Los talibanes de regreso al poder: ¿Cómo entender el caos en Afganistán?

Quienes crean que ante el retorno talibán era necesario que la ocupación se mantuviera -como pareciera ser la consecuencia lógica de buena parte de quienes se sorprenden por el único resultado posible de la aventura imperial de Washington-, están muy equivocados. Quizás el aspecto más dramático de la situación radica en que a pesar de todo, los talibanes se mantienen como una fuerza muy popular entre la empobrecida y violentada población afgana, sobre todo entre los pashtun, que hoy esperan que el nuevo status quo les permita un poco de paz.

por Felipe Ramírez

Imagen / Vereda en Kabul, Afganistán, 1961. Fotografía de Henry S. Bradsher.


Pocos días antes de que se cumplieran 20 años de la invasión iniciada por EE.UU. y sus aliados en este país de Asia Central, los talibanes, el mismo grupo integrista suní que dio refugio durante años a Osama Bin-Laden y a la red Al-Qaeda y que gobernó desde Kabul entre 1996 y 2001, recuperó el poder.

Las imágenes del caos que reinaba en el Aeropuerto Hamid Karzai han hecho casi obligatorias las comparaciones con la liberación de Saigón en 1975, mientras miles de personas buscan desesperadas una forma de escapar de la capital y los países occidentales —sobre todo europeos y norteamericanos— tramitan la salida de sus ciudadanos de la zona. ¿Cómo se llegó a esta situación, cuando 48 horas antes las agencias de inteligencia de EE.UU. aseguraban que los talibanes demorarían semanas o meses en avanzar, y tenían enfrente un ejército de 300 mil soldados?

En este breve texto intentaré aventurar algunas claves para comprender la actual situación y lo que puede suceder en el futuro inmediato.

La caída del gobierno afgano es un fracaso de la política estadounidense

Sin duda uno de los grandes derrotados en toda esta situación es EE.UU., no sólo la actual administración de Joe Biden sino que el conjunto de los gobiernos estadounidenses que iniciaron y mantuvieron la invasión iniciada en 2001. En términos de prestigio, la idea de que Washington continúa siendo la principal potencia mundial sufrió un duro golpe: no sólo la estructura de gobierno levantada durante dos décadas y en la que se invirtió una enorme suma de dinero, se desintegró ante el avance talibán, sino que el colapso fue mucho más rápido de lo pensado.

Pocas semanas después de que el presidente Biden negara ante la prensa el peligro de que la administración afgana colapsara, el Emirato Islámico es una realidad nuevamente, y gran parte de los 300 mil soldados gubernamentales abarrotaron los pasos fronterizos hacia países vecinos para huir, mientras las provincias caían una tras otra casi sin combates. El desastre es sólo comparable, quizás, al avance relámpago del ISIS en Irak hace unos años, cuando las unidades de combate iraquíes se desvanecían en cosa de minutos.

La cantidad de equipo militar moderno que ha caído en manos de los integristas —y también de países vecinos, como Irán que recibió a muchos soldados que huyeron con las armas y el equipo en la mano— es enorme: tanques, humvees, helicópteros de combate, implementos de infantería y un largo etc. ahora repletan los arsenales del Emirato.

Pero aquí hay una derrota más profunda de la política imperial de EE.UU.: la ilusión de que basta el dinero y la fuerza militar para instalar nuevas estructuras políticas y sociales se ha caído a pedazos, consumida por la corrupción que desde el primer minuto destruyó toda legitimidad que el Ejecutivo de Kabul pudo tener ante la población. Tras una larga y desgastante guerra, lo cierto es que la ofensiva final integrista no necesitó una gran fuerza militar, sino que bastó negociar con determinados señores de la guerra, o simplemente esperar a que EE.UU. se retirara para avanzar mientras estos mismos liderazgos locales corruptos —y sostenidos a costa de millones de dólares y amplios beneficios como supuesto “seguro” ante un retorno talibán— huían con sus seguidores hacia el extranjero.

