La poética de la historia desde abajo

Mi abuelo, el narrador poético, fue quizá la influencia más vieja y profunda en mi decisión de escribir “historia desde abajo”, esa variante de la historia social que surgió en la Nueva Izquierda con el objeto de explorar las experiencias y el poder histórico de las y los trabajadores; cuestiones que habían sido excluidas durante mucho tiempo por las narrativas históricas ‘desde arriba hacia abajo’ propias de las élites. Me educó sobre los caminos del mundo y, al mismo tiempo, sobre los fundamentos de su narración. Me ayudó a notar y apreciar la poética de la lucha. Y también me ayudó a moldear mi noción del arte y el oficio de la historia.

por Marcus Rediker

Traducción y notas de Camilo Santibáñez Rebolledo / Texto original publicado en Perspectives on History. The newsmagazine of the American. Historical Association.

Imagen / Entre el Deber y el Motín de Marcus Rediker. Fotografía de Camilo Santibáñez Rebolledo.


Aunque falleció antes de que yo me convirtiera en historiador, mi abuelo, Fred Robertson, influyó en mi forma de pensar y escribir la historia. No era académico, pero sí un historiador y un intelectual a su manera. Fue un maestro narrador.

Este minero del carbón de Kentucky fue una figura trascendental en mi juventud. Recuerdo con cariño sentarme en la mesa de la cocina con él: en una mano sostenía un Lucky Strike y en la otra un platillo de su querido café Maxwell House, que incluso bebía así cuando dejaba de estar caliente. Fue de esta forma que contó un sinfín de historias a un niño cautivado por el patetismo, el humor y el silencioso heroísmo que componían la vida de la clase trabajadora. Su semblante cambiaba en conjunto con la historia. En las partes divertidas se reía con todo el cuerpo, como el entonces popular comediante Red Skelton. Su rostro se volvía sombrío e intimidante en momentos de peligro o de injusticia. Sus ojos bailaban con el drama de sus palabras. Yo sabía que algo grandioso se aproximaba cuando hacía una pausa, ponía el cigarrillo en el cenicero y dejaba el platillo a un lado, liberando sus manos para enfatizar. Sus historias eran vívidas, complejas, apasionantes y, de alguna forma, prácticas. Las contaba en un lenguaje bíblico y apocalíptico (mucho fuego del infierno), empleaba largos silencios (con miradas fatídicas) y palabrotas que normalmente estaban prohibidas en nuestra casa (hijo de puta esto y aquello). Siempre se las arreglaba para contar una gran historia dentro de una pequeña historia.

Una de las mejores historias que recuerdo trataba sobre el ahorcamiento de un hombre en una aldea carbonífera donde había trabajado -Beech Creek, Kentucky-, a manos de un vigilante. No recuerdo por qué ahorcaron al hombre. Tampoco si era blanco o negro y no creo que me lo haya dicho. Sí recuerdo a mi madre entrando en la cocina y expresando sus dudas -aunque sin decir una palabra- respecto a que yo escuchara esa historia en particular. Lo que más recuerdo es cómo su relato expresaba lo equivocado que estaba el ahorcamiento y cómo un linchamiento real no se parecía en nada a lo que uno podía ver en televisión. Describía una lucha frenética y aterradora, de piernas agitándose, feos vítores de la multitud y, al final, un cuerpo flácido, con los ojos colgando y los pantalones empapados. La simpatía del narrador estaba firmemente con la víctima, cuyo terrible calvario había retratado de forma inquietantemente real.

Mi abuelo, el narrador poético, fue quizá la influencia más vieja y profunda en mi decisión de escribir “historia desde abajo”, esa variante de la historia social que surgió en la Nueva Izquierda con el objeto de explorar las experiencias y el poder histórico de las y los trabajadores; cuestiones que habían sido excluidas durante mucho tiempo por las narrativas históricas ‘desde arriba hacia abajo’ propias de las élites. Me educó sobre los caminos del mundo y, al mismo tiempo, sobre los fundamentos de su narración. Me ayudó a notar y apreciar la poética de la lucha. Y también me ayudó a moldear mi noción del arte y el oficio de la historia.

