Tolerancia represiva (1965)

ROSA publica esta traducción de Rafaela Apel y Rodrigo Córdova, desde el inglés, del texto de Herbert Marcuse. Para los autores, una nueva traducción se hacía necesaria, pues en internet solo se encuentran unas pocas versiones en castellano, aparentemente hechas ‘a la rápida’, en las que muchas palabras estaban traducidas literalmente y otras tantas veces del todo erróneamente, por un falso equivalente o incluso por otras palabras con un significado diametralmente opuesto, cuestión que distorsionaba demasiado el contenido y dificultaba mucho la lectura. Esperamos haber hecho un mejor trabajo.

por Herbert Marcuse (traducción de Rafaela Apel y Rodrigo Córdova)

Imagen / Hebert Marcuse en Newton, Massachusetts 1955. Fuente: Wikipedia.


El auge de las ultraderechas a nivel mundial ya es incuestionable. Lamentablemente ya no se trata de un análisis posible que tenga que ser discutido, sino que es un hecho. Los ejemplos son variados: Trump, Le Pen, Bolsonaro, Salvini, Kaczynski, etc. Las ultraderechas han accedido a puestos de representación institucional, legitimándose cada vez más como una opción política viable y aceptada. Ante esta realidad, nos encontramos con la necesidad de hacer frente a estas tendencias regresivas y su normalización mediática y de defender a los movimientos feministas, las minorías y los migrantes. ¿Qué pasa si por un lado se adhiere a la idea de libertad de expresión irrestricta, y por otro el abuso que hacen esos grupos al escudarse en la misma se hace cada vez más evidente? La derecha utiliza a su favor los mecanismos promovidos de manera acrítica por un liberalismo pasivo e indulgente que presume de principios morales abstractos sin asumir las consecuencias sociales de la descontextualización a-histórica de los contenidos progresistas que defiende. En el siguiente texto, Marcuse explica entre otras cosas cómo la aceptación liberal de los movimientos regresivos resulta en una (la) derechización general.

Tradujimos este texto porque nos parece importante que este esté disponible en castellano para la mayor cantidad de gente posible, pero en internet solo encontramos unas pocas traducciones aparentemente hechas a la rápida, en las que muchas palabras estaban traducidas literalmente y muchas veces del todo erróneamente, por un falso equivalente o incluso por otras palabras con un significado diametralmente opuesto, cuestión que distorsionaba demasiado el contenido y dificultaba mucho la lectura. Esperamos haber hecho un mejor trabajo.

Rafaela Apel y Rodrigo Córdova


 

 

En este ensayo se examina la idea de tolerancia en nuestra sociedad industrial avanzada. La conclusión obtenida es que la realización del objetivo de la tolerancia demandaría intolerancia hacia orientaciones políticas, actitudes y opiniones predominantes y, en cambio, la extensión de la tolerancia a orientaciones políticas, actitudes y opiniones que son puestas fuera de la ley o son reprimidas. En otras palabras, la tolerancia resurge hoy como lo que fue en su origen, a comienzos de la época moderna —un objetivo parcial, una noción y práctica subversivas y liberadoras. A la inversa, lo que se proclama y practica hoy como tolerancia está, en muchas de sus más efectivas manifestaciones, sirviendo la causa de la opresión.

El autor tiene plena conciencia de que actualmente no existe poder, autoridad ni gobierno que quiera llevar la tolerancia  liberadora a la práctica, pero cree que es tarea y deber del intelectual recordar y preservar las posibilidades históricas que parecen haberse convertido en posibilidades utópicas —que es su tarea frenar la estabilidad de la opresión a fin de abrir el espacio mental en el que sea posible reconocer esta sociedad como lo que es y hace.

La tolerancia es un fin en sí mismo. La eliminación de la violencia y la reducción de la represión a la medida necesaria para la protección del hombre y los animales frente a la crueldad y la agresión, son condiciones previas para la creación de una sociedad más humana. Una sociedad tal todavía no existe; el progreso hacia ella está quizá hoy más que nunca contenido por la violencia y la represión a escala global. Como disuasorios contra la guerra nuclear, como acción policial contra la subversión, como asistencia técnica en la lucha contra el imperialismo y el comunismo, como métodos de pacificación en masacres neocoloniales, la violencia y la represión son promulgadas, practicadas y defendidas por gobiernos democráticos y autoritarios por igual, y la población sometida a estos gobiernos es educada para sostener tales prácticas según sea necesario para la preservación del status quo. La tolerancia es extendida hacia políticas, condiciones y modos de comportamiento que no debieran ser tolerados ya que están obstaculizando, sino destruyendo, las posibilidades de crear una existencia libre de temor y de miseria.

Esta clase de tolerancia fortalece la tiranía de la mayoría contra la que protestaron los auténticos liberales. El emplazamiento político de la tolerancia ha cambiado; mientras ésta es suprimida para la oposición de manera relativamente tranquila y constitucional, se hace conducta obligatoria con respecto a la política establecida. La tolerancia pasa de un estado activo a un estado pasivo, de la práctica a la no práctica: laissez faire [dejar hacer] a las autoridades constituidas. Es el pueblo quien tolera al gobierno; el cual a su vez tolera la oposición dentro del marco determinado por los organismos constitucionales.

La tolerancia hacia aquello que es radicalmente nocivo aparece ahora como algo benigno, ya que favorece la cohesión del todo en el camino hacia la abundancia, o de aún más opulencia. La tolerancia hacia la estupidización sistemática tanto de niños como de adultos mediante la publicidad y la propaganda, la liberación de la destructividad en afán agresivo; el reclutamiento y preparación de fuerzas especiales, la impotente y benevolente tolerancia hacia el rotundo engaño en la comercialización, el derroche y la obsolescencia planificada, no son distorsiones y anomalías, son la esencia de un sistema que promueve la tolerancia como un medio para perpetuar la lucha por la existencia y suprimir las alternativas. Las autoridades en educación, moral y psicología vociferan contra el incremento de la delincuencia juvenil; vociferan menos contra la orgullosa exposición, ya sea mediante palabras, actos o imágenes, de misiles cada vez más potentes, cohetes y bombas, esto es, la delincuencia adulta de toda una civilización.

Según una proposición dialéctica, es el todo el que determina la verdad —no en el sentido de que el todo fuera anterior o superior a sus partes, sino en el sentido de que su estructura y función determinan todas las condiciones y relaciones particulares. Así, dentro de una sociedad represiva, incluso movimientos progresistas corren riesgo de convertirse en su opuesto, en la medida en que aceptan las reglas del juego.

Tomemos como ejemplo uno de los casos más polémicos: el ejercicio de los derechos políticos (tales como el voto, el envío de cartas a la prensa, a los senadores, etc., manifestaciones de protesta con una renuncia a priori a la contra-violencia), en una sociedad completamente administrada, sirve para fortalecer esta misma administración al dar testimonio de la existencia de libertades democráticas que, en realidad, han cambiado su contenido y perdido su efectividad. En tal caso, la libertad (de opinión, de reunión, de expresión) se convierte en un instrumento para justificar el sometimiento. Y sin embargo (y sólo aquí la proposición dialéctica muestra su sentido completo), la existencia y la práctica de estas libertades siguen siendo condición previa para la restauración de su función oposicional originaria, siempre y cuando el esfuerzo para superar sus limitaciones (a menudo autoimpuestas) se intensifica.

Generalmente, la función y el valor de la tolerancia dependen de la igualdad que impera en la sociedad en la que ésta se practica. La tolerancia misma está sujeta a criterios fundamentales: su alcance y sus límites no pueden definirse en términos de la sociedad respectiva. En otras palabras, la tolerancia es un fin en sí mismo sólo cuando es verdaderamente universal, practicada tanto por los gobernantes como por los gobernados, por los señores como por los campesinos, por los alguaciles como por sus víctimas. Y una tolerancia universal tal sólo es posible cuando ningún enemigo real o supuesto hace necesaria, en interés de la nación, la educación y adiestramiento del pueblo en la violencia y la destrucción militar. Mientras no prevalezcan estos requisitos, las condiciones de la tolerancia están “cargadas”: son determinadas y definidas por la desigualdad institucionalizada (que ciertamente es compatible con la igualdad constitucional), es decir, por la estructura de clases de la sociedad. En una sociedad tal, la tolerancia se limita de facto al doble terreno de la violencia o represión legalizada (policía, fuerzas armadas, vigilantes de todo tipo) y de la posición privilegiada que ocupan los intereses predominantes y sus “contactos”.

