Para un balance de la era Piñera: una hipótesis sobre las razones de clase. 2010 – 2022

Los empresarios no son políticos, pero para peor, creen que la política es una ciencia secundaria, o más bruta, respecto de las artes necesarias para ganar y acumular capital. Hay un ejército de académicos constantemente asegurando aquello, con más poder que verdad, y cuya credibilidad fue decayendo globalmente a la par de la larga década piñerista y la crisis económica permanente de 2008 a la fecha. Es en base a esa percepción de preeminencia de la racionalidad de los negocios respecto de la ciencia y arte de la política, es que suelen confundir intencionadamente las virtudes y características ideales de ambos campos, creyendo que la actitud salvaje del apostador en los negocios, solo sería todavía más eficaz en la política. Piñera, en ese sentido, representaba ese ideal, y en sus dos gobiernos lo llevó a cabo hasta la subordinación total de la política a los negocios, al límite de destruir su propio prestigio como político.

por Luis Thielemann H.

Imagen / Sebastián Piñera en el Te Deum Ecuménico, septiembre 2021, Santiago, Chile. Fuente.


El final del gobierno de Sebastián Piñera, como todo momento de clausura, abre el espacio a balances. A días de su salida, y después de tanto intento por botarlo, queda el viejo recurso al juicio de residencia en su formato escrito. El balance es el más inofensivo de los juicios en lo inmediato, pero es el que más se fija en el tiempo largo. Y este es un balance difícil. El peso del personaje y el carácter multidimensional de ofensiva patronal y desastre social que fue su presidencia, así como lo fascinante e irritante de sus acciones públicas, continuarán un debate y exploración iniciado hace más de una década cuando recién asumió su primera presidencia (si no antes), y que a estas alturas ya es capaz de mostrar un importante acervo bibliográfico. En esas condiciones, lo que desde la práctica de la historia se puede aportar a los balances no va por escribir recorriendo los caminos ya avanzados, no se puede simplemente repetir -mal- lo que otros especialistas ya han dado cuenta del personaje con especial agudeza. Es posible, y creo que necesario, integrar al debate otra perspectiva (otra más), que observe a Piñera como el líder y referente de algo, un grupo social, más grande que él. La crítica a las formas y grados que alcanzó la política neoliberal durante la administración de Piñera, no solo dentro de las fronteras chilenas, exige comprender un proceso que una sola persona, por muy particularmente rica y voluntariosa que sea, no logra explicar. Es necesario evadir la fascinación con el personaje para comprenderlo en el conjunto que referencia. Aquí el contenido Piñera desborda la frase de su largo nombre. En lo que sigue ofrezco una hipótesis de interpretación de su gobierno, a partir de su exploración en distintos momentos del mismo. Y es que Piñera fue presidente, y fue como fue en esa tarea, porque expresaba una línea estratégica de un poderoso grupo social, así como también de una línea política de las derechas locales y regionales. Lo primero fue el empresariado neoliberal radicalizado en la búsqueda de la ganancia (en dinero y en poder político) y lo segundo fue la tendencia a la autorepresentación política salvaje.

 

I

El primer gobierno de Piñera (2010 – 2014) hizo un acto performativo para instalar una continuidad histórica en la derecha, no con Pinochet, sino con el ímpetu inicial del gobierno de Jorge Alessandri (1958 – 1964). El primer gabinete de Piñera tenía una mayoría notoria de personas ligadas directamente al empresariado, desde gerentes a consultores, pasando por académicos que en sus ratos libres ofician de ambos, algo similar a lo que hizo Alessandri en su época. Le llamó, mostrando una notoria ausencia de pudor, “el gobierno de los mejores”, parafraseando “el gobierno de los gerentes”, como se llamó al de Alessandri. Esto no era solo un golpe de efecto, no lo fue tampoco a fines de la década de 1950. Expresaba un viejo problema de la política clasista, y que es la relación entre el partido de clase y la clase representada. En la derecha aquello tenía la especificidad de que la clase representada es un grupo tan pequeño como poderoso, el empresariado y los grupos propietarios, lo que agudiza las diferencias e intensifica los conflictos con el partido en el poder.

