El sombrero en la sombra

Esta no es una victoria de la democracia. Es el resultado final de dos maneras autoritarias, corruptas y absurdas de manejar el país. Por parte de Castillo, su incapacidad de ejercer un liderazgo articulado con fuerzas democráticas de centro, tentado por un lado por un partido, PL, cuyos vínculos con la corrupción son evidentes, y que pugnaba por imponer un proyecto desfasado en el tiempo: xenofóbico, socialmente conservador y sin el consenso debido. Por otro lado, un Congreso dominado por intereses absolutamente personalistas, engarzado con redes de corrupción, extremadamente conservador y que decidió vacar al presidente desde el primer día de su mandato.

por Jesús A. Cosamalón Aguilar

Imagen / Marcha Disolución del Congreso de la República del Perú, 30 de septiembre 2019, Lima, Perú. Fotografía de Txolo.


Bordeando el mediodía del miércoles 7 de diciembre un dubitativo y tembloroso presidente Pedro Castillo anunció el cierre del Congreso de la República, la creación de un gobierno de emergencia y el llamado a una asamblea constituyente. Al no contar con el apoyo de sus propios ministros, las fuerzas armadas y policiales, ni lograr movilizar a la opinión pública a su favor, la intentona –pálido émulo del autogolpe de Alberto Fujimori en 1992– acabó en un par de horas después con su detención antes de llegar a la Embajada de México para solicitar asilo. Este es, por ahora, el final de uno de los tantos capítulos de inestabilidad política peruana. Me temo, sin embargo, que no será el último.

¿Qué factores propiciaron este desenlace a menos de año y medio de su consagración como presidente de la república? ¿Qué tan responsables son el Congreso y el ahora expresidente de esta crisis política? Para contestar estas preguntas es necesario establecer algunos factores estructurales que atraviesan los últimos años de la política peruana para caracterizar los elementos coyunturales que precipitaron su caída.

La elección de Castillo despertó simpatías en un buen sector del electorado, al igual que en algunos gobiernos progresistas de América Latina como antipatías en otros, por sus características sociales y políticas. Un presidente de origen campesino, quien siempre se presentó con un simbólico sombrero, maestro rural, originario de una pequeña ciudad en la sierra norte del Perú (Chota, Cajamarca), dirigente magisterial con un discurso de reivindicación de las mayorías indígenas, mestizas y pobres del interior en contra del centralismo limeño, logró captar el interés de millones de votantes quienes lo identificaron como el presidente capaz de disminuir las brechas entre la capital y el resto del Perú.

Su candidatura, como la de su vicepresidenta, Dina Boluarte, fue posible por invitación del Partido Perú Libre (PL), fundado por Vladimir Cerrón, un médico de izquierda, expresidente regional de Junín y sobre quien pesan acusaciones de corrupción. Si bien PL se define como socialista, su ideología política plantea medidas de intervención estatal en la economía que se combinan con declaraciones xenofóbicas, rechazo de las políticas educativas de equidad de género y otras medidas consensualmente progresistas. Además, PL nunca fue capaz de plantear con claridad una propuesta económica viable más allá de declaraciones ambiguas y contradictorias de sus miembros. Esta realidad es uno de los factores estructurales que vale la pena señalar: la ausencia de partidos y de bases organizadas en función de planteamientos políticos que sobrepasen el caudillismo.

Si bien PL posee bases y cierto arraigo especialmente en provincias, durante los escasos meses de gobierno mostró una clamorosa ausencia de cuadros técnicos y profesionales capaces de manejar la administración pública. Esta deficiencia se expresó en uno de los factores coyunturales que minó la legitimidad de la presidencia de Castillo: otorgar cargos públicos como pago de las lealtades políticas. Si bien esta es una práctica usual y lamentable, el añadido negativo es que este reparto no estaba orientado por un proyecto político específico, como suele ocurrir en otras latitudes, sino por el simple objetivo de acceder a los beneficios económicos y negociados que permiten estos puestos. Con respecto a Castillo la prensa ha mostrado, aunque exageradamente en muchos casos, que existen indicios de la forma en que se han repartido algunos cargos públicos, tal como se muestra en el Ministerio de Transportes y Comunicaciones.