Como todos los buenos narradores de historias, desde Shakespeare hasta Brecht, mi abuelo era un buen oyente. Tenía un oído astuto para captar cómo hablaba la gente. Estaba en sintonía con las voces ricas y pobres, blancas y negras, masculinas y femeninas, adultas e infantes. Hasta los animales hablaban a veces en sus historias -a lo Uncle Remus-. Empleaba también muchas metáforas: el tamaño de una multitud podía ser “tan grande como el ejército de Coxey”; y refería los movimientos rápidos de alguien diciendo que había “salido de vuelo como el ganso de Moody”. Escuché y supe sobre Coxey, pero nunca pude averiguar quién era Moody ni porqué su ganso tenía tanta prisa.

Recuerdo que, cuando cursé el posgrado, me recomendaron que “continuara leyendo [las fuentes y los archivos] hasta que escuchara voces”. Yo pude captar el punto de esta aparente exhortación a la esquizofrenia gracias a los recuerdos de mi abuelo: se trataba de humanizar las fuentes, de humanizar la historia y de aprender a escuchar. Ciertamente, esa recuperación de voces era un propósito originario y central de la “historia desde abajo”, pero los narradores de historias habían sido sus pioneros.

Es difícil escuchar a las personas que estudio porque no solían hablar a través de documentos propios. Tal como atestiguan muchos buenos libros, ello constituye un desafío clásico de la “historia desde abajo”. Por esto presto atención a los significados de sus palabras. Paso mucho tiempo buscando significados epocalmente específicos en el Oxford English Dictionary. Como especialista del siglo XVIII, me gustan los significados que se encuentran en A Classical Dictionary of the Vulgar Tongue, compilado por Francis Grose y publicado por primera vez en 1785. Cuando escribí Entre el deber y el motín, un estudio sobre los marineros de alta mar en la primera mitad del siglo XVIII[1], tuve siempre a mano los maravillosos “diccionarios marítimos” para tratar de aprehender las condiciones materiales, el trabajo colaborativo, la comunicación y la conciencia del proletariado marítimo. Presté mucha atención también al discurso de los marineros donde fuera que pudiese encontrarlo, fijándome especialmente en su tradición de contar historias y en su forma de tramarlas. En su brillante ensayo “El narrador”, Walter Benjamin caracterizó dos tipos de narradores: el narrador campesino, que tenía un profundo conocimiento de la tradición de su localidad; y el narrador marinero, que traía cuentos exóticos desde lejos.[2] Mi abuelo, una variante del primer tipo, me ayudó a comprender a las personas que estudio, que son verdaderas encarnaciones del segundo tipo.

Mi abuelo elegía sus palabras con cautela, enseñándome cómo una frase o una cita podían revivir un momento histórico al punto de grabarlo en la memoria. Nada más poético que aquella nota enviada por un aspirante a pirómano a un caballero en 1830, diciéndole: “Escribo mal, pero incendio bien Señor”, en cuyo trasfondo casi puede escucharse la risa desafiante[3]. A menudo, estas palabras fueron registradas en papel y conservadas en los archivos “criminales”; un lugar fundamental para quienes reconstruimos la vida de los desheredados.

Habiendo oído su poder narrativo, empleo la poesía como evidencia histórica cada vez que puedo. Peter Linebaugh y yo le conferimos un rol fundamental en La hidra de la revolución, un estudio sobre el abigarrado proletariado del Atlántico entre el 1600 y 1830[4]. Acudimos a estas fuentes medio centenar de veces y en casi todos los capítulos del libro, partiendo por William Shakespeare (La tempestad) y terminando con William Blake (“Tyger, Tyger”). En las páginas de La hidra se codean poetas canónicos (como Shakespeare, Milton, Blake, Shelley) con poetas proletarios, en gran parte desconocidos (como Thomas Spence, Joseph Mather y el siempre garabateado “anónimo” -el nombre preferido por las escritoras durante siglos-). Los poetas contemporáneos, como el martiniqués Aimé Césaire, parecen condensar tópicos e ideas sobre las escabrosas continuidades de la resistencia.

