Fuerza contra violencia

Las clases subalternas, con vocación histórica y natural para la paz, en sus revueltas hubieron de responder a la violencia con la fuerza: y en un caso, con la fuerza de la revolución a la violencia de la guerra. La clase obrera se encontró no en este destino humano, sino en esta condición histórica concreta. En ella invirtió si acaso el valor añadido de su especificidad social. La política moderna le había enseñado el uso preventivo de la fuerza. La historia moderna le había demostrado que fuerza y violencia son dos conceptos no solo diferentes, sino opuestos.

por Mario Tronti

Imagen / Estación Los Leones durante la revuelta, 18 de octubre 2019, Warko. Fuente: WikiCommons.


Capítulo del libro “La política al tramonto” (Turín, Einaudi, 1998); traducido y publicado en español en el compilatorio “La política contra la historia” (Madrid, IAEN – Traficantes de Sueños, 2016), disponible acá.

 

En la decadencia del siglo, en el fondo de su origen, está la caída de la idea de comunismo. Si el movimiento obrero fue el último sujeto de la política moderna, la forma comunista de organización, como partido y como Estado, se convirtió en la máxima expresión del movimiento obrero. La historia de la relación entre la idea de comunismo y las categorías de lo político moderno habrá de ser reconstruida y juzgada, no solo sobre la base de los resultados, sino también teniendo en cuenta las premisas, las transiciones, los giros, las afinidades e incompatibilidades, las promesas incumplidas y el dura lex sed lex [ley dura, pero ley] de los mecanismos que mueven el mundo social humano, sometido, como siempre, a la eterna alianza entre el poder y la riqueza. Es demasiado pronto para hablar del comunismo del siglo XX; y no porque estén demasiado cerca, como se dice, los horrores del final, sino porque debe madurar todavía en nosotros la mirada para que sea capaz de ver, porque debe evolucionar y crecer en nosotros la vía a aquella nobleza del espíritu de la que hablaba Eckhart, por medio de un desapego capaz de abrirnos a la catarsis de la tragedia. De lo que sí podemos hablar es de este episodio menor que por lo general se denomina el colapso del sistema socialista. Un final en forma de farsa, de parodia; una comedia sin protagonistas, sin príncipes ni pueblo, ni dirigentes ni masas: los que pasan por dirigentes son más bien reformadores o sepultureros, todos ellos pálidos fantasmas en la noche de la política; las masas, espectadores teledirigidos hacia los paraísos artificiales de Occidente, en medio de la disolución general de una sociedad. 1989 no es, no será, una fecha histórica que marque una época, a pesar del espectáculo puesto en pie por los esbirros de la contrarrevolución. Nada comienza en 1989, porque nada termina en 1989. Fueron necesarios tres años, de 1989 a 1991, para confirmar burocráticamente una muerte ya desde hacía tiempo acontecida. Los sistemas socialistas sobrevivieron al fin del socialismo. Retomo una tesis que es muy dolorosa para mí también: el intento comunista de construir una sociedad socialista fracasó ya en la década de 1960, coincidiendo paradójicamente con la explosión de la contestación en Occidente. Forma de organización y formas de movimiento, por entonces contrapuestas, caerán después juntas. Sobre esta base todo el proceso mundial de modernización ha seguido su curso, de la mano, es cierto, de la propensión a la innovación del nuevo capitalismo, pero asumiendo una dirección conservadora en el plano político. Ninguna práctica de reforma avanzará si no se acompaña, se sustancia y se nutre de un pensamiento de la revolución. Es algo que los reformistas nunca entenderán, y por eso nunca vencerán. Hemos aprendido que esto es cierto tanto para las reformas dentro del capitalismo como en el socialismo. El XX Congreso del PCUS tuvo un carácter neorrevolucionario: aquel sí que fue un acontecimiento grande y dramático. Pero todavía estábamos en la era de la política, los sujetos eran todavía las clases, los instrumentos eran los partidos, la fuerza se articulaba como Estado y las masas eran protagonistas activas de la historia. Nosotros, jóvenes intelectuales comunistas, tuvimos razón en ponernos del lado de los insurgentes húngaros, pero –y este es el problema insoluble de la revolución en Occidente– el Estado socialista no se equivocó al poner fin con los tanques a la partida que se jugaba entonces. Era la guerra. En Hungría y en Suez se ajustaban cuentas internas de los dos bloques. La Guerra Fría mundial descargaba su energía en la periferia de los imperios. Y después de Stalin, los críticos internos del estalinismo se vieron obligados a decir que la guerra continuaba. Pero lo que fue comprensible en 1956 ya no lo era en 1968. Praga marcó el principio del fin del socialismo. Tal vez entonces y desde ahí todavía era posible reformar el sistema. Praga era una ciudad símbolo de Europa Central. A finales de la década de 1960, esos movimientos checos parecían unificar las dos partes divididas de Europa, Oriente y Occidente. El proceso estaba firmemente en manos del Partido Comunista, cuyas personas e ideas se habían renovado. Había una cierta ingenuidad democratizante. Pero utilizada con inteligencia, por grupos dirigentes avispados, no hacía ningún daño y podía ser hasta útil. Y sobre todo, la Guerra Fría estaba prácticamente terminada. Una guerra no guerreada no termina formalmente con un tratado de paz. También esto era una novedad. La distensión no había llegado todavía, y la paz propiamente dicha no llegaría nunca. No era ni guerra, ni paz. En esta suspensión del estado de excepción, pero sin retorno posible a la normalidad, el socialismo se sobrevivió firmemente a sí mismo, a la ya sobrevenida bancarrota del sistema.