De esta forma, Piñera expresó en la derecha lo que en general se observa como una crisis de representación de los partidos políticos. En Chile, específicamente, es la crisis de los partidos de la Transición. Piñera nunca fue un emblema de la derecha pinochetista. Convencido o no, da igual, era raro verlo defendiendo a la Dictadura (aunque en 1998 se le vio furioso protestando y lanzando aireados discursos por la detención de Pinochet en Londres), y cada vez que pudo dijo que en 1988 votó por el No. Pero además es probablemente el más famoso empresario de Chile, y el que mejor expresa ese “tipo ideal” de su gremio en el neoliberalismo: astuto, ganador y salvaje. Piñera era el desborde de los partidos. No sólo él, siendo candidato vencedor dos veces, y derrotando una y otra vez al candidato favorito del gran partido de la derecha, la UDI, Joaquín Lavín. Además saltó a la política una serie de personajes sin tradición política en el sector, pero conocidos en los ambientes donde se sostiene y reproduce el poder de las clases empresariales. Así, entre las figuras ejemplares que explican este proceso más allá de Piñera, está Alfredo Moreno, consultor y administrativo de empresas, luego canciller entre 2010 y 2014, y ministro desde 2018 a la fecha. Entre los dos períodos presidenciales fue el presidente del principal gremio empresarial de Chile, la Cámara de la Producción y el Comercio (CPC). Cuando dejó ese cargo en 2018, fue sucedido por dos empresarios radicalizados, Alfonso Sweet y Juan Sutil, famosos por sus intervenciones políticas.

Cuando Piñera llega al Gobierno en 2010 expresa una voluntad política que al poco tiempo, especialmente tras las protestas de 2011, debió pedir auxilio a los viejos partidos. Pero cuando llega en 2018, expresa una estrategia más consolidada de poder empresarial directo, en un momento en que los partidos estaban en crisis y en medio de la ilusión de una derrota total de las izquierdas locales y continentales. Este desborde empresarial de la derecha, y su tendencia a la autorepresentación política, no podría haber sido si es que los casos de financiamiento ilegal de la política de la primera mitad de la década de 2010 no hubiesen desarmado toda una red de platas políticas que eran la forma de la relación entre partidos y clases propietarias. Con las leyes de financiamiento electoral aprobadas durante el segundo gobierno de Bachelet (2014 – 2018) y que terminó con buena parte de la opacidad característica de ese aspecto de la política, esta pérdida de vínculos se hizo más radical, a la vez que el empresariado aumentaba su ambición política al mismo tiempo que decrecía la capacidad de los partidos para satisfacerlos.

Los partidos, obviamente, no estaban contentos con el desborde que les ocurría por los cuatro costados. La derecha criticó el aislacionismo de clase de Piñera y sus leales, tanto porque por esa vía perdía el control del gobierno, de su propio esfuerzo político de décadas; como porque así perdían su utilidad, no solo política, sino también como negocio o bolsa de trabajo para sus allegados. El poder que alcanzaron “free riders” como la familia Carter o los Ossandon en Santiago sur, también dan cuenta de esa pérdida de relevancia de la máquina partidaria. Si la clase se autorepresenta, el partido no tiene sentido. De ahí el poder tan inmenso como oscuro que tuvo Larroulet, y con él del instituto Libertad y Desarrollo, en los gobiernos de Piñera. El think tank de la derecha, dirigido informalmente por Larroulet y fanáticamente neoliberal y conservador, funcionó a modo de una máquina presidencial de disciplinamiento del parlamento y a la vez de defensa ideológica del proyecto de Gobierno. En la práctica, un instrumento para saltarse a, y no depender de, los partidos; y no únicamente para incidir políticamente, sino, en lo que fue una tendencia creciente y llevada al descaro absoluto en los dos gobiernos de Piñera, para obtener la ganancia empresarial directamente de las tareas del Estado. De ahí a la corrupción, medio paso. Platas empresariales, financiamiento de la política y enriquecimiento a través de la misma, forman todos parte del proceso que llega hasta ahora: la autorepresentación de clase fue tanto fruto de la crisis del financiamiento negro -el real control de clase sobre el partido- como de la radicalización de los financistas, los empresarios, respecto del modelo neoliberal en Chile.

