Mi villano favorito o imágenes sobre nuestros puntos ciegos respecto al lumpen

Al preguntarle a una alumna del preuniversitario particular en el que trabajo sobre qué opina sobre la situación del delito en la revuelta, indica un simplificación que me parece interesante: algo de la polarización de los chilenos pasa por el punto de a quién criminalizamos y a quién le otorgamos un indulto en nuestro fuero interno: ¿al encapuchado o al carabinero? Ese razonamiento, a mi modo de ver viable, permite entender una base: que en ambas agrupaciones existen acciones que son tipificables como trasgresiones a la ley. Sin embargo, dejar hasta allí la reflexión, es decir, no hacer reflexión alguna y entrar en el campo de “condenar las dos violencias” sin más que una pereza intelectual o un dogma moral.

por Diego Leiva

Imagen / Fuente: Flickr.


“pero a mí no puedes odiarme / porque soy el que relato
de cómo los menores / se aburrieron de andar pato”
My Blood, Polimá Westcoast ft. Pablo Chill-E

 

En el cuento “Pulgas y cucarachas” del argentino Washington Cucurto[1], la población de un conjunto habitacional marginal —taxistas, prostitutas, africanos, un decadente diputado y otros pobladores— terminan organizándose en una célula criminal revolucionaria: “Vamos a formar la primera cooperativa de trabajo delictivo latinoamericana. Acá somos todos extranjeros (soy dominicano), peruanos, de las provincias del Norte y africanos. ¿Cierto? La cooperativa se llamará Libertadores de América, como la Copa de Fútbol, y tengan como simbología que jamás llevará otro nombre como Toyota, Nissum o Fibertel o Nashua. ¿Cierto?”. Tras esa declaración, el narrador señala: “nadie renunciaba, todos se quedaban, por primera vez en nuestra vidas, en la vida política y literaria de este país, aparecía el verdadero sentido del Aleph, tal vez lo que Jorge Luis Borges, contando hechos paranormales, extraordinarios, quiso decirnos todo el tiempo, que en la realidad está la base de todos los acontecimientos futuros y posibles”.

Un viejo adagio de los estudios culturales, y aquí parafraseo a Fredric Jameson, dice que “toda literatura es una solución imaginada para conflictos reales”. Bien vale la pena preguntarnos, en un camino inverso, cuánto del delito tiene, o ha tenido, un potencial liberador en el estallido social. Sin moralinas, sin prejuicios, que definen la posición más cómoda posible. Delito como mera forma judicial y como modulación cultural. Nada de esencialismos que carguen a un delincuente como el tipo destructivo de nuestra vida civil. Pido un favor intelectual: ampliar el campo de la vida civil para entender mejor.

Según la teórica argentina Josefina Ludmer, el delito es una frontera cultural, divide cultural o áreas internas de una cultura, delimitando políticamente el modo de aparecer en la vida pública o convivir en la privada. El acto delictual aparece como unos de los límites civiles favoritos de quienes ostentan el poder para recrear un afuera de la vida civilizada, bajo la teoría de que un sine qua non de esa vida es la ausencia de delito. Para quien cree esto último, el mundo se ordena entre lo correcto y lo incorrecto, lo bueno y lo malo, para conceptualizar una pertenencia o exclusión de una comunidad de valores y con cierto régimen de participación civil: en fin, establece quién existe como deliberante político.

Al preguntarle a una alumna del preuniversitario particular en el que trabajo sobre qué opina sobre la situación del delito en la revuelta, indica un simplificación que me parece interesante: algo de la polarización de los chilenos pasa por el punto de a quién criminalizamos y a quién le otorgamos un indulto en nuestro fuero interno: ¿al encapuchado o al carabinero? Ese razonamiento, a mi modo de ver viable, permite entender una base: que en ambas agrupaciones existen acciones que son tipificables como trasgresiones a la ley. Sin embargo, dejar hasta allí la reflexión, es decir, no hacer reflexión alguna y entrar en el campo de “condenar las dos violencias” sin más que una pereza intelectual o un dogma moral.