Estas limitaciones de fondo de la tolerancia son normalmente anteriores a las limitaciones explícitas y judiciales según las definen los tribunales, las costumbres, los gobiernos, etc. (por ejemplo “claro e inminente peligro”, amenaza para la seguridad nacional, herejía). Dentro del marco de una estructura social tal, la tolerancia puede practicarse y proclamarse con plena seguridad. Es de dos tipos:

1.La tolerancia pasiva de actitudes e ideas fuertemente arraigadas y establecidas aún cuando su efecto dañino sobre el hombre y la naturaleza resulta evidente; 2.y la tolerancia activa y oficial concedida a la derecha como a la izquierda, a los movimientos de agresión como a los movimientos de paz, al partido del odio como al de la humanidad. Llamo a esta tolerancia no parcial “abstracta” o “pura” en cuanto se abstiene de tomar partido —pero que en ello de hecho protege a la ya establecida maquinaria de discriminación.
La tolerancia que aumenta el alcance y contenido de la libertad fue siempre parcial e —intolerante hacia los representantes principales del status quo represivo. El problema se limitaba al grado y extensión de la intolerancia. En las sociedades liberales firmemente establecidas de Inglaterra y los Estados Unidos, la libertad de expresión y reunión se concedió incluso a los enemigos radicales de la sociedad, siempre que no hayan hecho la transición de la palabra al hecho, del discurso a la acción.

Al basarse en las limitaciones de fondo efectivas impuestas por su estructura de clase, la sociedad parecía practicar la tolerancia general. Pero la teoría liberal ya había puesto una importante condición sobre la tolerancia: ésta era “aplicarla sólo a los seres humanos en la madurez de sus facultades”. John Stuart Mill no sólo habla de niños y menores; él matiza: “La libertad, como principio, no tiene aplicación a ningún estado de cosas anterior al tiempo en que la humanidad se hizo capaz de mejorar mediante una discusión libre e igualitaria”. Antes de ese tiempo, los hombres todavía pueden ser bárbaros, y el “despotismo es un modo legítimo de gobierno para tratar con los bárbaros, siempre que el fin sea su progreso y los medios justificados para lograr ese fin”. Estas palabras de Mill frecuentemente citadas tienen una implicación menos familiar en la cual depende su significado: la conexión interna entre libertad y verdad. Hay un sentido en el que la verdad es el fin de la libertad, y la libertad debe ser definida y confinada por la verdad. Ahora, ¿en qué sentido podría la libertad estar en aras de la verdad? La libertad es autodeterminación, autonomía, —esto es casi una tautología, pero una tautología que resulta de toda una serie de juicios sintéticos. Estipula la capacidad de determinar la propia vida: poder determinar qué hacer y qué no hacer, qué sufrir y qué no. Pero el sujeto de esta autonomía nunca es el individuo privado, contingente, como el que de hecho es u ocurre que es; es más bien el individuo como un ser humano que es capaz de ser libre con los otros. Y el problema de hacer posible una tal armonía entre la libertad de cada individuo y la de los otros no es aquel de encontrar un compromiso entre competidores, o entre libertad y ley, entre el interés general y el individual, bienestar común y privado en una sociedad establecida, sino de crear la sociedad en la que el hombre ya no esté esclavizado por instituciones que vician la autodeterminación desde el principio. En otras palabras, la libertad aún ha de ser creada incluso para las más libres de las sociedades existentes. Y la dirección en que debe buscarse, y los cambios institucionales y culturales que pueden ayudar para alcanzar el objetivo resultan, al menos en civilizaciones desarrolladas, comprensibles, es decir, pueden ser identificados y proyectados, sobre la base de la experiencia, por la razón humana.

En la interacción entre teoría y práctica, las soluciones verdaderas y falsas se hacen distinguibles —nunca con la evidencia de la necesidad, nunca como lo positivo, sólo con la certeza de una razonada y razonable posibilidad, y con la fuerza persuasiva de lo negativo. Pues lo verdaderamente positivo es la sociedad del futuro que como tal está más allá de toda definición y determinación, mientras que lo positivo existente es lo que ha de ser superado. Pero la experiencia y comprensión de la sociedad existente bien pudieran permitir la identificación de lo que no conduce a una sociedad libre y racional, lo que obstaculiza y distorsiona las posibilidades de su creación. Libertad es liberación, un proceso histórico específico en la teoría y en la práctica y, como tal, tiene su acierto y su error, su verdad y su falsedad.

La incertidumbre de la posibilidad en esta distinción no anula la objetividad histórica, pero necesita libertad de pensamiento y de expresión como condiciones previas para hallar el camino que conduce a la libertad, —necesita tolerancia. Pero esta tolerancia no puede ser indiscriminada e igual con respecto a los contenidos de expresión, ni de palabra ni de hecho; no puede proteger falsas palabras y acciones erróneas que de manera evidente neutralizan y contrarrestan las posibilidades de liberación. Tal tolerancia indiscriminada está justificada en discusiones inofensivas, en la conversación, en controversias académicas; resulta indispensable en la investigación científica y en el ejercicio privado de la religión. Pero la sociedad no puede permitirse la no discriminación cuando están en juego la misma existencia pacífica, la libertad y la felicidad: aquí ciertas cosas no pueden decirse, ciertas ideas no pueden expresarse, ciertas orientaciones políticas no pueden sugerirse, cierta conducta no puede permitirse sin hacer de la tolerancia un instrumento para el mantenimiento de la servidumbre.

El peligro de la “tolerancia destructiva” (Baudelaire), de la “neutralidad benevolente” hacia el arte ya se ha reconocido: el mercado, que absorbe igualmente bien (aunque a menudo con repentinas fluctuaciones), arte, anti-arte, y no-arte, todos los posibles estilos, escuelas y formas contradictorias, proporciona un “complaciente receptáculo, un abismo amistoso”[i] en el cual el impacto radical del arte, la protesta del arte contra la realidad establecida es absorbida. Sin embargo, la censura de arte y literatura es regresiva en cualquier caso. La obra auténtica no es ni puede representar un apoyo a la opresión, y el pseudo-arte (que sí puede representar un tal apoyo) no es arte. El arte se opone a la historia, resiste la historia que ha sido la historia de la opresión, pues el arte somete a la realidad a otras leyes distintas de las establecidas: a las leyes de la Forma que crea una realidad distinta —negación de la realidad establecida, aún cuando el arte retrata la misma. Pero en su lucha con la historia, el arte mismo se somete a la historia: la historia entra en la definición de arte y entra en la distinción entre arte y pseudo-arte. Así ocurre que lo que alguna vez fue arte se convierte después en pseudo-arte. Anteriores formas, estilos y cualidades, anteriores modos de protesta y rechazo no pueden ser recobradas desde o contra una sociedad diferente. Hay casos en que una obra auténtica contiene un mensaje político regresivo —y de esto tenemos un ejemplo en Dostoievski. Pero entonces el mensaje resulta anulado por la obra misma: el contenido político regresivo es absorbido, aufgehoben (superado), en la forma artística; en la obra como literatura.

La tolerancia de la libre expresión es el camino hacia la mejora, hacia el progreso en la liberación, no porque no haya verdad objetiva, y el mejoramiento necesariamente deba ser un compromiso entre una variedad de opiniones, sino porque hay una verdad objetiva que sólo puede ser investigada y descubierta por medio del estudio y comprensión de lo existente y de aquello que es posible y debe hacerse en pos de mejorar el destino de la humanidad. Este común e histórico “debe” no resulta inmediatamente evidente, a la mano: ha de descubrirse “cortando a través”,”fraccionando”, “deshaciendo en pedazos” (dis-cutio) el material dado: separando cierto y erróneo, bueno y malo, correcto e incorrecto. El sujeto cuyo “mejoramiento” depende de una práctica histórica progresiva es cada ser humano como tal, y esta universalidad se refleja en la de la discusión que a priori no excluye a ningún grupo o individuo. Pero incluso el carácter plenamente inclusivo de la tolerancia del liberalismo estaba basado, al menos en teoría, en el principio de que los humanos son (potenciales) individuos que pueden llegar a oír, ver y sentir por sí mismos, concebir sus propios pensamientos, comprender sus verdaderos intereses, derechos y capacidades, también contra la autoridad y la opinión establecidas. Este era el razonamiento de la libertad de expresión y reunión. La tolerancia universal resulta discutible cuando su razonamiento ya no prevalece, cuando se administra la tolerancia a individuos manipulados y adoctrinados que a la manera de papagayos repiten, como si fueran propias, las opiniones de sus amos, para los cuales la heteronomía se ha convertido en autonomía.