 

II

¿Qué significó que dos períodos de gobierno, entre 2010 y 2022, hayan sido parte de una estrategia de autorepresentación de las clases propietarias en Chile? Lo primero, es que los empresarios reniegan y porfían contra la diferencia profunda entre la política y los negocios. Por supuesto que esa es una confusión interesada, de clase. Lo interesante es la ideología que construye a su alrededor, y la ideología, decía Gramsci, se hace poderosa cuando cala entre las masas. Los empresarios no son políticos, pero para peor, creen que la política es una ciencia secundaria, o más bruta, respecto de las artes necesarias para ganar y acumular capital. Hay un ejército de académicos constantemente asegurando aquello, con más poder que verdad, y cuya credibilidad fue decayendo globalmente a la par de la larga década piñerista y la crisis económica permanente de 2008 a la fecha. Es en base a esa percepción de preeminencia de la racionalidad de los negocios respecto de la ciencia y arte de la política, es que suelen confundir intencionadamente las virtudes y características ideales de ambos campos, creyendo que la actitud salvaje del apostador en los negocios, solo sería todavía más eficaz en la política. Piñera, en ese sentido, representaba ese ideal, y en sus dos gobiernos lo llevó a cabo hasta la subordinación total de la política a los negocios, al límite de destruir su propio prestigio como político.

Para peor, tampoco fue una estrategia económicamente exitosa para el país. Durante los dos períodos de Piñera en el poder, no aumentó el crecimiento económico por sobre las tendencias de las décadas doradas de la Transición. Pese a las promesas hechas y a la soberbia con que se presentaron sus propias capacidades de gobierno, a lo largo de sus dos períodos presidenciales, el crecimiento económico se mantuvo con pobres resultados, a pesar de lograr sortear la crisis de 2008. Dicho de otro modo, nunca pudieron probar la hipótesis según la cual la administración directa del Estado en el capitalismo era mejor que la administración mesocrática de la Concertación.

La estrategia en realidad era básica, con características de horda. Queda la fundada sospecha de que, para buena parte del empresariado, la experiencia piñerista simplemente fue un asalto clasista a las arcas del Estado. Aunque nunca abandonó el discurso, apenas un poco menos escandaloso, que sostenía una intencionada confusión de control del Gobierno con control del aparato del Estado. Incluso los débiles brazos sociales fueron asolados. Las tareas subsidiarias del Estado del pacto de la Transición, otrora orgullo de los políticos de la derecha, vieron las puertas de sus cajas desvencijadas por licitaciones truchas y adjudicaciones directas de dudoso criterio. El Estado pasaba de ser condición para la ganancia, a la ganancia en sí. Ejemplos sobran. Desde el arrase empresarial de todo tipo a los fondos para la reconstrucción del terremoto de 2010 a la inclusión de la familia Piñera en los viajes presidenciales a China, desde la evasión de impuestos en paraísos fiscales hasta la oscura persistencia por aprobar la minera Dominga. Abundaron los pagos a los parientes de algún empresario o miembro del gobierno -lo que muchas veces era lo mismo- por alguna licitación innecesaria o ridículamente cara. Que el último presidente de la CPC electo por los empresarios bajo el gobierno de Piñera sea un exportador políticamente radicalizado y famoso por vender fruta de origen adulterada, es el mejor ejemplo del ideal del gremio. La sinceridad de una clase que fue al Estado para hacerlo su botín y convertir el mercado en su pulpería.

