Mujeres, monstruosidad y militancia en “Las cosas que perdimos en el fuego” de Mariana Enriquez

La consecuencia del fuego en el cuerpo de las mujeres es hipervisible: una piel chamuscada que pierde las marcas de su individualidad, un rostro que pierde armonía y que, ante todo, se desidentifica. Una mujer quemada es igual a cualquier otra mujer quemada. La transformación organizada por Mujeres Ardientes implica, en cierto sentido, la proletarización del cuerpo femenino, y el proletariado es uno de los monstruos políticos preferido por la imaginación del poder (Negri 103). La descripción del cuerpo quemado de la chica del subte, la única descripción en detalle de la monstruosidad en el relato subraya el efecto máscara del rostro de la mujer: “le quedaba un solo ojo, el otro era un hueco de piel, y la cara toda, la cabeza, el cuello, una máscara marrón recorrida por telarañas” (185). El rostro de la mujer está escondido por su propia quemadura.

por María Belén Contreras

Imagen / Las cosas que perdimos en el fuego. Editorial Anagrama.


“—Las quemas las hacen los hombres, chiquita. Siempre nos quemaron. Ahora nos quemamos nosotras—.
Pero no nos vamos a morir: vamos a mostrar nuestras cicatrices” (p. 192).

I

El cuento “Las cosas que perdimos en el fuego” de Mariana Enriquez propone una rehabilitación feminista de la ética militante que se sostiene, específicamente, en la posibilidad de la vida clandestina, en la apología de la inmolación y en la idea de transformación social como sublime: rehabilitación porque esta ética remite a la lucha armada de un tiempo predictatorial y es traída al presente; feminista porque la idea que compromete a la organización Mujeres Ardientes es la guerra contra el patriarcado a partir de la creación de una belleza nueva, monstruosa. La distancia generacional entre Silvina y su madre, las protagonistas del relato, da cuenta de dos formas de compromiso político: la primera es una observadora escéptica del proyecto colectivo, que filma las hogueras como si filmara una acción de arte, aunque le parecen horrorosas; la segunda es una militante activa, finalmente encarcelada por ser la directora de un hospital clandestino en el que se atiende a las mujeres quemadas. Lo que las separa es, en definitiva, la aceptación o no de aquello que no se puede concebir: esto no es la quema del cuerpo de las mujeres —violencia patriarcal transhistóricamente presente—, sino la inmolación femenina voluntaria por un ideal que excede a la sujeto individual. En este contexto, los cuerpos de las mujeres quemadas funcionan como un monstruo colectivo y político que dramatiza lo inconcebible.

Las lecturas críticas han tomado dos posiciones contrapuestas con respecto a la posibilidad —o imposibilidad— de la redistribución del poder y de la agencia femenina representadas en el cuento: el desafío al patriarcado mediante un proceso de empoderamiento a través del fuego, “empoderamiento de las mujeres de la historia que utilizan el cuerpo con el objetivo de revelarse contra el dominio masculino” (Rodríguez de la Vega 146), o la resistencia y la libertad meramente aparentes de las mujeres que, en realidad, no pueden escapar de las imposiciones sociales de belleza porque “lo que Mariana Enriquez presenta es un universo horroroso en el que es prácticamente imposible escapar de la influencia del patriarcado” (Laura A. Sánchez 114). Este problema no será un punto de llegada del presente análisis, sino que un punto de partida. Los términos de este debate parecen vincular el juicio positivo o negativo de la inmolación voluntaria a su eficacia como estrategia política, a la victoria o a la derrota de Mujeres Ardientes, a la diégesis como agenda. En este lugar me interesa, en cambio, atender al rendimiento ambiguo de la representación de la ética militante y a las abiertas contradicciones de las hogueras en el cuento; Enriquez juega a desestabilizar oposiciones tales como la separación estricta entre víctima y verdugo, entre juventud revolucionaria y vejez desencantada, entre el secreto y su exhibición.

