De aprecios y desprecios a los pueblos originarios: fundamentos del racismo y la xenofobia en las disciplinas arqueológicas y antropológicas

Si queremos terminar de desmontar el modelo que posibilita que el poder se concentre en ciertos sujetos (hombres, blancos, heterosexuales, hablantes de lenguas hegemónicas y letrados), no es productivo argumentar desde la complejidad que otras sociedades tuvieron. En términos arqueológicos lo que señala el arqueólogo Dillehay es muy cierto, existió monumentalidad visible en los montículos ceremoniales (küeles) y en los camellones (estructuras agrícolas de grandes dimensiones), y posiblemente en urbes y construcciones que hoy no se conservan en el registro arqueológico, porque la cultura mapuche inmersa en medio de bosques hoy y antes ha sido una construida en madera. Por eso, cuando se intenta defender una sociedad o cultura precarizada, excluida y discriminada por un Estado, no debiéramos ocupar este argumento u otros como “en América también hubo Civilizaciones” como si con eso fuera suficiente para respetar esas raíces y a otros pueblos.

por Catalina Soto Rodríguez

Imagen / Entierro de Camilo Catrillanca. Fuente: Flickr.


A propósito del estado de prisión y salud del machi Celestino Córdova, luego de casi 100 días en huelga de hambre, y los repudiables actos de racismo ejercidos por agrupaciones de ultraderecha en contra de manifestantes mapuche -que mantenían en toma pacífica los municipios en las ciudades de Curacautín, Victoria, Ercilla y Traiguén- han circulado por redes sociales una serie de relatos que me parece necesario revisar con detención[1].

Uno de ellos destaca que sería muy extraño ver a ciudadanos del Perú o de México gritando consignas despectivas como “el que no salta es mapuche” en alusión a las propias culturas asumidas como propias de esos Estado-Nación, Incas y Aztecas. Otro es el que el pueblo mapuche sí fue una sociedad compleja, emanado de una entrevista al arqueólogo estadounidense Tom Dillehay[2].

En esta nota quiero argumentar porqué considero que estas defensas son perjudiciales para los objetivos de transformación, o por lo menos no están en concordancia con lo que el movimiento social chileno de octubre del 2019 esboza en sus demandas. Anticipando un poco el cierre, creo que estas ideas atentan en contra de un verdadero respeto por la alteridad o la diferencia legítima entre las personas y, además, están en contra de cualquier principio de horizontalidad en la relación y formas de organización entre los seres humanos. Sin duda, argumentos de estas características están en el centro de muchos de los problemas de explotación que son denunciados desde los movimientos anticoloniales, antipatriarcales y anticapitalistas.

Es evidente que hay muchas líneas de pensamiento responsables de estas construcciones discursivas que hacen carne en la realidad que vivimos, manifestándose entre otros ámbitos en los veredictos de la justicia y en acciones xenófobas y racistas, como los hechos que incentivaron la escritura de esta columna. Sin embargo, aquí me concentraré en cómo esto se manifiesta y critica en antropología y arqueología.

Para situarnos en contexto, es preciso señalar que cualquier estudiante de antropología y arqueología[3], en sus primeros años de estudio escucha repetidamente que uno de los principios de la disciplina y bajo el cual son observados esos otros, es el Relativismo cultural. Este concepto desarrollado por el antropólogo alemán Franz Boas a fines del siglo XIX, consiste en la valoración de las culturas en sus propias dimensiones y términos y se opone al universalismo (la generalización y la comparación) y al etnocentrismo (análisis de manifestaciones culturales ajenas desde parámetros propios, generalmente de tipo moral). Además, desde la especialidad biológica de la disciplina, basándose en información genética, filogenética, estadística y paleontológica, se ha comprobado hace ya varias décadas que los seres humanos somos iguales en tanto capacidades cerebrales desde al menos 200 mil años y que las razas entre los humanos no existen[4]. Es decir que ciertos elementos fenotípicos (del aspecto físico) que fueron utilizados como indicadores de conducta atribuidos a la supuesta raza y al sexo (“débil”), tan populares entre las políticas públicas higienistas de los siglos XIX y XX, y que derivan en prejuicios y estereotipos que operan hasta hoy, no tienen un correlato científico.

Aún cuando, es de conocimiento extendido que estos principios y comprobaciones no han permeado la educación ni menos la opinión pública, y es quizá obvio en el mundo intelectual que se debe a que la hegemonía político-económica radica en una elite más bien conservadora en casi toda Latinoamérica. Esto también se relaciona con cómo se articula internamente el medio académico y cómo este ha llevado sus diferencias y debates. La academia hegemónica ha logrado imponerse muchas veces con ayuda del poder fáctico imperante (con exilio, desaparición y muerte) y/o a través de un relato único de la realidad que oblitera y opaca las visiones contrarias o disidentes (omisión, simplificación o denostación), con el peligro que ello conlleva[5]. En Chile, sin contar el historial de omisiones de las voces de la intelectualidad indígena, un ejemplo claro es la poca referencia de la obra y la figura de Alejandro Lipschutz, médico, intelectual marxista y declaradamente antirracista, impulsor del indigenismo institucionalizado en nuestro país[6].