 

Pero hay una verdad que decir, tan dura como el acero presente en el nombre de un hombre. El socialismo no sobrevivió a la era de las guerras civiles mundiales. Surgió en su seno, nació en virtud de ellas, con ellas vivió y por ellas venció. A diferencia del capitalismo, el socialismo no provocaba la guerra; esta no formaba parte de su naturaleza. Más bien la sufría, la padecía y al mismo tiempo la utilizaba, tenía necesidad de ella en tanto que momento de movilización total del pueblo contra un enemigo externo. Esto no era una gran novedad. Es un comportamiento típico de cualquier sistema autoritario. A lo sumo, la novedad estaba en ese matrimonio de nacionalismo panruso y democracia de masas. No es una coincidencia que el punto más alto de cohesión interna de este enorme país formado por tantos pueblos fuera la gran guerra patriótica contra el fascismo. En la inmediata posguerra, la URSS fue la verdadera heredera del sistema político real-imperial austrohúngaro, una confederación de pueblos sometidos a la tutela inflexible del pequeño Padre. Que no era Stalin, sino el partido. Por otro lado, una parte sustancial de los intelectuales occidentales había experimentado el socialismo a través de esta figura fascinante y estaban enamorados, a pesar de las repentinas decepciones y las apresuradas traiciones. La Guerra Fría, si es posible de manera aún más totalizadora que antes, había impuesto una prórroga a la atribución de autoridad. Pero el autoritarismo entró en crisis al terminar aquella. La política de distensión, en este sentido, fue una gran política capitalista. Tal vez la última. También porque a partir de entonces, y hasta nuestros días, ya no resultó necesaria, debido a la ausencia de un enemigo creíble. Lo cierto es que este estado de confrontación sin guerra ni paz resultó letal para los sistemas socialistas. El socialismo, sustraído al conflicto político y forzado a competir económicamente, fue derrotado. Fuera de un escenario de política contra economía el capitalismo vence siempre, con todos y sobre todos. Llevar la tónica de la confrontation del plano político al económico: esa fue el arma vencedora enarbolada por el antisocialismo. De ahí la lucha en el terreno de la técnica. Las categorías de lo político encontraron en el siglo XX este inédito campo de aplicación. Lejos de retirarse, lo ocuparon y lo sometieron. Después de la Bomba, la producción cada vez más sofisticada de armas ofensivas y defensivas pasó a ser el terreno preferido de la política. Aquí, de nuevo, el socialismo se vio en dificultades. Al igual que en aquel otro campo, aparentemente inofensivo, de aplicación pacífica de la técnica en las denominadas aventuras espaciales. En ellas lo simbólico se entreveró con lo científico y lo ideológico en una ridícula mezcolanza donde la idea de progreso de la humanidad funcionó –como ha hecho siempre en los tiempos modernos– como máscara del desarrollo económico. Los ridículos pasos de los hombres en la Luna no redujeron ni un solo centímetro la distancia de riqueza y de poder que divide y contrapone desde el interior de las relaciones sociales humanas, entre países, entre mundos. Podemos tranquilamente decir que las fugas futuristas fuera del mundo, incluyendo las técnico-científicas, sirven para confirmar y consolidar las injusticias humanas. En este siglo, la ciencia ha sido la criada de la política. No ha servido al Príncipe, pero ha jugado un papel funcional en los mecanismos del sistema, hasta el punto de reemplazar en sus funciones a los aparatos ideológicos tradicionales. Después de las guerras, el socialismo fue literalmente desarmado: la economía, la ciencia, la tecnología, la ideología, todas estas armas de la política del siglo XX ya no estaban en sus manos. No fue el deseo de libertad de los pueblos el que se impuso, ni tampoco el complejo militar-industrial del capitalismo. El vencedor fue el complejo económico-científico-técnico-ideológico pero sin gran política, un complejo emancipado de facto de esta, un compuesto letal de innovación sin transformación que era como el reverso de la revolución conservadora: una especie de conservación revolucionaria de las cosas. Sorprendentes y deprimentes son las dos imágenes teatrales que quedarán para la memoria de los que vengan después de nosotros: en distintos escenarios los desvencijados protagonistas del evento, mientras el público sigue aplaudiendo.