Esta corrupción que puede ser denominada de “bajo nivel”, si se compara con los conocidos escándalos de Odebrecht y otros similares, contribuyó negativamente con la imagen del ejecutivo tanto como mostraba la debilidad de PL para conseguir funcionarios que no puedan ser razonablemente cuestionados profesional o éticamente. Este factor se notó apenas Castillo fue elegido, su extremada lentitud –un rasgo muy presente en su gobierno– para conseguir ministros y el enfrentamiento con PL por su equipo ministerial fueron, desde el inicio, más que visibles. Su primer gabinete demoró horas en juramentar por discrepancias internas, producto de la presión de PL por controlar ministerios clave.

Castillo decidió nombrar como ministros a políticos y técnicos provenientes de la izquierda moderada, percibida por miembros del partido y Cerrón como aburguesada, limeña y clase mediera, supuestamente desinteresada por el bienestar de las mayorías, de allí que diversos sectores de la derecha e incluso un sector de la izquierda como PL la consideran “caviar”. Esta distancia entre Castillo y PL, partido del que fue invitado, se fue agravando por las decisiones que se tomaban desde el ejecutivo, sin el aval o consulta con PL, las cuales llevaron finalmente a la expulsión del partido de la vicepresidenta Boluarte en enero del 2022 y la renuncia de Castillo a PL en julio de este mismo año. Luego, el expresidente decidió alejarse de los sectores moderados de la izquierda peruana, los convocó para cargos ministeriales al inicio de su gestión, pero pronto rompió con ellos a pesar de contar con una capacidad de convocatoria y de gestión mayor a quienes los reemplazaron. Así, Castillo mostró una de sus características: la tendencia a romper su sostén a cambio de nada. Se alejó de las posibilidades de apoyo de grupos progresistas, pero no radicales, pero sin consolidar el apoyo de PL, con el cual también rompió. Por último, el expresidente no fue suficientemente consciente de que su elección, la cual ganó por cerca de solo 44 mil votos de diferencia, lo obligaba a establecer alianzas con otras fuerzas con el objeto de consolidar su posición y lograr aplicar algunas de las reformas que el país necesita.

Un segundo factor estructural que se expresa en esta coyuntura es el centralismo y racismo presentes en la sociedad peruana. Este factor se evidenció desde el instante en que se conoció su pase a la segunda vuelta teniendo como rival a Keiko Fujimori. Es evidente que, en la prensa y en diversos sectores de la sociedad peruana, la candidatura de Castillo era intolerable no solo por la supuesta radicalidad de su proyecto y partido, acusados – como en otros lugares de América Latina – de intentar llevar adelante un modelo chavista y comunista. Un factor presente fue el rechazo a un candidato que se comunicaba en un castellano de provincia, con un sombrero de campesino y que, a pesar de ser un maestro, ofrecía declaraciones ambiguas, contradictorias y, muchas veces, con evidentes errores políticos. En el rechazo a su candidatura y su posterior elección presidencial no solo se cuestionó su legitimidad con denuncias de fraude que no pudieron ser documentadas, sino que se mezclaron adjetivos calificativos que hacían alusión a su origen provinciano y limitaciones culturales. En países como el Perú, con una dolorosa tradición colonial, es difícil separar los insultos de origen étnico de otro tipo de calificativos, al punto de que la opinión pública a veces no detecta esa relación. Por ejemplo, el representarlo como “burro” o “sucio”, no son calificativos carentes de significación racista. Además, las voces y plumas que atacaban al entonces presidente de esta manera eran fundamentalmente limeñas y representantes de las clases altas, percibidas y auto-representadas como blancas.

En este punto la decisión de Castillo de convocar a ministros emparentados con el quechua, aymara o lenguas amazónicas, quienes las utilizaron para comunicarse incluso en el Congreso, causó dos cosas simultáneas: el rechazo de los sectores conservadores y la sensación de que el racismo y clasismo de esos sectores demostraba su lejanía de las mayorías nacionales. Por esta razón, fuera de la capital no disminuyó tanto el apoyo al expresidente, mientras que, en Lima, más bien, la oposición se incrementó y radicalizó. El aspecto coyuntural de este factor es que Castillo nunca logró que estos ministros y ministras logren capear la marea de críticas, muchas de ellas infundadas, pero otras fueron el resultado de la propia incapacidad de los funcionarios quienes, además, duraban algunos días en el cargo. De este modo se generó la sensación de que el gobierno era incapaz de administrar el país, el expresidente estaba mucho más preocupado en buscar nuevos candidatos ministeriales que en plantear políticas de estado. También hay que considerar que Castillo se mostró dubitativo y cada vez más lejano de apoyar las políticas que había prometido mientras era candidato, por el contrario, avaló medidas económicas continuistas y conservadoras en materia educativa y social.

