Tierra Quemada

Los intelectuales de derecha son hoy básicamente provocadores. Por un lado es señal de debilidad, de no hacer bien su negocio: producir legitimidad para el orden que defienden. Por otro es abono para la deriva autoritaria de la derecha política y de los grandes bolsillos. No compensan, más bien azuzan, la explotación política de la criminalización del disenso. Su pulsión: el disenso no es legítimo, es cínico e interesado, no tan distinto de aquello de lo que disiente.

por Francisco Figueroa

Imagen / Eugen Onegin, “Striking setting of the duel scene at the Berlin Opera” (1910). Fuente.


Si supiera hacer memes haría uno del perro fuerte versus el perro débil, contrastando la actitud de la intelectualidad de derecha en Chile entre, pongamos, 1980, y 2020. El primero diciendo cosas como “todo el poder al capital, plomo al que se resista”. El segundo diciendo “ay, me censuran, el debate está muy polarizado, no se puede conversar civilizadamente, dejen de creerse moralmente superiores”.

Luego vendría un giro para decir que el perrito débil es igual de agresivo que el fuerte: su posado victimismo es la expresión impotente de un profundo rechazo al desacuerdo. Pero claro, no tengo la imaginación para ilustrar esto en el género del meme. Ni el estómago para tratar como una humorada el avance del autoritarismo.

La regresión autoritaria ya no es un peligro sino una realidad. Hace rato la izquierda debate sobre su emergencia a partir de la crisis social y de representación. La imaginábamos ocurriendo un poco a la vieja usanza: con brazalete y botas, marchando detrás de un líder, con algo de masa detrás. Pero ya no hay condiciones para eso.

Hace algunos días una periodista osó repetirle una pregunta no respondida al ministro Mañalich. Fue descuerada por el oficialismo y elevada a heroína por la oposición. Antes la periodista Alejandra Matus sugirió con datos que podía existir un número no reportado de muertes por Covid-19. La trataron como si traficara armas, pese a que su investigación terminó siendo cierta. Los ejemplos sobran: disentir es un acto que empieza a ser tratado como traición a la patria.

Usualmente el campo intelectual ablanda las batallas del campo político. Sus dinámicas (de relativización de los absolutos morales, de atención a la evidencia, de mirada larga) pueden limar la aspereza de las luchas por el poder. No es así en esta coyuntura, especialmente en la derecha (del otro lado hay más que nada vacío). Los intelectuales de derecha son hoy básicamente provocadores.

Por un lado es señal de debilidad, de no hacer bien su negocio: producir legitimidad para el orden que defienden. Por otro es abono para la deriva autoritaria de la derecha política y de los grandes bolsillos. No compensan, más bien azuzan, la explotación política de la criminalización del disenso. Su pulsión: el disenso no es legítimo, es cínico e interesado, no tan distinto de aquello de lo que disiente.

¿Tiene la izquierda razones para solazarse por este panorama? Para nada. Si bien la derecha política y económica no está sabiendo reconstruir la legitimidad de este orden, la intelectual se está encargando de que entonces nadie pueda construir legitimidad para nada alternativo. La suya es la política de tierra quemada. “Si no podemos gobernar nosotros, entonces nadie”. De eso quieren ser las víctimas.