Chile y su Constitución a 50 años del golpe: ¿Un momento de consolidación del Estado oligárquico-liberal?

Entre un pinochetismo que es mayoría en el órgano electo para su redacción y que ha ido imponiendo un texto más radical incluso que aquel elaborado en dictadura, que es hoy la Constitución de Chile, una izquierda que siente que levantó este segundo proceso solo para perderlo y una mayoría del país que está agotada del asunto y lo siente como parte del “circo” político y que nada tiene que ver con su vida y sus intereses directos, nadie está llamando a aprobar la propuesta todavía en construcción. Parece que la democracia chilena no tiene quién le escriba. Ni siquiera la derecha, que se debate entre llamar a votar en contra de un proceso del que siempre desconfió o tratar de ganar una pelea electoral al parecer imposible.

por Luis Thielemann H.

Imagen / Concentración masiva de adherentes a la opción No durante la campaña para el plebiscito de 1988, Santiago, Chile. Fuente: Archivo Alejandro Hales.


La izquierda, el progresismo y casi todas las corrientes políticas críticas del orden neoliberal en Chile por años habían agitado su análisis sobre las contradicciones del país, y decían tener un conocimiento acabado, preciso, de un país que, acusaban, la élite ya ni siquiera conocía y menos aún podía explicar. Cuando ocurrió la revuelta de 2019, pareció que ese diagnóstico se confirmaba con una mayoría de masas en las calles dispuesta a la lucha frontal con tal de terminar con las injusticias del país en las pensiones, los salarios, el acceso a la educación, a la vivienda y a la salud. Luego, y con una lentitud determinada por la pandemia, pero también digitada por los políticos más conservadores de todos los bandos, durante el trienio 2020-2022 se desarrolló el proceso constituyente. Como se sabe, la propuesta, empapada de punta a punta de lo mejor y de lo peor del progresismo contemporáneo, terminó siendo rechazada, en un plebiscito ocurrido hace apenas un año, por la abrumadora mayoría del electorado chileno (un 62 por ciento), que reivindicaba de cierta forma el Chile de los últimos 50 años contra la oferta de cambios.

El diagnóstico progresista sobre el Chile de las décadas pasadas se vino abajo, su seguridad científica sobre el país y su sociedad se trizó irremediablemente. La sorpresa pasó a ser la normalidad cuando, en mayo de 2023, se convocó a elecciones para un nuevo proceso constituyente, y allí el explícitamente ultraderechista y pinochetista Partido Republicano obtuvo más de un tercio de los votos y, junto con el resto de la derecha, logró el apoyo de más de la mitad del pueblo chileno.

En el marco de la conmemoración de los 50 años del golpe de Estado en Chile, en 1973, que dio inicio a la cruenta dictadura de Augusto Pinochet, estos resultados electorales plantean una paradoja terrible: ¿cómo es posible que el éxito de una economía y una política liberales estables por tres décadas termine en una mayoría de la población decidida a apoyar una restauración de ciertos aspectos del autoritarismo pinochetista y un mayor salvajismo económico? Dicha paradoja solo es tal si es que seguimos ciegos uno de los aspectos de los que se alimenta el pinochetismo: la desaparición de la experiencia de la democracia moderna para la gran mayoría de la sociedad y su reducción al mero acto del voto.

La democracia como orden y el progresismo como moral que sostiene ese orden campearon en Chile por décadas luego del fin de la dictadura, en 1990. Pero, como se dijo en innumerables ocasiones, dicha restauración democrática no sobrepasó los límites que el pinochetismo, por la vía de la Constitución de 1980, impuso a la vida cívica del país. La democracia es votar cada tantos años, eso es todo. No se recuperó la sociedad civil que se vinculaba al Estado y a la economía, y que en conjunto conformaban la vida política democrática del país. Tampoco volvió a la vida el sindicalismo, que hasta ahora es uno de los “detenidos desaparecidos” del pinochetismo, con lo que se despolitizó e individualizó la discusión sobre el salario y las condiciones laborales. Cualquier relación de la cotidianidad de las masas con la política institucional del Congreso y el gobierno fue cancelada y demonizada como populismo o atraso. Los partidos políticos que protagonizaron la transición a la democracia no hicieron ningún esfuerzo de relevancia por integrar a las mayorías a su práctica política y se dedicaron a una representatividad cada vez más ilusoria. La permanencia de enormes bolsones de servicios sociales privatizados durante la dictadura, como las pensiones y la educación, finalmente, completó la noción de que la política y la vida diaria de los habitantes del país no tenían por qué tener vínculo.

