El fin de la nostalgia

A punta de fuego y violencia caímos en la cuenta de que nuestro mundo estaba ya muerto y que nuestros cuerpos eran la pantalla donde se reproducía el vil espejismo. Comenzamos a entender de verdad eso que se dijo en tantas lenguas, eso de que nuestra modernidad neoliberal era precisamente la barbarie, la forma presentista del atraso rentable, y por fin pudimos ver en otro encuadre aquello que rutinariamente significábamos como fracaso individual. Dejamos de escuchar nuestro propio mantra y vimos las siluetas de los nuestros amplificarse en el efecto de la luz de esas piras que se multiplicaban sin disciplina. Con dolor y muerte sentimos el crujir de las primeras cadenas y pudimos sentir de nuevo esa brisa vertiginosa que abraza cuando lo que sopla no es el hedor del pasado, sino la promesa del futuro.

por Comité Editorial Revista ROSA

Imagen / Protestas en Chile, Estación Metro Bellas Artes. Fuente: Wikimedia.


Durante mucho tiempo vivimos saturados de pasado. Fuese en su versión épico-heroica o en su forma traumático-culposa, transitábamos preñados de un ayer que anclaba nuestros sueños y nuestras vigilias. Hubo ocasiones en que experimentamos sobresaltos, fruto de esas jornadas memorables en las que nos vimos envueltos en una ráfaga febril; pero el repliegue terminaba siendo más fuerte y volvíamos a aquellos paisajes que nos recordaban amargamente el punto de partida. Nos quedaba el recuerdo de los síntomas, acopiábamos las crónicas de pequeños avances, las postales de esos triunfos que si bien corrían el límite de lo posible, no alcanzaban para romper nuestros propios cercos. Transitábamos sabiendo que nuestros empujes valían la pena, que algún sentido tenían, pero la fuerza de la resaca nos recordaba una y otra vez los límites de nuestras fuerzas. Y así estuvimos por décadas, prisioneros de un pasado que nos ataba y que tampoco estábamos dispuestos a soltar. Hasta ahora.

Sebastián Piñera no se equivocó cuando hablaba de Chile como un oasis. Éramos precisamente eso, un oasis en un mundo revuelto y sumido en los dolores de un parto televisado desde múltiples geografías. Éramos un país funcionando a contrapelo de la historia, trabajosamente desagajado de la convulsión del globo, suspendido en un tiempo que en otras partes mostraba claros signos de obsolescencia. Pero llegó octubre y de manera abrupta fuimos arrojados a las turbulentas aguas del siglo XXI. A punta de fuego y violencia caímos en la cuenta de que nuestro mundo estaba ya muerto y que nuestros cuerpos eran la pantalla donde se reproducía el vil espejismo. Comenzamos a entender de verdad eso que se dijo en tantas lenguas, eso de que nuestra modernidad neoliberal era precisamente la barbarie, la forma presentista del atraso rentable, y por fin pudimos ver en otro encuadre aquello que rutinariamente significábamos como fracaso individual. Dejamos de escuchar nuestro propio mantra y vimos las siluetas de los nuestros amplificarse en el efecto de la luz de esas piras que se multiplicaban sin disciplina. Con dolor y muerte sentimos el crujir de las primeras cadenas y pudimos sentir de nuevo esa brisa vertiginosa que abraza cuando lo que sopla no es el hedor del pasado, sino la promesa del futuro.

Nos costará tiempo entender que en estos días agitados enterramos la nostalgia, para siempre, y que cabalgamos montados sobre una bocanada emancipatoria que avanzará con o sin nosotros. Quizás en este trance convenga suspender nuestra veneración gramsciana y asumir que lo que tiene que nacer ya nació, y que ese orden nuevo se alza desafiante para preguntarnos si estaremos a la altura de lo que demanda ese tiempo abierto que jamás dejamos de invocar, incluso cuando masticábamos las más lacerantes derrotas. Hoy, cuando todo indica que perdimos el miedo a equivocarnos, debemos asumir que este es el momento histórico que tantas veces recreamos. Convivimos con ruidos molestos que nos advierten que esto no luce como supuestamente debería lucir, sobre todo cuando en el paisaje campean las zapatillas caras, las consignas individuales y los teléfonos de última generación que repiten los ritmos del trap y el reguetón. Nuestros atavismos se cubren de la autoridad de las viejas certezas para inocular el germen de la desconfianza. Pero todo lo que nos rodea anuncia que en esos agentes que hoy no logramos catalogar con precisión se está expresando una nueva era, una era que nos convoca a poblar el futuro y construirlo con rabiosa autonomía.

La historia no espera por los sujetos indicados, pues son los sujetos los que definen el dinamismo de los tiempos. No es la hora de pensar en ángeles ni en los mezquinos cálculos de la autocomplacencia, que es una forma sofisticada de narcisismo. Estamos aquí, arrojados por nuestra histórica porfía, al torbellino de un nuevo siglo, y es la memoria de los muertos que nos empujaron a este momento la que mira expectante si nos atreveremos o no a ser protagonistas de todo aquello que alguna vez soñamos. Bienvenidas y bienvenidos al funeral del neoliberalismo. Bienvenidas y bienvenidos a nuestro propio siglo.