Violencia simbólica por libertad del arte

Desde esta aparente arbitrariedad -descuido- de los partidos de izquierda en el ámbito cultural local de cara a los sectores populares y autogestionados de la cultura, no queda más que comprender la pérdida de sentido en les artistas de izquierda dentro y fuera de esta coalición respecto de la posibilidad de un arte político como ideal en común. Más allá del compromiso político, cualquier aglutinación no funcional a los fondos estatales es francamente impensada. Es por ello que artistas otrora críticos hoy predican un populismo vacío, que confunde rudeza con autonomía, violencia con emancipación.

 por Carolina Olmedo Carrasco

 Imagen / “Prodigal son”, litografía por Thomas Hart Benton, 1939. Fuente: Wikicommons.


I.

A horas de la amenaza de una concentración antimigrantes de carácter nacionalista, trasladada al mes de septiembre, y la realización de una contramarcha en defensa de los derechos de las comunidades migrantes presentes en el país, resulta increíble constatar como sectores otrora dinámicos y vivos en la construcción de escena artística en Chile se marginan activamente de este contexto, oficiando además como policía de aquello que antes añoraban derrumbar en otros planos de la vida cotidiana. Una transformación que quizás no es evidente “del marco para adentro”, donde la retórica del menguante ciclo político del 2011 y las luchas sociales que le siguieron aún viven gracias al firme mecenazgo “integracionista” de FONDART, pero que se acusa en la acelerada brutalización de las relaciones cotidianas entre quienes conforman la escena local de la cultura en Chile. La acelerada naturalización frente a la violencia simbólica en las relaciones intelectuales, profesionales y laborales en el ámbito cultural local es asimismo desalentadora en el escenario político que vivimos. De este modo, incluso quienes decían representar a la “izquierda” o al “pueblo” en años pasados hoy apuran el paso hacia esta naturalización, promoviendo una falsa “justicia” de la competencia y “objetividad del arte” frente a quienes se adentran más recientemente a la práctica del arte político, entendiendo por “justos” e incluso críticos comentarios como “habría que ver si tu obra es tan buena”, “yo también partí desde abajo”, o simplemente “ponte a la fila”. Paliativos siempre prestos a su uso como aleccionadores frente a cualquier disentimiento, reflexión crítica o queja respecto del mainstream*, al igual que en el pasado.

 Resulta llamativo como, insensibles a la radicalización política de la sociedad completa ante el auge de la represión política y el conservadurismo empresarial, artistas otrora “políticos/as” no dudan en utilizar su experiencia y reputación en la arena de lo simbólico para defender a instituciones privadas financiadas a través de la ley de donaciones culturales, con dineros provenientes de mineras que los obtienen explotando territorios y empobreciendo a comunidades alejadísimas de sus publicitados programas culturales. Como no dudan en utilizar el argumento de la tecnocracia universitaria de las “bellas artes” (¡la belleza a la carga una vez más!) para defender a figuras instaladas “por arriba” por estas empresas de explotación minera vestidas en piel de cultura; figuras que muchas veces contribuyen a la suplantación de la “lucha cultural” llevada por las comunidades frente a este desarrollo empresarial por una cierta “alta cultura” del arte político y/o social respaldada en el museo privado. Un arte latinoamericano racional e institucional que nos viene dado como casilla en una world vision que rehabilita las vetustas categorías de lo “feo”, lo “inútil” o derechamente lo “no artístico”. Término insensible que usan ciertos/as artistas resistentes a la dictadura frente al arte joven que hoy nace en el seno de la movilización social.

La interlocución de un/a artista con mayor experiencia dentro de este proceso de apertura social, que se espera iluminadora o a lo sumo señera para quienes le siguen en la “anómala” senda del trabajo artístico (en cuya precarización actual la antigua frase de Guillermo Facio Hébecquer “ser proletario y ser artistas es ser dos veces héroe” adquiere un nuevo sentido), se torna en este contexto de competencia y desorganización la primera de una larga fila de voces policiales afiliadas por voluntad o desidia al establishment*. La violencia simbólica y la “justicia propia” de la competencia descarnada en el campo del trabajo cultural muestran la pulverización e individuación que experimentan hoy sus sectores medios y populares tras cuarenta años de subjetivación neoliberal. Aspecto exacerbado en las comunidades subsidiadas por el Estado a través de Fondos de Cultura una vez caído el ligero velo de integración social ofrecido por las políticas culturales de la postdictadura en sus años de esplendor (cuando “la fiesta de la cultura” de Ricardo Lagos fue su mayor emblema).