La poesía puede acercar al historiador a la experiencia y a la conciencia de la gente de la clase trabajadora, evocando personas, lugares y acontecimientos de forma multidimensional y dinámica. El poeta marinero James Field Stanfield elaboró imágenes memorables en su poema épico “The Guinea Voyage” y en sus sombrías cartas sobre la vida a bordo de un barco de esclavos. Describió, por ejemplo, al segundo oficial del barco, quien yacía enfermo, al borde la muerte y sobre el botiquín, narrando cómo su pelo apelmazado de mugre rozaba la cubierta. También representó la pesadilla de la esclavitud, flagelación y muerte sufrida por una mujer africana llamada Abeyda. Estas imágenes son capaces de arrastrar al lector/a con la misma intensidad que lo hace un objeto surrealista, relevando conexiones, relaciones, paralelos y singularidades de manera poética. Tal como Christopher Hill escribió alguna vez: “La buena historia-imaginativa está emparentada con la poesía retrospectiva. Trata de la vida tal como la vivimos y en toda la medida que se la puede aprehender”[5].

La poesía escrita por trabajadores y trabajadoras puede ser inusual; pero la poesía que puede hallarse en sus actos de resistencia es abundante y se la puede encontrar por doquier. Mi abuelo me enseñó a buscarla. Para dar un ejemplo, descubrí un profundo poema -sobre una palabra- en la memoria de Silas Told, un marinero convertido en ministro metodista que describió un drama a bordo del Loyal George en 1727. Un hombre esclavizado había resuelto morir de hambre y el capitán Timothy Tucker trató de obligarlo a comer. Lo flageló a latigazos hasta convertirlo en un amasijo sanguinolento y luego lo amenazó con la muerte. El hombre anónimo pronunció una palabra: adomma –“que así sea”-. El capitán Tucker le colocó la pistola cargada en la frente y le repitió la orden de comer. De nuevo: adomma. El capitán disparó y la sangre brotó a borbotones. Pero el hombre anónimo lo miró directamente a la cara en vez de desplomarse. El capitán maldijo, pidió otra pistola y le volvió a disparar en la cabeza. Frente al asombro de los presentes, el hombre nuevamente se negó a caer. Cuando el tercer disparo lo mató, el resto de los esclavizados ya había desatado la insurrección, indignados por el trato que se le había propinado a este hombre e inspirados por su resistencia.

Es imposible saber cuántos de los cientos de personas que presenciaron este incidente decidieron contar la historia -como Silas Told-, marcada por la palabra adomma. Sospecho que muchos la contaron reiteradamente en plantaciones, talleres urbanos, muelles y barcos durante años y en diferentes idiomas. El africano anónimo había encarnado la definición de poesía ofrecida por Ann Lauterbach: “La poesía es la aversión a la proclamación de poder. La poesía es la resistencia a la dominación”[6]. Una cuestión crucial para la “historia desde abajo”.

Al igual que los buenos y buenas historiadoras, todas las buenas y buenos narradores cuentan grandes historias dentro de pequeñas historias. Esto se puede hacer de muchas formas. En mi trabajo, la gran historia ha sido el terrorífico y violento ascenso del capitalismo y la multifacética resistencia que este ha encontrado desde abajo; ya sea enfocándola en una mujer africana esclavizada en las entrañas de un barco fétido; en un vulgar marinero amotinado que izó la bandera de la piratería a bordo de un bergantín en el Atlántico; o en un exesclavo fugitivo que escapó de una plantación para inaugurar una comunidad cimarrona en un pantano. El antropólogo Clifford Geertz alguna vez comentó que “los pequeños hechos [como correrías contra ovejas] hablan de la revolución” porque su narrador (en su caso, el etnógrafo) halla la conexión entre ambas cuestiones[7].

Finalmente, recuerdo a mi abuelo y me recuerdo a mí mismo que el historiador, como el narrador de historias, no está por encima de la refriega. Una de las grandes preguntas en los campos de carbón de Kentucky durante la década de 1930 era “¿de qué lado estás?”. En mi trabajo intento rescatar dicho espíritu para desarrollar una relación ética con las personas oprimidas y explotadas a las que estudio. La relación es imaginaria pero no por ello menos importante. En reiteradas ocasiones, cuando escribí The Slave Ship, me pregunté cómo hacer justicia a las personas en estas mazmorras flotantes y a lo que vivenciaron[8]. Mi respuesta fue ofrecer una solidaridad retrospectiva y “acompañarlos” a través de su historia, para emplear el término de Staughton Lynd aludiendo a la relación igualitaria entre los intelectuales y los movimientos “desde abajo” de la clase trabajadora[9].