Cabe indicar que, para mayor inestabilidad política y descomposición institucional, el asalto al Estado no pudo ser total. El sitio nunca terminó e importantes partes del Estado resistieron este embate. Durante el primer gobierno de Piñera, el copamiento del Estado fue, si bien con una potente performance de clase como se indicó, compartido con los partidos de la derecha. Más adelante, el breve período del segundo gobierno de Bachelet, contuvo en algo ese avance sobre las instituciones, pues fortalecía el viejo estatalismo funcionario, a pesar de mantener las tendencias neoliberales. Pero en especial ayudaba a dicha resistencia el fortalecimiento de las izquierdas y el crecimiento de la protesta social. Es importante destacar algo evidente, pues podría olvidarse: buena parte de la radicalización y autotutela del empresariado en la larga década piñerista, tuvo que ver con el crecimiento en organización y capacidad de lucha de los movimientos sociales y ambientalistas, contrarios a la razón empresarial y muy críticos de las formas más conocidas del neoliberalismo. En el Estado, esa resistencia significó que las clases funcionarias se atrincheraron, esperando el retorno de partidos leales al Estado, a sus puestos de trabajo y a su misión republicana; más de administración civil del capitalismo, que de una gestión estatal directamente pro-empresarial. Instituciones como la Contraloría, organizaciones sindicales como la ANEF y un puñado de fiscales rebeldes, fueron ejemplos de esa resistencia a la estrategia radical de las clases propietarias. En el sector de la educación, hubo un desgobierno permanente en los años del piñerismo, donde profesores y estudiantes mantuvieron una situación de refriega constante, aunque con altibajos, por más de una década. Así, el interés empresarial, que había derrotado a los partidos de la Transición en sucesivas elecciones, no pudo doblegar las últimas líneas de defensa del Estado: grupos sociales ideológicamente progresistas, laboralmente dependientes del Estado, y casi naturalmente antioligárquicos, fueron el sector más antagónico a la ofensiva política de los empresarios.

A estas alturas, sabemos lo nefasta que fue esa línea política. Tanto para Chile como para la misma derecha y el empresariado: los enajenó fuertemente de cualquier posible apoyo de mayorías, y los volvió a atrincherar en los barrios más ricos del país. Las instituciones públicas se deterioraron de forma preocupante, a niveles que no eran vistos en décadas. Claro, la derecha no tomó en cuenta lo complejo y volátil de este proceso -más allá de las críticas al desplazamiento de los partidos, ya mencionadas- porque había datos que indicaban que, a pesar de todo, las cosas iban bien. Mientras la masa de votantes se había mantenido casi intacta entre las elecciones de 2009-10 y las de 2017, Piñera aumentó su votación personal en unos 250 mil votos entre ambos certámenes. Había sido capaz de agrandar la votación personal, y también de la derecha, pues esta aumentó en votos y escaños respecto de las elecciones de 2013. Por otro lado, aunque el crecimiento era pobre, era crecimiento. En un mundo en que la inestabilidad económica y el pesimismo respecto del porvenir eran la tónica, las dos presidencias de Piñera, mientras no ocurría ni el estallido ni la pandemia, tuvieron números azules la mayor parte del tiempo. Visto así, era un éxito. Pero no lo era, y al final del segundo mandato de Piñera y del empresariado autónomo, terminó siendo un desastre para su sector y también para el país.

 

III

¿Cómo hizo crisis esta estrategia y cómo llega a su final el experimento piñerista? Es un cliché a estas alturas decir que todo comenzó en Cúcuta, en el famoso intento por rebelar Venezuela y terminar por botar a Maduro, desde la frontera con Colombia. Más allá de todo lo que se ha dicho por el “cucutazo”, en especial por el efecto migratorio que habría tenido el discurso presidencial en torno al hecho, lo cierto es que develó la clásica euforia de un vencedor justo antes que su decadencia empiece. La idea de que ya en Chile habían vencido, que en casi todo SudAmérica los progresismos estaban derrotados o fuertemente golpeados, los envalentonó. Se sintieron capaces, con rudimentos del espectáculo más que de la política a gran escala, de echar abajo el gobierno de Venezuela y por esa vía derrotar definitivamente a toda la izquierda latinoamericana. Una ilusión desmedida, propia de aficionados, de políticos provincianos y de empresarios recién llegados a la política. Terminó siendo el conocido fiasco, una ofensiva destartalada, fracasada y finalmente ridiculizada. Para peor, desde entonces las derechas latinoamericanas no han cesado de perder. El MAS volvió al poder en Bolivia, Maduro sigue en el poder y con la guerra en Europa se fortalece su posición, Macri perdió en Argentina, y en Colombia y Brasil se otean triunfos progresistas en el horizonte. Fue el inicio de la debacle continental de una breve ilusión de “nuevas derechas” sudamericanas.