Para más, los gobiernos de la Concertación nunca modificaron el acceso al voto: primero era obligatorio solo para quienes se inscribían; luego, desde 2012, simplemente fue voluntario. Era obligatorio respetar la propiedad, pero el ejercicio de la ciudadanía no. En la estable democracia chilena fue donde se alcanzó el éxito de la utopía neoliberal, aquella de una sociedad en que la política no puede tocar el orden productivo capitalista, porque la política es un asunto “menor”.

En un proceso que se ha repetido, aunque con menos intensidad, en lugares como Argentina y Brasil, inmensas masas de personas han tenido por única experiencia cívica la extranjería respecto del régimen de lo público, de los servicios y las garantías del Estado y de los debates sobre su devenir, eso que llamamos política. Son millones de personas integradas a la sociedad mediante vínculos estrictamente comerciales –vender trabajo individualmente para consumir mercancías individualmente– y eso ha acontecido durante el suficiente tiempo como para modificar la idea misma de democracia y política. Mientras el progresismo y la izquierda seguían apelando al ciudadano que comprendía su destino en común con la sociedad, el neoliberalismo fue conformando otra ciudadanía, la de personas aisladas que votan estrictamente por motivos individuales y en abierto desinterés respecto del destino de los demás y del país en sí.

La confirmación del orden económico, y ahora sabemos que también político –del pinochetismo–, asumida con inocencia o con aprobación por la coalición de centroizquierda que gobernó Chile durante las dos décadas posteriores a la dictadura, la Concertación, ha desarrollado procesos que no se previeron. Así, mientras se temía que el atraso económico pudiera hacer atractivo el retorno al autoritarismo, no se pensó jamás que el éxito neoliberal que promovía un orden social de consumidores aislados y organizado para la interacción pura y salvaje de la oferta y la demanda fuese la base misma de ataque al ideal democrático y republicano.

El Estado pinochetista era mucho más que una Constitución y unos servicios sociales privatizados. Como descubrió amargamente la izquierda en los últimos dos años, es también una idea de sociedad, una exitosa, que subordina la deliberación colectiva y la paz y la justicia sociales a las voliciones de individuos que se asumen en soledad, en que el país es un asunto administrativo, simplemente una región económica a la que “debe irle bien por sobre todo”. En una reciente encuesta hecha en Chile, un tercio de la población (casi la mitad entre las clases populares) tiene una posición ambigua respecto de la repetición de un golpe de Estado como el de 1973: cree que, según las condiciones económicas, podría ser justificable. Todos creen que es necesario defender aquello que en la sociedad nos permite ser y desarrollarnos como queramos, pero para una creciente parte de los chilenos ese lugar lo ocupa el mercado y no la democracia.

Lo que hoy acontece con el segundo proceso constituyente en Chile no parece que vaya a cambiar esta situación. Al parecer, y según las encuestas para el plebiscito agendado para diciembre de este año, nuevamente se rechazará la propuesta. Entre un pinochetismo que es mayoría en el órgano electo para su redacción y que ha ido imponiendo un texto más radical incluso que aquel elaborado en dictadura, que es hoy la Constitución de Chile, una izquierda que siente que levantó este segundo proceso solo para perderlo y una mayoría del país que está agotada del asunto y lo siente como parte del “circo” político y que nada tiene que ver con su vida y sus intereses directos, nadie está llamando a aprobar la propuesta todavía en construcción. Parece que la democracia chilena no tiene quién le escriba. Ni siquiera la derecha, que se debate entre llamar a votar en contra de un proceso del que siempre desconfió o tratar de ganar una pelea electoral al parecer imposible.

Como sea, si se aprueba en las urnas la propuesta de nueva Constitución, Chile entrará en una radicalización del orden neoliberal. Por otra parte, de ser rechazada, se confirmará inevitablemente la Constitución de 1980, la que creó el orden y la democracia chilena actuales. Será el triunfo del país de individuos, del liberalismo oligárquico, un paso adelante en el fin de la sociedad moderna y democrática.

Este artículo fue publicado originalmente en la revista Brecha.

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Historiador, académico y parte del Comité Editor de revista ROSA.