¿Qué hacer? ¡No tenemos idea!

En este contexto de confusión es cuando aflora todo el reformismo encubierto – algo así como el subconsciente reformista – y las propuestas políticas sin capacidad de realización efectiva. Todo reformismo aspira – nunca explícitamente claro – a que la responsabilidad política recaiga en el movimiento de masas y nunca en la organización política. De este modo, surgen fantasías como la dualidad de poderes, la huelga general revolucionaria, la insurrección de masas y otros delirios de mayor o menor calibre en el plano de las organizaciones más radicales y, no querer dar un paso adelante sin la aprobación de las masas por el lado de los más moderados. En cada una de esas posiciones reside una falencia fundamental: la incomprensión del rol que tiene la organización política en los procesos de transformación.

Por Carlos F. Lincopi Bruch

Imagen / portada primera edición de “¿Qué hacer?”, 1902. Fuente


El partido dirigente del proletariado puede cumplir con aquello para lo que está determinado, solo si se coloca en esta lucha siempre un paso delante de las masas combatientes, para poder señalarles el camino.”

Lukács

A principios del año 1902, Lenin publicaba su famoso libro ¿Qué hacer?. Quince años después de la publicación, luego de muchos debates, polémicas, exilios y una gran cantidad de acontecimientos notables, Lenin en conjunto con los bolcheviques, iniciaban la célebre Revolución Rusa, triunfando, conquistando el poder efectivo y, aún más, dejando una huella imborrable en la historia del siglo XX. En efecto, Lenin sabía qué hacer.

¿Qué tiene que ver todo esto con la situación política del Chile actual? Pues nada y es justamente esa ‘nada’ la que nos ilustra hoy. Lenin sabía qué hacer, nosotros, la izquierda contemporánea, no. Y en este punto, debemos admitir la aporía del momento presente, el movimiento de masas y, junto con ello, la violenta respuesta del Estado burgués ha desbordado completamente los márgenes teóricos y organizativos de la izquierda –tanto aquello que se mueve dentro de los márgenes de la institucionalidad como aquella que cree que no se mueve en esos márgenes–. En efecto, las alianzas políticas comienzan a resquebrajarse, los partidos de la izquierda comienzan a quebrarse poco a poco, las militancias comienzan una desbandada y lo peor de todo es que, de hecho, comienzan a aflorar las ideas absurdas. ¿Y por qué todo esto? Bueno, pues porque algunos militantes – muy inocentes, por cierto – creían que la lucha de clases era solo una metáfora y no una realidad efectiva que en ciertos momentos de la historia aparece con toda su violencia y sin previo aviso.

Me interesa destacar solamente un punto en este breve escrito, a saber, el análisis de la realidad concreta – del estadio efectivo de las correlaciones de fuerza entre las clases en pugna – y, cómo a su vez, la falta de claridad en el análisis de la situación concreta deviene en ideas absurdas acerca del devenir político. Y me interesa sostener lo siguiente: en Chile no hay ninguna revolución en curso ni posibilidades concretas para algo tal en el corto ni en el mediano plazo, principalmente, porque el poder burgués, es decir, la fuerza material efectiva de la burguesía, se encuentra intacta y, por otra parte, porque no existe vanguardia revolucionaria.

En general, lo que podemos ver en este momento particular, es algo más o menos simple, la burguesía, en especial a través de sus representantes, ha perdido la capacidad de dar conducción a la vida cotidiana de las masas en términos de brindar un proyecto político que sea capaz de satisfacer las aspiraciones mínimas de los sectores explotados y oprimidos y, esto ocurre, entre otras cosas, porque nuestra clase dominante piensa que las masas son ‘alienígenas’ que invaden el país. Más allá de bromas, lo que me interesa sostener, es que nuestra burguesía es un tropel de brutos sin conexión con la realidad del país y, por la misma razón, no tienen la capacidad de ser una clase dirigente y son, más bien, clase dominante sin más, es decir, una clase que se sostiene principalmente en el ejercicio de la violencia a través de sus representantes más genuinos, a saber, las policías y las FF.AA.

Sin embargo, no hay que avanzar tan rápido, pues la pérdida de dirección –intelectual y moral– de la burguesía no se traduce inmediatamente en que las masas poseen una dirección revolucionaria – socialista – que orienta su movilización. ¿Y por qué no hay una dirección revolucionaria de la movilización? Muy simple, porque no hay vanguardia revolucionaria y, con ello, no existe, por supuesto, un proyecto político revolucionario, es decir, un programa claro de transformaciones, una estrategia y una táctica adecuada. Comprender este punto me parece de suma importancia: la correlación de fuerzas no es favorable para la izquierda y la iniciativa táctica del momento reside únicamente, aún, en la burguesía y sus representantes más visibles.