II

Silvia Schwarzböck recupera la noción de espanto de La mujer sin cabeza de Lucrecia Martel para pensar la historia argentina reciente desde las categorías estéticas del terror: “Los espantos encarnan, en el modo de la ficción pura, lo postdictatorial de la Argentina” (23). La figura del espanto corporiza un pasado dictatorial que continúa en el presente, haciendo explícita y visible la violencia, tal y como las mujeres monstruosas de Enríquez. “Son espantos. No los mires y se van” le indica Lala a su sobrina Vero en la película de Martel, apartando su mirada repugnada y fascinada con lo que los monstruos-espantos muestran. La definición de la postdictadura, como continúa Schwarzböck, estaría dada por la vida sin el fantasma del comunismo, por la imposibilidad de vivir una vida de izquierda, de pasar a la clandestinidad: “Lo que en democracia no se puede concebir de la dictadura, por más que se padezcan sus efectos, es aquello de ella que se vuelve representable, en lugar de irrepresentable, como postdictadura: la victoria de su proyecto económico / la derrota sin guerra de las organizaciones revolucionarias / la rehabilitación de la vida de derecha como la única vida posible” (23). En relación con el análisis de Schwarzböck, propongo que la vida posible que Enríquez imagina en el presente argentino, mediante las estrategias de la ficción, es, precisamente, la vida revolucionaria en un tiempo post.

“Las cosas que perdimos en el fuego” presenta la breve historia de una organización política feminista y clandestina. Primero se relatan las protestas y vigilias espontáneas fuera de los hospitales donde se encuentran mujeres quemadas por sus parejas, luego la seguidilla de inmolaciones voluntarias, la formación de Mujeres Ardientes —red de mujeres que organiza las hogueras y dirige centros hospitalarios clandestinos— y, finalmente, el encarcelamiento de las líderes y la continuidad anárquica de las quemas. De esta manera, Enriquez rehabilita y trae al presente la lógica de la vida clandestina que la dictadura canceló al imponer como posibilidad única la vida de derecha, pero esta rehabilitación se realiza a propósito de la guerra contra el patriarcado; el antagonismo político del cuento es el de las mujeres —entendiendo mujeres acá como el sujeto histórico de ciertas experiencias específicas de opresión— en contra de la violencia patriarcal y el feminicidio. El carácter clandestino del grupo Mujeres Ardientes es reforzado por la representación de la vigilancia y el control del Estado, por un clima de sospecha generalizada. El relato da cuenta de la imaginación post-paranoica de Silvina, su miedo constante y la conciencia extrema de cargar una mochila llena de gasolina, su reticencia a usar su auto particular para no ser identificada por los ojos que están en todos lados: “Los jueces expedían órdenes de allanamiento con mucha facilidad, y, a pesar de las protestas, las mujeres sin familia o que sencillamente andaban solas por la calle caían bajo sospecha: la policía les hacía abrir el bolso, la mochila, el baúl del auto cuando ellos lo deseaban, en cualquier momento, en cualquier lugar” (Enriquez 194). Digo imaginación post-paranoica porque, en el presente del relato, la violencia del Estado responde a una lógica diurna y visible que no tiene razón para ocultar los allanamientos ni los encarcelamientos al filo de la legalidad, ya que la explicitud forma parte del funcionamiento del poder. Schwarzböck argumenta que la estética hegemónica de la sociabilidad contemporánea corresponde a esta explicitud, que tiene su correlato en la exhibición de la violencia ejercida por el Estado: “La postdictadura es lo que queda de la dictadura, de 1984 hasta hoy, después de su victoria disfrazada de derrota. Este pasado-presente, que no puede concebirse, sí puede representarse. Y su representación, leída a posteriori, demuestra haber demandado una estética protoexplícita, no una estética de lo irrepresentable, de lo indecible, o del silencio” (23). Ante un Estado que reclama como suya la clandestinidad policial hecha visible, la agrupación de Mujeres Ardientes oscila entre el secreto de su acción y la explicitud del cuerpo del monstruo que nace para mostrarse.

