El urgente desafío orgánico de un cambio de cultura política

En un escenario político cada vez más complejo y dinámico, en ocasiones las organizaciones experimentan un vacío de definiciones que, en el marco de estas formas asamblearias, provocan conflictos que suelen canalizarse en recriminaciones a las llamadas “vocerías”. En muchas ocasiones, el tema del rol de las llamadas “vocerías”, surge por las diferencias políticas con algo que dijo alguien, lo cual es totalmente legítimo. El problema es que, ante ello, la discusión se centra mucho más en la potestad orgánica de decir lo que se dice, y mucho menos en qué es lo que se dice, ocultando una diferencia de contenido que es mucho más fructífero enfrentar directamente. Dado que se comprende la figura de las y los dirigentes como “voceros” sin agencia ni flexibilidad política (cuyas intervenciones deben ser “visadas”), el problema está incluso más allá de lo dicho: está en “decir algo”. Puesto así, surgen preguntas como, por ejemplo, ¿cuáles son los criterios para definir a las y los militantes que pueden dar su opinión en las discusiones políticas?

por Cristóbal Cortés R.

Imagen / s/n, foto de Takashi Tomooka


La cultura política que hoy reproducimos se ha ido transformando en un nudo problemático para avanzar con el dinamismo suficiente en constituir nuestras orgánicas en una herramienta para las luchas populares. Sin desatar ese nudo, nuestra tarea se hace aún más cuesta arriba y, por lo mismo, su reflexión adquiere carácter urgente.

A modo de hipótesis, asistimos a la coexistencia en nuestras organizaciones de dos tendencias. Por un lado, la corrosión de supuestos básicos del debate democrático (de la cual la izquierda, aunque busque ser un santuario, no está ajena) y, por otro, la persistencia de una forma de cultura asamblearia que ha pasado de ser una herramienta dinamizadora a un lastre para ciertos nuevos desafíos.

  1. La acción demoledora del neoliberalismo ha roto todos los supuestos de la democracia, que parecen hoy apelar más a un cierto deber moral que a una realidad sobre la cual actuar. Ello la está volviendo inútil para resolver problemas y eso es lo que aprovechan las derechas a las que bien poco les importa cuidar sus condiciones de existencia. Lamentablemente, las organizaciones de izquierda no somos un santuario ajeno a los vicios de la sociedad neoliberal. Actuamos también a veces así, con tanta miseria como nuestra propia sociedad. Eso de las noticias falsas por redes sociales, de  ataques anónimos, caricaturas y descalificaciones, de decir algo falso en un relato verosímil y de hacer de Whatsapp un canal de expansión del rumor (denuncias que hacemos para profitar contra la “bolsonarización” de la política), está también en nosotras y nosotros. Todas estas prácticas corroen las condiciones básicas de un debate democrático.
  2. Como lo señala Francisco Arellano en su escrito “La cultura política de la generación 2011”, las organizaciones políticas que hemos surgido al calor de las luchas sociales de la última década portamos en nuestro modo de hacer política una forma de cultura asamblearia que se ha ido convirtiendo en un lastre para parte importante de los nuevos desafíos que nos toca enfrentar. Lo que en algún momento fue una herramienta democratizadora que permitía garantizar una convocatoria abierta, horizontal y directa a la construcción de movimientos sociales transversales y convocantes, hoy parece ser una mochila pesada sobre los hombros de las organizaciones. Toda forma organizacional es una herramienta y, sin detenerme en los logros históricos que aquella cultura política nos legó, de su mano también vino la instalación de la desconfianza en el valor de la conducción política. Se erigió la figura de las y los voceros como dirigentes sin agencia ni flexibilidad política. Contrario a su ímpetu inicial, se ha construido una forma orgánica con muy pocos incentivos para asumir riesgos y empujar más allá de la componenda, lo que ha tendido a reforzar el conservadurismo.

A ello se suma que las izquierdas surgidas al calor de las luchas sociales de la última década tenemos un déficit de institucionalidad política para procesar las discusiones internas que no se soluciona sólo con un buen diseño orgánico. No se trata de letras sobre papel. Se trata de promover prácticas políticas que construyan los cimientos de aquella institucionalidad.

En un escenario político cada vez más complejo y dinámico, en ocasiones las organizaciones experimentan un vacío de definiciones que, en el marco de estas formas asamblearias, provocan conflictos que suelen canalizarse en recriminaciones a las llamadas “vocerías”. En muchas ocasiones, el tema del rol de las llamadas “vocerías”, surge por las diferencias políticas con algo que dijo alguien, lo cual es totalmente legítimo. El problema es que, ante ello, la discusión se centra mucho más en la potestad orgánica de decir lo que se dice, y mucho menos en qué es lo que se dice, ocultando una diferencia de contenido que es mucho más fructífero enfrentar directamente. Dado que se comprende la figura de las y los dirigentes como “voceros” sin agencia ni flexibilidad política (cuyas intervenciones deben ser “visadas”), el problema está incluso más allá de lo dicho: está en “decir algo”. Puesto así, surgen preguntas como, por ejemplo, ¿cuáles son los criterios para definir a las y los militantes que pueden dar su opinión en las discusiones políticas?

Todo lo anterior tiene dos efectos no deseados. Por un lado, se posibilita la promoción de una cultura política que centra la discusión en las potestades orgánicas de quiénes, cómo y cuándo emitir opiniones y se procesa el debate desde la mirada de la la fiscalización interna y el control orgánico, alejando la atención militante de la discusión acerca de cómo es que ella puede convocar y construir más allá de sus límites, que a todas luces hoy son insuficientes para liderar un proceso de transformación social. Por otro lado, construye conducciones políticas con problemas para ejercer la conducción. El ejercicio de la política está cruzado por la toma de decisiones, y las opciones nunca son tan diáfanas como para establecer que alguna carece de matices. El ejercicio de tomar decisiones, implementarlas y hacerse cargo de sus consustanciales costos es central para cualquier organización que busque avanzar más allá de su status quo. Como contracara al primer efecto no deseado, el segundo es que la atención de las conducciones está mucho más puesta en precaverse de la fiscalización interna que en tomar decisiones audaces para un escenario político complejo y dinámico.

Ahora bien, no busco invisibilizar un hecho central: lo importante es el contenido de lo dicho, pero también el momento y quién lo dice, pues su impacto cambia. Los discursos también son materialidad de poder. Los liderazgos son dispositivos políticos y no únicamente personas que llegaron donde están por mera casualidad. Por eso es que procesar los debates del momento histórico es labor de la institucionalidad política, justamente para ocupar de la mejor manera posible la fuerza de tales dispositivos. Y, por lo mismo, la solución no pasa por cercenar el debate, sino por construir una cultura que lo promueva.

Necesitamos enfrentar las prácticas que van corroyendo las condiciones básicas de un debate democrático, enfrentar la desconfianza que fue central canalizar para nuestro crecimiento, pero que hoy es necesario superar, y, por contraparte, valorar la necesidad de construir conducciones políticas audaces, con poder de procesar discusiones y tomar decisiones. Sin todo lo anterior, es muy difícil construir organizaciones efectivamente democráticas y políticamente dinámicas, con capacidad de intervención y con una vocación de actuar más hacia la sociedad que hacia sus propias militancias.

 

*Columna del segundo número de El Pasquín, boletín de la tesis “Para desbordar lo posible” del “Congreso de las fuerzas convergentes del Frente Amplio” disponible aquí.

Cristóbal Cortés Ramírez

Sociólogo, parte del Movimiento Autonomista y participante del "Congreso de las fuerzas convergentes del Frente Amplio".