Memoria e historia de los obreros

Como parte del especial del 1 de mayo, revista ROSA publica este texto de Mario Tronti relativo a la utilidad política de la historia del movimiento obrero, y que en días como éste cobra especial importancia. El texto es el capítulo final de su libro “Noi Operaisti” de 2008 y que, a su vez, fue la introducción a un extenso volumen sobre el operaismo de los años sesenta en Italia, traducido y editado por Traficantes de Sueños, Madrid.

por Mario Tronti

Imagen / Eliot Elisofon (Revista Life), huelga textil Viña del Mar, 1950. Fuente: SantiagoNostalgico


Lo primero que hay que observar: la presencia, la existencia, escondida en los pliegues de la cultura contemporánea, de una serie de investigaciones, reconstrucciones, análisis, reflexiones, relativas a la historia de la clase obrera. Estos estudios son más numerosos de lo que pensamos. Es sólo el clima cultural reinante, y el predominio en él de un punto de vista superficialmente posobrero, lo que hace que no los veamos. Se trata entonces de realizar una operación de visibilidad en torno al interés y la pasión que aún quedan en tantas fuerzas intelectuales preciosas en torno a una historia del movimiento obrero que aún no ha terminado, y que de todos modos está cargada de sentido para la acción política y las relaciones sociales contemporáneas. De este texto debería derivarse la iniciativa de crear un lugar de conexión entre todas las investigaciones completadas y en curso, en aras de una confrontación recíproca y un crecimiento conjunto de los estudios, las documentaciones y recopilaciones de materiales, en una acción que yo calificaría de resistencia a la dispersión y a la dilapidación de un patrimonio heredado de luchas, de organización, de experiencias, que han constituido también la existencia concreta de tantas mujeres y hombres y que son para nosotros un legado de humanidad extraordinario, además de un punto de referencia para el trabajo intelectual. Deberíamos constituir una especie de lugar de conservación de la memoria obrera, que es memoria futura por ser la de una clase que ha hecho de intermediaria, que ha funcionado históricamente como sujeto de transición de la modernidad hacia un más allá que no es todavía el presente, pero que está por llegar.

Identidad de la clase obrera: historia y perspectivas. El título de un encuentro para centrar un problema. Un problema que debe ser analizado como tal: con una reflexión teórica que enlaza bien con la investigación histórica. Y problemática es la relación misma entre historia y teoría en la presencia política de los obreros en el seno de la evolución y la crisis de la modernidad. Basta con mirar la obra de Marx, donde, entre la filosofía del trabajo alienado de las obras de juventud y la crítica de madurez de la economía política capitalista, en medio y al margen, encontramos las obras históricas sobre 1848 y 1870, que no son otra cosa que reflejos / intervenciones en las luchas e iniciativas obreras. Pero preguntémonos por qué, en este momento, nos interesa la cuestión de la identidad. Un tema que hoy vuelve. Reciente es el debate histórico-periodístico sobre la identidad de los italianos. Es significativo que en este debate haya resurgido el vínculo entre nación y memoria. En general, cada vez que se afronta el tema de las identidades –étnicas, religiosas, lingüísticas, ideológicas– uno se ve obligado a confrontar el tema del pasado que no pasa. Sólo el parloteo posmoderno logra separar estos dos niveles de discurso. Comencemos entretanto a pensar en el pasado obrero como en un pasado que no debe pasar. Lo cierto es que cuando nos situamos, como yo creo que debemos hacer, en la frontera de la modernidad pero aún más acá de ella y, por lo tanto, dentro de ella, entonces una identidad social de este tipo es todavía el cuerpo de nuestros pensamientos, y no hay hegemonía «otra» que pueda borrarla. Cuando lo posindustrial, y más aún lo posobrero, abandona el terreno empírico del análisis sociológico para adentrarse en el ámbito deformante, engañoso, de la posición ideológica, se produce una falsificación de la historia en el proceso, en la continuación/ruptura del pasado y el presente. ¿Hasta qué punto se puede reivindicar, contra la opinión dominante, la permanencia de una identidad obrera en el acto de clausura de la modernidad? ¿Se trata de una identidad singular o plural? ¿De una identidad de clase o de la presencia de algo distinto, que sería el residuo de aquélla? ¿Son la crisis evidente del peso político de la parte obrera y su desaparición social proclamada o, cuando menos, la caída de su centralidad productiva, una y la misma cosa? Preguntas que están en los pliegues de la investigación, y por lo tanto en las páginas de este libro[1].