El proceso de criminalización es obvio en buena parte del discurso mediático. En medio de la protesta, los delitos contra la propiedad aparecen perpetrados como los criminales de siempre, los exaltados, los irracionales y, por ende, los externos a la política. El “lumpen” brilla como una categoría que parece reunir todas las cargas negativas sobre una población marginal que apedrea carabineros, defiende el caceroleo (en medio de la prestigiada “primera línea”) pero también es peligrosa en tanto es vinculada con el saqueo y la destrucción (constituyendo la horda). Uno de los puntos comunes, la capucha, el peligro que radica en su no identificación y en una capacidad de acción que corre tanto impune como irrefrenablemente. La categoría “lumpen”, usada así, tanto estigmatiza como achata una realidad más compleja.

El problema no es tanto plantearse la existencia lógica de un “lumpen”, sino de los motivos engarzados de su aparición, explosión, pero también posicionamiento. En otras palabras, de la producción del pensamiento sobre poder cometer el delito y de ponerse del lado de la protesta en el plano de la acción. Cristián Lleflight, miembro del movimiento artístico Shishigang, en una entrevista al The Clinic el pasado mes de mayo, señala que ante difíciles condiciones de vida en la marginalidad, a veces se opta por tomar “el camino más fácil” para “superar la vida”. Punto seguido, dice: “A mí me encantaría que yo escribiera una poesía, una hueá brígida para la mente y que a la gente realmente le llegara, que le gustara más que yo ande cantando de pistolas o hueás así, de hueás que he tenido que pasar, que son fomes”. Ese plano de expectativas es el que compartimos: al ilustrado promedio y al aspiracional le encantaría que todos se manejaran en sus códigos de buena crianza (o del discurso de ella) y “buena política”, dejando fuera del pacto social y de la acción colectiva a ese “lumpen”, pero ¿sabrá que coexiste más de un código dentro de esta comunidad política? ¿Sabrá que la poesía y el influjo intelectual está condicionado por la situación material y que el sistema de producción y gobernabilidad que ha mostrado todas sus grietas en estas cinco semanas es lo que ha producido al lumpen que mira con desprecio?

Al lado del lumpen o, más bien, en alianzas circunstanciales con él, existe una población fronteriza, que comparte los lugares de la primera y circula entre el trabajo asalariado y el delito como forma de subsistencia. Su mera existencia desajusta ese régimen de comprensión binarios de bueno/malo, honradez/inmoralidad, pues acoge la acción a la contingencia y no a valores intrínsecos. De este modo, es comprensible la ocurrencia explosiva de saqueos en tiempos de desborde cuando un grupo de población no tiene condiciones mínimas de vida digna incluso a través del trabajo, para apropiarse o “rescatar” mercancías que les brinden bienestar (si eso quiere decir pañales, arroz, cervezas o televisores es un tema que pasa por los horizontes de deseo construidos por un consumismo y un hedonismo individualista y no es el eje de estas líneas); por otro lado, la quema de mercancías es un fenómeno que puede leerse como un quiebre en la racionalidad del capital, entorpecer la circulación del capital y la disposición de la oferta: el valor de uso se torsiona hasta su absurdo.

La siguiente pregunta, casi obvia, nace de la desconfianza y la infantilización de esa población marginal. Si no se considera deliberativa, ¿cuánta consciencia puede tener de sus actos? La tiene, pero quizá no bajo la exigencia de un programa político o, en otras palabras, no bajo la forma de la política institucionalizada que hoy existe y con los códigos de la civilidad ilustrada. O funciona como organizaciones territoriales, con años levantando demandas de integración local y regional; o bien sustenta su acción en la política más básica de todas, la de la supervivencia individual y colectiva como un único deber. Derivado de esto, resulta la interrogante por el contenido revolucionario del lumpen, es decir, la condición política revolucionaria del saqueo. “El lumpen no tiene ideología”, dicen, “su fin último es el mero saqueo”. El lumpen puede no tener programa, puede no tener partido, no estar formado en una ideología, y eso no quita que tenga una sensibilidad política que coincida con alguna, o un horizonte que lo empuje a la acción, porque tanto esnobismo puede hacernos olvidar que la política no se refugia en los discursos, sino que es inherente a nuestra vida colectiva. El lumpen que selecciona qué, cómo, cuándo y dónde saquear no puede ser tan irracional como nos lo pintan, sus acciones no pueden ser tan onanistas como las expresan quienes no son ellos. El lumpen ha de tener horizonte de un lugar donde vivir, y si no lo tiene, tenemos muy claro en qué momento el Estado abandonó su rol y profundizó la desigualdad, dejando a su suerte a niños y trabajadores durante décadas.

