LAS IZQUIERDAS HAN CONMEMORADO EL MUNDO, DE LO QUE SE TRATA ES DE TRANSFORMARLO

¿En qué medida el llamado a la conmemoración puede ser excedido por la irrupción de una memoria que ponga en tela de juicio su propio dispositivo? Posiblemente eso fue, en parte, lo que ocurrió con la salida de Fernández: no el fracaso de una persona paradójicamente traicionada por sus propias convicciones, sino un diseño que ya no va más, un marco consensual-cupular que implosiona pues no puede soportar el abismo sobre el cual pende. Podríamos decirlo así: en los años 90 el consenso se impuso al abismo (y mantuvo la impunidad). En la actualidad, es el abismo el que desgarra toda posibilidad de consenso (y denuncia la impunidad).

por Rodrigo Karmy B.

Imagen / “Londres 38, espacio de memorias”, por Pablo Slachevsky. Fuente.


El espíritu conmemorativo que se instaló desde el gobierno ha impregnado a todos. Todos parece que deben posicionarse. Cada uno ha de convertir el espacio de la conmemoración en una verdadera batalla política en torno a la hegemonía discursiva. Repartir culpas para algunos, pronunciar confesiones para otros; lo cierto es que nadie queda exento de la conmemoración. “Nadie”, porque dicha conmemoración, convoca a un común maltrecho que experimenta en sí mismo su propia fractura y su falta de “unidad”, como gusta decir a los que pretenden mantener las cosas impunes. “Nadie” porque trae al presente el trauma del Chile de los últimos 50 años, a saber, la usurpación oligárquica ejecutada a sangre y fuego por militares y civiles contra el proceso de los pueblos abierto por la experiencia de la Unidad Popular. En esta filigrana se desata la conmemoración.

En realidad, habría que decir que la conmemoración, que responde a un diseño que fracasó (salida de Fernández), pero sobre el cual el gobierno parece insistir, porta consigo la ilusión de gobernar la memoria, de domesticarla, civilizarla, consensuarla, al fin y al cabo. En suma, una memoria capturada por una biopolítica del tiempo. Se trataría de establecer un “mínimo común” –dice la jerga– acerca del golpe de Estado del que el lapsus Fernández puso de manifiesto su imposibilidad: no hay piso alguno para establecer un “consenso” sobre estas materias. Y por ahora no la hay, no porque la derecha sea un grupo de inmorales, sino porque la transición de los 30 años jamás hizo retroceder a los vencedores de 1973 sino, más bien, los convirtió en los vencedores de 1988. Por eso, ellos pueden “justificar” el golpe de Estado como si fueran los dueños del país –porque 1973 restituyó el dominio oligárquico que había sido amenazado por la Unidad Popular– y 1988 lo consolidó normalizándole en la forma de la democracia.

Bajo este orden, parece que las izquierdas solo pueden acceder a la conmemoración de los 50 años del golpe de Estado como un premio de consuelo al precio de no transformar nada sustantivo. La conmemoración opera, así como un dispositivo de obturación de la posibilidad de volver al proyecto histórico de las izquierdas. Proyecto que existió y del que la Unidad Popular fue prístina heredera.

Sin embargo, el dispositivo jamás totaliza la captura de fuerzas. Así, la pregunta es en qué medida el dispositivo conmemoración funciona sólo como “premio de consuelo” a la impotencia de las izquierdas de transformar el mundo o, algo escapa a dicho dispositivo que llega a poner en entredicho su propia capacidad de normalización de la memoria y neutralización del proyecto histórico de las izquierdas. A esta luz, ¿en qué medida el llamado a la conmemoración puede ser excedido por la irrupción de una memoria que ponga en tela de juicio su propio dispositivo? Posiblemente eso fue, en parte, lo que ocurrió con la salida de Fernández: no el fracaso de una persona paradójicamente traicionada por sus propias convicciones, sino un diseño que ya no va más, un marco consensual-cupular que implosiona pues no puede soportar el abismo sobre el cual pende. Podríamos decirlo así: en los años 90 el consenso se impuso al abismo (y mantuvo la impunidad). En la actualidad, es el abismo el que desgarra toda posibilidad de consenso (y denuncia la impunidad).

La caída de Fernández no es más que otra advertencia de que la gobernanza neoliberal de corte consensual no puede funcionar después de la revuelta de 2019. Que la sociedad está en la postransición y el gobierno –siendo una coalición postransicional– opera como una coalición transicional en base a una suerte de concertación junior que no puede hacerse cargo del “abismo” que hoy reordena la cartografía política.

Es precisamente la revuelta de 2019 la que desplazó las placas transicionales y posibilitó que el abismo de la memoria se levantara. En este sentido, es la revuelta la que puede ser pensada como una resonancia de la Unidad Popular en el instante en que ésta irrumpe como una contestación radical (de tipo destituyente) a la usurpación oligárquica de los últimos 50 años. En este sentido, el dispositivo de la conmemoración opera de manera doble: por un lado, oculta y domestica, por otro, se deja impactar por el oleaje de una memoria irredenta que no pretende caber en él.

Justamente por eso, tiene sentido formular la pregunta: la obsesión por la conmemoración ¿terminará en un simple premio de consuelo para las izquierdas al precio de reducirlas al campo cultural o ello permitirá reconstituir afectos neutralizados por la asonada restauradora acelerada desde el 4 de septiembre de 2022 y articular un proyecto histórico? En suma, ¿puede la conmemoración transformar el mundo?