Es aquí justamente donde encontramos uno de los límites de dicho Relativismo cultural. Y es que la academia, dentro de ella la antropología y sus paradigmas, está compuesta por constructos ideológicos que son inalienables de quiénes los producen, de los horizontes políticos a los que se anclan y de los contextos históricos que los rodean. Por otra parte, en el origen mismo del Relativismo cultural, también se encuentran como otra cara de la moneda aquellas teorías (círculos culturales) que ligaron la idea de nación a una lengua, una raza y una etnia, como si hubiese una coherencia irreductible entre lo cultural, lo biológico, el fenómeno lingüístico y el territorio. Es importante recordar que esta idea en su extremo fundamento aportó a la legitimidad del Nazismo y el Fascismo europeo.

Volviendo a la academia, tanto la conservadora como las más críticas del siglo XX, aunque con diferentes ideales de morfologías políticas y organizacionales, vieron en la Civilización un modelo exitoso en especial el eurocéntrico. Esto solo ha ido siendo superado por el pensamiento anticolonial, en especial aquel propuesto por autores periféricos a la academia eurocéntrica de las metrópolis imperiales y de los estado-nacionales. Pero ¿en qué consiste el modelo civilizatorio?

Varias han sido las definiciones que se han hecho de Civilización, siendo un terreno de disputa; la mayoría de ellas ligadas a la idea de progreso histórico y de advenimiento de cierto bienestar. Pero lo que este concepto define efectivamente es un modo de vida que se fundamenta en la exclusión y la explotación de algunas/os, desde que ciertos grupos humanos en diferentes lugares del mundo y en distintos momentos de la historia se concentraron en urbes, adquiriendo modos de vida y conducta que les alejaron de la reproducción directa de la vida. El orden de los factores es un tema de debate intenso, en el que no ahondaré por ahora, pero este hito marca por un lado el comienzo de la institucionalización de las elites y por otro, la disociación de quienes trabajaron dentro de la urbe produciendo bienes no subsistenciales -a veces de manera exclusiva- y quiénes viven fuera de la esfera de este modo de vida. Esta es la primera configuración de un ethos etnocéntrico fundamentado en la superioridad de una forma de vida por sobre otras, que implicó además la desvalorización de las actividades que fueron quedando fuera de los estándares de prestigio. Entre ellas las labores agrícolas, pero sobre todo la relegación del rol de las mujeres como reproductoras de la vida en el hogar. Importante es decir que ello no implica la disolución de la comunidad como la entendemos actualmente, pues las unidades mínimas de organización social solo en los últimos 100 o 200 años han sido constituidas desde la familia nuclear heterosexual. En síntesis, en sociedades de estas características los excluidos pueden serlo por razones de sexo-género, clase, de etnia (xenofobia), fenotipo o tipo físico (racismo).

La descripción presentada ilustra de manera simplona los inicios de la división de clases y la consolidación de una versión específica de sistema patriarcal que sustenta la mayoría de los sistemas estatales conocidos que, desde las clasificaciones antropo-arqueológicas (también marxistas) son identificados de manera semejante. El Estado, principal institución de las Civilizaciones, se materializa en una cultura material específica: registros escritos y numéricos, metalurgia, agricultura, construcciones monumentales y centros urbanos en torno a ellas. Pero algo que ha sido velado en la falsa paz contemporánea de los Estados nacionales soberanos y libres, independizados en su mayoría de los Imperios de antaño durante el siglo XIX (Latinoamérica) y en la primera mitad del XX (África y Asia), es que el Estado es una institución insaciablemente fagocitadora, sea este de corte capitalista o no. En este canibalismo eterno, el Estado, siempre expansivo, anexando territorios con sus comunidades soberanas incluidas, en una operación que hemos tendido a llamar colonialismo (interno, para el caso de los Estado-nación modernos).

Y aquí llegamos al punto de inicio de este relato. Las primeras formas de clasificación de los pueblos del mundo pueden sintetizarse en los estadios del evolucionismo social (salvajismo, civilización y barbarie), categorías que definieron la forma en la que los pueblos indígenas fueron incluidos en las naciones latinoamericanas a fines del siglo XIX y principios del XX. Cabe señalar, en este ámbito, que las categorías marxistas no escaparon demasiado a aquellas, aunque admitiendo evoluciones paralelas e independientes como el modo de producción asiático. Más tarde, y con la urgencia de sacudir la vergüenza de las nomenclaturas más evidentemente racistas, el positivismo consolidó conceptos más asépticos, pero igualmente cargados de esta oposición entre nosotros y los otros, en los conceptos de sociedades simples (cazadoras pescadoras recolectoras horticultoras) y sociedades complejas (sociedades con monumentalidad). Claramente, esto tiene un correlato racista, dado que se ha tendido a considerar desde el mismo Relativismo cultural que las sociedades no capitalistas son incomparables con la Civilización de Europa occidental. Estas culturas simples y culturas complejas no ideales (siempre se buscó la forma de considerarlas inacabadas) se ubican en el tercer y cuarto mundo, y las personas que las componen presentan tipos físicos no europeos. Es decir, son poblaciones racializadas.

