Cristina Dorador y la presidencia de la Convención

Para sostener esta presidencia se necesitará el apoyo de partidos y grupos diversos, que deberán aceptar voluntariamente soltar parte del poder que podrían acumular. Pero, así como parece ser fundamental que para viabilizar formas de justicia histórica existan hombres dispuestos a asumir un rol secundario y de apoyo frente a las mujeres y disidencias, sería importante pensar una lógica similar en este caso.

por Enrique Riobó Pezoa

Imagen / Cristina Dorador en el desierto de Atacama, 1 de enero 2016. Fotografía de Noemi Miranda


El propósito de esta columna es el de argumentar por qué Cristina Dorador sería la mejor carta para la presidencia de la Convención Constitucional.

Lo primero es explicitar algunos supuestos y posiciones. Yo trabajo en el equipo de la convencional, pero al mismo tiempo he militado desde hace años en el partido Comunes del Frente Amplio. Por lo tanto, me considero como parte de la coalición Apruebo Dignidad. De ahí que mi preocupación fundamental sea que dicha alianza prolifere, se amplíe y abra un camino para seguir construyendo lo que se ha denominado como “un nuevo Chile”.

Lo anterior es porque seguimos viviendo una encrucijada histórica que, si bien se resolvió del mejor modo posible en las últimas elecciones, no está cerrada. Esa encrucijada dice relación con el sentido que tomarán la infinidad de cambios y transformaciones a las que, con nuestra voluntad o sin ella, nos enfrentaremos como seres humanos. La crisis climática y las nuevas tecnologías son de las cuestiones más clave. ¿Estas últimas estarán al servicio del bienestar humano general, o servirán para defender intereses y violentar con más eficiencia a las personas? ¿Se agudizarán las desigualdades o avanzaremos en justicia ambiental y social?

En mi caso, la oposición entre profundización democrática o regresión autoritaria me han servido para conceptualizar las posibles salidas a la crisis actual. Obviamente, ese es un ejercicio analítico que simplifica la realidad. Lo más probable es que las salidas de la crisis actual no sean unívocas, y se expresarán de formas diferenciadas en los distintos ámbitos sociales o territoriales.

Otras dos polaridades están operando actualmente, pero las entiendo de uno u otro modo subordinadas a esta otra que tiene un carácter más histórico. Me refiero por un lado a las oposiciones entre “lo viejo y nuevo” y entre “moderación y radicalidad”.

En el primer caso, porque eso viejo y eso nuevo puede estar al servicio de cuestiones muy diferentes, e incluso contradictorias. Los drones se han utilizado para sacar maravillosas imágenes que le dan cuerpo diferente a la masividad, pero también han servido para amedrentar a quienes protestan mediante tecnologías de reconocimiento facial. En un sentido más interesante, también se puede pensar que ciertas formas de lo viejo se necesitan para que las lógicas más nuevas puedan imponerse. En última instancia, no nos será posible superar del todo la situación actual, precisamente porque quienes la vivimos estamos relacionados intrínsecamente con ella.

Siguiendo esta última idea, y a propósito de las metáforas arbóreas, en la antigua Atenas existe una imagen muy bella para pensar la polis: la de un olivo que se mantiene en el tiempo, pero que va cambiando sus hojas generación tras generación. De este modo, queda claro que la dicotomía “viejo – nuevo” no opera en el mismo sentido que “profundización democrática – regresión autoritaria”, en la medida que la primera puede pensarse como una tensión entre continuidad y cambio que ha sido intrínseca a las comunidades políticas humanas. En cambio, la segunda tiene más que ver con el sentido hacia donde nos movemos.

Por otro lado, la tensión entre moderación y radicalidad también ha sido significativa, especialmente en las últimas semanas, y ha tenido un lugar de privilegio para intentar explicar los resultados de segunda vuelta de Gabriel Boric. Unos plantean que logró imponerse a Kast por moderarse, otros, que la principal razón fue la ampliación de los grupos sociales, más populares, que lo apoyaron y se organizaron autónomamente.

En torno a estos últimos, cabe hacer notar que estos grupos no son necesariamente ajenos a la política, y es muy posible que existan ya ciertos vínculos con Apruebo Dignidad, o con fuerzas que la orbitan. En ese sentido, el asunto en este caso pasa más bien por consolidar vínculos que hoy son solamente potencia, pero que resultan clave para avanzar hacia una hegemonía favorable a los cambios. Esta oportunidad es también un desafío, en la medida que obliga a buscar formas nuevas de relación política, pues la militancia tradicional parece ajena a la cultura política de estos sectores. Por tanto, la pregunta fundamental es cómo convocar crecientemente a quienes, posiblemente alineados con los objetivos de Apruebo Dignidad, son reticentes a sus lógicas internas.