Atendamos al diseño discursivo e institucional del dispositivo conmemoración, desde el punto de vista del discurso oficialista, la dictadura aparece encapsulada y situada en una diferencia cualitativa con la democracia. Curiosa operación que debería llamar nuestra atención, toda vez que los pivotes de la dictadura, entiéndase, el modelo económico (neoliberalismo) y político (la Constitución) –en suma, su pacto oligárquico cristalizado en el Estado subsidiario como forma política– se desarrollaron y profundizaron de manera civil durante los 30 años de transición a la democracia.

La operación de encapsulamiento de la dictadura es análoga a la operación que hace la derecha de encapsular el golpe y diferenciarlo de la dictadura. En este último caso de cinismo, se separa el día 11 de septiembre de 1973 de la dictadura instaurada esa misma tarde por la Junta Militar y que, curiosamente, no cedió sino después de 17 años de dictadura; en el primer caso, es la totalidad de la dictadura la que aparece como el “mal” frente al cual habría que proteger la democracia a toda costa, en el segundo, es también la dictadura el “mal” pero no el golpe de Estado que habría encontrado “justificación”.

A pesar de las diferencias de las dos narrativas, es importante subrayar que ambas se estructuran desde un mismo “historicismo”, una concepción de la historia en que ésta es vista como un progreso que “moraliza” a los seres humanos y que ofrece “lecciones” para “no repetir”. Sea que se justifique el golpe y, por tanto, no pueda volver a repetirse un Allende (versión derecha) o que no se justifique el golpe y así no vuelva a repetirse un Pinochet (versión oficialista), siempre se trata de “lecciones” y, por tanto, de una impronta “moral” que cabría inocular en la medida que la historia se ofrece como un dispositivo tribunalicio que reparte culpas por un lado u otro. ¿Es posible abrir una escena más allá de la producción de culpa ofrecido por el dispositivo conmemoración?

Quizás, la memoria que supura el dispositivo conmemoración, la memoria que escapa a sus “abstracciones” no obedece a la linealidad cronológica del historicismo, sino que pone en juego un tiempo intempestivo. No hay “progreso” sino interrupción, no hay linealidad sino discontinuidad, no hay totalidad de un relato, sino una miríada de fragmentos. En este sentido, la cuestión que podemos plantearnos es si ¿la obsesión por la conmemoración podrá traducirse en la transformación histórica y política del mundo o las izquierdas tendrán que consolarse con un premio puramente “cultural”? Esta pregunta nos lleva a esta otra: ¿qué hace que el carácter díscolo de la memoria –su imaginalidad- resulte tan incómodo para el orden portaliano de la nueva era guzmaniana?

Justamente, la foto del detenido desaparecido, del ejecutado político, porta consigo la intempestividad de una potencia que no cabe en los marcos sobre los que se define la institucionalidad. La revuelta del 2019 ensanchó el abismo por el que los rostros de nuestros desaparecidos vuelven a hablarnos hoy día y nos dicen que necesitamos transformar nuestro presente. En esto consiste su intempestividad. Al modo de un médium sensible, en el que experimentamos un tipo singular de telepatía (la transmisión subterránea de la voz secreta de los muertos), los desaparecidos nos hablan, murmuran, rumian en los bordes de las dos grandes narrativas que el partido portaliano pretende normalizar.

Al contrario, el dispositivo “conmemoración” porta consigo las dos abstracciones señaladas. “Abstracciones” que rentan hegemónicamente, sea para que la derecha ratifique su posición contra la Unidad Popular, pero pueda admitir como “excesos” las violaciones a los derechos humanos o, sea, para que el oficialismo restituya los maravillosos 30 años en contra de los 17 de la dictadura.

Dos narrativas “portalianas”, instauradas desde el historicismo y su concepción de orden, que funcionan como una contención frente a una memoria que supura en toda su imaginación: ¿dónde están? –no se ha dejado de preguntar. Una simple pregunta que trastorna las bases mismas de la institucionalidad, que muestra al sagrado y bendito “orden” erigido en el pacto oligárquico de 1980 como una formación apuntalada a la luz de la sangre y la violencia y, por tanto, como una forma agrietada, quebrada, fragmentada. La visión oligárquica, que pretende universalizar su mirada sobre el país, no soporta verse como una parcialidad, una parte que no es ni ha sido mayoría.

La cuestión, entonces, consiste en cómo el dispositivo conmemoración es excedido por la irrupción de la memoria y cómo dicha irrupción pueda trastocar –si no cede a las normalizaciones biopolíticas– el escenario político y no simplemente quedar reducida a la esfera cultural.

Al respecto, quizás valga recordar a Spinoza quien, respecto de las ceremonias, escribía: “De todo ello resulta más claro que la luz del día que las ceremonias no contribuyen nada a la felicidad”1. El dispositivo ceremonia criticado por Spinoza que para nosotros se actualiza en el dispositivo conmemoración, no sirven sino para profundizar las pasiones tristes y la consolidación del “peso de la noche”. Ir más allá del dispositivo conmemoración y entrar al campo de lo que podríamos llamar imaginación política es precisamente lo que se abre con una memoria disruptiva que pueda exceder los mecanismos biopolíticos del consenso y su triste espectáculo. La imaginación política es el campo del disenso, lugar que resta a los monumentos y sus bríos oligárquicos. Justamente es la imaginación la que dice que hasta ahora, las izquierdas han conmemorado el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo.

Notas.

1 Baruch Spinoza, Tratado teológico político, p. 162.

Un Comentario

  1. Un vacío relevante en esta conmemoración es el saqueo del estado de Chile, que está investigado y documentado.

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