A lo largo de todo ese 2019, la inestabilidad social fue creciendo, acosando cada vez más al gobierno de Piñera. Podríamos decir que en política la debilidad se ve a kilómetros. Lejos de intentar salvar la situación, la presidencia agudizó su tono despectivo hacia el malestar social, y mantuvo su agenda de saqueo a los bienes públicos sin siquiera preocuparse de que lo hacían a la vista de todo el país. Cuando la revuelta se desató en octubre de 2019, uno de los factores para su larga duración fue la porfía elitaria de Piñera y el empresariado por asumir que el descontento era real y de masas. Tal vez el documento más sincero de cómo interpretó la revuelta el círculo del Presidente, es un audio de Cecilia Morel, la esposa de Piñera, que se volvió viral en las semanas de la revuelta. Entre muchas barbaridades, Morel, lejos de adjudicarle alguna racionalidad a las mayorías en revuelta, insistía en que todo era producto de alguna conspiración marxista (o castro chavista) internacional. Un documento de inteligencia del Ejército publicado en la prensa afín al Gobierno en las semanas de la revuelta, confirmaba esa tesis, hablando de batallones de agentes extranjeros que habrían operado en Chile. Esa fantasía solo mostraba una subordinación incluso de un sector de las Fuerzas Armadas a la racionalidad del sector más clasista del empresariado. La negativa final a asumir la represión a sangre y fuego de la revuelta que le dio el Ejército a Piñera, mostró grietas en el frente de clase, las primeras en mucho tiempo.

De ahí en más, el edificio de la autorepresentación política del empresariado crujió por todos lados. La ausencia de algo así como un partido, de una dirección específicamente política, se hizo notoria. En general por que insistían en una política que no era sino lucha de clases desnuda. La parcialidad salvaje del empresariado no atiende más razones que las propias, ni siquiera aquellas que le advierten del desastre de insistir a ciegas y contra todo límite, en las formas transicionales, ya muy desprestigiadas, de obtener ganancias. El acuerdo del 15 de noviembre puede ser visto también como la respuesta de un gobierno más interesado en el éxito empresarial de corto plazo, que en el sostenimiento de un orden a largo plazo. Entregaron la construcción política más preciada de la derecha chilena en toda su historia, la Constitución de 1980, a modo de prenda para así recuperar la normalidad de los negocios.

Con la pandemia, el problema se agudizó, a pesar de que suspendía la revuelta. Tras una breve ilusión de que podía retomar el control de la situación, la salvaje política durante la pandemia le demostró a la Presidencia que estaba en el suelo, contra las cuerdas. La pandemia no superó al estallido, se le sumó como factor de crisis, y el empresariado quedó aún más deslegitimado que antes. Para el presidente y su gente, siempre creyendo que el pueblo no tiene historia y que es simplemente un animal que reacciona a estímulos, creyeron que bastaba un juego de piernas, dos o tres gestiones buenas, y expulsar el odio hacia el enemigo invisible y sin partido llamado Covid, restaurando la unidad nacional detrás de su gobierno. Nada más errado. Nuevamente la sobreideologización empresarial chocaba con la realidad. La teoría de juegos y la superchería del liderazgo, verdaderos paradigmas epistemológicos del clasismo del empresariado, siempre ha adolecido del error de considerar que “los jugadores” -las clases sociales- desconocen el resultado del juego anterior -la historia propia, su experiencia en la lucha de clases-, que no guardan recelos, odios o rencores, también aprendizajes y desarrollos tecnológicos, todo con tal de no cometer dos veces el mismo error, o bien mejorar lo que ya se hacía bien. Nuevamente perdieron, en el parlamento, en la calle y en las urnas. Aunque siguieron controlando el Estado, pues nunca se les pudo destituir. El resultado es que aumentaron el rechazo hacia su clase. Se convirtieron en caricaturas, memes, demonios. Nuevamente agudizaron la lectura popular sobre el mismo Sebastián Piñera, la derecha y el puñado de súperricos, como una articulación de clase cuyo desprecio por lo público, por la sociedad y hasta por el pudor, llegó al límite de que ni en medio de una tragedia global, pararon de robar.  Es más, insistieron en aprovechar la tragedia para robar más. El mejor ejemplo fue el arriendo del espacio Riesco, y la negativa a cumplir la ley escondiendo los correos del Ministerio de Salud, han abundado el desprestigio de su gestión. Al final, ni siquiera la exitosa campaña de vacunación permitió revertir esta idea. El avistamiento de una golondrina no daba para producir ni siquiera una tarde cálida, y el verano de 2010 ya se había olvidado.