Entonces, si queremos terminar de desmontar el modelo que posibilita que el poder se concentre en ciertos sujetos (hombres, blancos, heterosexuales, hablantes de lenguas hegemónicas y letrados), no es productivo argumentar desde la complejidad que otras sociedades tuvieron. En términos arqueológicos lo que señala el arqueólogo Dillehay es muy cierto, existió monumentalidad visible en los montículos ceremoniales (küeles) y en los camellones (estructuras agrícolas de grandes dimensiones), y posiblemente en urbes y construcciones que hoy no se conservan en el registro arqueológico, porque la cultura mapuche inmersa en medio de bosques hoy y antes ha sido una construida en madera. Por eso, cuando se intenta defender una sociedad o cultura precarizada, excluida y discriminada por un Estado, no debiéramos ocupar este argumento u otros como “en América también hubo Civilizaciones” como si con eso fuera suficiente para respetar esas raíces y a otros pueblos.

Los ejemplos del respeto por Incas en Perú y Aztecas en México tampoco son buenos. Ello porque la población que efectivamente mantuvo un modo de vida tradicional es mucho mayor que en Chile y obligó desde muy temprano a la intelectualidad republicana a reflexionar y producir discursos y planes indigenistas para solucionar algo que se veía como un problema, a veces buscando la asimilación cultural; las menos, pensando en la opresión colonial que precarizó la vida de estos pueblos. Pero también porque una de las formas en la que estos Estados nacionales construyeron sus historias desmarcadas de la del imperio español fue recuperando (expoliando desde el punto de vista de las comunidades indígenas) monumentos y memorias de “civilizaciones milenarias” que legitimaron la soberanía sobre aquellos territorios. Relatos que por lo demás también excluyeron a los indígenas modernos hasta el día de hoy[7].

Si bien los argumentos no se agotan en lo presentado aquí, creo que las razones son contundentes para al menos seguir discutiendo, ya que si seguimos reproduciendo este tipo de relatos sin querer estaremos generando exclusiones, desigualdades y racismo. Hacia los buenos salvajes y las “sociedades simples”, paternalismos innecesarios; hacia los imperios prehispánicos y las “sociedades complejas”, admiración ingenua. Por eso creo que es bueno que repitamos como un mantra que tenemos derecho a ser diferentes, no importa el tipo de cultura material o las formas de organización política que hayamos construido con nuestro ingenio y creatividad como soluciones a las contingencias históricas, políticas y sociales. Considero que este es el argumento más sólido para seguir luchando para que cada pueblo en Latinoamérica y el mundo tenga derecho a la autodeterminación de su política y a la autogestión de su territorio. Es un buen argumento también para recordar que la Civilización suele caerse a pedazos cuando factores externos a ella le atacan (como el Covid), casos hay muchos estudiados por la Historia y la Arqueología.

[1] Para más información recomiendo revisar la columna ¿Cómo llegamos a esto? Racismo en Gulu Mapu de Sergio Caniuqueo https://ciperchile.cl/2020/08/04/como-llegamos-a-esto-racismo-en-gulu-mapu/?fbclid=IwAR0p21FRhA9jXCDdjIBBbskagQk5F16R12DVlzKcwgsnc3wCWF5qSe5Ub60

[2] Entrevista de Marco Fajardo a Tom Dillehay publicada en diario El Mostrador https://www.elmostrador.cl/cultura/2020/07/29/antropologo-estadounidense-tom-dillehay-la-cultura-mapuche-es-mucho-mas-compleja-de-lo-que-se-cree/

[3] Disciplinas hermanadas en Chile y otros países latinoamericanos, dada su relación con la Antropología cultural estadounidense.

[4] Algunos argumentos en charla ¿Porqué las razas no existen? Del antropólogo biológico argentino Sergio Avena. https://www.tedxriodelaplata.org/videos/las-razas-no-existen

[5] Charla El Peligro de una historia única de la escritora nigeriana Chimamanda Adichie https://www.ted.com/talks/chimamanda_ngozi_adichie_the_danger_of_a_single_story?language=es

[6] Mas detalle en “Alejandro Lipschutz y el instituto indigenista interamericano. Una primera década de relaciones (1940-1950)” del sociólogo Isidro Parraguez https://scielo.conicyt.cl/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S0719-26812017000100015&lng=es&nrm=iso&tlng=es

[7] Además del Conflicto Mapuche en Chile, otro ejemplo de los muchos en Latinoamérica es la Matanza de Bagua, Perú.

Catalina Soto Rodríguez

Arqueóloga y Dr. (c) en Estudios Latinoamericanos. Es parte del Grupo de Estudios de Interseccionalidad e Historia Prehispánica y del Grupo Arqueología de la Represión y Situaciones de Catástrofe 19 de Octubre. Actualmente investiga la imposición imperial inca y española en los Andes.