Empezó el siglo en un octubre rojo: Notas sobre una revuelta antineoliberal

Esta revuelta también desafía la idea de la revuelta como último recurso, y la pone como la herramienta más a mano de un colectivo que se descubre a sí mismo como masa. Quien buscaba grupos que luchan solo cuando la pobreza los ahoga, y que asumen con seriedad y gravedad de burócrata de partido todo lo que hacen, que vaya a ver películas soviéticas. Quien busque desalmados individualistas que no les importa nada más que la venganza social enajenada, que vayan a leer el academicismo que siempre buscan categorizar el malestar activo de los de abajo como delito, enfermedad o descomposición social. Lo que hay es una clase trabajadora cabreada, pero también una que por fin encontró algo que hacer que la llene de vértigo real. Hay una alegría en los que luchan de tener por fin tener control, aunque sea por un rato, de sus vidas y de su ciudad. Quien busque la masa madre de cualquier estrategia de izquierda, ahí la encontrará. No luce como en los libros, pero nada lo hace.

por Luis Thielemann H.

Imagen / Resistencia en Plaza Italia, Santiago de Chile, octubre 2019.


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Entre lo primero que debe asumir cualquier posición que intente comprender lo que está sucediendo, es que al frente de la lucha social no había una masa enajenada, una turba que no sabe qué quiere ni para dónde va. Es fácil caer en la pulsión piadosa que intenta empatizar con lo que de entrada considera un “otro”. Peor aún, caer en la “zoología de élite” de presentar como descubrimiento agudo los “estímulos” que provocan “reacciones”, como si se tratara de gente que solo responde, que no tiene una agenda personal o colectiva de acciones. En el fondo, lo que se debe asumir es que en la mayoría de quienes participan en las protestas hay una opción racional por la revuelta, por la resistencia e incluso por la ofensiva violenta, o por lo menos una indiferencia a los costos de la destrucción. Pero eso no es todo, se debe asumir que esas personas -a diferencia de todo lo dicho por las vocerías académicas deseosas de explicarle al poder lo que pasa, en falso tono de ciudadano sentido y haciendo rezos a la unidad nacional- sí entienden la prensa, sí supieron cómo se despreciaba a cada reforma con letra chica, como los perseguía por deudas de comida o vivienda el mismo poder judicial que liberaba a empresarios y políticos corruptos. Entendieron cómo se hacía cada ley para que pareciera pro-popular pero que en realidad, y casi sin disimulo, se abría un nuevo y más rapaz nicho para un neoliberalismo ya adicto a saquear los bolsillos trabajadores.

Quienes se han movilizado en los últimos días entienden lo que pasa, y lo entendían hace ya rato. Incluso cuando algunos votaron por Piñera o cuando no quisieron apoyar los llamados de la izquierda a luchar contra lo que ahora luchan, estaban pensando en sí mismos, y probablemente en nadie más, pero estaban operando ante una realidad que comprendían. Esta semana ese diverso mundo, esos fragmentos de diversas clases golpeadas por décadas, descubrió el colectivo, descubrieron que no estaban solos, que se sentían mejor en la empatía popular que en la salvaje e impotente competencia de méritos. Eso es una novedad brutal y fundamental para cualquier hipótesis de izquierda. Pero el descubrimiento de que la política y los empresarios estaban no solo lejos, sino que en su contra, no ocurrió esta semana. Eso lo vienen procesando desde hace años, y si la izquierda no pudo convocarlo antes, es porque tal vez habla con palabras equivocadas, porque no había tejido las suficientes confianzas en pasajes y plazas de la periferia, porque se siente demasiado cómoda en su comunidad de clase media, o porque propone salidas a una clase trabajadora imaginada, no real. El pueblo entiende lo que le pasa, el cómo decide operar en función de ello ya no es un misterio, pero el cómo hacer de eso una fuerza políticamente eficaz, por lo menos para un programa de salida del neoliberalismo, es el problema cero de este momento.