La identidad obrera, entonces, se debe especificar en su sentido propio. Y hago aquí una elección de tipo instrumental, que me permita llegar a cosechar resultados efectivos. Yo pienso la identidad como diferencia. Naturalmente, derivo este concepto de esa mina a cielo abierto que es el pensamiento femenista actual, sobre todo de aquel que se declina como, precisamente, pensamiento de la diferencia. Y que, entre otras cosas, se refiere polémicamente al tema de la identidad. Me interesa, por lo tanto, la búsqueda de la especificidad cualitativa, de la determinación histórica, del ser obreros. Continúan interesándome la idea y la práctica de la parcialidad obrera, en contra siempre de la definición ideológica de «clase general». ¿Y dónde puedo encontrarla en primera instancia? Esa es la cuestión. No creo que Marx tuviera razón al decir que toda la historia de la humanidad es la historia de las luchas de clase. No soy un materialista histórico. Estoy convencido de que la historia moderna es también la historia de la lucha de clases. El mismo concepto de clase es un concepto moderno: no se encuentra fuera del modo de producción capitalista. La clase obrera halla una identidad sólo en el antagonismo con la clase adversaria. ¿Qué tipo de clase son entonces los obreros? ¿En qué consiste la diferencia obrera? Los ensayos reunidos en este libro, y las investigaciones que los preceden, confirman una cosa: hay en la historia obrera un vínculo fuerte que no se puede eliminar, específico y determinado, entre identidad y conflicto. Llegaría incluso a afirmar que la diferencia obrera reside en las formas de lucha. Las luchas obreras identifican a la clase obrera. Las diferentes formas de lucha: porque aquí la imaginación, antes de reclamar el poder, ha sido durante largo tiempo, de hecho, una vivencia de oposición; incluso en la distinción clásica dual entre conflicto interno al modo de producción y conflicto externo a la fábrica, entre conflicto industrial y conflicto social. Identidad/diferencia, por lo tanto, que tienen más que ver con las formas de lucha que con las formas de organización. Dimensiones muy ligadas entre sí y mutuamente influyentes. Pero yo parto firme y metódicamente de una primacía de las luchas con respecto a la organización, y de una instrumentalidad de esta última con respecto a aquellas, porque hacerlo me permite definir un «estilo» del ser obrero, diferente y opuesto al estilo que hace al hombre «burgués».

Diferencia/parcialidad, como identidad del auténtico existir obrero contra el universalismo homologante del bourgeois/citoyen: un enfoque destinado a seguir siendo fecundo incluso después del debilitamiento – algunos dicen eclipse– de las figuras históricas respectivas, en el centro de la relación social. En lo sucesivo, el conflicto en una sociedad dividida no podrá expresarse más que de esta forma. Por esta razón conviene insistir en la importancia de contar ese hacer historia de la parte de los obreros. El alma burguesa nos ha sido descrita de tantas maneras, apologéticas y nihilistas, hasta el punto de que ya conocemos casi todo de sus rincones más íntimos. Pero la vida del obrero es en gran parte muda: ha hablado de sí mismo en momentos raros y dentro de su trabajo en la fábrica, pero la misma cultura que decía estar de su lado ha contado poco o nada sobre ella. Está este discurso que ya se ha mencionado aquí y que habría que retomar, sobre la invención del nombre. Pasaje simbólico decisivo para salir de un estado de minoría de edad. Del proletariado a la clase obrera hay una gran historia y un fragmento de la realidad de la era moderna, que no se han verificado de una vez por todas, sino que se han ido repitiendo en diferentes áreas y bajo formas nuevas, con resultados contradictorios, triunfantes o trágicos, a veces logrando la victoria sobre el campo de batalla y otras conociendo la derrota, pero siempre como autocrecimiento subjetivo de una parte del mundo que las relaciones de fuerza destinaban a seguir siendo un objeto subalterno de la historia.

Una tarea, por lo tanto, de reconstrucción de la historia obrera. Que es, sí, historia de las luchas y de las organizaciones, pero también historia del trabajo: del trabajo y de sus continuas transformaciones revolucionarias dentro del modo de producción capitalista. Aquí yo no veo hoy saltos, sino más bien aceleraciones. Con novedades y especificidades muy consistentes, que deben ser conocidas y que deberían –si fuéramos capaces de ello– utilizarse. La clásica y tradicional reestructuración técnica del trabajo adopta hoy visos de destrucción social del trabajo. Así, la tendencia histórica del capital al ahorro de trabajo, en la que el general intellect ha dado en el pasado lo mejor de sí mismo, apunta ahora, y lo hace con éxito notable, no a reemplazar el trabajo, sino a suprimirlo. Ya no se trata sólo del paso del trabajo humano al de la máquina o a un sistema de máquinas más sofisticadas, sino que se trata, al mismo tiempo, de la transición del trabajo al no-trabajo. De ahí los dos rasgos socialmente visibles de esta fase: en primer lugar, el desempleo masivo ya no es un aspecto coyuntural del ciclo capitalista que puede ser reabsorbido después en su seno, sino que es un hecho estructural, no de medio sino de largo plazo; en segundo lugar, la formalización / virtualización de la actividad humana afecta a todas las categorías vivas del sistema: al mercado y al consumo, pero también al trabajo y a la producción.

De las transformaciones tecnológicas del proceso de trabajo han partido nuevamente todas las tendencias a la desmaterialización que han golpeado a productos y productores. Y se podría decir: del declive del factor humano en el acto de producción parte también un movimiento de alienación humana más general, que se explicita de mil maneras, tales como la decadencia de la relación social, el ocaso de la política o la deriva semántica de «las masas» hacia «la gente». Todo esto para sostener una tesis áspera: el fin de la centralidad obrera se está pagando en términos de retroceso de la civilización burguesa.

