Claroscuros de un acuerdo paradójico

…fundamental es comprender que la anomia actual, que literalmente significa “ausencia de ley”, se parece pero no es la clásica “dualidad de poderes” de los viejos textos marxistas. Y no lo es porque la multitud movilizada no es un sujeto, porque ha renunciado a la representación. En este sentido, la izquierda debe asumir que su fracaso no es inferior al de la derecha: si esta fracasó en dotar de estabilidad al neoliberalismo, aquella no pudo dotar de programa claro y de conducción a la movilización. Que el Frente Amplio como coalición política coherente sea una de las víctimas de la revuelta de Octubre no es sorpresivo: se trata de un proyecto pensado para la normalidad del poder constituido.

por Francisco Ojeda

Imagen / Protestas en Santiago centro, 18 de octubre, 2019. Fuente.


El acuerdo político anunciado la madrugada del 15 de Noviembre, desafortunadamente llamado “por la paz y la nueva Constitución”, ha provocado amplias y diversas reacciones a lo ancho del muy diverso mundo de las izquierdas. Muchas de ellas no dan cuenta ni del contenido ni de una lectura política adecuada para comprenderlo.

En estas líneas se van a analizar políticamente dicho acuerdo, intentando tomar distancia de las querellas moralizantes a las que se ha arrojado buena parte de organizaciones vinculadas al mundo de las izquierdas. Me interesa comprender qué situación política concreta refleja el acuerdo, cuál es su valor y sus limitaciones, y finalmente qué posibilidades abre para la acción política de las izquierdas.

Las convulsiones que este hito político ha provocado en nuestro sector no son inexplicables: lo cierto es que el contenido del acuerdo es paradójico. Por un lado es un avance sustantivo, pero dicho avance sustantivo es aún insuficiente para resolver la crisis política que enfrentamos, al menos en su punto decisivo que es la crisis de representación. Pero, ¿cómo puede ser un acuerdo que ha levantado tantas pasiones ser un avance clave pero a la vez no resolver la crisis?

Un poco de realismo político

Es llamativo que varios análisis críticos del acuerdo hagan abstracción de un factor central de la cultura política de la izquierda, al menos de la que se reivindica materialista: el análisis de la correlación de fuerzas. En efecto, el debate pareció concentrarse en lo que decía o no el acuerdo, si era o no una “trampa”. Pocos repararon en que el acuerdo en la práctica reflejó y refleja una situación de “tablas” en las que el Gobierno ha perdido toda capacidad de imponer su política, pero a la vez la movilización social carece de la autoridad para imponer la suya.

No se trata solo de que la alianza social de los sectores históricamente dominantes con la fuerza militar y de las fuerzas de seguridad siga en pie, sino que incluso estas últimas hicieron discretos movimientos que daban a entender un principio de insubordinación al poder civil. Que Mario Desbordes, el artífice del hito por el lado de la derecha, diera su famoso ultimátum de las 48 horas no se debió solo al acorralamiento político del oficialismo, sino a la insólita presión puesta por las FFAA al permitirse exigir exenciones en DDHH para acceder a un nuevo estado de excepción (según trascendidos creíbles y ampliamente extendidos), a lo que se agregó un acto de deliberación días después para rechazar el informe de Amnistía Internacional. A la amenaza latente por esos días de uso de la fuerza militar contra la movilización social, decisión compleja incluso para los dominantes cuyos costos serían difíciles de cuantificar, el movimiento social no hubiese tenido mucho que oponer salvo víctimas y la convicción de “estar del lado correcto de la historia”, lo cual es inaceptable para cualquier dirigente con responsabilidad política.

