A 10 años del 4 de agosto de 2011

Pero también estaban las cartas sobre la mesa: el 2019 pasa porque pasa el 2011. La década de desafío al modelo neoliberal planteó los problemas y las soluciones, que no llegaron y, por no llegar, plantearon también frustración. El sistema era impermeable al descontento. Entonces, frente al descontento, protesta; frente a la protesta represión; y frente a ella protesta e indignación. Pero en 2019 fue contestada con bencina: el estado de excepción prolongó el descontento, porque la represión era justamente el detonante de la revuelta. Y el tiempo en lucha, en la calle, en la conversación de la barricada y la marcha permitió concretar, recuperar demandas, reunirlas y ponerlas todas en lienzos, rayados, fotos y videos que invitaron a todo el movimiento a que ahora sí: “con todo, sino pa qué”.

por Joaquín Trincado

Imagen / Marcha de los 100 mil paraguas, 18 de agosto 2011. Fotografía de Rafael Edwards.


Quienes vieron cómo el 4 de agosto de 2011 la protesta estudiantil se tornaba revuelta popular por unas horas, seguramente llegaron a soñar con que no parara nunca. Diez años después quizás consideramos que la protesta del 4 de agosto se quedó chica al lado de lo que realmente fue una revuelta popular. Comparar ambos momentos y protestas nos aporta hoy no sólo en entender la profundidad del cambio vivido por esa misma sociedad en 10 años, sino también algo sobre las dinámicas de la protesta social en general.

Hay tres posiciones desde las que comparar. La primera es el lugar común de que “no hay que comparar peras con manzanas”, porque si el 4 de agosto fue una pera, a su lado, el 18 de octubre fue una manzana, una sandía o hasta un árbol. Podemos negar el parecido, la proporción y la relevancia, pero está ahí, son eventos comparables. El 4 de agosto de 2011 el gobierno de Sebastián Piñera, frente a una movilización estudiantil, impide la manifestación por la Alameda; las organizaciones desobedecen y se manifiestan en la Alameda, afrontando una represión brutal que cayó sobre jóvenes y adolescentes durante toda la tarde. Al ver estos hechos, la población de las comunas de clase trabajadora de Santiago se sumó a la protesta desde sus barrios.

¿Nos suena conocido? Puesto así, es exactamente el mismo esquema que lo sucedido en octubre de 2019: Piñera de nuevo, protesta estudiantil, prohibición y represión violenta a estudiantes, respuesta popular en rechazo a la represión y apoyo a la demanda. La diferencia fue que en agosto de 2011 la mañana siguiente tuvo más barricadas apagadas en las calles, mientras que la mañana siguiente en octubre de 2019 la gente enfrentaba a los militares en la calle, y lo haría durante semanas hasta tener garantías de que el sistema se iba a caer.

La segunda posición, ya haciendo caso al parecido, es que “se escribió en pequeño lo que se escribiría en grande años más tarde”. Y puede ser, porque para muchas personas, la protesta popular por la educación quizás obligaría al gobierno a transar incluso algunos principios del modelo. El entusiasmo del día siguiente y de ese agosto en general, en que la CUT se plegó a las protestas estudiantiles, hacían augurar que quizás esta vez sí, que, lejos de la experiencia de negociación del 2006, esta vez la protesta se iba a llevar el premio. Sin embargo, el entusiasmo se transformó en decepción cuando la conflictividad disminuyó, el conflicto se eternizó durante meses y la gente común no volvió a llenar las calles contra la educación de mercado y la represión policial.