 

[*Resulta importante llamar a la cosa por su nombre, saber de dónde proviene y a quién le está sirviendo entonces.]

 

 

 

II.

Sin detenernos en estas causas del pasado reciente, que ya han sido abordadas en escritos anteriores ¿Cuáles son las cuestiones presentes que atender en esta distancia y desafección de los/as artistas frente a prácticas cotidianas de solidaridad y resistencia hasta hace un par de años parecían obvias? Dando un vistazo al estado actual de las relaciones entre intelectuales del arte / artistas y partidos políticos, no podemos sino destacar cómo -a pesar de su avanzada descomposición- la mayoría de los agentes de la escena artística continúa apelando a una incorporación cosmética y simbólica del problema de la cultura en la esfera partidaria, sin atender a imperiosa la necesidad de construir organización defensiva y conspirativa contra el acorralamiento que actualmente sufre la cultura a las estrechas permisiones de la producción capitalista.

En lugar de atender a las causas de esta drástica reducción de la esfera institucional formal frente al enorme océano de producciones autogestionadas y/o paraestatales que dominan distintas escenas locales latinoamericanas, quienes sobreviven a duras penas en su interior -en trabajos precarios, fondos esporádicos- dan manotazos de ahogado para intentar defender sus menguantes privilegios a partir de las categorías de la “calidad” y la “humildad”. Del mismo modo, otros/as agentes apelan porfiadamente a revivir la “edad de oro” de la cultura subsidiaria concertacionista como único proyecto posible entre artistas y partidos políticos, cuando es claro que las condiciones que posibilitaron dicho fenómeno tras la dictadura ya no existen, así como tampoco tienen ya sentido las instituciones transicionales que posibilitaban su ejecución (Presidencia en cultura, Trienal de Chile, CNCA, DIBAM, etc.). Frente a este estado de confusión y vacío proyectual entre los propios agentes de la cultura, sin nunca llegar a involucrarse, los partidos de la socialdemocracia y la izquierda buscan apenas adhesiones individuales que les permitan sumar prestigio en el plano de lo simbólico, sin tampoco asumir el rol histórico que habían tenido de alimentar una ambición resistente en estas comunidades.

Desde esta desconexión, el Frente Amplio suele utilizar al espacio de les trabajadores e intelectuales de la cultura como una suerte de retaguardia simbólica y diplomática sobre la cual ficcionar la toma del poder interclasista, olvidando y/o desestimando el uso forjado durante años por los sectores populares y revolucionarios de las expresiones culturales como agentes de desestabilización del status quo. En esta consideración ligera de lo que otrora fuera un arma de guerra, ciertos representantes del FA ofrecen el espacio de su cultura como un casillero vacío o inelásticamente abierto, proclive a ser ocupado por integrantes de la intelectualidad concertacionista en busca de refugio en un momento particularmente hostil para la supervivencia de la izquierda chilena. Algo que se torna complejo en los giros y acciones individuales de estas figuras, muchas veces no sólo contrastante con las líneas partidarias a las que se aproximan, sino que incluso incoherentes y contrarias con una idea amplia y vaga de “ser de izquierda”. Un ejemplo reciente de esto es el archivo sobre el movimiento feminista chileno donado (compra mediante) por Lotty Rosenfeld y Diamela Eltit a la Pontificia Universidad Católica de Chile: entidad educativa cuya red médica es hoy la principal objetora de consciencia en el país ante la implementación del derecho al aborto en 3 causales, y una enemiga declarada del movimiento feminista en nuestro país.

Si bien no es una jugada inocente, pues pretende transferir al FA los capitales individuales que dicha intelectualidad ha obtenido en el ámbito cultural de la dictadura y la postdictadura, es necesario ser consciente también de que su éxito no puede en ningún caso pasar sobre las problemáticas relaciones que estos agentes de la concertación han construido con las/os artistas jóvenes, militantes y activistas sociales que hoy integran las bases políticas del FA. Es por ello que resulta fundamental abordar a la cultura como un espacio de elaboración política y de crecimiento orgánico en contradicción a su uso como simple moneda de cambio, que en términos puros significa su privatización (enajenación) para el disfrute y sustentación económica de algunos pocos. El sacrificio de su condición de tecnología para la desestabilización, y más viejas fórmulas para la que se supone debería ser ya la nueva política de nuestra tercera fuerza.