La violencia puede no ser revolucionaria, pero nunca es apolítica, porque hay una razón que produce esquemas en que se legitima en el fuero interno el saqueo a la transnacional: desde la rabia, desde la desconfianza, Reducir esto al nihilismo, como lo hace, por ejemplo, Cristian Warnken, es desconfiar de la capacidad deliberativa de un gran número de ciudadanos, que no tiene por qué tener el discurso elevado que existe en nuestros más profundos deseos del “deber ser como yo ilustrado”, porque lo lamento, teniendo que haber metido las manos en la mierda desde tan temprano no es gratis, y nunca ha sido tomado como un problema serio desde el Estado, más allá de bonos y ayudas momentáneas. El problema del narco, dirán algunos, sí, pero recordemos que antes que un delito, el narcotráfico es un mercado laboral, una forma de pertenencia, de protección y de ascenso con un costo humano altísimo, como nuestro modelo de desarrollo. El narco ha llenado orificios en la soberanía de un Estado, debilitado y reorientado por el neoliberalismo, que se vanagloria de estar para todos y en todas partes.

¿Qué hacer? Habrá que declarar la inutilidad de quienes creen que basta una declaración de paz para que la paz se haga. El verbo no se ha hecho carne en Latinoamérica en más de 500 años y este no será el momento. Habrá que reconocer también las limitaciones intelectuales en este sentido de quienes insistan en condenar las dos violencias mediante un empate que les dé un triunfo moral y no político. Cuando pase el temblor, habrá que pensar que el camino policial y judicial ha demostrado su ineficacia, y que la exclusión, ya que ha sido un subproducto del sistema, no será tampoco lo que solucione algo. Habrá que pensar en formas de restituir la dignidad y la ciudadanía y de fortalecer la deliberación de quienes han estado al margen por décadas, mediante la educación y la protección social por parte de un Estado. Habrá que dejar de apuntar al país de Jauja en que el robo sea la excepción y el objetivo sea su eliminación radical con un aparatoso despliegue de leyes nuevas cada tanto. Si la normalidad es la existencia de delito contra la propiedad, el problema se vuelve se comienza a tornar político.

Por el momento, lo que existe es nuestro villano favorito, el vándalo apedreador, saqueador, el que tiene toda nuestra simpatía porque nos permitimos sentir y decir que alguien tenía que hacerlo. Una de sus partes ha decidido proteger sus barrios de la intervención policial, porque siempre han sabido qué significa eso en sus vidas, porque han sacado la peor parte desde incluso antes que otros partiesen urbanísticamente a Chile en dos. Otros confluyen, con más o menos organización, a cuidar al manifestante pacífico, con una sinergia y empatía pocas veces vista: el encapuchado recibe agua, recibe comida de otro como él y que entiende sus necesidades. Más allá de romantizar el gesto de “mirarnos a los ojos” como hace tanto tiempo no lo hacíamos, hay que pensar que, en ese delito permisible para parte del cuerpo civil, hay un conjunto de ciudadanos que aparecieron con sus códigos a reclamar la calle. Ellos han avisado desde antes y no habían sido escuchados, han cultivado su rabia, y en el marco de ese venidero “nuevo pacto social”, calibrado en una nueva constitución, deben asentarse en la vida política y literaria, para quedarse allí. Ese turbulento aleph de pobladores, funcionarios, barras bravas, “lumpen”, migrantes, estudiantes y hasta corpóreos en que se ha transformado Plaza de la Dignidad, guarda la posibilidad de lo que queremos ser como país, lo que queremos transformar y lo que queremos abandonar, porque en medio de esta vertiginosa politización (proceso que el PNUD ya había comentado en 2015) compartimos un horizonte político.

[1] Washington Cucurto. El rey de la cumbia, Estruendomudo, 2011.

Diego Leiva

Licenciado en Literatura de la Universidad de Chile y estudiante del Magíster en Estudios Latinoamericanos en esta misma casa de estudios.