Walt Whitman hizo lo mismo en Hojas de hierba. Allí escribió sobre:

El esclavo perseguido, que desfallece en su huida, y se apoya contra la empalizada, anhelante, sudoroso;
Los dolores candentes, que son como aguijones en sus piernas y en su cuello, los mortíferos perdigones y las balas;
Todo esto lo siento y todo esto soy yo.

Soy el esclavo perseguido, retrocedo amenazado por los dientes de los perros.
El infierno y la desesperación me atormentan, restalla vuelve a restallar el fusil de los tiradores;
Me agarro de los barrotes de la empalizada, desangrándome, debilitado por el sudor de mi piel;
Caigo sobre las hierbas salvajes y las piedras;
Los jinetes acucian a sus remisas cabalgaduras, aproximándose;
Los insultos alcanzan a mis oídos que zumban, y golpean violentamente sobre mi cabeza con sus látigos.

Las agonías no me abandonan;
No le pregunto cómo se siente al hombre herido, yo mismo soy, ese hombre herido;
Mis heridas tórnanse lívidas en tanto que, apoyándome en mi bastón, observo.

Whitman exagera para hacer un punto: no puede “convertirse” en el fugitivo, pero puede demostrar un entendimiento comprensivo del sujeto histórico. Como poeta puede incorporarse a la lucha y transmitirla a los lectores. En suma, me esfuerzo por escribir una historia vívida, compleja, apasionada y práctica. Trato de hacerla real y de plantear interrogantes de justicia, mientras me apoyo en el bastón de la distancia social y temporal para observar. Mi abuelo no hubiese esperado nada menos, maldita sea.

 

Notas

[1] Marcus Rediker, Entre el deber y el motín. Lucha de clases en mar abierto (Valencia: Antipersona, 2020). La edición original, intitulada Between the Devil and the Deep Blue Sea. Merchant Seamen, Pirates and the Anglo-American Maritime World, 1700-1750, fue publicada en 1989 (Cambridge: Cambridge University Press).

[2] Walter Benjamin, “El narrador. Consideraciones sobre la obra de Nikolái Léskov”, en Iluminaciones (Colombia: Taurus, 2020), pp. 225-251.

[3] Citado en E. P. Thompson, “El delito de anonimato”, en Tradición, revuelta y consciencia de clase. Estudios sobre la crisis de la sociedad preindustrial (Barcelona: Editorial Crítica, 1979), p. 226.

[4] Peter Linebaugh y Marcus Rediker, La hidra de la revolución. Marineros, esclavos y campesinos en la historia oculta del Atlántico (Barcelona: Crítica, 2005).

[5] Christopher Hill, The English Bible and the Seventeenth-Century Revolution (Londres: Allen Lane, 1993), pp. 437-438.

[6] Ann Lauterbach, “Links Without Links: The Voice of the Turtle”, American Poetry Review 21 (1992), pp. 37-38.

[7] Clifford Geertz, La interpretación de las culturas (Barcelona: Gedisa, 2003), p. 35.

[8] Marcus Rediker, The Slave Ship: A Human History (New York, Viking, 2007). La editorial Capitán Swing ha anunciado la publicación en español en noviembre de este año bajo el título Barco de esclavos. La trata a través del Atlántico.

[9] Staughton Lynd, “Oral History From Below”, Oral History Review 21/1 (1993), pp. 1-8.

Camilo Santibáñez R.
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Historiador y docente del Departamento de Historia de la Universidad de Santiago de Chile.

Marcus Rediker
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Profesor de Historia Atlántica en la Universidad de Pittsburgh. Autor de libros como The Many-Header Hydra: Sailors, Slaves, Commoners, and the Hidden History of the Revolutionary Atlantic y The Slave Ship: A Human History.