La finalidad última de la tolerancia es la verdad. A partir de los registros históricos resulta claro que los auténticos portavoces de la tolerancia tenían en mente una verdad más íntegra y distinta a la de la lógica proposicional y la teoría académica. John Stuart Mill habla de la verdad que es perseguida en la historia, y que no triunfa sobre la persecución a consecuencia de su “poder inherente”, que de hecho no posee poder inherente “contra el calabozo y la hoguera”. Y enumera las “verdades” que cruel y exitosamente fueron liquidadas en los calabozos y en la hoguera: la de Amoldo de Brescia, de Fra Dolcino, de Savonarola, de los albigenses, valdenses, lollardos y husitas. La tolerancia es, ante todo, por el bien de los herejes, el camino histórico hacia las “humanitas” aparece como herejía: objetivo de persecución para los poderes que sean. Sin embargo, la herejía por sí misma no es una señal de verdad.

El criterio de progreso en la libertad, de acuerdo con el cual Mill juzga estos movimientos, es la Reforma protestante. La valoración se hace ex post [después del hecho], y su lista incluye figuras contrapuestas (Savonarola también hubiera querido quemar a Fra Dolcino). La valoración ex post resulta discutible incluso en cuanto a su verdad: la historia corrige el juicio demasiado tarde. La corrección no ayuda a las víctimas ni absuelve a sus verdugos. Sin embargo, la lección es clara: la intolerancia ha retrasado el progreso y ha prolongado la matanza y tortura de inocentes durante cientos de años. ¿Es esto una justificación suficiente  para la tolerancia indiscriminada “pura”? ¿Existen condiciones históricas en las que tal tolerancia impida la liberación y multiplique a las víctimas que son sacrificadas al status quo? ¿Puede ser represiva la garantía indiscriminada de derechos y libertades políticas?¿Puede esa tolerancia servir para contener] un cambio social cualitativo?

Debería discutir esta cuestión sólo con referencia a movimientos políticos, actitudes, escuelas de pensamiento, filosofías que son “políticas” en el sentido más amplio, afectando  a la sociedad como un todo, evidentemente trascendiendo la esfera privada. Es más, propongo un cambio en el enfoque de la discusión: ésta se ocupará no sólo ni principalmente de la tolerancia hacia extremos, minorías, movimientos subversivos, etc., sino más bien de la tolerancia hacia las mayorías, hacia la opinión oficial y pública, hacia los protectores de la libertad establecidos. En este caso, la discusión sólo puede tener como marco de referencia una sociedad democrática, en la cual el pueblo, en tanto individuos y miembros de organizaciones políticas y de otra índole, participa en la elaboración, el mantenimiento y el cambio de políticas. En un sistema autoritario el pueblo no tolera, sino que sufre bajo la política establecida.

Bajo un sistema de derechos y libertades civiles constitucionalmente garantizadas y practicadas (en general, sin demasiadas excepciones muy flagrantes), la oposición y la disidencia son toleradas a menos que lleguen a la violencia y/o exhortación a la organización de una subversión violenta. La suposición subyacente es que la sociedad establecida es libre, y que cualquier mejora, incluso un cambio en la estructura social y los valores sociales se producirá en el curso normal de los acontecimientos, preparada, definida y probada en el debate libre e igualitario, en el mercado abierto de ideas y bienes.[ii]

Ahora, recordando el pasaje de John Stuart Mill, llamé la atención sobre la premisa contenida en esta suposición: el debate libre y en plano de igualdad sólo puede cumplir la función que se le atribuye si es expresión y desarrollo racional  de pensamiento independiente, libre de adoctrinación, manipulación, autoridad extraña. La noción de pluralismo y de poderes contrapuestos no es un sustituto para tal exigencia. Uno podría en teoría  construir un estado en el cual una miríada de diversas presiones, intereses y autoridades se equilibren entre sí y resulten en un interés verdaderamente general y racional. Sin embargo una construcción tal encaja mal con una sociedad en la que  los poderes son y permanecen desiguales e incluso  incrementan su peso desigual cuando siguen su propio curso. Y encaja aún peor cuando la diversidad de presiones se unifica y condensa en un todo agobiante, que integra los poderes contrapuestos particulares en virtud de mejores estándares de vida y una creciente concentración de poder. Entonces, el trabajador, cuyo interés real está en pugna con el de la empresa, el consumidor común cuyo interés real está en pugna con el del productor, el intelectual, cuya vocación pugna con la de su empleador, se hallan sometidos a un sistema ante el cual son impotentes y parecen poco razonables. La idea de las posibles alternativas se diluye  en una dimensión completamente utópica en la cual está en su elemento, pues una sociedad libre es de hecho excesiva e indefiniblemente diferente a las existentes. Bajo estas circunstancias cualquier mejora puede producirse “en el curso normal de los acontecimientos” y sin subversión es probable que sea una mejora en la dirección determinada por los intereses particulares que controlan el todo.

Del mismo modo, a las minorías que se esfuerzan por conseguir un cambio del todo mismo, bajo condiciones óptimas que rara vez se dan, se las dejará en libertad para deliberar y discutir, para expresarse y reunirse —y se las dejará inofensivas y desamparadas ante la inmensa mayoría, que se opone al cambio social cualitativo. Esta mayoría está firmemente arraigada  en la creciente satisfacción de necesidades y en la coordinación tecnológica y mental, que testifica la impotencia general de los grupos radicales en un sistema social que funciona bien.

Dentro de la democracia de la abundancia prevalece la discusión abundante, y dentro del esquema establecido, ésta es en gran medida tolerante. Todos los puntos de vista pueden ser escuchados: el comunista y el fascista, el derechista y el izquierdista, el del blanco y el del negro, el de los defensores de [más] armamentos y el de quienes piden el desarme. Además, en interminables debates a través de los medios, la opinión estúpida es tratada con el mismo respeto que la inteligente, el desinformado puede hablar tanto como el informado, y la propaganda aparece junto con la educación, la verdad junto con la falsedad. Esta tolerancia pura, de lo que tiene sentido con lo que no lo tiene, es justificada  con el argumento democrático de que nadie, ningún grupo o individuo, se encuentra en posesión de la verdad ni tiene la capacidad de definir qué es correcto e incorrecto, bueno y malo. Por lo tanto, todas las opiniones en disputa deben someterse al “pueblo” para que éste delibere y escoja. Pero ya he indicado que el argumento democrático implica una condición necesaria, a saber, que el pueblo debe estar en condiciones de deliberar y elegir sobre la base del conocimiento, que debe tener acceso a información genuina, y que, sobre esta base, su evaluación debe ser resultado de un pensamiento autónomo.