Usando como ejemplo al personaje de una mujer anoréxica que reconoce que siempre puede evadir el control externo de su cuerpo, el relato muestra cómo las mujeres se las arreglan para escapar de la vigilancia: “las ramas para las hogueras estaban ahí, en cada lugar. Y el deseo las mujeres lo llevaban consigo” (195). Lo que no se puede concebir en el relato no es el cuerpo quemado de las mujeres, sino precisamente la autoinmolación como deseo (y nada hay más estimulante para el deseo que la represión): “Por eso, cuando de verdad las mujeres empezaron a quemarse, nadie les creyó . . . Creían que estaban protegiendo a sus hombres, que todavía les tenían miedo, que estaban shockeadas y no podían decir la verdad; costó mucho concebir las hogueras” (189). Propongo que esta apología de la autoinmolación femenina está relacionada con la ética perdida de el o la militante de izquierda que decide “tomar las armas” movido por su ideal. En este caso, lo que resulta incomprensible desde las lógicas del presente no es que una militante acepte el riesgo de morir, situación que, por ejemplo, define institucionalmente a la policía. Lo que no se puede concebir es que lo haga por algo más grande que sí misma, que lo haga por el Pueblo entendido en términos estéticos, por el Pueblo como sublime (Schwarzböck 30). Este es también el caso de las Mujeres Ardientes, dispuestas a sacrificarse por un bien que las excede, en un impulso utópico que espanta por estar fuera de tiempo en el presente: “La chica del subte dijo algo impresionante, brutal: —Si siguen así, los hombres se van a tener que acostumbrar. La mayoría de las mujeres van a ser como yo, si no se mueren. Estaría bueno, ¿no? Una belleza nueva” (190). La concepción del cuerpo femenino quemado como una belleza nueva es fundamental porque abre la pregunta, nunca respondida totalmente por el relato, por la validez de la monstruosidad como forma de vida.

¿Cuáles son las consecuencias de vivir con el cuerpo quemado? ¿Qué es lo que perdimos en el fuego? Para ensayar una respuesta podemos referirnos a la economía del terror que opera en el texto, ya que el miedo circula como una red compleja entre los dos bandos en la guerra contra el patriarcado: el de las mujeres organizadas y el de la violencia patriarcal aliada con el Estado. En este sentido, podríamos aventurar que lo que las mujeres pierden es el miedo, pero haciendo la salvedad de que, a la vez, ganan un renovado miedo a circular por el espacio público, ahora vigilado. Las mujeres, además, usan el miedo de la imagen explícita de las hogueras y el que provoca el propio cuerpo quemado, monstruoso. Esta economía de fines que justifican los miedos hace que el relato pueda ser leído no con los códigos del verosímil realista, sino que en relación con las convenciones del gótico. Habla la chica del subte en televisión nacional, con un dejo de ironía cruel: “Vean el lado bueno, decía, y se reía con su boca de reptil. Por lo menos ya no hay trata de mujeres, porque nadie quiere a un monstruo quemado y tampoco quieren a estas locas argentinas que un día van y se prenden fuego —y capaz que le pegan fuego al cliente también” (195). La chica del subte recorre la ciudad y, como el narrador insiste en aclarar, no mendiga para cirugías plásticas, sino que “pedía para sus gastos, para el alquiler, la comida —nadie le daba trabajo con la cara así, ni siquiera donde no hiciera falta verla—” (186). Una de las cosas que perdimos en el fuego es, también, el trabajo, situación que remite a la observación de Jameson acerca de que “Gothics are indeed ultimately a class fantasy (a nightmare)” (289). La quema voluntaria de las mujeres expulsa los cuerpos femeninos de la reproducción y la producción, las monstrifica.

El relato de Enriquez se inserta en la tradición del terror gótico en cuanto hace aparecer al monstruo de lo que no termina de morir; la narración presenta a mujeres que rozan la muerte al inmolarse, pero que viven para mostrar sus cuerpos. Si tuviéramos que definir a las Mujeres Ardientes de acuerdo con una teratología, diríamos que son mujeres que se asemejan a la Medusa, el monstruo femenino que no se puede mirar, pero que a la vez impone su visibilidad —como ejemplo se puede recordar la descripción de las miradas a la chica del subte y, especialmente, a la caracterización grotesca de su cara deformada en un cuerpo sensual que despierta miradas tan asqueadas como encantadas en las primeras páginas del relato—. Pero, además, las mujeres quemadas se comportan como una horda de muertas vivientes que buscan reproducirse a sí mismas, como un monstruo colectivo. No es de extrañar, entonces, que la monstruosidad en el relato esté indisolublemente ligada a la lógica de la propagación infecciosa: “Es contagio, explicaban los expertos en violencia de género” (189). La consecuencia del fuego en el cuerpo de las mujeres es hipervisible: una piel chamuscada que pierde las marcas de su individualidad, un rostro que pierde armonía y que, ante todo, se desidentifica. Una mujer quemada es igual a cualquier otra mujer quemada. La transformación organizada por Mujeres Ardientes implica, en cierto sentido, la proletarización del cuerpo femenino, y el proletariado es uno de los monstruos políticos preferido por la imaginación del poder (Negri 103). La descripción del cuerpo quemado de la chica del subte, la única descripción en detalle de la monstruosidad en el relato subraya el efecto máscara del rostro de la mujer: “le quedaba un solo ojo, el otro era un hueco de piel, y la cara toda, la cabeza, el cuello, una máscara marrón recorrida por telarañas” (185). El rostro de la mujer está escondido por su propia quemadura.

