Perspectivas de futuro para la izquierda radical española tras las elecciones

Entender la caída de Podemos como parte de una crisis generalizada de la izquierda radical es fundamental para evitar caer en el error de pensar que la salida pasa por encontrar la “táctica” o la “teoría” correcta. El problema es mucho más profundo y pasa por el agotamiento de las dos tesis originales de Podemos y el resto de las confluencias, es decir, la existencia de una “ventana de oportunidad” para la izquierda radical y la posibilidad de romper el “techo de cristal” de los movimientos sociales desde las instituciones.

por Juan Cristóbal Marinello

Imagen / Madrid, marcha del cambio, 31 enero 2015. Fuente: Wikimedia.


Tal como señalaba el manifiesto fundacional de Podemos en 2014, su creación se basaba en la idea de que el movimiento del 15-M y la crisis de legitimidad de la Unión Europea habían abierto una “ventana de oportunidad” para el surgimiento de una alternativa electoral capaz de “convertir la indignación en cambio político”. El enorme mérito de haber sabido identificar y aprovechar esta apertura es indiscutible, especialmente considerando que gran parte de los activistas sociales ya había dado por finiquitada la experiencia de los indignados y se preparaba para afrontar el largo invierno del reflujo. Por otra parte, Podemos y las llamadas “confluencias” asumieron como tesis central la existencia de un techo de cristal para las capacidades de transformación de los movimientos sociales, que solo se podría superar irrumpiendo en las instituciones. De este modo, los nuevos partidos de la izquierda radical española lograron prolongar el ciclo de movilizaciones iniciado en 2011, transformando el desencanto en capital electoral y cosechando por el camino algunas victorias hasta entonces inimaginables.

Ahora bien, las distintas citas electorales de 2019 han mostrado que esta ventana de oportunidad parece haberse cerrado, dejando un futuro lleno de incertidumbre para el conjunto de la izquierda radical española. Es indudable que los resultados electorales de Podemos y sus aliados han sido muy decepcionantes, aunque no tan catastróficos como se ha afirmado. Se logró frenar parcialmente la sangría de votos que vaticinaban las encuestas, consolidando una posición muy por encima del 10%. Además, aunque todo indica que se perderán las alcaldías de Madrid y Barcelona, las respectivas candidaturas aguantaron bien el desgaste de cuatro años de gobierno y estuvieron a un puñado de votos de mantenerse en el poder. Desde este punto de vista, el verdadero problema de Podemos no son tanto los resultados electorales en sí, sino que la distancia aparentemente inalcanzable existente con el Partido Socialista. Tras su inesperada resurrección, el PSOE ha quedado en una excelente posición para inaugurar —como en Portugal— una larga fase hegemónica basada en un discurso socialdemócrata que generé la ilusión de haber abandonado la austeridad, cumpliendo al mismo tiempo los objetivos impuestos por Europa.

En definitiva, los resultados de las elecciones han enterrado definitivamente el debate sobre el llamado sorpasso. Desde los halagüeños sondeos de finales de 2014, la posibilidad de transformarse en la primera fuerza de la izquierda se convirtió en el objetivo central de Podemos. El sorpasso fue la promesa que orientó su actuación política y justificó la acelerada renuncia a los elementos centrales que habían caracterizado su programa original y el del movimiento 15-M. En forma inexorable —y sin mucha resistencia— el partido se fue vaciando de contenido político y se convirtió en una marca electoral concentrada en adaptarse a un escenario en constante evolución. Sin embargo, el proyecto se acabó frustrando, en buena medida debido al impulso que los poderes económicos y el conflicto catalán dieron a Ciudadanos, lo que acabó bloqueando las iniciales pretensiones de transversalidad de Podemos y le relegó al espacio de la extrema izquierda.

La dirección de Podemos asumió desde hace mucho tiempo la imposibilidad de superar a los socialistas en las elecciones de 2019, por lo que diseñó una estrategia acorde con las expectativas electorales: la formación de un gobierno de coalición con el PSOE. En última instancia, es en este punto donde reside la verdadera derrota de Podemos, ya que sus resultados fueron insuficientes para ser decisivos en garantizar la gobernabilidad, dejando al partido liderado por Pablo Iglesias en una posición de debilidad en las negociaciones con el PSOE.

Aunque en principio pueda parecer un giro drástico, el proyecto de una coalición de izquierdas es coherente con lo que ha sido la trayectoria de Podemos. Uno de los aspectos que más han distinguido a la formación morada con respecto a la tradición de la izquierda radical, ha sido su ambiciosa vocación de poder y, en concreto, de gobernar. En el contexto actual, la única posibilidad pasa por una alianza subordinada con los socialistas, especialmente considerando que la alternativa es facilitar el acceso de las derechas al poder. Por otra parte, con toda seguridad los dirigentes de Podemos han tenido en consideración la reciente experiencia portuguesa, donde el apoyo externo del Partido Comunista y el Bloco de Esquerda al gobierno del Partido Socialista ha acabado beneficiando exclusivamente a éste último.

En estos días, la política española vive una fase de intensas negociaciones cruzadas a nivel nacional y municipal. Si bien las perspectivas para Podemos y sus aliados son grises, no hay que descartar la posibilidad de algunas sorpresas relevantes, como mantener los ayuntamientos de Madrid y/o Barcelona, o el ingreso de algunos ministros de Podemos al gobierno de Pedro Sánchez. Sin embargo, independiente de lo que reserve el futuro inmediato a la izquierda radical española, se hace necesario reconocer que, tras un lustro de existencia, las nuevas formaciones políticas han probablemente alcanzado su techo, salvo algún suceso imprevisible y catastrófico. Es importante resistir la tentación de interpretar el estancamiento de Podemos exclusivamente en base a sus propios errores. Con toda seguridad, los fallos estratégicos y comunicativos, el excesivo personalismo de los liderazgos y las continuas divisiones han sido factores importantes, pero no decisivos. La caída de Podemos no es un problema exclusivo de la formación morada, sino que parte de un crisis electoral general de la izquierda radical en España.