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Es lógico que el movimiento popular que se tomó las calles no puede ser encajado en “la izquierda”. Es ridículo que alguien crea que puede poner detrás de sí esta fuerza social movilizada. Pero no es cierto que allí nadie habita, y que esta marea es ciega y sin posiciones. Sostener aquello, como lo han hecho vocerías identificadas con las fuerzas de la Transición, es la posición conservadora que donde no ve la política de salón y cocina solo imagina la anomia o “malestar inorgánico”. Lo que hemos visto es un tejido social que ya no habita en centros de madres o viejos sindicatos, sino en grupos de Whatsapp o coordinaciones de afinidad no políticas ni reivindicativas. Esa reconstrucción de lo social por abajo ha sido invisible para quienes creyeron eternos los diagnósticos de la década de 1990. Puede parecernos muy distinta de lo que imaginamos que sería o de lo que recordábamos que era, es lógico también desconfiar de cuánto aquellas redes pueden reconstruir una idea antagonista de lo social, es decir, la idea de pueblo contra la élite; pero no podemos negar que ese tejido social existe. Las coordinaciones para ocupar estaciones a horas exactas o para saquear o atacar ciertos puntos de la ciudad no provenían de grupos especializados de militantes ni llegaron solo a cuadros preparados para el ataque. Eso solo lo cree un delirante sector de la derecha, lamentablemente con mucho poder en presidencia. La coordinación fue casi espontánea, se distribuyeron entre dueños de casa, trabajadoras, vecinos, profesionales y un sin fin de pueblo llano, de gente que así volvió a sentirse parte de algo más grande que ellos, y sobretodo, más poderoso.

Muchos compañeros cuentan cómo en las barricadas se encontraba de todo: el lumpen al lado del trabajador que votó por Piñera, un profesional endeudado que hasta ayer creía ser igual a su jefe y, entremedio, un militante de izquierda. Sin duda las tensiones de estos días tenderán a marcar diferencias dentro del pueblo: entre violentos y los que no, entre los dispuestos al saqueo y el pillaje y quienes se aferran a sus únicas propiedades. Pero nada de eso logrará superar la división que se volvió abismal esta última semana: entre lo que se reconoce como pueblo y lo que se identifica con el orden neoliberal. Las masas que se movilizaron puede que estén muy lejos de identificarse con la izquierda, menos aún con una estrategia revolucionaria, pero está dispuesta al conflicto clasista y contra la explotación. Lo segundo es un dato importante y valioso para construir un bloque histórico, el primero es solo un problema para quienes quieren capitalizar esta revuelta en el corto plazo y dentro del orden actual.

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Debemos calmar el miedo militante de que esto pueda capitalizarlo el fascismo. Es un muy propio del cortoplacismo electoral pero también de un elitismo que se niega a abrazar la causa popular realmente existente, en la forma abyecta que tiene. Es una hipótesis plausible, pero los datos no nos indican que sea la más probable. Las personas no corrieron a Kast y su partido en los últimos años, su 10% de apoyo en las encuestas no logra construir movimiento de masas. Es más, su lealtad con la derecha le hace imposible desmarcarse y salir con un discurso de reforma social profunda. Para Kast el problema es la ideología de género o que haya demasiados profesores de izquierda, no la acumulación capitalista despiadada con nuestra reproducción cotidiana de la vida. Si confiamos en que la mayoría del pueblo chileno que se movilizó entiende lo que sucede en sus propios términos y bajo su propio interés, debemos confiar en que no partirá, como no lo ha hecho todavía, a reducir su potencia detrás de un líder salvífico, tan lleno de odio a lo popular como de complicidad con el empresariado local, situado tan en medio de la parte social que se beneficia de la desigualdad.

Es cierto, no son de izquierda, muchos de ellos votaron por Piñera, Ossandón o Kast, pero también muchos votaron por la izquierda. Y una buena parte no votó. Kast tiene el mismo problema de la izquierda: no logra convertir en partido lo que es solo malestar, no logra producir fuerza política desde cierta simpatía social. Así las cosas, la lucha de estos días, sea cual sea la adhesión electoral de sus protagonistas, pone un orden de prioridades que solo una salida anticapitalista o por lo menos de reforma profunda, puede satisfacer. Si la izquierda no afloja y mantiene la mira apuntando al gran empresariado y a la clase política que lo ha sostenido por tres décadas, al orden político y social que les impide ser ciudadanos, Kast, como casi toda la clase política, puede ser barrido por el programa de la revuelta.