En el período contemporáneo, el argumento democrático a favor de la tolerancia abstracta tiende a ser invalidado por la invalidación del proceso democrático mismo. La fuerza liberadora de la democracia fue la oportunidad que ésta le dió a la disidencia efectiva, tanto a nivel individual como social, su apertura a formas de gobierno, de cultura, educación, trabajo cualitativamente diferentes; de la existencia humana en general. La tolerancia de la discusión libre y el derecho igualitario de los opuestos fue para definir y esclarecer las diversas formas de disidencia: su dirección, contenido y perspectiva. Pero con la concentración de poder económico y político y la integración de los opuestos en una sociedad que emplea la tecnología como instrumento de dominación,  la disidencia efectiva está bloqueada allí donde podría surgir libremente: en la formación de la opinión, en información y comunicación, en la expresión  y reunión. Bajo la norma de los medios monopólicos —en sí mismos meros instrumentos de poder económico y político— se crea una mentalidad para la cual correcto e incorrecto, verdadero y falso son  predefinidos allí donde afectan los intereses vitales de la sociedad. Y esto es, antes de toda expresión y comunicación, una cuestión de semántica: el bloqueo de la disidencia efectiva, del reconocimiento de lo que no pertenece al orden establecido, que comienza en el lenguaje y  es publicado y administrado. La significación de las palabras es rígidamente estabilizada. La persuasión racional, la persuasión del opuesto, se hace prácticamente imposible. Las vías de entrada están cerradas a la significación de palabras e ideas distintas a las establecidas, establecidas por la publicidad de los poderes actuantes y verificadas en sus prácticas. Otras palabras pueden ser pronunciadas y escuchadas, otras ideas pueden ser expresadas pero, en la escala masiva de la mayoría conservadora (fuera de enclaves tales como la “intelligentsia”), son inmediatamente “evaluadas” (es decir, automáticamente entendidas) en términos del lenguaje público, un lenguaje que determina a priori la dirección en las que se mueve el proceso de pensamiento. Así el proceso de reflexión concluye donde comenzó: en las condiciones y relaciones dadas. Autovalidándose, el argumento de la discusión repele la contradicción porque la antítesis es redefinida en términos de la tesis. Por ejemplo tesis: nosotros trabajamos por la paz; antítesis: nosotros nos preparamos para la guerra (o incluso: hacemos la guerra); unificación de los opuestos: prepararse para la guerra es trabajar por la paz: En la situación prevaleciente la paz es redefinida como necesariamente incluyendo la preparación para la guerra (o incluso la guerra), y en esta forma Orwelliana se estabiliza el significado de la palabra “paz”. Así, el vocabulario básico del lenguaje Orwelliano opera como categorías a priori del entendimiento: prefigurando todo el contenido. Estas condiciones invalidan la lógica de la tolerancia, que involucra el desarrollo racional de la significación y excluye el cierre de la significación. En consecuencia, la persuasión a través de la discusión y la presentación equitativa de los opuestos (incluso cuando es realmente igual) pierden fácilmente su fuerza liberadora como factores de comprensión y aprendizaje; es mucho más probable que fortalezcan las tesis establecidas y rechacen las alternativas.

La imparcialidad al máximo, el tratamiento igualitario de asuntos que compiten y están en conflicto entre sí es ciertamente un requisito básico para la toma de decisiones en el proceso democrático, es un requisito igualmente básico para definir los límites de la tolerancia. Pero en una democracia con organización totalitaria, la objetividad puede cumplir una función muy diferente, a saber, fomentar una actitud mental que tiende a borrar las diferencias entre verdadero y falso, información y adoctrinamiento, correcto e incorrecto. De hecho, la decisión entre opiniones opuestas ha sido tomada antes de que se realice la presentación y la discusión, tomada no por una conspiración o un patrocinador o editor, no por una dictadura, sino por “el curso normal de los acontecimientos”, que es el curso de los eventos administrados, y por la mentalidad moldeada en este curso. Aquí, también es el Todo lo que determina la verdad. Luego, la decisión se afirma por sí misma, sin ninguna violación abierta de la objetividad, en cosas tales como la confección de un periódico (con la ruptura de información vital en pedazos intercalados entre material extraño, ítems irrelevantes, relegando algunas noticias radicalmente negativas a lugares poco destacados), en la yuxtaposición de llamativos

anuncios con horrores no mitigados, en la introducción e interrupción de la difusión de los hechos por publicidad abrumadora.

El resultado es una neutralización de opuestos, pero una neutralización que tiene lugar sobre los firmes fundamentos de la limitación estructural de la tolerancia y dentro del marco de una mentalidad predeterminada. Cuando una revista inserta uno al lado de otro un relato negativo y otro positivo acerca del F.B.I., cumple honestamente la exigencia de objetividad; pero lo más probable es que lo positivo prevalezca ya que la imagen de la institución está profundamente grabada en la mente de las personas. O si un periodista informa de la tortura y asesinato de defensores de los derechos civiles con el mismo tono carente de emoción que emplea para hablar del mercado de valores o del tiempo, o con el mismo tono que emplea para los anuncios comerciales, entonces tal objetividad es artificial, y aún más, constituye una ofensa a la humanidad y a la verdad al mostrar calma cuando lo que debiera sentirse es indignación, al abstenerse de hacer una acusación cuando la acusación está en los hechos mismos. La tolerancia expresada con tal imparcialidad sirve para minimizar e incluso absolver a la intolerancia y opresión imperantes. Si la objetividad tiene algo que ver con la verdad, y si la verdad es algo más que una cuestión de lógica y ciencia, entonces tal clase de objetividad es falsa, y tal tolerancia inhumana. Y si es necesario romper con el universo de significación establecido (y a la práctica comprendida en este universo) a fin de posibilitar el discernimiento del ser humano entre lo verdadero y lo falso, tal engañosa imparcialidad debería  ser abandonada. Las personas expuestas a esta imparcialidad no son una tabula rasa, están adoctrinadas por las condiciones bajo las cuales viven y piensan y que no logran trascender. Para permitirles llegar a ser autónomas, hallar por sí mismas lo que es verdadero y lo que es falso para el ser humano en la sociedad existente, tienen que ser liberadas de la doctrina dominante (que ya no es reconocida como adoctrinamiento). Pero esto significa que la tendencia tiene que ser invertida: tendrían que obtener información sesgada en el sentido opuesto. Pues los datos nunca son dados inmediatamente, nunca son accesibles de un modo inmediato; son establecidos, “mediados” por aquellos que los producen; la verdad, “toda la verdad” sobrepasa estos datos y exige la ruptura con sus apariencias. Esta ruptura —requisito previo y característica identificadora de toda libertad de pensamiento y de expresión— no puede lograrse dentro de los marcos establecidos de tolerancia abstracta y falsa objetividad, porque estos son precisamente los factores que condicionan previamente la mentalidad contra aquella ruptura.

Las barreras fácticas que la democracia totalitaria erige contra la eficacia de la disidencia cualitativa son lo suficientemente débiles y agradables en comparación con las prácticas de una dictadura que pretende educar al pueblo en la verdad. Con todas sus limitaciones y distorsiones, la tolerancia democrática es bajo cualquier circunstancia más humana que una intolerancia institucionalizada que sacrifica los derechos y libertades de las generaciones vivas por el bien de las generaciones futuras. La pregunta es si esta es la única alternativa. Ahora intentaré sugerir la dirección en la que se puede buscar una respuesta. En cualquier caso, el contraste no es entre democracia en abstracto y dictadura en abstracto.

La democracia es una forma de gobierno que se ajusta a tipos de sociedad muy diferentes (esto es válido incluso para una democracia con sufragio universal e igualdad ante la ley), y los costos humanos de una democracia son siempre y en todas partes los exigidos por la sociedad de la cual ella es gobierno. Su extensión abarca desde la explotación normal, la pobreza y la inseguridad hasta las víctimas de guerra, acciones policiales, ayuda militar, etc., a las que la sociedad se ha comprometido, y no se restringe a las víctimas dentro de sus propias fronteras. Estas consideraciones nunca pueden justificar la exigencia de diversos sacrificios y diversas víctimas en nombre de una futura sociedad mejor, pero permiten sopesar los costos que implica la perpetuación de una sociedad existente frente al riesgo de promover alternativas que ofrecen una razonable posibilidad de pacificación y liberación. Sin duda, no puede esperarse que un gobierno fomente la subversión contra sí mismo, pero en una democracia un tal derecho es conferido al pueblo (es decir, a la mayoría del pueblo). Esto significa que las vías a través de las que pudiera desarrollarse una mayoría subversiva no deben estar bloqueadas, y si son bloqueadas por la represión y el adoctrinamiento, su reapertura puede exigir medios aparentemente poco democráticos. Estas incluirían el retiro de la tolerancia de libre expresión y reunión a grupos y movimientos que promueven orientaciones políticas agresivas, armamentos, chauvinismo, discriminación por motivos raciales y religiosos, o que se oponen a la extensión de los servicios públicos, seguridad social, asistencia médica, etc. Además, la restauración de la libertad de pensamiento puede exigir nuevas y rígidas restricciones en las enseñanzas y en las prácticas de las instituciones educativas que, por sus propios métodos y conceptos, sirven para encerrar la mente en el universo establecido de discurso y conducta, impidiendo así a priori una evaluación racional de las alternativas. Y en la medida en que la libertad de pensamiento implique la lucha contra lo inhumano, la restauración de tal libertad también implicaría intolerancia hacia la investigación científica en interés de “disuasivos” mortales, de resistencia inhumana anormal bajo condiciones inhumanas, etc. A continuación, discutiré la cuestión de quién debe decidir sobre la distinción entre enseñanzas y prácticas liberadoras y represivas, humanas e inhumanas; ya he sugerido que esta distinción no es cuestión de preferencia de valores sino de criterios racionales.