¿Y fue lo mismo, pero en grande, años después? He aquí la tercera forma de mirarlo, el viejo “Sí y no”. Si bien la motivación para salir a la calle fue la misma (defender la manifestación), la fuerza que tomó la protesta fue mucho mayor por otros factores, que no podrían haberse dado en 2011. Primero el detonante: la represión. ¿Las personas en la calle, trabajadores/as, estudiantes, estaban de acuerdo con la protesta por el alza del pasaje del metro? Sí. ¿Se habrían lanzado a la protesta por eso? No. Y en efecto no lo hicieron: el sabotaje al metro, la desobediencia civil de evadir el pasaje llevaba días y no era la primera vez que se hacía en estos años. Pero el 18 de octubre la represión fue brutal, igual que el 4 de agosto: la policía golpeaba y detenía a adolescentes que sólo se estaban manifestando pacíficamente. Y la discusión supera ese prejuicio que algunos anteponen al apoyo a una manifestación. La lógica era que la expresión del descontento es un derecho, y un Estado que responde a un derecho con violencia física y censura (que es, al final, lo que haces cuando acallas una manifestación), pierde legitimidad y produce una cantidad enorme de descontento y rabia. Si además la demanda se percibe como del todo justa y simple (no era difícil de explicar, como la educación superior y su financiamiento, la definición del lucro o del rol público), entonces la decisión de participar de la protesta se multiplica.

Pero ¿por qué no podía ser igual el 2011? Posiblemente, y sólo por una parte, por el hecho de que fuera un movimiento estudiantil con demandas estudiantiles, lo que aleja el sujeto de la empatía más amplia. En cambio, en 2019 el sujeto era cualquiera que sufriera el alza de la tarifa. Pero hay un factor más importante aún, y que decepcionaría a quienes hubiesen votado porque ambas protestas fueron lo mismo, pero con distinta magnitud. Ese factor es justamente la existencia en 2011 de un movimiento fuerte, consolidado, con organizaciones dirigentes y un cauce ordenado y democrático (hasta que Piñera decidió reprimir sin miramientos). Esa estructura clara permitía muchos niveles de identificación y, por tanto, canalizaba el descontento. Como lo atestigua la protesta espontánea de los 11 de septiembre, durante la década de mayores protestas formales, como el Movimiento Estudiantil del 2011, la conflictividad espontánea bajó, puesto que tenía un cauce claro; hora y lugar: jueves en Plaza Italia. Parece contradictorio, pero octubre fue tan explosivo, tan extendido en la población y largo en el tiempo, justamente porque era inorgánico y espontáneo. Cada barrio y organización convocaba su protesta, se descentralizó la ciudad de Santiago y luego las demás, se dispersó la protesta y con ella las motivaciones para protestar. La CONFECH sólo habría podido convocar a la CONFECH; la CUT, sólo a la CUT. Lo mismo pasaba con la protesta de los años 80 contra la dictadura, no podía existir un movimiento central y el descontento tocaba a las mayorías que protestaban en sus propios espacios.

Pero también estaban las cartas sobre la mesa: el 2019 pasa porque pasa el 2011. La década de desafío al modelo neoliberal planteó los problemas y las soluciones, que no llegaron y, por no llegar, plantearon también frustración. El sistema era impermeable al descontento. Entonces, frente al descontento, protesta; frente a la protesta represión; y frente a ella protesta e indignación. Pero en 2019 fue contestada con bencina: el estado de excepción prolongó el descontento, porque la represión era justamente el detonante de la revuelta. Y el tiempo en lucha, en la calle, en la conversación de la barricada y la marcha permitió concretar, recuperar demandas, reunirlas y ponerlas todas en lienzos, rayados, fotos y videos que invitaron a todo el movimiento a que ahora sí: “con todo, sino pa qué”.

En definitiva, esta comparación nos muestra cómo una democracia capaz de procesar el descontento y atender a las demandas de la ciudadanía es un Estado que controla mejor la conflictividad, porque, aunque la elite siga pensando que la represión es el camino para controlar el “orden público”, la evidencia nos muestra que justamente el diálogo y la democracia participativa, aquella que escucha a los actores y que les permite cambiar su realidad, disminuyen las dosis de violencia. Pero también que un movimiento fuerte y organizado tiene menos probabilidades de provocar una revuelta social. Provocar ese tipo de estallidos, como se provocó el 4 de agosto, sólo demuestra que el gobierno frustra a la ciudadanía por su respuesta antidemocrática. Esa es una lección que nuestra democracia debe aprender y consolidar en el nuevo modelo de derechos sociales, entre los que se cuenta la manifestación.

Joaquín Trincado
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Profesor de historia.