Este último aspecto revela un factor interesante de la crisis. De todos los ministerios, uno de los más estables es el de economía y finanzas, el que “solo” ha contado con tres titulares y, lo más importante, ninguno de ellos cambió sustancialmente la orientación general de la economía. La estabilidad de la política económica, representada por la continuidad del presidente del Banco Central de Reserva, Julio Velarde (desde el 2006), tiene como resultado de que la macroeconomía del país sea una de las más estables de la región. Si bien la crisis económica mundial ha afectado al país, estamos lejos de vivir una crisis económica severa. De hecho, en los últimos acontecimientos, los gremios empresariales no han sido decisivos en la coyuntura, al menos visiblemente. Es principalmente una crisis política.

Si bien Castillo cometió errores, ahondando la imagen de incapacidad que se le atribuía antes de su consagración como presidente, no es el único responsable de esta crisis. El Congreso, dominado por fuerzas opositoras de centro y principalmente de derecha, decidió desde el primer día de su instalación vacar al presidente, mostrando una evidente actitud antidemocrática. Las razones son varias. Una de ellas fue la reacción de los principales líderes políticos que consideraban ilegal su elección, entre ellos, Keiko Fujimori, quienes aprovecharon cualquier posibilidad para acusar a PC de incapacidad moral para vacarlo. Aquí confluyen diversos factores. Una discutible definición de lo que es incapacidad moral en la Constitución y, por otro lado, los indicios de corrupción del gobierno, facilitaron el objetivo de un grupo importante de congresistas. Las acusaciones al entorno presidencial, colaboradores y familiares, algunos de ellos no habidos, trajeron como consecuencia las sospechas de que Castillo y sus allegados encabezaban una red de corrupción. La última de estas acusaciones iba a ser discutida el miércoles 7 en un tercer intento de vacancia, anticipada por comprometedoras declaraciones del ex jefe de la DINI (Dirección Nacional de Inteligencia), quien señaló directamente al sobrino de Castillo como una de las cabezas de la corrupción en el Ejecutivo.

A pesar de todos estos factores, el Congreso se mostró incapaz de conseguir la mayoría constitucional para vacar al presidente. Y es que tampoco se caracterizan por ser incuestionables defensores de la patria. Muchos de los congresistas tenían el temor de que una eventual vacancia presidencial y la censura de la vicepresidenta Boluarte lleven a una nueva elección general que los removiese de sus curules debido al impedimento de reelección congresal. Por otro lado, algunos sectores de la oposición coincidían parcialmente con políticas del ejecutivo, especialmente las referidas a la remoción del enfoque de género en la educación pública. Además, los lazos con la corrupción de muchos congresistas y la necesidad de mantener su acceso al poder para negociar obras públicas y otras prebendas fueron motivos suficientes como para no apoyar con su voto una moción de vacancia. Por último, la derecha se encuentra dividida, compitiendo entre sí con liderazgos que no son capaces de organizarse de forma consensuada, salvo coyunturas muy específicas.

Así, en estos últimos días la crisis llegó a sus horas finales, Castillo enfrentado a la posibilidad de una vacancia, aunque no había claridad acerca de que se podían lograr los 87 votos, decidió cerrar el Congreso y así quebrantar el orden constitucional. De acuerdo con diferentes fuentes, consideró inevitable la vacancia y un posible juicio político, a pesar del consejo de sus asesores legales, quienes no eran tan pesimistas. Enfrentado a un posible golpe desde el Congreso, atacado constantemente por los medios de comunicación dominantes y sectores de derecha especialmente limeños, fue aparentemente convencido de que el cierre del Congreso podía ser apoyado por un sector de las fuerzas armadas y la movilización popular. Aquí, a falta de mayores elementos, es incomprensible que haya creído en la existencia de ese apoyo. Las Fuerzas Armadas, especialmente la Marina de Guerra, no vieron con agrado su elección por la vinculación marxista-leninista de PL y las denuncias de su supuesta relación con Sendero Luminoso, ninguna de ellas demostradas judicialmente. Además, los problemas con los nombramientos de oficiales de alta graduación ahondaron las brechas entre el Ejecutivo y las Fuerzas Armadas, caracterizadas por su conservadurismo. Desde esta perspectiva, era muy poco probable que la oficialidad se uniera a una intentona golpista tan improvisada.