Si bien la inversión de la tendencia en la empresa educativa podría por lo menos ser llevada a cabo por los propios estudiantes y profesores, y por lo tanto, ser autoimpuesta, la retirada sistemática de tolerancia hacia opiniones y movimientos regresivos y represivos sólo podría ser vista como resultado de una presión en gran escala que equivaldría a una convulsión. En otras palabras, supondría previamente lo que aún debe ser realizado: la inversión de la tendencia. Sin embargo, la resistencia en ocasiones particulares, el boicot y la no participación a nivel local y de grupos pequeños tal vez preparen el terreno. El carácter subversivo de la restauración de la libertad aparece más nítidamente en esa dimensión de la sociedad en que la falsa tolerancia y la libre empresa causan quizás el daño más grave y duradero, principalmente en los negocios y la publicidad. En contra de la insistencia enfática por parte de los voceros del trabajo, sostengo que las prácticas como la obsolescencia programada, la colusión entre la administración y la dirección del sindicato y la publicidad sesgada no se imponen simplemente desde arriba sobre la masa del pueblo impotente, sino que son toleradas por éste y por el consumidor en general. Sin embargo, sería ridículo hablar de una posible retirada de la tolerancia con respecto a estas prácticas y a las ideologías promovidas por ellas. Porque pertenecen a la base sobre la cual la sociedad represiva y opulenta descansa y se reproduce a sí misma y a sus defensas vitales, la remoción de estas sería la revolución total, que esta sociedad repele tan efectivamente.

Discutir la tolerancia en una sociedad tal significa examinar de nuevo la cuestión de la violencia y la tradicional distinción entre acción violenta y no violenta. La discusión no debe estar empañada desde un principio por ideologías que sirven a la perpetuación de la violencia. Incluso en los centros de avanzada civilización la violencia de hecho se da: es practicada por la policía, en las prisiones y hospitales psiquiátricos, en la lucha contra las minorías raciales; y es llevada, por los defensores de la libertad de la metrópoli, a los países atrasados. Esta violencia evidentemente engendra violencia. Pero abstenerse de la violencia ante una violencia muy superior es una cosa, renunciar a priori a la violencia contra la violencia, por motivos éticos o psicológicos (porque puede enemistar a simpatizantes) es otra. La no violencia es normalmente no sólo predicada sino que exigida al débil, es una necesidad más que una virtud, y normalmente no daña en forma grave al caso de la causa del más fuerte (¿Es el caso de la India una excepción? Allí, la resistencia pasiva se llevó a cabo en una escala masiva, que interrumpió o amenazó con interrumpir la vida económica del país. La cantidad se convierte en cualidad: en tal escala, la resistencia pasiva ya no es pasiva, deja de ser no violenta. Lo mismo es válido para la huelga general).
La distinción de Robespierre entre el terror de la libertad y el terror del despotismo, y la glorificación moral del primero, pertenece a las aberraciones más convincentemente condenadas, incluso si el terror blanco fuera más sangriento que el terror rojo. La evaluación comparada en términos de el número de víctimas es la interpretación cuantitativa que revela el horror producido por el ser humano a lo largo de la historia, que hizo de la violencia una necesidad. En términos de función histórica, hay una diferencia entre violencia revolucionaria y reaccionaria, entre la violencia practicada por los oprimidos y por los opresores. En términos de ética, ambas formas de violencia son inhumanas y malas, pero ¿desde cuándo la historia se hace de acuerdo con normas éticas? Comenzar a aplicarlas cuando los oprimidos se rebelan contra los opresores, los que nada tienen contra los que lo tienen todo, es servir a la causa de la violencia efectiva debilitando la protesta en su contra.

“Comprendan finalmente esto: si la violencia hubiera comenzado esta tarde, si ni la explotación ni la opresión hubieran existido jamás sobre la tierra, quizá la no violencia coordinada podría  apaciguar el conflicto. Pero si el sistema gubernamental en conjunto y hasta tus pensamientos no violentos están condicionados por una opresión milenaria, tu pasividad sólo sirve para colocarte del lado de los opresores.”[iii]

La misma noción de falsa tolerancia y la distinción entre limitaciones justas e injustas a la tolerancia, entre adoctrinamiento progresivo y regresivo, violencia revolucionaria y reaccionaria, exigen la declaración de criterios para su validez. Estas normas deben ser anteriores a cualquier criterio constitucional o legal que se formulen y apliquen en una sociedad existente (tal como “claro e inminente peligro” y otras definiciones establecidas de derechos y libertades civiles), pues estas mismas definiciones presuponen normas de libertad y represión como aplicables o no aplicables en la sociedad respectiva: aquellas son especificaciones de conceptos más generales .¿Por quién y de acuerdo con qué normas puede hacerse y justificarse la validez de la distinción política entre verdadero y falso, progresivo y regresivo (pues en ésta esfera tales pares son equivalentes)? Para empezar, propongo que a la cuestión no puede responderse en términos de la alternativa entre democracia y dictadura, según la cual, en la última, un individuo o grupo, sin ningún control efectivo desde abajo, se arrogan por sí mismos el poder de decisión. Históricamente, aún en las democracias más democráticas, las decisiones vitales y finales que afectan a la sociedad como un todo, han sido tomadas, constitucionalmente o de hecho, por uno o varios grupos sin control efectivo del pueblo por sí mismo. La cuestión irónica de quién educa a los educadores (es decir, los dirigentes políticos) también se aplica a la democracia. La única alternativa auténtica y negación de la dictadura (con respecto a esta cuestión) sería una sociedad en la cual “el pueblo” hubiese llegado a convertirse en individuos autónomos, liberados de las exigencias represivas de una lucha por la existencia en interés de la dominación, y como tal seres humanos escogiendo su gobierno y determinando sus vidas. Una sociedad tal todavía no existe en ninguna parte. Entre tanto, la cuestión debe ser tratada en abstracto —abstracción, no desde las posibilidades históricas, sino de las realidades de las sociedades actuales.

Sugerí que la distinción entre tolerancia verdadera y falsa, entre progreso y regresión puede hacerse racionalmente sobre fundamentos empíricos. Las posibilidades reales de libertad humana son relativas a la fase alcanzada de la civilización. Dependen de los recursos materiales e intelectuales disponibles en la fase respectiva, y pueden en gran medida cuantificarse y calcularse. Así también, en la fase de la sociedad industrial avanzada, los modos más racionales de utilizar estos recursos y distribuir el producto social con prioridad en la satisfacción de necesidades vitales y con un mínimo de trabajo, de esfuerzo y de injusticia. En otras palabras, es posible definir la dirección en que  las actuales instituciones, políticas y opiniones prevalecientes tendrían que cambiar a fin de mejorar las posibilidades de una paz que no sea igual a  la guerra fría y a  una pequeña guerra caliente, y una satisfacción de necesidades que no se alimente de la  pobreza, opresión y explotación. Por consiguiente, también es posible identificar políticas, opiniones, movimientos que fomentarían esta posibilidad, y aquellas que harían lo contrario. La supresión de aquellas que son regresivas es un requisito previo para el fortalecimiento de aquellas que son progresivas.

La pregunta de quién está calificado para hacer todas estas distinciones, definiciones, identificaciones para la sociedad como un todo, tiene ahora una respuesta lógica, a saber, todo el que está en la  “madurez de sus facultades” como ser humano, todo el que aprendió a pensar racional y autónomamente. La respuesta a la dictadura educativa de Platón es la dictadura democrática educativa de los hombres libres. La idea que tiene John Stuart Mill de la res pública no es  contraria a la de Platón: el liberal también pide la autoridad de la Razón, no sólo como un poder intelectual, sino también como un poder político. En Platón, la racionalidad se limita al pequeño número de filósofos-reyes; en Mill todo ser humano racional  participa en la discusión y decisión, pero sólo como un ser racional. Donde la sociedad ha entrado en la fase de administración y adoctrinamiento total, éste sería ciertamente un número reducido, y no necesariamente el de los representantes elegidos del pueblo. El problema no es el de una dictadura educativa, sino el de acabar con la tiranía de la opinión pública y con sus artífices en la sociedad cerrada.