Cuando llegaron las elecciones, la suerte estaba más o menos echada. Visto desde marzo de 2022, cuesta pensar en que otro resultado del tren de elecciones de 2021 era posible. La presidencia fue disputada por dos candidatos cuyo discurso (otra cosa es su intención real) se presentaban contra el gobierno de Piñera y crítico de sus ideas y acciones. Los sucesivos candidatos del gobierno -Lavín, Briones y Sichel- nunca pudieron desprenderse del estigma Piñera, y éste ayudó poco hacer creíble que alguna reforma de relevancia social vendría desde ese sector. Finalmente, y como ha dicho  Desbordes, siempre eligió antes su propio lugar en la historia que el de su sector. Pero, más bien, siempre eligió su pequeña clase, su interés, de él y su familia, y a través de él, de todo el empresariado que compartía su suerte en esa forma de obtener la ganancia capitalista. Piñera terminó siendo su propia última línea de resistencia, y a través de él, se constituyó un bastión de clase irreductible. Sus intenciones finales sobre Dominga o sobre ciertos directorios de empresas públicas, confirmaban su vieja estrategia. Eran lo mismo de antes, ahora arrinconado y con un muy reducido margen. Durante todo el 2021 y hasta después, mantuvo su porfía a entregar ayudas sociales no focalizadas, y finalmente, su porfía a ayudar siquiera a la derecha a no perder en las elecciones, solo con tal de no torcer la estrategia de las clases propietarias, la estrategia del copamiento neoliberal de tufillo pinochetista sobre el Estado. La derrota de la derecha, finalmente, no es solo producto de Piñera. Es de él, sin duda, pero también de toda una estrategia de clase, una radicalización feroz, que termina en montonera.

 

IV

El bando que ganó las últimas elecciones presidenciales en Chile, se puede comprender como el reflejo de la era piñerista, de cierta manera una reacción a su delirio. El despliegue hacia el Estado de la coalición Apruebo Dignidad, liderada por Boric, presenta un proceso también de clases. El ascenso, contra la autotutela feroz del empresariado en el Gobierno que termina, de la clase media, de matriz estatista y funcionaria, en nombre de los viejos ideales universalistas del Estado moderno. Mientras a las clases propietarias siempre les ha parecido una molestia o un problema un Estado que busca establecer garantías universales, ya sea en el trabajo o en la reproducción material de la vida; para las clases medias no existe otra forma del Estado. Si eso se despliega realmente en un proceso de reformas de profundidad, habrá que verlo. Por ahora se puede asegurar que el proceso de conformación y lucha de clases en Chile, ha sufrido importantes modificaciones en sus correlaciones centrales de fuerza. Pero también, que el empresariado, con Piñera como su máximo referente, fue derrotado montando una ofensiva (todo lo contrario, a ser derrotado por una revolución), por lo que las bases de su fuerza política siguen estando intactas, todavía capaces de reconstruirse, y con recursos para hacerlo aceleradamente. Eso ya es otra fase, y corresponderá a otro balance.

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Historiador, académico y parte del Comité Editor de revista ROSA.