Si bien Castillo había mejorado su aprobación en las últimas semanas, por encima del Congreso, su capacidad de movilizar apoyo ciudadano era muy escasa por su ruptura con el PL, su endeble conexión con la población limeña y la oposición casi absoluta de la prensa. Además, en los pocos meses de gobierno, mostró una escasa capacidad de liderazgo, reflejado en el mensaje que leyó el mediodía del miércoles, sosteniendo temblorosamente la hoja de papel que leía con voz dubitativa.

Por algunas horas se mantuvo la incertidumbre, pero paulatinamente la decisión del expresidente sirvió para dejarlo cada vez más solo. Renuncias de ministros, asesores e incluso el rechazo de su propia vicepresidenta, Dina Boluarte, llevaron a Castillo y su familia a una desesperada huida aparentemente rumbo a la Embajada de México con el objeto de solicitar asilo. Mientras tanto, el Congreso no perdió la oportunidad de lograr su objetivo inicial: vacar al presidente. Con el anuncio del presidente al mediodía, los congresistas podían vacar al presidente sin el riesgo de ser considerados golpistas y presentarse como defensores de una democracia que comenzaron a minar desde el primer día de su mandato. Así, con 101 votos se declaró la vacancia presidencial y se nombró a Dina Boluarte como nueva presidenta, la primera mujer en asumir de manera democrática y legal la presidencia del Perú.

Esta no es una victoria de la democracia. Es el resultado final de dos maneras autoritarias, corruptas y absurdas de manejar el país. Por parte de Castillo, su incapacidad de ejercer un liderazgo articulado con fuerzas democráticas de centro, tentado por un lado por un partido, PL, cuyos vínculos con la corrupción son evidentes, y que pugnaba por imponer un proyecto desfasado en el tiempo: xenofóbico, socialmente conservador y sin el consenso debido. Por otro lado, un Congreso dominado por intereses absolutamente personalistas, engarzado con redes de corrupción, extremadamente conservador y que decidió vacar al presidente desde el primer día de su mandato.

 

¿Qué viene en los siguientes días?

En primer lugar, no sabemos si es posible que el apoyo popular a Castillo revierta en algo la situación. La presidenta anunció que su mandato duraría hasta el 2026 y solicitó una tregua a las fuerzas políticas representadas en el Congreso. Los seguidores de Castillo tienen dos consignas: la liberación del expresidente, en este momento detenido preliminarmente, y la convocatoria a elecciones generales. Por ahora no hay claridad con respecto a la movilización popular, especialmente desde las provincias y su capacidad de lograr estos objetivos.

En segundo lugar, en las primeras horas de gobierno de Boluarte la tregua política parece ser una concesión protocolar, es probable que los congresistas retomen su conducta hostil porque el objetivo de la mayoría no era solo acabar con el mandato de Castillo, sino retomar paulatinamente el control del Ejecutivo. Hay muchos sectores de la opinión pública y políticos que simplemente no consideran tolerable un gobierno que siquiera se nombre de izquierda, mucho menos plantee reformas de un sistema económico que se considera santificado, a pesar de sus efectos negativos en la distribución de ingresos. Lo mismo se puede decir de la Constitución de 1993, considerada por algunos como intocable.

Finalmente, la solución a este autogolpe, si bien se produjo por medio de la Constitución, fue posible por la actitud de las Fuerzas Armadas de desconocer la orden de Castillo. Si estas hubiesen estado de acuerdo con el Ejecutivo, como en el año 1992, el desenlace probablemente sería otro. No se trató de una actitud de respeto a las instituciones democráticas, parece más el desenlace de un desconocimiento de la autoridad presidencial que se comenzó a resquebrajar mucho antes. Las FF.AA. determinaron que la mejor manera de intervenir era no intervenir.

Un segundo aspecto es que la débil institucionalidad peruana no ha mejorado debido a que el Congreso ha legitimado su objetivo de vacar al presidente. Con la colaboración de los medios de comunicación y de diversos sectores de la opinión pública, se muestran como los defensores de la patria y de la democracia, pretenden olvidar los intentos reiterados de muchos de sus integrantes de desconocer y deslegitimar el gobierno de Castillo. Miembros importantes del Congreso insistieron por semanas, sino meses, en la tesis de unas elecciones fraudulentas que, de acuerdo con los organismos de control internacionales, se realizaron con normalidad. Presentarse hoy como los defensores de un sistema que no respetan, salvo cuando está a su favor, es una farsa que revela el lado tragicómico de la política peruana.

Jesús Cosamalón Aguilar

Historiador, especialista en historia social de la ciudad de Lima colonial y republicana, académico de la PUCP.