Sin embargo, habiendo reconocido  la racionalidad empírica de la distinción entre progreso y regresión, y admitido que puede ser aplicable a la tolerancia y que puede justificar una tolerancia fuertemente discriminatoria sobre fundamentos políticos (anulación del credo liberal de discusión libre e igualitaria), se deduce otra consecuencia imposible. He dicho que, por virtud de su lógica interna, el retiro de tolerancia a los movimientos regresivos, y la tolerancia discriminatoria en favor de tendencias progresivas equivaldría a promoción “oficial” de la subversión. El cálculo histórico del progreso (que es en realidad el cálculo de la posible reducción de la crueldad, la miseria, y la represión) parece implicar la elección calculada entre dos formas de violencia política: la que se da por parte de los poderes legalmente constituidos (por su acción legítima, por su consentimiento tácito o por su incapacidad para prevenir la violencia), y la que se da por parte de potenciales movimientos subversivos. Además, con respecto a la última, una política de trato desigual protegería el radicalismo de la izquierda contra el de la derecha. ¿Puede el cálculo histórico ser razonablemente extendido para la justificación de una forma de violencia  contra otra? O mejor (ya que la “justificación” conlleva una connotación moral), ¿hay evidencia histórica que indique que  el origen social y el ímpetu de la violencia (entre las clases dominantes y las dominadas, los que tienen y los que no tienen, la derecha o la izquierda) está en una relación demostrable con el progreso (según se definió anteriormente)?

Con todas las calificaciones de una hipótesis basada en un registro histórico “abierto”, parece que la violencia emanada de la rebelión de las clases oprimidas rompe/ía el continuo histórico de injusticia, crueldad y silencio por un breve momento, breve pero lo suficientemente explosivo para lograr un aumento en la envergadura de la libertad y justicia, y una mejor y más equitativa distribución de la miseria y la opresión en un nuevo sistema social, en una palabra: progreso en la civilización. Las guerras civiles inglesas, la Revolución Francesa, las Revoluciones Cubana y China pueden ilustrar la hipótesis. En cambio, la única transformación histórica de un sistema social a otro, marcando el comienzo de un nuevo período en la civilización, que no fue originado ni impulsado por un movimiento  efectivo “desde abajo”, esto es, el colapso del Imperio Romano de Occidente, trajo consigo un prolongado período de regresión por largos siglos, hasta que un período de nueva y más alta civilización nació dolorosamente en la violencia de las revueltas heréticas del siglo XII y en las revueltas de campesinos y artesanos del siglo XIV.[iv]

En cuanto a la violencia histórica que emana de entre las clases dominantes, no parece que en ella se dé tal relación con el progreso. La larga serie de guerras dinásticas e imperialistas, la liquidación de la liga espartaquista en Alemania en el año 1919, el fascismo y el nazismo no rompieron sino más bien reforzaron y agilizaron el continuo de la represión. Dije violencia que emana “de entre las clases dominantes”: para estar seguro, apenas puede haber violencia organizada desde arriba que no movilice y active el apoyo de las masas desde abajo; la pregunta decisiva es ¿en nombre e interés de qué grupos e instituciones se produce tal violencia? y la respuesta no es necesariamente ex post: en los ejemplos históricos que se acaban de mencionar, podría anticiparse y se anticipó [de hecho] si el movimiento serviría a la renovación del viejo orden o a la creación de un orden nuevo.

Entonces, la tolerancia liberadora significaría intolerancia para con los movimientos de la derecha, y tolerancia para con los movimientos de la izquierda. En cuanto al alcance de esta tolerancia e intolerancia : “…se extendería al escenario   de la acción así como al de la discusión y la propaganda, al del hecho como al de la palabra”. El criterio tradicional de peligro claro y presente ya no parece adecuado a una escenario en el cual toda la sociedad se halla en la situación de la audiencia de un teatro cuando alguien grita: “fuego”. Es una situación en la cual la catástrofe total puede desencadenarse en cualquier momento, no sólo por un error técnico, sino también por un erróneo cálculo racional de los riesgos, o por un precipitado discurso de uno de los líderes. En  diversas circunstancias pasadas, los discursos de los líderes nazis y fascistas fueron el prólogo inmediato a la masacre. La distancia entre la propaganda y la acción, entre la organización y su desate contra el pueblo. Pero la difusión de la palabra podría haberse detenido antes de que fuese demasiado tarde: si la tolerancia democrática hubiese sido retirada cuando los futuros líderes iniciaron su campaña, la humanidad hubiera tenido la oportunidad de evitar Auschwitz y una guerra mundial.

Todo el período post-fascista es de un claro y presente peligro. En consecuencia, la verdadera pacificación requiere el retiro de la tolerancia antes del acto, en la etapa de comunicación en palabra, imprenta e imagen. Tal suspensión extrema del derecho a la libertad de expresión y de la libertad de reunión se justifica de hecho sólo si toda la sociedad se encuentra en peligro extremo. Sostengo que nuestra sociedad se encuentra en tal situación de emergencia, y que se ha convertido en el estado normal de las cosas. Diferentes opiniones y “filosofías” ya no pueden competir pacíficamente por adhesión y persuasión sobre fundamentos racionales: el “mercado de las ideas” está organizado y delimitado por aquellos quienes determinan el interés nacional e individual. En esta sociedad, para la cual los ideólogos han proclamado el “fin de la ideología”, la falsa conciencia se ha convertido en la conciencia general, desde el gobierno hasta sus últimos objetos. Las pequeñas y impotentes minorías que luchan contra la falsa conciencia y sus beneficiarios deben ser auxiliadas: su pervivencia es más importante que la preservación de los derechos y libertades abusados que otorgan poderes constitucionales a quienes oprimen a estas minorías. Ya debería ser evidente que el ejercicio de los derechos civiles por parte de quienes no los tienen presupone la retirada de los derechos civiles de quienes impiden su ejercicio, y que la liberación de “Los Condenados de la Tierra” presupone la supresión no sólo de sus antiguos sino también de sus nuevos amos.

La privación de la tolerancia a los movimientos regresivos antes de que puedan llegar a mostrarse activos; la intolerancia incluso hacia el pensamiento, la opinión y la palabra, y finalmente la intolerancia en el sentido opuesto, esto es, hacia los autodenominados conservadores, a la derecha política, estas nociones antidemocráticas responden al desarrollo real de la sociedad democrática que ha destruido las bases para la tolerancia universal. Las condiciones bajo las cuales la tolerancia pueda volver a convertirse en una fuerza liberadora aún están por crearse. Cuando la tolerancia  sirve principalmente para la protección y preservación de una sociedad represiva, cuando sirve para neutralizar la oposición y volver a los hombres inmunes frente a otras y mejores formas de vida, entonces la tolerancia se ha pervertido. Y cuando esta perversión comienza en la mente del individuo, en su conciencia, en sus necesidades, cuando los intereses heterónomos lo invaden antes de poder experimentar su propia servidumbre, entonces los esfuerzos para contrarrestar su deshumanización deben comenzar en el lugar de entrada, allí donde la falsa conciencia toma forma (o más bien: es sistemáticamente formada) ; debe empezar por contener las palabras e imágenes que alimentan esta conciencia. Sin duda esto es censura, incluso pre-censura, pero abiertamente dirigida contra la más o menos oculta censura que penetra los medios libres de comunicación. Donde la falsa conciencia se ha vuelto predominante en la conducta nacional y popular,  se traduce por sí misma casi inmediatamente a la práctica: la distancia segura entre ideología y realidad, pensamiento represivo y acción represiva, entre la palabra destructiva y el acto destructivo, se acorta peligrosamente. Así la superación de la falsa conciencia puede proporcionar el punto de Arquimédico para una mayor emancipación, en un rincón de una pequeñez ciertamente infinitesimal, pero es de la existencia de tales  pequeños rincones de la que depende la posibilidad de cambio.

Las fuerzas de emancipación no pueden identificarse con ninguna clase social que, por virtud de su condición material, esté libre de falsa conciencia. Hoy en día las clases se encuentran desesperadamente dispersas por toda la sociedad, y las minorías y grupos aislados que luchan, muchas veces están en oposición con sus propios dirigentes. En la sociedad en conjunto ha de crearse en primer lugar el espacio mental para la negación y la reflexión. Repelido por la firme estabilidad de la sociedad administrada, el esfuerzo de emancipación se vuelve “abstracto”, se reduce a facilitar el reconocimiento de lo que está pasando , a liberar el lenguaje de la tiranía de la sintaxis y lógica Orwelliana, a desarrollar los conceptos que conciben la realidad. Más que nunca  resulta válida la proposición de que el progreso en  libertad exige progreso en la conciencia de la libertad. Donde la mente ha sido convertida en sujeto-objeto de la política , la autonomía intelectual, la esfera del pensamiento “puro”,  se ha convertido en una asunto de educación política (o mejor: de contra-educación).

