plasmada en Sabor a mí de Cecilia Vicuña. Y por cierto está presente en la poesía visiva y vanguardista de Juan Luis Martínez, cuyo vanguardismo ahonda justamente los límites entre texto e imagen, mezclando la escritura poética, la recolección, la cita y el collage con el fin de rescatar un imaginario social y cultural de las mayorías populares proscrito durante la dictadura.

La pregunta por las condiciones de vida se acelera en tiempos de reclusión y aislamiento, ya sea por motivos políticos -como los que sufrió Martínez-, como por las causas pandémicas con que convivimos en el presente. De ahí la atención a que La aparición de una familia (2020), novela del pintor y escritor Alberto Marín editada por primera vez en 2016, irrumpa con una segunda edición en estos meses en que la introspección y la mirada hacia las realidades íntimas se ha intensificado necesariamente por las restricciones sanitarias. En La aparición de una familia, Marín nos propone un ejercicio autobiográfico cuyos paisajes situados en Curicó están poblados de antecedentes acerca de su propia formación y aproximación a las artes a través de la cultura de masas. En una prosa que en su transparencia coquetea con referencias tan dispares como David Foster Wallace y Marcela Paz, la novela nos transporta en un viaje que va desde la adolescencia a la adultez de un artista, cuyas historias sin embargo se van trenzando en una serie de paisajes narrativos que van dando cuenta en sus sutiles huellas y marcajes del cambio profundo experimentado por el protagonista: el paso de un universo familiar extendido a la formación de un camino propio, que inicia desde la exploración del yo y su encuentro con otros/as.

En este afán, el protagonista transita de una condición provinciana y bucólica anclada a la existencia del caserón familiar, propia del campo imaginado en las tonalidades idealizadas de la pintura de Jean-François Millet, al contacto con una profusa red de experiencias y referentes culturales cosmopolitas, adultos, neoliberales, que en su sumatoria van trazando un camino autónomo aparejado a profundos cambios en el cuerpo social de los paisajes que le sirven de escenario. El cambio constante, acelerado por el paso de la dictadura a la democracia, va permeando la visión del protagonista, que como pintor se dispone a utilizar la escritura como soporte descriptivo de sus obras. Cuadros que reflejan, por cierto, la fisonomía urbana contemporánea de Curicó.

 

Trabajo en el color del asfalto y lo aplico como si estuviera en esa carretera, cuadrado a cuadrado de asfalto como esas cuadrillas que se encuentran parchando la carretera siempre en el mismo lugar. Soy el propio concesionario encargado del asfalto de mi pista de carreras que concesioné a un alto costo y un tramo incierto. Trato de encontrarle un significado a la pintura, o a las palabras de la pintura que escribo, no hay mucho, sólo una pista de autos de carreras en un sitio eriazo. Pronto ese sitio que pinto podría tener un letrero anunciando un nuevo proyecto inmobiliario, esos proyectos ubicados fuera del círculo, en la periferia, el lugar destinado a los recién llegados como se sabe (26).

 

Alberto Marín, “Sin título”, 2013. Cortesía del artista.

 

Estas reflexiones que rondan al paisaje pictórico y su potencial de cambio neoliberal prosiguen, en cierto sentido, con las exploraciones del paisaje natural y humano de la región del Maule desarrolladas a lo largo del siglo XX por artistas como Pedro Luna, Benito Rebolledo, Pedro Subercaseaux, Pedro Olmos, Dora Águila y Ana Villar, que apostaron desde diversas estrategias a discursos que enlazaban territorio y cultura. Incluso antes, pintores como Johannes Moritz Rugendas habían ya establecido una forma de mirar sus bondades naturales, agrarias y humanas. ¿Cómo proseguir estos ejercicios de construcción imaginaria en épocas de extractivismo? ¿Es posible conciliar los aspectos pastoriles, míseros, irrepresentables de las persistencias tradicionales, con las estéticas del neoliberalismo? En sus citas arquitectónicas y de estéticas comerciales que se van sumando con el paso de los años, la novela tienta algunas respuestas remitiendo a las diferentes estrategias de ocupación de la ciudad por parte de los discursos oficiales de la transición, y cómo el desarrollo urbano va dislocando la mirada artística de un pintor respecto de las imágenes idealizadas de la región.

A la pregunta sobre el artista y su imaginación “productiva” en el seno del auge neoliberal en el país, visible en hitos como las navidades consumistas y los veraneos en La Serena, se suma la indefinición propia de los primeros años de vida juvenil y adulta. Un contexto en el cual las cuestiones del “por ahora” se vuelven indefinidas, tal como lo experimenta el protagonista frente a su ejercicio docente como medio de subsistencia y posibilitador de su trabajo como artista (9). Este momento de fragilidad y experimentación a contrapelo de la eficiencia social, de percepción liberadora, entraña a su vez el misterio que origina las profundas grietas de la persona futura. Se vuelve un prisma desde el cual se relee el pasado y se proyecta el presente, cuestión observable en el descubrimiento del protagonista de una par con la cual formar “un propio club”, en que se mezclan cuestiones propias y otras venidas desde Santiago, íntimas y masivas, dando origen a la aparición de una nueva familia como referencia propia (17).

Lejos de la linealidad, los paisajes ofrecidos por Marín en esta novela ofrecen la misma ambigüedad que sus pinturas. Ejemplo de ello es la presencia oblicua de la dictadura y sus cicatrices en la vida íntima de una familia maulina, que lejos de ser demonizada es integrada por la mirada del autor al paisaje propio de la realidad de una región plagada de contradicciones surgidas de la impunidad. La cita a Papelucho refuerza esta atmósfera incómoda, solapada, subterránea, que sin embargo se vale de la cita para generar este extrañamiento: “Mi familia es de esa gente que busca las cosas perdidas, pero jamás la fruta ni la plata ni los parientes. Tampoco buscaron a la tía Ema, sino que dijeron siempre: la Ema es una perdida, y se acabó el cuento” (Papelucho perdido, 1964). La inclusión de un folio rojo entre las páginas de esta novela corta, en una cita a La nueva novela  de Juan Luis Martínez (1977) en sus propios términos, nos invita asimismo a incluir la escritura propia en formato epistolar. Una carta que, sin saber a quién irá dirigida o sobre qué tratará, restituirá de todos modos una práctica íntima de autonarración a nuestro habitus, hoy en vías de extinción.

 

Sobre el libro

La aparición de una familia
Alberto Marín Castro
Curicó: Mai mai Gallery, 2016.
Segunda edición: noviembre 2020.
Más información y ejemplares: albertomarincastro@gmail.com

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Historiadora feminista del arte y crítica cultural, integrante fundadora del Comité Editorial de Revista ROSA.