Que la mayoría de la población afgana no saliera a resistir el avance de los talibanes, y que no existiera ningún liderazgo político local que se levantara en un esfuerzo final para salvar la República Islámica da cuenta de lo débil que era el Estado, y de lo carcomido que se encontraba el régimen neocolonial. El presidente Ashraf Ghani huyó a Tayikistán, país que no lo recibió, señores de la guerra como Rashid Dostum —formado por la KGB y comandante militar durante el gobierno comunista, luego aliado de los muyahidínes tras la retirada soviética, líder militar en la Alianza del Norte contra los talibanes y finalmente vicepresidente del país— evadieron todo combate, y cientos de aliados de EE.UU. —traductores, agentes, informantes, policías, funcionarios, militares— quedaron abandonados a su suerte, desorientados y en pánico, tal como sucedió en 1975 con miles de survietnamitas dejados atrás por Washington.

 

El triunfo talibán no es un retorno a 2001

Aunque muchos tienen justificado temor ante el retorno integrista al poder en el país, lo cierto es que los talibanes del 2021 son muy diferentes a los que controlaban el país dos décadas atrás. Si antes vivían a la sombra de Al-Qaeda y Osama Bin-Laden, hoy retornan con fuerza y como un actor político con peso propio gracias a su triunfo.

Si bien su agenda integrista se mantiene, están intentando enviar señales externas de que hay cosas que han cambiado, en cierta forma poniéndose “a tono” con las circunstancias actuales: su vocero Suhail Shaheen afirmó a la BBC que permitirán que las mujeres puedan educarse, trabajar y usar la hijab en vez del burka, en la línea con los intentos de regímenes ideológicamente cercanos como la monarquía saudí, que ha buscado integrar poco a poco a las mujeres a su sociedad, y han permitido algunas manifestaciones de mujeres en varias ciudades. El tono del discurso pareciera ser altamente nacionalista, y no solamente islamista.

A esto se agrega que el fuerte respaldo pakistaní se suma a un acercamiento diplomático a la República Popular China, con quienes han tenido reuniones de alto nivel en los últimos meses. Quebrar el aislamiento internacional y asegurar socios para la reconstrucción del país puede ser una prioridad para el nuevo gobierno, lo que toma más sentido aún si se piensa que Pakistán es un activo integrante del proyecto “La Franja y la Ruta”.

Que los talibanes no hayan asaltado el aeropuerto de Kabul demuestra también una cierta voluntad de evitar aumentar el conflicto, permitiendo que al menos los ciudadanos de países occidentales puedan abandonar el país sin mayores dificultades o riesgos.

Por otro lado, resulta importante destacar que, si en 2001 los talibanes eran la personificación del radicalismo islámico, hoy aparecen como un actor más bien moderado en comparación con organizaciones como +ISIS, la miríada de extremistas islámicos apoyados directa o indirectamente por Occidente y los países del Golfo en Siria, y Boko-Haram en Nigeria, por mencionar sólo algunos. De hecho, los mismos talibanes han combatido a la “sección” local del “Estado Islámico” en Afganistán en los últimos meses y ejecutaron a Abu Umar Khorasani, antiguo líder de la provincia Khorasan del ISIS. Incluso permitieron que los hazara -minoría local chií- celebraran ashura sin incidentes mayores, algo impensado antes de la invasión.

Los talibanes no son lo mismo que Al-Qaeda ni que los muyahidínes

Aunque mucha gente puede que los confunda, estos tres conceptos aluden a cosas diferentes, y la distinción es importante.Los “muyahidínes” eran los grupos guerrilleros rurales que se opusieron sistemáticamente a las agendas “modernizadoras” en el país, primero contra la dictadura de Daoud Khan pero sobre todo contra el gobierno socialista iniciado en 1978 tras la “revolución de Saur”, representando a los sectores más conservadores y rurales de la población, así como a los líderes feudales, religiosos y latifundistas que vieron sus intereses amenazados. Su agenda ideológica era anticomunista e islamista, y rápidamente tuvieron un fuerte apoyo de EE.UU. y de Pakistán.