Esto significa que los aspectos formales del saber y el enseñar que antes eran neutrales, libres de valores, se convierten ahora, por sus propios fundamentos y por su propio derecho, en políticos: aprender a conocer los hechos, toda la verdad, y a comprenderla, es criticismo radical de punta a cabo radical, subversión intelectual. En un mundo en el cual las facultades y necesidades humanas son obstaculizadas o pervertidas, el pensamiento autónomo conduce a un “mundo pervertido”: contradicción y contraimagen del represivo mundo establecido. Y ésta contradicción no es simplemente estipulada, no es simplemente el producto de un pensamiento confuso o fantasía, sino que es el desarrollo lógico de lo dado, el mundo existente. En la medida en que este desarrollo es de hecho impedido por el peso enorme de una sociedad represiva y la necesidad de ganarse la vida en ella, la represión invade la propia empresa académica aún antes de que se establezca cualquier limitación en la libertad académica. El vaciamiento previo de la mente vicia la imparcialidad y la objetividad: salvo que el estudiante aprenda a pensar en el sentido opuesto, se inclinará a ubicar los hechos dentro del marco de valores predominante. La actividad académica, es decir, la adquisición y comunicación del saber, prohíbe la purificación y el aislamiento de los hechos del contexto de la verdad completa. Una parte esencial de esta última es el reconocimiento de la espantosa medida en que la historia fue hecha y expuesta por y para los vencedores, esto es, la medida en que la historia ha sido el desarrollo de la opresión. Y esta opresión está en los mismos hechos que establece; así ellos mismos portan un valor negativo como parte y aspecto de su facticidad. Tratar las grandes cruzadas contra la humanidad (como la cruzada contra los albigenses) con la misma imparcialidad que las luchas desesperadas por la humanidad significa neutralizar su función histórica opuesta, reconciliar a los verdugos con sus víctimas, tergiversar el registro histórico. Tal neutralidad falsa sirve para reproducir la aceptación del dominio de los vencedores en la conciencia del ser humano. También aquí, en la educación de aquellos que todavía no se han integrado de forma madura, en la mente de los jóvenes, aún  ha de crearse el terreno para la tolerancia liberadora.

La educación todavía ofrece otro ejemplo de tolerancia espúrea y abstracta disfrazada de concreción y verdad: se sintetiza en el concepto de realización personal. Desde la autorización permisiva de toda clase de acciones al niño, hasta la constante preocupación psicológica por los problemas personales del estudiante, está surgiendo  un movimiento en gran escala contra los males de la represión y que proclama la necesidad de ser uno mismo. Frecuentemente se deja de lado la pregunta de qué es lo que ha de ser reprimido antes de que uno llegue a ser un yo. El potencial individual es en un principio negativo, una fracción del potencial de su sociedad: potencial de agresión, sentimiento de culpabilidad, ignorancia, resentimiento, crueldad, que vician sus instintos vitales. Si la identidad del yo ha de ser algo más que la inmediata realización de este potencial (no deseable para el individuo como ser humano), entonces requiere represión y sublimación,  transformación consciente. Este proceso involucra en cada fase (para emplear los ridiculizados términos que aquí revelan concisa concreción) la negación de la negación, la mediación de lo inmediato, y la identidad no es ni más ni menos que este proceso. La “alienación” es el elemento constante y esencial de la identidad, el lado objetivo del sujeto, y no, como se suele presentar hoy, como una enfermedad, una condición psicológica. Freud conocía bien la diferencia entre represión progresiva y represiva, liberadora y destructiva. La publicidad de la realización personal promueve la eliminación de ambas, promueve la existencia en aquella inmediatez que, en una sociedad represiva, es (para emplear otro término hegeliano) mala inmediatez (schlechte Unmittelbarkeit). Aísla al individuo de la única dimensión en la que podría “encontrarse a sí mismo”: de su existencia política, que es la esencia de toda su existencia. En cambio alienta el inconformismo y el dejarse llevar en formas  que dejan los mecanismos reales de la represión en la sociedad completamente intactos, y que incluso refuerzan estos motores utilizando como substituto las satisfacciones de la rebeldía particular y personal, de una oposición que excede  lo particular y personal, y por tanto es más auténtica. La desublimación que implica esta clase de realización personal es en sí misma represiva en tanto que debilita la necesidad y el poder del intelecto, la fuerza catalítica de aquella conciencia infeliz que no se deleita en la arquetípica descarga personal de la frustración —desesperado resurgimiento del Yo que tarde o temprano sucumbirá a la omnipresente racionalidad del mundo administrado—, pero que reconoce el horror del todo en la frustración más privada y se realiza a sí mismo en este reconocimiento.

He tratado de mostrar cómo los cambios en las sociedades democráticas avanzadas, que han socavado las bases del liberalismo económico y político, también han alterado la función liberal de la tolerancia. La tolerancia que fue el gran logro de la era liberal todavía es profesada y (con fuertes restricciones) practicada, mientras que el proceso económico y político está sujeto a una administración ubicua y efectiva de acuerdo con los intereses predominantes. El resultado es una contradicción objetiva entre la estructura económica y política por un lado, y la teoría y la práctica de la tolerancia por el otro. La estructura social alterada tiende a debilitar la efectividad de la tolerancia hacia los movimientos disidentes y de oposición y a fortalecer a las fuerzas conservadoras y reaccionarias. La igualdad de tolerancia resulta abstracta, falsa. Con el efectivo declive de las fuerzas disidentes en la sociedad, la oposición queda aislada en pequeños grupos frecuentemente antagónicos que, incluso cuando son tolerados dentro de estrechos límites establecidos por la estructura jerárquica de la sociedad, resultan impotentes mientras se mantienen dentro de estos límites. Pero la tolerancia que les es presentada es engañosa y promueve la coordinación [N. de los T.: Gleichschaltung, unificación política forzada en la Alemania nazi]. Y sobre los firmes fundamentos de una sociedad coordinada y prácticamente cerrada contra el cambio cualitativo, la tolerancia misma sirve para contener tal cambio en lugar promoverlo.

Estas mismas condiciones hacen que la crítica de tal tolerancia se vuelva/torne abstracta y académica, y la proposición de que el equilibrio entre tolerancia hacia la derecha y hacia la izquierda tendría que ser radicalmente reajustado con el objetivo de/para restaurar la función liberadora de la tolerancia, pasa a ser nada más una especulación poco realista. De hecho un tal reajuste parece equivalente al establecimiento de un “derecho de resistencia” hasta el punto de la subversión. No hay ni puede haber tal derecho para ningún grupo o individuo en contra de un gobierno constitucional sostenido por una mayoría de la población. Pero creo que hay un “derecho natural” de resistencia para las minorías oprimidas y dominadas a emplear medios extralegales si los legales han demostrado ser inadecuados. La ley y el orden son siempre y en todas partes la ley y el orden que protegen a la jerarquía establecida; carece de sentido invocar la autoridad absoluta de aquel orden público contra aquellos que lo padecen y luchan en su contra —no por ventajas personales o por venganza sino por su humanidad compartida. No hay otro juez sobre ellos que las autoridades constituidas, la policía y sus propias conciencias. Al emplear la violencia no comienzan una nueva cadena de violencia, sino que intentan romper una ya establecida/instaurada. Ya que serán castigados, conocen el riesgo, y cuando están dispuestos a correrlo, ninguna tercera persona, y menos que nadie el educador e intelectual, tiene el derecho a predicar la abstención.