Desde esta aparente arbitrariedad -descuido- de los partidos de izquierda en el ámbito cultural local de cara a los sectores populares y autogestionados de la cultura, no queda más que comprender la pérdida de sentido en les artistas de izquierda dentro y fuera de esta coalición respecto de la posibilidad de un arte político como ideal en común. Más allá del compromiso político, cualquier aglutinación no funcional a los fondos estatales es francamente impensada. Es por ello que artistas otrora críticos hoy predican un populismo vacío, que confunde rudeza con autonomía, violencia con emancipación.

 

 

 

III.

En el contexto de la política partidaria de izquierda, la pregunta por la necesidad del arte está habitualmente dirigida a comprender cuál es el objeto de su actuar, y cómo conciliar su propia naturaleza -discontinua, caustica, poética- a las necesidades del pragmatismo social implicado en una política de masas. En el contexto actual, de espectacularización de la política en desmedro de sus anclajes más firmes con la sociedad, es visible sin embargo la necesidad de invertir esta pregunta desde el mundo del arte hacia el de los partidos: ¿de qué sirve hoy el contexto partidario de izquierdas para defender a la cultura y las artes como algo más allá que una moneda de cambio? ¿De qué sirven concretamente para defender la cultura como un espacio de reproducción de la vida y de elaboración crítica? ¿Existe para la izquierda actual una práctica artística revolucionaria y otra antagónica de ésta de acuerdo a sus fines en la política institucional? ¿Contribuye esta izquierda a la defensa de una cultura resistente o, por el contrario, en su desidia acelera su conversión en fetiche dentro del mercado de las “nuevas identidades”? Ante estas preguntas, resulta claro observar que el abandono de un proyecto general de resistencia cultural al capitalismo y la disolución de su fuerza en un sinnúmero de “individualidades políticas” parece acelerar la conversión de sus contenidos -otrora faros aglutinantes- en nuevas mercancías simbólicas útiles a la academia noreuropea y la política de las relaciones exteriores. La iniciativa espontánea (no orgánica) de los/as representantes públicos de estos partidos por sobre la formación de sólidos frentes culturales profundiza la ambigüedad y el conflicto entre ambas esferas, y se muestra igualmente inútil en un proceso de formación de un proyecto cultural de izquierda al cual convocar a la sociedad en su conjunto.

En este sentido, y si bien es un desafío relevante para el Frente Amplio tender lazos con las generaciones precedentes y las luchas del pasado, en materia cultural bien valdría la pena construirlos de manera significativa y coherente respecto de lo ya acumulado en los ciclos políticos de nuestro propio pasado reciente: en el proceso de conformación de una generación hoy representada por la política del esta coalición, que en su impulso buscó quebrar con el orden precedente también en el plano de la cultura. Por tanto, no encontraremos en la élite crítica transicional, en su cultura pactada y releída en clave de reconciliación, las palabras que su propio sector político no tuvo para interpretar nuestras luchas contra el status quo en el momento en que ellas acontecieron. Su respuesta entonces, la que hoy adoptan nuestros/as artistas políticos/as más “experimentados” mimetizándose con ellos dentro de la debacle, fue la de ver “vacío”, “fealdad” y “degradación” ahí donde surgía lo nuevo. No supieron distinguir lo diferente a ellos/as en su propio campo de pertinencia -el de la cultura-, y no fue sino hasta que el Frente Amplio se convirtió en una tercera fuerza electoral que iniciaron su valoración cultural. Una valoración realizada, insisto, desde lo inevitable que resultaba este hecho histórico.

Poner en cuestión el reconocimiento a una intelectualidad crítica precedente no significa, claro, tirar por la borda sus experiencias de manera mecánica y reaccionaria: por el contrario, implica la responsabilidad de un reconocimiento denso pero también crítico de sus aportes y derrotas, y la identificación desprejuiciada de aquello que en su trabajo implicó efectivamente una voluntad transformadora. Sólo de este modo podremos dejar de ser calco de un pasado imposible e identificar con certeza el papel histórico de la cultura dentro de las organizaciones de la izquierda chilena, así como su invaluable aporte en la emergencia de nuevos/as artistas dispuestos a desnaturalizar el orden dominante.

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Historiadora feminista del arte y crítica cultural, integrante fundadora del Comité Editorial de Revista ROSA.