A lo largo de los años, sin embargo, entre sus filas se incluyeron facciones derrotadas en la lucha interna al interior del partido comunista local (el PDPA), y las diferentes milicias evolucionaron hasta conformarse como “señores de la guerra” con mayor o menor poder dependiendo de las regiones y las lealtades tribales.

Los talibanes, por otro lado, son una organización que no participó en la lucha contra los soviéticos, sino que emergió en el contexto de la guerra civil que siguió a la caída del gobierno de Mohammad Najibullah en 1992, y que terminó cuando tomaron Kabul en 1996. Fue formado por estudiantes de madrasas radicales del país, fundamentalmente de etnia pashtun, en una reacción contra los señores de la guerra que se repartían el país en una dura guerra interna.

Su triunfo fue rápido: en dos años tomaron Kandahar de manera sorpresiva, y al poco tiempo controlaban varias provincias completas, ganando amplio apoyo por un discurso severo contra la corrupción y los abusos que sufría la población rural, y en 1996 tomaron Kabul e instauraron el Emirato Islámico de Afganistán, disfrutando el control de cerca del 90% del territorio, mientras en la zona de Panjshir resistía la “Alianza del Norte”, conformada por distintos grupos muyahidínes sobre todo tayikos aunque luego se incorporaron uzbekos, hazaras e incluso algunos pashtunes.

Si bien no hay evidencia de que recibieran ni entrenamiento ni armas por parte de Estados Unidos, sus lazos con Pakistán —aliado de la OTAN en la lucha anticomunista—están demostrados, y también se benefició de muchos grupos muyahidínes que sí recibieron apoyo durante los años 80 y que posteriormente se aliaron o unieron a los talibanes.

Finalmente, Al-Qaeda no es una organización ni un partido, es más bien una red global de organizaciones terroristas locales orientadas ideológicamente por el liderazgo central y fundada en 1988 —cuando la guerra contra los soviéticos en Afganistán entraba en su última fase— por el millonario saudí Osama Bin-Laden y otros líderes muyahidínes. Su orientación política es el jihadismo suní, y se ha denunciado que es respaldado financieramente por nacionales saudíes y qataríes, así como por Pakistán.

Bin-Laden aprovechó la llegada de miles de voluntarios árabes a Afganistán para combatir contra los soviéticos para aunar voluntades y lanzar una jihad global que permitiera establecer un Califato bajo la ideología wahabista. El despliegue de tropas occidentales en las cercanías de los lugares santos del Islam en la Península Arábiga durante la Guerra del Golfo sirvió de excusa para atizar el sentimiento anti-norteamericano de la mano de un discurso islamista, encontrando refugio en el Afganistán de los talibanes desde 1996, y aunque protegían sus campos de entrenamiento y su infraestructura, no es posible decir que actuaran en conjunto.

El sucesivo asesinato de sus líderes tras el inicio de la “Guerra contra el terrorismo” debido a los atentados del 11 de septiembre de 2001, la invasión de Afganistán y el surgimiento de grupos más radicales como ISIS han dejado a la red en una posición de debilidad relativa, aunque durante estos años ha continuado realizando ataques terroristas.

El gobierno del PDPA no era el paraíso en Afganistán

Estos días muchos han salido a recordar la República Democrática de Afganistán, que se instaló en el país entre 1978 y 1992, en contraste tanto al integrismo talibán como a la ocupación estadounidense, y si bien los logros sociales del gobierno socialista fueron innegables en materia de combate a la pobreza, el analfabetismo y por los derechos de las mujeres, la historia nos dice que hay mucho que cuestionar y criticar de esa experiencia.