Sumado a esto, el poder mediático de los sectores dominantes sigue más o menos intocado. Si obviamos la información que se entrega por evidente y omnipresente, aquella vinculada a las graves violaciones a los DDHH, la capacidad de instalación de discursos en formas funcionales al poder empresarial sigue gozando de buena salud: los políticos de la transición siguen circulando por paneles televisivos pese a ser sindicados universalmente como responsables de la crisis, los medios escritos más leídos siguen informando habitualmente en conformidad a las directrices de la SECOM, etc. Por cierto, dicho poder ha perdido gran parte de su capacidad de imponer la agenda, pero conserva la posibilidad de encauzar la agenda impuesta por la ciudadanía movilizada, la cual impacta sobre todo en la población menos movilizada.

En suma, el acorralamiento político del Gobierno, su pérdida de la capacidad de gobernar conforme a su política, no debe ser confundido con la resignación de su posición dominante. El desafío de una ciudadanía ya indispuesta a ser gobernada como antes tampoco puede ser entendida como la emergencia de un sujeto preparado para ejercer el poder e imponer sus condiciones sobre la resistencia de los dominantes. En esas circunstancias el “Acuerdo por la paz y la nueva Constitución” debe ser entendida necesariamente como un acuerdo de compromiso, ante la inmovilidad de una situación de “tablas”.

Los haberes de un acuerdo histórico

Desde el punto de vista de su significado político, el acuerdo de compromiso del 15 de Noviembre es nada menos que histórico. Ante la situación de estancamiento descrita el Gobierno entregó en la letra y en la práctica la Constitución del 80. Pese a que dicha concesión ha sido olímpicamente negada o subestimada por el izquierdismo, cualquier observador serio no puede menos que considerarlo un avance fundamental que abre un nuevo período. La razón es simple: la ingeniería jurídica desplegada en dicha carta al servicio de la acumulación de capital y poder político difícilmente puede ser superada para semejantes fines por ninguna otra Constitución democrática.

No puede dejar de llamar la atención lo disímil del comportamiento de derecha e izquierda radicales a la hora de cerrar la negociación. Mientras la UDI, descontenta con el acuerdo, toma la decisión de subirse a la negociación para tensarla hasta el punto de casi hacerla fracasar, casi toda la izquierda radical (con la excepción de Comunes) se retira de la misma ante la imposibilidad de conseguir las condiciones ideales para el sector y ante el cálculo de costos ante los actores sociales movilizados. Es la diferencia entre quienes están acostumbrados a ejercer el poder e incidir, y quienes no lo están. La ola de renuncias y querellas en las filas de varios partidos del Frente Amplio en días posteriores a la firma confirman la dificultad de la izquierda para incluso aceptar el que es tal vez el logro político más importante de la izquierda parlamentaria desde la Nacionalización del Cobre.

No vamos a reiterar en estas líneas los argumentos que refutan las objeciones al acuerdo desde la izquierda, muchas de ellas mañosas. Solo mencionaremos que la mayoría de ellos se basan en el uso de una sofisticada falacia lógica conocida como “Argumento ad Antiquitatem”: como la UDI se ha beneficiado históricamente de haber arreglado las reglas constitucionales y acuerdos políticos de modo tal de ganar incluso cuando aparentemente pierde; ergo el acuerdo constitucional necesariamente debería operar en su beneficio. El análisis concreto del acuerdo, en cambio, nos arroja que la introducción de la famosa “hoja en blanco” neutraliza la posibilidad que el quorum de 2/3 opere como trampa. Incluso los intentos recientes de la línea dura del oficialismo encabezada por Allamand fueron rápidamente neutralizados por un amplio espectro que comienza en las propias filas de la derecha.

Esta situación sitúa el quorum de los 2/3 como un incentivo a la negociación, que no es lo mismo que un bloqueo, pues también obliga a la derecha a negociar desde cero. Cualquier elemento de la carta de 1980 que ella quiera conservar requerirá del acuerdo de la oposición e independientes. Cuesta imaginar que elementos tales como el estado subsidiario, esenciales en la Constitución vigente, consigan superar ese obstáculo.