Pero eso todavía está en veremos. Hay que tener política para el problema fascista y esa política no puede ser el elitismo de clases medias progresistas que, a priori y por decreto, niega la posibilidad que la rabia inorgánica devenga masas -en plural- clasistas y antifascistas (tal vez porque algunos es precisamente eso a lo que más le temen). La izquierda, si quiere ser la inteligencia de la lucha popular, debe disponerse a jugar con fuego, es decir, a empatizar y organizar la rabia de masas y también a ser alternativa seria de gobierno y orden.

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Hay mucho conservadurismo en temerle a la violencia. Es normal, nadie que ame la vida puede querer la violencia. Pero ya que llevamos varios días de violencia debemos ser capaces de distinguir entre matices, formas y grados. En ese sentido caben dos cosas que decir. Primero, que la violencia popular ha sido sorprendente, pero no homicida. En general no se las ha emprendido con la pequeña propiedad, y no se conocen ataques organizados con armamento desde la parte popular de la revuelta. Luego de la subida de apuesta de Piñera, al describir como una “guerra” a la revuelta, el pueblo no le creyó el bluff y simplemente respondió con una de las jornadas más pacíficas y más masivas de protesta que recordemos en mucho tiempo. El movimiento en las calles, al parecer, no solo entiende lo que le pasa, es capaz de generar movimientos tácticos eficaces con impresionante autonomía y disciplina. En segundo lugar, que el Estado, en cambio, ha respondido con fuerza desmedida, y la ha justificado con la violencia que tiene al frente. Los videos e imágenes que rompen el cerco mediático muestran policías desbandados disparando a civiles pacíficos, torturas y toda clase de abusos, así como a militares disparando a las casas por las noches. Hay más de mil quinientos presos, 15 muertos hasta el momento y cientos de heridos a bala. El gobierno no ha emitido ninguna información oficial sobre cantidad de víctimas o cómo se produjeron, lo que sabemos lo sabemos gracias a la información que la multitud se comparte entre ella. Así las cosas, es inaceptable que a los que luchan se les achaque la violencia.

Lo peor es que hay sectores de la izquierda que se han hecho eco de ese discurso, de culpar de la violencia a un mistificado lumpen. Es complicado ese discurso porque desconoce la amplitud social de las protestas, amplitud incluso en cada esquina, en donde lumpen y trabajadores se han mezclado. Pero también porque da muestra de una lealtad de izquierda con la mirada y episteme de la clase política y los más ricos. Se pone nerviosa, usa palabras para convertir en delincuente y antisocial lo que es violencia rabiosa de comunes y corrientes. No estudia la historia como para saber que siempre que ha habido revuelta, la gente normal hace lo anormal, y el “lumpen” pasa de ser una minoría ajena a una actitud momentánea. El discurso que separa normales de saqueadores no se pregunta que, si todos los que destruyen son delincuentes fuera de la sociedad, entonces ¿por qué son tan pocos los delincuentes el resto del año? ¿por qué esa violencia solo se ve acompañando una protesta popular y no en el cotidiano? Tal vez la palabra “lumpen” es buena para trazar fronteras que la clase política felicita, pero inmediatamente enajena a quien la dice de comprender a quien no delinque ni es violento, pero este fin de semana decidió que haría una excepción.