III

El cuento contrasta dos generaciones que son dos formas de vivir la militancia en Mujeres Ardientes: la de Silvina, una militancia que es, en sus propias palabras, “activa pero distante”, y la de las mujeres mayores del relato, la madre de Silvina y María Helena particularmente. La protagonista se sorprende cuando observa a varias mujeres de más de sesenta años dispuestas a pasar la noche en la calle, acampar, pintar carteles y luego liderar, felices, la vida clandestina, entre ellas “su madre, siempre arriesgada y atrevida, tanto más que ella, que seguía trabajando en la oficina y no se animaba a unirse a las mujeres” (193). “La izquierda, asociada a la verdad, es una invariante de la juventud” (75), señala Schwarzböck, pero aquí pareciera que son las ex-jóvenes, aquellas que experimentaron la vida predictatorial, y no la dubitativa Silvina, quienes pueden revivir la vida revolucionaria. Que no se entienda aquí que lo que separa a las dos generaciones de mujeres representadas en “Las cosas que perdimos en el fuego” es una diferencia moral entre pasividad y actividad política; lo que las distancia es su forma de vida. La subjetividad de Silvina, anclada en el presente, está educada en el uso del terror y la imagen explícita; es ella quien propone grabar las hogueras y hacerlas públicas para que la imagen de la violencia haga su trabajo y al fin se pueda concebir —en tanto se mire— que las mujeres deciden quemarse con “una voluntad supersticiosa o incitada, pero propia” (194). Es Silvina también la más aterrorizada. La vivencia gozosa de la organización colectiva de parte de las activistas mayores y de las propias mujeres quemadas contrasta con la actitud de Silvina: “¿Desde cuándo era un derecho quemarse viva? ¿Por qué tenía que respetarlas?” (193). El gran secreto que guarda el texto es la nunca mencionada palabra terrorista y su familiaridad con ella es la que distancia a Silvina del resto de las mujeres. El angustiado desenlace de la protagonista, interpelada a la transformación, deja ver esta contradicción:

Silvina sentía que la furia le llenaba los ojos de lágrimas. María Helena abrió la boca y dijo algo más, pero Silvina no la escuchó y su madre siguió y las dos mujeres conversaron en la luz enferma de la sala de visitas de la cárcel, y Silvina solamente escuchó que ellas estaban demasiado viejas, que no sobrevivirían a una quema, la infección se las llevaba en un segundo, pero Silvinita, ah, cuándo se decidiría Silvinita, sería una quemada hermosa, una verdadera flor de fuego (196-97).

La opinión pública sobre los actos de Mujeres Ardientes ingresa al cuento a través de frases escuchadas al pasar por Silvina en la radio y la televisión: “no entendemos por qué ocurren en Argentina, estas cosas son de países árabes, de la India” (191), señala alguien sin poder explicarse por qué el monstruo es tanto más ominoso al no ser un extranjero, sino que al estar dentro de casa. La frase remite indirectamente al sati, rito indio mediante el cual una mujer viuda se inmola en la pira funeraria de su marido muerto. Gayatri Spivak ha notado cómo las interpretaciones de este rito, ya sea la desaprobación y prohibición colonialista o el discurso romántico de la élite colonizada que ve en el acto un signo de empoderamiento, hacen desaparecer la voz de la mujer inmolada. “Estas cosas son de países árabes”, además, refiere al cuerpo señalado como terrorista por antonomasia y lo vincula a las mujeres que deciden quemarse.