Las confluencias en Catalunya y Galicia, que tan fundamentales habían sido en 2015 y 2016, perdieron más de un cuarto de sus votos. Izquierda Unida encuentra enormes dificultades para marcar un perfil propio dentro de su coalición con Podemos (Unidas Podemos), y una salida significaría un peligro real de desaparición. La izquierda independentista catalana de las Candidatures d’Unitat Popular (CUP) ha quedado fuera tanto del parlamento como del ayuntamiento de Barcelona. Las CUP, una de las organizaciones políticas más interesantes del Estado español, había logrado beneficiarse de su ambigüedad entre cuestión nacional y cuestión social, pero en el panorama actual dicha ambigüedad ha significado quedarse sin un espacio político propio. La única excepción ha sido EH Bildu, que se ha visto impulsado por el avance del proceso de paz y el declive de Podemos en el País Vasco.

Entender la caída de Podemos como parte de una crisis generalizada de la izquierda radical es fundamental para evitar caer en el error de pensar que la salida pasa por encontrar la “táctica” o la “teoría” correcta. El problema es mucho más profundo y pasa por el agotamiento de las dos tesis originales de Podemos y el resto de las confluencias, es decir, la existencia de una “ventana de oportunidad” para la izquierda radical y la posibilidad de romper el “techo de cristal” de los movimientos sociales desde las instituciones. La ventana se ha cerrado y ahora es necesario concentrarse en encontrar una nueva forma de abrirla en vez de continuar a golpearse la cabeza contra el vidrio. El ejercicio del poder ha dejado experiencias y resultados muy positivos, pero ha contribuido mucho más a desnudar los límites del municipalismo que a superarlos. Sin pretender menospreciar los importantes logros alcanzados, hay que decir que una izquierda que se acomoda a la gestión compasiva del capitalismo deja necesariamente de ser radical para pasar a ser socialdemócrata. Lo que no es ningún crimen, pero sí un hecho que debe ser reconocido para evitar engañar a los demás y, sobre todo, a sí mismos.

Las probabilidad de quedar fuera del gobierno central y de los ayuntamientos plantea un grave impasse para Podemos y las confluencias. Paradójicamente, las nuevas formaciones de la izquierda radical están diseñadas para luchar por el poder y no para oponerse a él; en otras palabras, están preparadas para alcanzar el gobierno pero no para perderlo. La izquierda radical no tiene un plan B, lo que plantea un riesgo real de implosión en el corto plazo. He aquí una de las principales debilidades de los proyectos electorales de la izquierda radical, en particular si se tiene en cuenta que la alternancia representa un principio irrenunciable de los sistemas democráticos. En este sentido, la izquierda radical no alcanzará su verdadera madurez hasta que sea capaz de plantear una estrategia de largo recorrido que no dependa de la contingencia de los resultados electorales.

La vía institucional no deja de ser un atajo vacío y cortoplacista si no está subordinada a la construcción prioritaria de un movimiento popular radical capaz de ejercer un poder real en el tejido social y económico. Podemos y las confluencias no surgieron orgánicamente de los movimientos sociales, sino que fueron, primero que nada, marcas electorales que sirvieron como polos de atracción de los cuadros más destacados y experimentados de los indignados. Las “alcaldías del cambio” dieron protagonismo el mundo del activismo, pero al costo de subordinar los movimientos sociales a los intereses electorales e invisibilizar el conflicto. Ahora que se han hecho evidentes los límites de la vía institucional, al movimiento popular no le queda otra opción que pugnar por recuperar su autonomía y alcanzar una libertad táctica que le permita dejar de estar condicionado por el calendario electoral.

Ahora bien, la posibilidad de aprovechar la clausura de este ciclo para iniciar uno nuevo y exitoso solo será posible si tanto el movimiento político como social aprenden de sus experiencias recientes. Mucho tiempo ha pasado desde la explosión del 15-M en 2011 y desde el nacimiento de Podemos en 2014, y hoy en día es igual de ingenuo creer que la movilización social “pura” puede provocar cambios profundos por sí misma, como que dichas transformaciones vendrán de una apretada victoria electoral a nivel parlamentario o municipal. Desde este punto de vista, los movimientos sociales necesitan articular una postura flexible e independiente frente al poder, pero también asumir que no da lo mismo quién gobierne. Por su parte, los partidos de la izquierda radical deberían internalizar que en una sociedad democrática las instituciones tienen un poder limitado y temporal, por el cual no merece la pena sacrificar alegremente los principios y objetivos más básicos. La hegemonía no se conquistará por un puñado de votos, sino que principalmente a través de un duro trabajo cotidiano y anónimo en las entrañas del Capital. La movilización por la movilización y el poder por el poder son dos caras de una misma moneda: la concepción de la izquierda como un estilo de vida o una alternativa valórica moralmente superior. En realidad, la izquierda —al menos la que se niega a capitular— solo puede tener sentido como una máquina de guerra permanente en pos de la emancipación de la humanidad, siempre activa en todos los frentes de lucha.

Juan Cristóbal Marinello
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Historiador, Doctor en Historia en la Universidad Autónoma de Barcelona y actualmente reside en Cataluña.