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Así luce el pueblo, rabioso e irresponsable, dispuesto a la frontalidad radical un día y al otro asumiendo su inferioridad de fuerzas y replegándose. Así luce una mezcla de clases que se encuentra en la común precariedad un hilo para tejerse como masa. Así luce el pueblo, porque no podemos establecer unidades menores, categorías y fracciones. La muchedumbre de desheredados se comporta así cuando la furia es su identidad, pero también cuando sabe perfectamente contra qué lucha. No esperen programas bien escritos, pero no digan que no existe. Así luce un pueblo que por primera vez en décadas se asume como tal. No obedece a leyendas bolcheviques ni a mistificaciones conservadoras. Probablemente se parece más al pueblo del siglo XIX -proletario, antipolítico, desconfiado del poder del cual ha sido excluido- que al del siglo XX -encuadrado en partidos, ordenado electoralmente, organizado por el Estado. Por ende solo puede garantizar su rabia y desconfianza, no su lealtad. Tampoco es una horda de harapientos que ya no tiene nada y por ende pone su vida sobre la mesa. La imagen hermosa de quienes quemaban en barricadas los televisores de última tecnología que acababan de saquear, parecían decir a gritos: “¿Acaso cuando pido dignidad, solo tienes un televisor de mierda para darme?”.

Esta revuelta también desafía la idea de la revuelta como último recurso, y la pone como la herramienta más a mano de un colectivo que se descubre a sí mismo como masa. Quien buscaba grupos que luchan solo cuando la pobreza los ahoga, y que asumen con seriedad y gravedad de burócrata de partido todo lo que hacen, que vaya a ver películas soviéticas. Quien busque desalmados individualistas que no les importa nada más que la venganza social enajenada, que vayan a leer el academicismo que siempre buscan categorizar el malestar activo de los de abajo como delito, enfermedad o descomposición social. Lo que hay es una clase trabajadora cabreada, pero también una que por fin encontró algo que hacer que la llene de vértigo real. Hay una alegría en los que luchan de por fin tener control, aunque sea por un rato, de sus vidas y de su ciudad. Quien busque la masa madre de cualquier estrategia de izquierda, ahí la encontrará. No luce como en los libros, pero nada lo hace.

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Nadie sabe bien qué pasará en adelante excepto que no habrá más normalidad. Todas las certezas políticas se fueron al carajo. Por ahora, hay que mantener una conquista de esta lucha: la identidad en la parcialidad, la lucha como algo de una parte real y no del todo social ficcionado. La parcialidad de las masas, el rechazo empedernido a todo aquello que huela a clase política y a grandes propietarios dibuja una frontera ante la cual la izquierda debe ubicarse. Ese es su eje, la línea del frente de la parte que lucha, no el de los políticos, de la izquierda y derecha. Como bien lo expuso Víctor Orellana en esta misma revista: “No volverán los ochenta, no volverá el Sí y el No” No podemos abandonar esa parcialidad, la lealtad total con ella, so pena de ser empujados al bando enemigo por solidaridad parlamentaria. ¿Qué hacer por ahora? Hay que mantener la solidaridad con la revuelta. La izquierda debe asumir, por lo menos, un doble discurso ante el abandono de masas al respaldo a la legitimidad del negocio capitalista: un pie en las instituciones, demostrando con avances vertiginosos que es alternativa real de gobierno; el otro, en la lucha callejera que no se detendrá aunque se vea obligada por fusiles militares a una tregua. Con los presos y heridos, no se puede buscar una neutralidad que hace balances justos, tampoco definir culpas individuales, sino que la izquierda y las organizaciones civiles que allí se reconocen, deben asumir su defensa cerrada. Con los muertos, cuando el gobierno dé por fin un informe de cómo murieron, exigir verdad, justicia y castigo a los culpables. Por último y más importante, si todos están declarando el pacto social roto, entonces la izquierda no puede apelar a él, al revés, debe reconocer bando en la lucha de clases, y solo desde ahí y con sus propias condiciones sobre la mesa, ver si es posible reconstruir un otro pacto, nuevo, posneoliberal. Solo confiando en el pueblo, reconociéndose en sus luchas y alegrías, incluso en sus errores, se podrá superar definitivamente el neoliberalismo. Por ahora, celebremos que tenemos la cancha abierta y no es una locura pensar en vencer.

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Historiador, académico y parte del Comité Editor de revista ROSA.