La República se instaló tras la “revolución de Saur”, un Golpe de Estado militar realizado en contra del dictador Daoud Khan, que había derrocado al rey —su primo— en 1973, y que había sido aliado de la Unión Soviética. Este levantamiento fue protagonizado por uniformados afiliados al PDPA, en ese entonces un partido relativamente pequeño, aunque en franco crecimiento —entre 10 y 18 mil militantes— y con una afiliación concentrada sobre todo en las Fuerzas Armadas, estudiantes y en la incipiente clase media urbana, aunque con cierta llegada limitada entre población pobre proveniente del campo.

A la sazón el PDPA se encontraba dividido desde hace varios años en dos facciones enfrentadas: una más radical (Khalq, militantes en general menos educados, de origen rural sobre todo en la baja clase media o pequeños campesinos pobres, y mayoritariamente pashtunes) y una más moderada (Parcham, con una militancia más educada, urbana, con menor identidad tribal y de origen tayiko, hazara, uzbekos y una minoría pashtun, ligado muchas veces a la élite más acomodada).

Al caótico Golpe de Estado —iniciado tras el arresto del liderazgo de ambas facciones del partido— le siguió la ejecución de Daoud y el establecimiento de un nuevo gobierno conjunto del PDPA pero con predomino de la facción más radical que impulsó una agenda que incluyó una reforma agraria y la defensa de los derechos de la mujer —eliminando el pago de un “precio” por la novia antes del matrimonio, entre otras medidas. Al ser un movimiento fundamentalmente urbano, el putsch fue inicialmente sólo en Kabul, el apoyo rural a la revolución fue muy minoritario, lo que sumado a que la reforma agraria era imposible de implementar en la mayoría del país ya que el Estado prácticamente no existía y el poder de los señores feudales y terratenientes no tenía contrapeso, los antagonistas del proyecto socialista fueron muchos.

A la reacción violenta de los poderes locales contra el Estado comunista y una incipiente rebelión armada impulsada por los líderes religiosos rurales ante lo que juzgaban el avance de una ideología atea que amenazaba al islam, se sumó un sangriento enfrentamiento interno que desbarató las fuerzas del PDPA. Al derrocamiento y ejecución del presidente Taraki por su primer ministro, Hafizullah Amín, ambos de la facción Khalq, le siguió una purga de funcionarios, dirigentes y militares parchamis, generándose una crisis que debilitó el esfuerzo político y militar del gobierno y llevando a los soviéticos, que ya tenían miles de asesores apoyando al gobierno, a intervenir.

Así, a fines de 1978 comandos Spetsnaz tomaron el Palacio Tajbeg, asesinaron a Amín, e instalaron a dirigentes de la facción Parcham en el poder, en un intento por desbloquear un acuerdo con diferentes grupos muyahidínes, que a esas alturas dominaban amplios sectores del campo afgano.

Durante los nueve años siguientes los tanques y helicópteros soviéticos buscaron mantener vivo el intento por desarrollar una revolución socialista desde arriba, pero sin el apoyo activo de la población del país, en particular las amplias masas campesinas pobres y explotadas. La brutal guerra que continuó incluyó la huida de comandantes militares del ejército comunista de ambas facciones hacia los muyahidínes a medida que sus líderes eran derrotados en las luchas internas del partido, hasta que tras la retirada rusa y con un partido quebrado por tensiones ideológicas pero también étnicas y lingüísticas, el gobierno colapsó en 1992, siendo reemplazado por la República Islámica de Afganistán.

Actualmente es poco lo que queda del gobierno socialista: los pocos líderes que quedaban con influencia se habían transformado en señores de la guerra regionales que participaban de la corrupción estructural del Estado colonial afgano, y las distintas facciones herederas del PDPA, aún divididas por el recuerdo de los enfrentamientos fratricidas de las décadas pasadas, han sido incapaces de ser actores relevantes en la escena política.