El cuento ofrece el cuerpo femenino quemado como manifestación de una historia común de opresión. Uno de los elementos que también vincula la subversión política a la vejez, a esa contradicción casi biológica, es la referencia a las brujas, las mujeres de edad avanzada que fueron las sujetos del genocidio en los siglos de formación de la economía capitalista que buscó disciplinar el cuerpo femenino mediante el fuego según el célebre análisis de Silvia Federici. Tanto las mujeres quemadas por sus parejas como las que deciden voluntariamente quemarse para protestar, exhiben en la piel el retorno de lo reprimido y, en ese sentido, se convierten en el monstruo que para Mabel Moraña “arruina el statu quo, el ‘cortejo triunfal’ de la modernidad al develar algo que debió haber permanecido oculto” (s/p). Algunas de las menciones a la persecución de brujas son explícitas: por ejemplo, ya estando en la cárcel, y representando un rol clásico de la militancia, María Helena se transforma en la mediadora que educa a las reclusas más jóvenes en la historia de la caza de brujas, intentando activar el pensamiento emancipador y la conciencia de género: “Algunas chicas dicen que van a parar [las hogueras] cuando lleguen al número de la caza de brujas de la Inquisición” (196). Sumado a esto, están los pormenores con los que se describen las hogueras, momento umbral de consumación del deseo y del dolor, de la metamorfosis del monstruo, porque la narración invierte su significación; cuando en el pasado histórico la pira de fuego es el momento del castigo, en el presente es el de la iniciación y purificación, una hoguera más cercana al aquelarre que a la pena de muerte. “Ahí va tu cuerpo al fuego, ahí va. / Lo consume pronto, lo acaba sin tocarlo” (193), cantan las mujeres, como se canta un conjuro colectivo, mientras una de ellas entra en la pira de fuego.

He intentado abordar brevemente algunos elementos claves de “Las cosas que perdimos en el fuego”: los detalles puestos en la organización y en la contraorganización de un colectivo de mujeres monstruos, la revitalización de una ética pasada que espanta en el presente, las formas de vida contrapuestas entre dos generaciones. El universo del cuento se cierra sin la posibilidad de restitución de la normalidad, en un mundo en el cual las mujeres sobrevivientes conviven con los hombres; el final es una pregunta por el futuro, por el derecho a la existencia de esta belleza nueva que hace visible aquello que antes no se podía ver:

Todo era distinto desde las hogueras. Hacía apenas semanas, las primeras mujeres sobrevivientes habían empezado a mostrarse. A tomar colectivos. A comprar en el supermercado. A tomar taxis y subterráneos, a abrir cuentas de banco y disfrutar de un café en las veredas de los bares, con las horribles caras iluminadas por el sol de la tarde, con los dedos, a veces sin algunas falanges, sosteniendo la taza. ¿Les darían trabajo? ¿Cuándo llegaría el mundo ideal de hombres y monstruas? (195-96)

 

Referencias

Enríquez, Mariana. “Las cosas que perdimos en el fuego”. Las cosas que perdimos en el fuego.  Barcelona: Anagrama, 2016.

Jameson, Fredric. Postmodernism, or, The Cultural Logic of Late Capitalism. New York: Verso, 1991.

Moraña, Mabel. El monstruo como máquina de guerra. Madrid: Iberoamericana, 2017.

Negri, Antonio. “El monstruo político. Vida desnuda y potencia”. Ensayos sobre biopolítica.  Excesos de vida. Gabriel Giorgi; Fermín Rodríguez (Comps.). Trad. Javier Ferreira y Gabriel Giorgi. Buenos Aires: Paidós, 2009. 93-139.

Rodríguez de la Vega, Vanesa. “Desafiando al patriarcado a través del fuego: el empoderamiento de las mujeres en Las cosas que perdimos en el fuego de Mariana Enriquez”, en Transmodernity: Journal of Peripheral Cultural Production of the Luso-Hispanic World, 8, 2018. 144-161.

Sánchez, Laura. “Resistencia y libertad: una lectura de “Las cosas que perdimos en el fuego” de Mariana Enríquez desde las perspectivas de Foucault y De Beauvoir”. Acta Literaria 59, 2019. 107-119.

Schwarzböck, Silvia. Los espantos. Estética y postdictadura. Buenos Aires: Cuarenta Ríos, 2016

María Belén Contreras

Estudiante del Doctorado en Literatura de la Universidad de Chile.