 

La paradoja histórica del socialismo, que después de ganar la guerra decae y muere, debe ser explicada y vuelta a explicar. Nunca llegará a ser materia de sentido común intelectual, pero determinadas investigaciones específicas y minoritarias serán capaces de definirla y dar cuenta de ella. La revolución proletaria del siglo XX se inscribe dentro de la Gran Guerra, la construcción del socialismo en un solo país se sitúa entre dos grandes guerras, y la única reforma posible del socialismo, la desestalinización, tiene lugar durante la tercera gran guerra. Estos son los tres episodios decisivos. El resto, en la segunda mitad del siglo XX, es historia menor. Se podría decir que revolución y guerra son hermanas siamesas, dos cuerpos con una parte común de sí mismos. Pero esta idea joven-hegeliana de libertad y destino no es la nuestra, a pesar de las apariencias. Nosotros somos hijos de la cultura de la crisis, nuestro padre intelectual es el pensamiento negativo, e incluso cuando hablamos de teología política nos apresuramos a precisar: teología política negativa. Cuando el discurso se acerca peligrosamente a una concepción propia de la filosofía de la historia, la mano se retira inmediatamente de las palabras, prevenida y desencantada. Lo que está históricamente determinado, es la política. Como lo está, por excelencia, la política moderna. La obra científica de Marx se lleva a cabo durante la paz de los cien años. Marx nace en plena restauración, terminada ya la época de las guerras civiles europeas. Los episodios de revuelta –de los que él anticipa, desde una perspectiva típica del pensamiento revolucionario, el carácter proletario–, 1848, 1871 en París, responden ya a condiciones históricas insoportables. El filón clásico en el que Marx sitúa la presencia del movimiento obrero es la lucha en torno a la jornada de trabajo. Una presencia organizada en la producción que acompaña, precede y empuja el largo tránsito de la manufactura a la industria. Aquí el movimiento obrero –y con esto repetimos algo importante– asume esta tarea específica de civilización desde un punto de vista moderno de relación social de clase. Del cartismo a las primeras dos Internacionales, se trata de esto: lo que fue el siglo XIX, con su apogeo civil, organizado desde abajo, de formas de solidaridad social contra la figura aislada, individual, egocéntrica, del patrón. Ya entonces el movimiento obrero se topa con la política moderna, en su función (que era la del jus publicum europaeum) de civilización de las formas de la guerra. Ya en el siglo XIX la sustancia de la política moderna se hace sujeto obrero. Pero el siglo XX cambia el marco, tanto para la una como para el otro, obligando a ambos a adoptar una forma diferente. El desarrollo pacifista del capitalismo había fracasado, en Rusia tanto como en Occidente. El proceso de concentración de los monopolios, la financiarización de la relación de capital, el colonialismo brutal y, por lo tanto, el imperialismo del capitalismo son una gran mutación antimoderna. Así es como debería leerse, haciendo saltar la ortodoxia de las categorías económicas. Supusieron una regresión de la civilización, aunque en el largo plazo volverían a convertirse en un motor de la misma. Se trata de la típica dialéctica capitalista, que, a través de inminentes, enormes y brutales desequilibrios, reproduce en el tiempo un equilibrio ampliado. En esto se basa la relación orgánica del capitalismo y la guerra, en virtud de la cual se imponía la era de las guerras civiles mundiales como una necesidad. Los obreros y la política se reunieron para hablar en la lengua de la época con plena conciencia, que es lo propio de los grandes sujetos. El movimiento obrero se vio obligado a hacerse leninista y comunista, y a hacerse Estado con la revolución. La política moderna se vio obligada a continuar la guerra por otros medios, y después de dos guerras mundiales calientes aprendió a hacerlo con la Guerra Fría.