La necesidad de abrirse hacia ambos lados es tal por varias razones. La primera es aritmética: la capacidad de Apruebo Dignidad en el poder legislativo es reducida, y por lo mismo los acuerdos serán fundamentales para dar viabilidad a cualquier proyecto de ley. Esto requerirá buenas relaciones con el mundo de la ex concertación, con ciertos sectores de derecha democrática, pero también con grupos como el Partido de la Gente o figuras más cercanas a una izquierda que ha estado fuera del sistema político formal, como puede ser el caso de Fabiola Campillai o diputados de Dignidad Ahora.

A su vez, la apertura hacia otros sectores y miradas es una necesidad para asegurar grados mayores de estabilidad económica y social. El problema en este caso es mayor, porque por un lado parece prudente asumir como inevitable la necesidad de “calmar a los mercados”, pues es clara la disposición de algunos sectores de buscar desestabilizar el gobierno y el proceso de cualquier modo posible. Y por más injusta y arbitraria que pueda ser dicha posición, existe y tiene poder. Esta situación, empalmada con el escenario legislativo, augura una dificultad de desplegar con fuerza reformas que sean muy disruptivas de los procesos de acumulación empresarial que tienen al Estado como un aliado, y a diversas fuerzas y actorías políticas de todos los colores como defensores.

Pero al mismo tiempo, solo actuar en base a lo anterior abre un escenario que podría ser dramático a nivel social. Sería impensado que un giro hacia la “moderación” del gobierno no tenga coletazos fuertes dentro de amplios sectores que no parecen sentir ningún tipo de compromiso con Apruebo Dignidad, y que de hecho han sido sumamente críticos y ajenos en otras elecciones. Y que en las últimas elecciones se movilizaron para frenar a Kast, pero eso no asegura ni de lejos que tendrán lealtad al gobierno que viene, ni mucho menos que se incorporarán decididamente al sistema político formal. Y será un gran desafío el lograr demostrar con hechos que estar dentro del sistema no significa puros costos para un mundo que se siente profundamente abandonado, y con justa razón, por el Estado de las últimas tres décadas. Y es altamente probable que para ello se requiera mayor grado de radicalidad en la acción y en los discursos.

Esto último no debe comprenderse como una posición más roja en un termómetro político, sino más bien a una posición que busca decididamente abrir espacios de ciudadanía efectiva a sectores que no han participado de ella. Esto implica abrir las puertas para que la sociedad civil organizada tenga un mayor protagonismo, y dejen de ser meros espectadores de lo que se ha denominado “la clase política”. Por cierto, reconozco que esa noción puede ser conceptualmente imprecisa, pero parece ser socialmente operativa, y de ahí su uso.

En ese sentido, más que una polaridad unívoca, la tensión entre moderación y radicalidad es una cuestión mucho más compleja que requiere evaluar cada acción en su propio mérito y en sus diversos efectos. No puede ser uno o lo otro, deben ser las dos al mismo tiempo. La cuestión es cuándo, cómo, por qué y para qué.

En limpio, y asumiendo que solo son coordenadas para ordenar la discusión y no una representación mimética de la realidad, podemos asumir tres polaridades que operan en diversos planos y muchas veces se entrecruzan. La primera es la de carácter más histórico y que opone la profundización democrática a la regresión autoritaria, o sea, es la pregunta por “hacia dónde vamos”. La segunda, relativa a la tensión entre lo viejo y lo nuevo, parece más bien una pregunta en torno a un “cómo seguimos”. Y la tercera, entre moderación y radicalidad, remite al “cómo actuamos”.

A mi juicio, la opción de Cristina Dorador para la convención es la forma más virtuosa de resolver una parte de estas tensiones para el momento actual. Las razones son diversas. La primera es que por su apoyo con los Movimientos Sociales existen canales de comunicación con sectores populares y organizados a lo largo de todo el país. Y muchos de ellos, por buenas o malas razones, no necesariamente sienten confianza o lealtad militante para con proyectos como Apruebo Dignidad. Y esos serán grupos sociales clave de movilizar para el plebiscito de salida (que además será obligatorio y por tanto diferente en su naturaleza a otras elecciones), pero también de contener durante los años que se vienen. Además, parecen estar disponibles para defender el proceso. Figuras de la coalición han planteado la importancia de abrir una relación más intensa con las organizaciones y movimientos de la sociedad civil, pero esa necesidad de ampliar las bases de apoyo social pasa en buena medida por ceder espacios de poder y soberanía.

Un ensimismamiento del Frente Amplio de la Convención puede ser sumamente perjudicial para lograr mantener adentro y ojalá hacer ingresar a una mayor cantidad de estos sectores a los pactos sociales y políticos que deberían resultar de la Constitución. En cambio, de lograr ese objetivo se puede asegurar que, al menos a nivel electoral, la profundización democrática corra con ventaja sobre la profundización autoritaria. Y al mismo tiempo, permite hacer ingresar nuevas lógicas y grupos que podrían convertirse con el tiempo en las nuevas hojas. Creo que Cristina Dorador es el liderazgo mejor posicionado para cumplir ese rol hoy.