Ahora bien, en este contexto, es cuando aflora todo el reformismo encubierto – algo así como el subconsciente reformista – y las propuestas políticas sin capacidad de realización efectiva. Todo reformismo aspira – nunca explícitamente claro – a que la responsabilidad política recaiga en el movimiento de masas y nunca en la organización política. De este modo, surgen fantasías como la dualidad de poderes, la huelga general revolucionaria, la insurrección de masas y otros delirios de mayor o menor calibre en el plano de las organizaciones más radicales y, no querer dar un paso adelante sin la aprobación de las masas por el lado de los más moderados. En cada una de esas posiciones reside una falencia fundamental: la incomprensión del rol que tiene la organización política en los procesos de transformación.

En el caso del reformismo radicalizado el problema fundamental reside en creer, de facto, que la organización política tiene un rol de mera agitación y propaganda, es decir, llamar a la revolución, pero sin organizarla y, por ende, sin comprender los elementos organizativos que se requieren para una salida victoriosa, por supuesto, esta alternativa llevada a su extremo termina únicamente con una masacre sobre las masas y con la completa frustración de los agitadores. Este tipo de posición política se sostiene sobre la ilusión de creer que la masividad de un movimiento es capaz de doblegar a un ejército profesional.

En el caso del reformismo moderado – no moderado en cuanto a su reformismo por supuesto – hay algo así como un temor a no coincidir con el movimiento de masas y, por la misma razón, tiende a ser siempre desbordado por la suma sucesiva de los momentos singulares. El mayor miedo de todo reformista, moderado o radicalizado es no coincidir con la voz de las mayorías.

Debo excusarme si no escribo algo un poco más meditado en este breve texto, pero mi intención fundamental es debilitar las expectativas de una izquierda que, encandilada con el entusiasmo de las masas, piensa o que hay posibilidades de vencer en el corto plazo o que de hecho ya vencimos. No tenemos aún ninguna posibilidad de victoria, solamente tenemos – y esto tiene un gran valor – la posibilidad de nuestra mayor derrota en treinta años de democracia burguesa.

En este pequeño combate que asistimos hoy no se va a avanzar en algo más que un acuerdo para la administración del conflicto – es decir, un acuerdo constituyente – que dejará intacto el poder burgués efectivo y, lo más importante, se mantendrá con completo vigor el proceso de valorización del valor, o sea, la acumulación capitalista. No hay que hacer falsas expectativas del momento, el optimismo atrofia la conciencia de clase, es necesario comprender la derrota porque es el reverso de nuestra completa falta de organización, de proyecto político, de formación de cuadros, pero aún más, es una derrota que se basa en la ausencia de ideas revolucionarias que puedan dotar de contenido el vacío de dirección que tiene hoy el movimiento de masas.

Sin organización revolucionaria real – no caricaturas – jamás sabremos lo que es la alegría de triunfar, no olvidemos nunca la masacre contra el pueblo trabajador durante diecisiete años de dictadura, masacre perpetrada por el poder burgués efectivo que hoy como ayer se encuentra inconmovible. Pero aún peor, sin ideas revolucionarias jamás sabremos lo que es ir más allá de grandes derrotas – acuerdos constituyentes y consensos entre las clases en pugna –, porque no sabremos cuál es la naturaleza del capital y el camino a seguir para su superación. Esos caminos de transformación revolucionaria serán transitables cuando seamos capaces de poner freno a la absurda actitud de intentar transformar el mundo sin interpretarlo. Hoy, hay que aceptarlo, ninguna organización esta a la altura del momento histórico, porque ninguna organización ha sido capaz de interpretar el curso de los acontecimientos. ¿Y mañana? ¿En dos semanas? ¿En un mes? ¿Quién va a declarar el estado de excepción? Y, por supuesto, es ahí donde se mide el éxito o el fracaso de un grupo político, a saber, en la capacidad de declarar el estado de excepción, esto es, en la capacidad de decidir acerca de la vida y la muerte o, incluso, desde una perspectiva revolucionaria, en la capacidad de decidir ‘algo’ acerca de la propia vida.