Civilización y barbarie

Es que el terrorismo de Estado resultó condición fundamental para imponer los límites legales y formales de lo que hoy es el Estado de Derecho, siendo esta una tensión central para entender el momento actual, especialmente porque la amenaza de la violencia aparece reactualizada con la carga histórica de las últimas décadas. Con esto me refiero a que todo lo que se hizo y no se hizo durante la posdictadura hoy se está evidenciando: las luchas por los Derechos Humanos y por una vida sin violencia han dejado una marca en la sociedad, pero a nivel político e institucional hubo poca voluntad para avanzar decididamente en construir condiciones para un verdadero nunca más en lo relativo a la dimensión más básica: que el Estado no violara los derechos humanos de su propia población.

por Enrique Riobó Pezoa

Imagen / Pileta del Parque Forestal. Fuente: Flickr.


La dicotomía civilización – barbarie es central en la historia de la cultura y el pensamiento latinoamericano. En la actualidad vuelve a estar en palestra de diversas maneras (ciudadanía – delincuencia, republicanos – populistas, constructores – destructores, Estado de Derecho – ilegalidad, etc.), en la medida que es un fundamento para la concepción dicotómica y excluyente de la política. Por eso resulta fuerte en espacios derechistas y conservadores, y siendo clave en algunas alocuciones fanáticas.

Por cierto, también hay búsquedas por disputar un concepto como civilización, por ejemplo, considerando los derechos humanos y de los trabajadores como avances civilizatorios, cuestión que supone, al menos, que las formas de manifestación política que hicieron aquello posible, y que usualmente incluyeron dimensiones de ilegalidad y violencia, son medios válidos para lograr un fin mayor. Pasan de ser manifestaciones barbáricas a agentes de progreso.

A nivel académico, en el tiempo reciente se ha puesto en los diversos grados de ambigüedad que esta dicotomía implica, cuestión que en alguna medida se resume en la lúcida máxima de Walter Benjamin: “No hay ningún documento de cultura que no sea al tiempo documento de barbarie”. Desde la experiencia chilena, es difícil pensar un ejemplo más explícito que aquello que es defendido con uñas y dientes por cada vez más reducidos sectores sociales: una constitución dictatorial y la organización estatal derivada de ella.

Es que el terrorismo de Estado resultó condición fundamental para imponer los límites legales y formales de lo que hoy es el Estado de Derecho, siendo esta una tensión central para entender el momento actual, especialmente porque la amenaza de la violencia aparece reactualizada con la carga histórica de las últimas décadas. Con esto me refiero a que todo lo que se hizo y no se hizo durante la posdictadura hoy se está evidenciando: las luchas por los Derechos Humanos y por una vida sin violencia han dejado una marca en la sociedad, pero a nivel político e institucional hubo poca voluntad para avanzar decididamente en construir condiciones para un verdadero nunca más en lo relativo a la dimensión más básica: que el Estado no violara los derechos humanos de su propia población.

Esto implica que el orden actual está construido sobre múltiples violencias, y por ende, está perpetuado sobre amenazas de violencia contra quienes lo transgredan. Esta pluralidad de violencias está dada porque no solamente la protesta y la pobreza están criminalizadas, sino que también porque el patriarcado y el racismo implican una amenaza a personas por su mera existencia.

Esta tensión, que se radicaliza por la falta de justicia, tiene como uno de los efectos más nefastos lo que se ha denominado la cultura de la impunidad: si algunos de los crímenes más horribles de la historia humana no tienen castigo efectivo, todo lo demás se ve relativizado. Pero al mismo tiempo, la violencia siguió ejerciendo como límite para el orden neoliberal impuesto. En ese marco es que la lucha por justicia y por el fin de la impunidad resulta esencial para fortalecer nuestra democracia, pues sin ella la pistola sigue amenazando a la sociedad. Esto involucra a amplias franjas de la población que por diversos motivos se ven afectados vitalmente por esta realidad. De ahí viene la preocupación de gran parte de las organizaciones que defienden los DD.HH. en Chile para con la nominación de alguien Raúl Mera a la corte suprema, pues él ha representado una garantía para la impunidad en materias de derechos humanos relativas a crímenes de lesa humanidad, medio ambiente, derecho al agua y violencia de género.

Que Chile tenga una democracia más robusta pasa por la incorporación efectiva de nuevos intereses al espacio político, por más contradictorios que estos puedan ser con lo establecido. Esto ha ido sucediendo en el último tiempo, y alegremente, ha provocado cambios en el actuar político que se han enmarcado totalmente en la institucionalidad vigente. Es que por más que sea ilegítima, es la que existe, por lo que respetarla y exigir que se respete es inevitable si lo que queremos es cambiarla mediante una Convención Constituyente.

Mantener esta senda parece propiciar un “avance civilizatorio”, en cuyo primitivo reverso aparecen los que por defender intereses oscuros o propios prefieren cerrar toda posibilidad de abrir la política sin importar las consecuencias que ello pueda implicar.

Enrique Riobó Pezoa
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Historiador y presidente de la Asociación de Investigadores en Artes y Humanidades. Miembro de Derechos en Común.