Finalmente, se ha sostenido con buenas razones que el resultado más probable de un órgano constituyente de estas características sería una “Constitución mínima”. ¿Debería la izquierda valorar una Constitución de estas características como un avance? Si nuestro sector considera en serio sus credenciales democráticas entonces una carta que desconstitucionaliza el modelo económico debería ser valorada como un avance histórico en la democratización del país. Pero como dijo alguien un columnista ocasional en redes, hay una izquierda que pareciera aspirar a que “los adversarios gobiernen como uno lo haría”, parafraseando al padre de la Constitución vigente.

Los deberes de un acuerdo insuficiente

Un acuerdo de compromiso por definición no es ideal para ninguna de las partes. Pero este acuerdo tiene un gran problema que probablemente se relaciona con las propias condiciones de producción: no aborda el problema político más grave, la crisis de representación. Al delegar en una “Comisión Técnica paritaria” las condiciones específicas de materialización del acuerdo (cuestión inevitable dada la premura de la negociación), la cancha queda abierta para que el órgano constituyente parta replicando la representación parlamentaria. Esto deja en entredicho la posibilidad de cuotas para poblaciones tan sustantivas como mujeres y pueblos originarios, que reflejen en el órgano constituyente su peso en la sociedad. Pero más importante aún: arriesga una seria perversión de la propia lógica de representación constituyente.

En efecto, el punto más débil del acuerdo radica en que está pensado por sus suscriptores bajo la lógica de representación parlamentaria, y existen buenas razones para distinguir esta de la representación constituyente. En efecto, la representación parlamentaria sigue el principio de elección por discriminación el cual es especialmente adecuado para determinar principios ordenadores de gobierno: en la izquierda votamos de cierto modo, idealmente, porque preferimos un gobierno que siga una política transformadora. Sin embargo, el momento constituyente lo que necesita es representar al pueblo lo más fielmente posible, lo cual significa que debe aspirar a representarlo en todas sus dimensiones. Es por ello que la representación conceptualmente más adecuada es la llamada pictórica en una reciente columna de Miguel Vatter.

El fundamento que sustenta esta tesis tiene que ver con la lógica de la elección. En la representación parlamentaria tal es “meritocrática y aristocrática”. Es meritocrática porque el representante en el poder constituido expresa un tribunado pues en teoría aboga por los intereses de una multitud dedicada a sus vidas: se espera entonces que se trate en alguna medida de alguien “superior” a todos nosotros, un profesional de dedicación exclusiva a representarnos. A su vez, es aristocrática porque un cargo de representación se adquiere en la medida en que se dispone de un apoyo institucional (partidos) que hagan del candidato la encarnación de una idea, pero a la vez se cuenta con redes sociales que entreguen respaldo concreto (trabajo, financiamiento) a la postulación. En cambio la representación “pictórica” aspira a un representante “de la calle”, “tal como nosotros”, por lo cual su elección se produce por sorteo y no por sufragios. Como argumenta Vatter, si “a la calle nadie la eligió de manera electoral: ¿porque su asamblea constituyente debería ser entonces elegida de esta manera?”.

Ante una institucionalidad destruida en su dimensión pública por el imperio de la lógica económica a la que es sometida por el neoliberalismo, la tradicional representación de las ideas políticas se ha pervertido en un mercado sin mucho significado ni distinción para la gran mayoría ciudadana, por lo que requiere ser superada para dar paso a una nueva República. Con la tesis de la representación “pictórica” se trata de comprender el pueblo del poder constituyente como un encuentro de cuerpos y rostros, una epifanía levinasiana donde el estado se encuentra en suspensión, subordinado a unos ciudadanos que expresan fielmente a todos los Chile que se encuentran cara-a-cara. Este encuentro genuino, muy a diferencia de los “acuerdos nacionales” que convocan normalmente a la clase política, permite consensos genuinos inmunes al quórum de los dos tercios porque el consenso siempre es más probable entre ciudadanos “de a pié” que entre políticos profesionales, cuyo “negocio” consiste en la diferenciación y el antagonismo.