La gran víctima es el pueblo afgano

Lamentablemente, el saldo final de esta aventura neo-imperial no sólo está en la pérdida de millones de dólares invertidos en el país, o en el material entregado al gobierno afgano, sino sobre todo en las miles de vidas de afganos y afganas inocentes que se han perdido en la guerra por la soberbia occidental.

Hay que recordar que en el momento de la invasión EE.UU. no contaba con ningún plan para el país tras la derrota de los talibanes: Donald Rumsfeld quería abandonar la zona lo antes posible y de hecho no pretendían ni siquiera entrenar un nuevo ejército afgano, se negaron a negociar con los comandantes talibanes que buscaban rendirse y explorar la posibilidad de integrarse en el nuevo sistema, obligándolos a continuar combatiendo, y terminaron alimentando un Estado que desde un inicio se sostuvo en la corrupción y la violencia.

En este sentido, si bien es cierto que el retorno de los talibanes al poder representa una amenaza para las minorías, las mujeres y las disidencias y diversidades sexuales en el país, el derrotado régimen neocolonial nunca fue una alternativa que le entregara a estos mismos actores colectivos o al conjunto de los pueblos de Afganistán una paz duradera, ni siquiera una estabilidad básica.

Estos 20 años de guerra fueron sólo una continuación del conflicto que anteriormente se dio entre grupos de muyahidínes y señores de la guerra en los 90, o entre facciones armadas —islamistas, conservadoras— y el gobierno comunista en los 80, y entre las mismas facciones del Partido Democrático Popular de Afganistán (PDPA) en los 70. Los combates se mantuvieron permanentemente, con mayor o menor intensidad devastando las zonas rurales del país, y si bien EE.UU. y sus aliados continuaron su lucha en contra de Al-Qaeda, los talibanes siempre contaron con una retaguardia segura en Pakistán, donde existe un partido hermano, en el cual la etnia pashtun cuenta con amplia presencia y en que la inteligencia militar los apoyó activamente.

Quienes crean que ante el retorno talibán era necesario que la ocupación se mantuviera —como pareciera ser la consecuencia lógica de buena parte de quienes se sorprenden por el único resultado posible de la aventura imperial de Washington—, están muy equivocados. Quizás el aspecto más dramático de la situación radica en que a pesar de todo, los talibanes se mantienen como una fuerza muy popular entre la empobrecida y violentada población afgana, sobre todo entre los pashtun, que hoy esperan que el nuevo status quo les permita un poco de paz.

Tal como hace años atrás, cuando Kabul cayó por primera vez, la única resistencia oficial que se mantiene está en Panjshir, aunque el poder de los señores de la guerra y los líderes militares que dieron vida a la Alianza del Norte hoy se encuentra mucho más debilitado.

Queda pendiente un balance por parte de quienes hoy se levantan como herederos del PDPA de la experiencia de gobierno que encabezaron, y muchas dudas con respecto a lo que se puede hacer a nivel internacional para apoyar a quienes hoy sufren la doble opresión del integrismo y del imperialismo norteamericano, además de ayudar a quienes optan por el exilio.

Y si bien existen exhortos como el realizado hace poco tiempo por el Partido Solidario de Afganistán, que integra la Internacional Progresista, para impulsar una rebelión popular, es posible albergar fuertes dudas con respecto a la capacidad real que ese tipo de organizaciones puedan tener para impulsar procesos de cambio en el país sin una intervención extranjera. De la información que es posible acceder, el único partido que pareciera tener cierta presencia armada en Afganistán es el muy minoritario Shola Jawid, una organización maoísta que intenta desde hace años emular a la guerrilla nepalesa, aunque sufre de la misma afición a dividirse que otros partidos. Mientras tanto, la población afgana se enfrenta a la misma disyuntiva de siempre: el caos, o la opresión.

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Activista sindical, militante de Convergencia Social, e integrante del Comité Editorial de Revista ROSA. Periodista especialista en temas internacionales, y miembro del Grupo de Estudio sobre Seguridad, Defensa y RR.II. (GESDRI).