 

Esta constricción de duración media incidió en el corto plazo. Las clases subalternas, con vocación histórica y natural para la paz, en sus revueltas hubieron de responder a la violencia con la fuerza: y en un caso, con la fuerza de la revolución a la violencia de la guerra. La clase obrera se encontró no en este destino humano, sino en esta condición histórica concreta. En ella invirtió si acaso el valor añadido de su especificidad social. La política moderna le había enseñado el uso preventivo de la fuerza. La historia moderna le había demostrado que fuerza y violencia son dos conceptos no solo diferentes, sino opuestos. Fuerza es relación de fuerza, dimensión colectiva del conflicto, masas conscientes en movimiento, luchas y organización, organización y luchas, incremento de la presión calculada sobre las contradicciones del campo enemigo, conocimiento de estas para golpear en el sitio justo, en el momento justo. La fuerza llama al intelecto. El conflicto es saber. El golpe de fuerza debe ser siempre un acto de civilización. Macht y Kultur [poder y cultura]. La fuerza necesita siempre ver, mientras que la violencia es ciega. Golpea donde puede, y su intención es destruir. Es individual, incluso cuando se dirige a las masas. No conoce, no quiere conocer, confunde, quiere confundir. Elige la violencia quien es débil. El que tiene la fuerza no tiene necesidad de la violencia. El acto de violencia es siempre manifestación de barbarie; también cuando resulta de una imposición de la modernidad sobre las antiguas relaciones. La historia moderna ha sabido ser violenta de forma diferente. Gewalt y Zivilisation [violencia y civilización]. La fuerza es lo negativo de la resistencia, mientras que la violencia es lo positivo de la agresión. Simbólicamente, dos decisiones definen los dos ámbitos: la declaración de huelga y el acto terrorista. Dos formas ideales y típicas de acción de la era moderna. La huelga es la quintaesencia de la decisión colectiva, acción que interrumpe la actividad, un decir «no», no a la continuación del trabajo, lucha no violenta, conflicto sin guerra, cálculo racional de las fuerzas en el terreno para cambiar posiciones, las propias y las del contrario. El movimiento obrero está representado en esta forma de acción social, en la que el individuo trabajador se da conciencia y fuerza junto con sus compañeros contra una parte enemiga. Habrá muchas otras formas de lucha, pero con las mismas características. Las formas de lucha revelan los objetivos del movimiento. El terrorismo es iniciativa de individuos y de grupos sobre individuos y grupos. Es acción positiva, demostrativa, golpear a uno para educar a cien, un fundamentalismo político, un tosco elemental ser para la muerte, donde el individuo que combate se anula incluso antes que el que ha de ser combatido. No hay objetivo noble para una decisión de este tipo. Y la violencia termina por restar fuerza a la parte para la que se cree luchar. En el uso pacífico de la fuerza se expresa la alta madurez de los hombres en sociedad, mientras que en la violencia sobre las personas hay una especie de regresión infantil. Este fragmento del siglo, el siglo chico, ha conocido y conoce el pequeño terrorismo de los grupos armados, políticos, religiosos, étnicos. Por su parte, el gran siglo XX produjo el gran terrorismo de los sistemas, totalitarios, autoritarios o democráticos. Exterminio de masas, violencia ciega, acción positiva y demostrativa de muerte fueron los Lager y el Gulag, pero también lo fueron los bombardeos en alfombra sobre las poblaciones civiles, y el concluyente y determinante terrorismo atómico. En la búsqueda de la solución final, ningún sistema, ninguna ideología es inocente. El siglo XX muere en esta cruz: la fuerza como violencia, la política como guerra, el ser como muerte. Preguntémonos: ¿por qué cuando se dice siglo XX se piensa en esto, y no en la era de los derechos?

Mario Tronti
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Fue integrante del Partido Comunista Italiano, PCI. Fundó las revista Quaderni Rossi y Classe Operaia.