La política es el ámbito de la acción. No hubo piso para que expresen la representación más adecuada del poder constituyente, lo cual parece estar en el centro del “apoyo escéptico” que la mayoría de la población parece brindar al acuerdo, entregada a las especificidades de una Comisión Técnica que parece reflejar las mismas habituales querellas parlamentarias que hoy repelen a los ciudadanos.

La anomia como campo de lucha

En una columna anterior sostuve que la detonación de la crisis había terminado con el estado de excepción como dispositivo espectacular de control social. Esto se hace palmario en la ineficacia actual de la construcción mediática de discurso que reivindique la prioridad del orden sobre los derechos, incluso luego de mes y medio de graves desórdenes públicos. Ya no impera la ley consagrada en la Constitución del 80, pero tampoco la ciudadanía ha impuesto la suya.

Sin embargo, el acuerdo ha dibujado una nueva cancha en la cual la pugna entre los proyectos de una democracia autoritaria y la fundación de una República sigue en pie. El primer proyecto sigue siendo una posibilidad palpable en la conducción de la línea dura del Gobierno, que persiste en la retórica del “enemigo”, la prioridad del orden sobre la justicia social y la amenaza de militarización. Enfrentarlo requiere que la izquierda supere los concluyentemente graves errores de lectura que la izquierda muestra en este momento.

El más fundamental es comprender que la anomia actual, que literalmente significa “ausencia de ley”, se parece pero no es la clásica “dualidad de poderes” de los viejos textos marxistas. Y no lo es porque la multitud movilizada no es un sujeto, porque ha renunciado a la representación. En este sentido, la izquierda debe asumir que su fracaso no es inferior al de la derecha: si esta fracasó en dotar de estabilidad al neoliberalismo, aquella no pudo dotar de programa claro y de conducción a la movilización. Que el Frente Amplio como coalición política coherente sea una de las víctimas de la revuelta de Octubre no es sorpresivo: se trata de un proyecto pensado para la normalidad del poder constituido.

Pero lo dicho no significa que no haya nada que hacer, sino que hay que proveerse de una nueva política a la brevedad. En este sentido, persistir en la movilización clásica de paros nacionales que no consiguen más efecto que dar cobertura a la violencia anárquica de los saqueos, aumentando la sensación de caos, parece un camino que entrega más posibilidades a quienes aspiran a una salida autoritaria que a una transformadora. Es crucial hacerse cargo del apetito de orden de parte de la población desde nuestra ley, que antepone la justicia social y los DDHH como condición de un orden verdaderamente estable.

Segundo, el proyecto político próximo de la izquierda requiere asumir la cancha del proceso constituyente como una que hay que aceptar pero también desbordar. Debe forjarse movilizando la participación plebiscitaria por una nueva Constitución y la Convención Constituyente, pero también impulsando la movilización constituyente de los cabildos ciudadanos y su demanda de que sean vinculantes para los representantes al órgano constituyente. La elite política de la transición debe sentir la potentia de una multitud que quiere constituir ella misma la República.

Finalmente, la izquierda debe comprender que el opuesto conceptual de la elite no es la izquierda sino el pueblo. Pero solo cuando la multitud asume el poder constituyente se vuelve pueblo. El poder del pueblo estriba en la construcción de la República. Esto requiere que la izquierda parlamentaria recupere la demanda por la incorporación de una cuota electa por sorteo al órgano constituyente. En circunstancias en las que la multitud ha renunciado a la representación, la mejor forma de representarla es cederle poder, devolverle capacidades: elevarla al poder constituyente. En otras palabras, permitirle convertirse ella misma en pueblo.

Francisco Ojeda Sánchez
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Investigador y docente de la Escuela de Gobierno de la Universidad Adolfo Ibáñez.