Junto con lo anterior, ella también ha demostrado muy concretamente una capacidad de diálogo transversal, lo que se ha materializado en apoyos de todos los sectores para varias iniciativas que son distintivas, especialmente relativas a conocimientos y ciencia. Además, su intencionalidad está puesta en la búsqueda de acuerdos efectivos, que puedan sostenerse en tiempo y que permitan cumplir con los plazos impuestos. Su candidatura no tiene como propósito figurar personalmente, sino que responde a definiciones colectivas y miradas de largo plazo que la ponen en esta posición.

En buena medida, existe plena conciencia de la diferencia entre las tareas relativas a la administración eficaz de la Convención y la expedita escritura de la Constitución, lo que requiere de acuerdos amplios; de las aperturas políticas y sociales que dicho texto debe contener. En efecto, asegurar que existan herramientas institucionales claras y conocidas, que permitan que la organización y la movilización social se profundice y tenga un protagonismo creciente, será clave para asegurar que el pacto social se amplíe con respecto a la situación actual. Para esto la buena llegada con los sectores más transformadores de la Convención será fundamental.

Por otro lado, y suponiendo que el gobierno se verá forzado a actuar de modo moderado por las razones antes comentadas, será muy importante que puedan existir equilibrios con la Convención para prevenir y contener expresiones latentes de descontento social. Además, la concentración del poder entre el gobierno y la Convención rompe al inicio una de las promesas de gobierno: irse con menos poder que con el que se llegó.

Junto con todo lo anterior, la figura de Dorador también puede jugar un rol clave abriendo perspectivas de futuro, pues su impronta sobre temas como la crisis climática y la necesidad de poner los conocimientos, la ciencia y la tecnología al servicio del bienestar humano, auguran posibles lugares de vanguardia para nuestro país frente a estos desafíos mundiales. La legitimidad para ocupar ese rol viene de su trayectoria previa, que es ampliamente reconocida a nivel nacional e internacional. A su vez, una relación adecuada entre lo político y lo intelectual, abre la posibilidad de complejizar la discusión pública y política, desafío significativo en un espacio público a veces copado por opinólogos intrascendentes que, por uno u otro motivo, siempre caen parados.

Ahora bien, es importante reconocer también una debilidad significativa, y es que algunas de sus posiciones, especialmente aquellas relativas a una agenda post extractivista, generan fuerte resistencia en sectores disímiles: el gran empresariado y los nostálgicos de la industrialización. Ciertamente este es un tema espinudo, pero es posible matizar su trascendencia coyuntural por dos motivos.

El primero es que nadie piensa que es posible cambiar de un día para otro la matriz productiva, más bien lo que se requiere es comenzar a discutir abierta y sinceramente sobre ese asunto, poniendo todos los puntos sobre la mesa. No puede ser que al día de hoy las formas de medir el crecimiento sean ciegas a los estragos sociales y ambientales que producen, por ejemplo.

Lo segundo es que más allá de la defensa corporativa y cerrada de intereses que se evidencian en ciertos posicionamientos de lo que podría llamarse el neoliberalismo talibán, la verdad es que muchos actores grandes, medianos y pequeños están bastante conscientes de que existe una crisis en las formas de acumulación de las últimas décadas, y que por lo mismo el cambio en el modelo de desarrollo es importante. El otro camino es un aumento en la precariedad que, muy probablemente, provocaría un malestar social que requerirá de la regresión autoritaria para sostenerse.

Si hay alguien capacitada para abrir hoy una discusión real sobre este punto, esa es Cristina Dorador.

Finalmente, para sostener esta presidencia se necesitará el apoyo de partidos y grupos diversos, que deberán aceptar voluntariamente soltar parte del poder que podrían acumular. Pero, así como parece ser fundamental que para viabilizar formas de justicia histórica existan hombres dispuestos a asumir un rol secundario y de apoyo frente a las mujeres y disidencias, sería importante pensar una lógica similar en este caso.

En ningún caso esto significa relativizar la importancia de los partidos, pues reconocemos que son clave, tanto para la reproducción social y política del país, como para sostener la Convención. Pero con justicia o sin ella para dichas instituciones (porque creo que meterlos a todos en el mismo saco es injusto), si son los protagonistas del proceso parece difícil construir una salida real para la crisis en la que estamos, lo que a su vez aumenta la amenaza de una regresión autoritaria.

Un apoyo real para que Cristina Dorador lidere el proceso que viene, sería un gesto sincero que engrandecerá a quienes, pudiendo ser los protagonistas, prefirieron poner sus legítimas pretensiones al servicio de un bien mucho mayor: ampliar el pacto social y avanzar con claridad hacia una profundización democrática que habilite que lo nuevo nazca y esté al servicio del bienestar humano.

Enrique Riobó Pezoa
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Historiador y presidente de la Asociación de Investigadores en Artes y Humanidades. Miembro de Derechos en Común.