Postscriptum 1968

La fuerza histórica progresiva de la tolerancia radica en su extensión a aquellos modos y formas de disidencia que no están comprometidos con el status quo de la sociedad y no se limitan al marco institucional de la sociedad establecida. En consecuencia, la idea de tolerancia implica la necesidad de que el grupo o individuos disidentes se vuelvan ilegítimos cuando la legitimidad establecida previene y combate el desarrollo de la disidencia. Este no solo sería el caso en una sociedad totalitaria, bajo una dictadura, en estados de partido único, sino también en una democracia (representativa, parlamentaria o “directa”) donde la mayoría [política] no resulta del desarrollo del pensamiento y la opinión independientes,  sino más bien de la administración monopólica u oligopólica de la opinión pública, sin terror y (normalmente) sin censura. En tales casos, la mayoría se perpetúa a sí misma mientras perpetúa los intereses particulares que la convirtieron en mayoría. En su misma estructura, esta mayoría está “cerrada”, petrificada; repele a priori cualquier cambio que no sean cambios dentro del sistema. Pero esto significa que la mayoría ya no está justificada para reclamar el título democrático del mejor guardián del interés común. Y tal mayoría es prácticamente lo contrario de la “voluntad general” de Rousseau: no está compuesta de individuos que en sus funciones políticas han hecho efectiva la “abstracción” de sus intereses privados, sino, por el contrario, de individuos que han efectivamente asociado sus intereses privados con sus funciones políticas. Y los representantes de esta mayoría, al determinar y efectuar su voluntad, determinan y efectúan  la voluntad de los intereses particulares que han formado la disposición de  la mayoría. La ideología de la democracia esconde su falta de sustancia.

En los Estados Unidos, esta tendencia va de la mano con la concentración monopólica u oligopólica de capital en la formación de la opinión pública, es decir, de la mayoría. La posibilidad de influir, de una manera efectiva, a esta mayoría es a un precio, en dólares, totalmente fuera del alcance de la oposición radical. Aquí también, la libre competencia e intercambio de ideas se han convertido en una farsa. La izquierda no tiene igual voz, no tiene igual acceso a los medios de comunicación y sus instalaciones públicas, no porque una conspiración la excluya, sino porque, a la antigua y buena manera capitalista, no tiene el poder de compra requerido. Y la izquierda no tiene poder adquisitivo porque es la izquierda. Estas condiciones imponen a las minorías radicales una estrategia que es, en esencia, una negativa a permitir el funcionamiento continuo de la supuesta tolerancia indiscriminada que, de hecho, discrimina. Por ejemplo, una estrategia de protesta contra la combinación alterna de un portavoz de Derecha (o de Centro) con uno de izquierda. No ‘igual’ sino mayor representación de la izquierda sería la igualación de la desigualdad imperante.

Dentro del marco sólido de la desigualdad y el poder preestablecidos, la tolerancia se practica de hecho. Incluso se expresan opiniones escandalosas, se televisan incidentes escandalosos; y los críticos de las políticas establecidas son interrumpidos por la misma cantidad de anuncios comerciales que los defensores conservadores. ¿Se supone acaso que estos interludios contrarrestan el gran peso, la magnitud y la continuidad de la publicidad del sistema, el adoctrinamiento que opera lúdicamente tanto durante los interminables comerciales como a través del espectáculo?

Dada esta situación, en ‘Tolerancia represiva’ sugerí la práctica de tolerancia discriminatoria en un sentido inverso, como un medio para modificar el equilibrio entre la derecha y la izquierda al restringir la libertad de la derecha, contrarrestando así la desigualdad generalizada de la libertad (oportunidad desigual de acceso a los medios de persuasión democrática) y fortalecimiento de los oprimidos contra los opresores. La tolerancia se restringiría con respecto a los movimientos de carácter demostrablemente agresivo o destructivo (destructivos de las perspectivas de paz, justicia y libertad para todos). Dicha discriminación también se aplicaría a los movimientos que se oponen a la extensión de la legislación social a favor de los pobres, los débiles, los discapacitados. En contraste con las denuncias virulentas de que tal política eliminaría el sagrado principio liberalista de igualdad para “el otro bando”, sostengo que hay problemas en los que o no hay “otro bando” más que en un sentido puramente formal, o donde “el otro bando” es demostrablemente “regresivo” e impide una posible mejora de la condición humana. Tolerar la propaganda en favor de la inhumanidad vicia los objetivos, no solo del liberalismo, sino de cualquier filosofía política progresista.

Si la elección fuera entre democracia genuina y dictadura, la democracia sería ciertamente preferible. Pero la democracia no prevalece. Los críticos radicales del proceso político existente son denunciados fácilmente como defensores de un “elitismo”, de una dictadura de los intelectuales como alternativa. Lo que de hecho tenemos es gobierno, gobierno representativo por parte de una minoría no intelectual de políticos, generales y empresarios. El registro de esta “élite” no es muy prometedor, y las prerrogativas políticas en pos de la intelectualidad no necesariamente son peores para la sociedad en general.

En cualquier caso, John Stuart Mill, no exactamente un enemigo del gobierno liberal y representativo, no era tan alérgico al liderazgo político de la intelligentsia como lo son los guardianes contemporáneos de la semi-democracia. Mill creía que la “superioridad mental individual” justifica “considerar la opinión de una persona como equivalente a más de una”:

Hasta que se haya concebido, y hasta que la opinión pública esté dispuesta a aceptar algún modo de votación plural que pueda asignar a la educación como tal el grado de influencia superior que le corresponde, y que sea suficiente como contrapeso al peso numérico de la clase menos educada, ya que los beneficios del sufragio completamente universal no se pueden obtener sin traer consigo, a mi parecer, más que males equivalentes.[v]

La “distinción a favor de la educación, el derecho en sí mismo” también se suponía que debía proteger a “los educados de la legislación de la clase de los no educados”, sin permitir que la primera practique una legislación de clase propia.[vi]

Hoy en día, estas palabras tienen, comprensiblemente, un sonido antidemocrático, “elitista” —comprensiblemente debido a sus implicaciones peligrosamente radicales. Porque si ‘educación’ es algo más que entrenamiento, aprendizaje, preparación para la sociedad existente, entonces no sólo significa permitir que el hombre conozca y comprenda los hechos que conforman la realidad, sino que también conozca y comprenda los factores que establecen los hechos para que pueda cambiar su realidad inhumana. Y esa educación humanista involucraría a las ciencias “duras” (¿”duras” como en el “hardware” comprado por el Pentágono?), las liberaría de su dirección destructiva. En otras palabras, tal educación le serviría efectivamente muy poco al orden establecido, y dar prerrogativas políticas a los hombres y mujeres así educados sería efectivamente antidemocrático en los términos del orden establecido. Pero estos no son los únicos términos.

Sin embargo, la alternativa al proceso semidemocrático establecido no es una dictadura o élite, no importa cuán intelectual e inteligente sea, sino la lucha por una democracia real. Parte de esta lucha es la lucha contra una ideología de tolerancia que, en realidad, favorece y fortalece la conservación del status quo de la desigualdad y la discriminación. Para esta lucha, propuse la práctica de la tolerancia discriminatoria. Sin duda, esta práctica ya presupone el objetivo radical que pretende alcanzar. Cometí esta petitio principii [falacia: petición de principio] para combatir la idea perniciosa de que la tolerancia ya está institucionalizada en esta sociedad. La tolerancia, que es el elemento de la vida, el identificador de una sociedad libre, nunca será un regalo de los poderes existentes; bajo las condiciones de la tiranía de la mayoría imperantes, sólo se puede ganar mediante el esfuerzo sostenido de las minorías radicales dispuestas a acabar con esta tiranía y trabajar para el surgimiento de una mayoría libre y soberana: minorías intolerantes, radicalmente intolerantes y desobedientes ante las reglas de comportamiento que toleran la destrucción y la represión.

 


Notas.

[i] Edgar Wind, Arte y Anarquía (Faber, Londes, 1963).

[ii] Me gustaría reiterar para la posterior discusión que, de facto, la tolerancia no es ciega y “pura”, ni siquiera en la sociedad más democrática. Las “limitaciones de fondo” que se mencionan en la página 2 [más abajo en el ensayo] restringen la tolerancia antes de que empiece a operar. La estructura antagónica de la sociedad falsea / amaña las reglas del juego. Aquellos que se oponen al orden establecido están a priori en una desventaja que no es eliminada por la tolerancia para con sus ideas, discursos y periódicos

[iii] Sartre, Prefacio a Frantz Fanon, Los Condenados de la Tierra (Maspéro, París, 1961). p. 22.

[iv] En los tiempos modernos, el fascismo ha sido una consecuencia de la transición a la sociedad industrial sin una revolución. Véase Barrington Moore, Los Orígenes Sociales de la Dictadura y Democracia (Allen Lane, Londres, 1963).

[v] Consideraciones sobre el Gobierno Representativo (Chicago: Gateway Edition, 1962), p. 183.

[vi] Consideraciones sobre el Gobierno Representativo (Chicago: Gateway Edition, 1962), p. 181.