Es precisamente a partir de aquí, de la incidencia de la historia obrera en la inculturación moderna, que se propone de nuevo –diría incluso que debe volverse a proponer–, el tema de la memoria y la política, que no es sino el eterno tema del pasado y el presente. Nosotros asistimos hoy –bajo el dominio de la técnica– a un tipo de evolución por sacudidas, a una forma de progreso a saltos. Se ha dicho que la mente humana común es incapaz de seguir el ritmo de la aceleración impuesta por las aplicaciones técnicas de los descubrimientos científicos. La mayoría de estas aplicaciones, además, no derivan de necesidades humanas, sino más bien de las exigencias propias de una sociedad de mercado regida por el beneficio. Por si fuera poco, cada nuevo paso hacia delante deja inmediatamente obsoleto el anterior. El producto de sustitución, el rápido desgaste del valor de uso del objeto, el carácter perecedero del mismo sistema de máquinas, la fácil sustitución del trabajador productivo, la legendaria flexibilidad laboral, son las bases materiales que producen la ideología de la novedad, el hecho de querer empezar siempre de cero, de dejar un vacío tras de sí, de pensarse a uno mismo como la historia que comienza ahora. En este contexto sociocultural la presencia obrera debe ser repensada, a contrario, como un hilo conductor que atraviesa y conecta. Y a partir de ahí, tratar de preservar, para nosotros y para todos, la cultura de una continuidad histórica. Porque es cierto que estamos asistiendo a un movimiento y a un vuelco, paradójico, de los conceptos. La dimensión historicista, que ha ocupado por un espacio de tiempo, dominándola, la cultura burguesa moderna, formando bloque con tantas posiciones políticas conservadoras victoriosas, hace ya tiempo que ha sido abandonada por los detentadores efectivos y por los actuales titulares del poder. No hay ya revolución conservadora. Lo que hay es una innovación salvaje: sin reglas, sin límites, culto profano de lo nuevo que avanza, sean cuales sean los costes sociales. Este es el verdadero poder de hoy, el que controla el mecanismo mundial del sistema económico-financiero, el que impone los saltos, insiste en las fracturas, impone la discontinuidad. La parte obrera se ve entonces obligada a asumir la defensa de la continuidad, el reconocimiento del pasado, el cuidado de la tradición. Una posición políticamente incómoda, socialmente difícil, culturalmente minoritaria. Todo el asunto de la llamada reforma del welfare se ha movido todos estos años en esta estela, y la cuestión no está cerrada. Sin embargo, el reconocimiento de esta forma contemporánea de la batalla cultural se hace esencial para poder movernos adecuadamente en su seno, sin subalternidad, incluso con la voluntad de ganar posiciones en las relaciones de poder. Se trata de asumir la tarea histórica de obligar al adversario a lidiar con el futuro pasado.

No se trata sólo, por lo tanto, de identidad obrera, sino de la historia y de la prospectiva, dos dimensiones hoy en día divergentes. Porque aquí se ha sufrido una ofensiva política y se ha perdido una guerra ideológica. Nos hemos dejado pasivamente encerrar dentro del marco de una experiencia, el llamado socialismo real –que yo defino más propiamente como la tentativa comunista de construcción del socialismo–, como si esta agotara la historia entera del movimiento obrero. Típico error práctico, producto de la subalternidad cultural. La clase obrera ha sido derrotada no sólo porque el trabajo productivo ha perdido su centralidad, sino porque toda una historia ha sido primero empequeñecida, luego demonizada y finalmente liquidada. En realidad, lo que ha operado aquí es un letal dispositivo combinado de desarrollo tecnológico a saltos y ejercicio sobre el terreno de la hegemonía capitalista. Contra ello, se impone recuperar precisamente la larga historia del movimiento obrero, la que parte del violento proceso de acumulación originaria del capital, pasa por la ruptura epochemachend [que hizo época] de la primera revolución industrial, atraviesa todo el siglo XIX, en una riquísima práctica de luchas, iniciativas, experiencias, culturas, que dieron lugar a una cooperación y a una organización desde abajo, en la fábrica y en el territorio –una obra de civilización única en el mundo social y humano–, para llegar al gran siglo XX, en el que, entre guerra y revolución, viene a cumplirse un destino, trágico, de realización fallida, para uno de los proyectos posibles de sociedad y de política alternativos. Me alegra ver que las investigaciones históricas, el acopio de documentación y los relatos de experiencia se abren paso desde distintos lugares para redescubrir este continente sumergido. Este libro debe servir para reivindicar otros trabajos, ya sean embrionarios o estén terminados y no publicados, o bien estén programados, pero con dificultades de realización. Porque sólo en el conocimiento de la historia identitaria de los obreros podremos reorientarnos en la búsqueda de perspectivas para el mundo del trabajo.

Y cabe preguntarse si sigue siendo cierto hoy en día, como sin duda lo fue en el pasado moderno, que a partir del punto de vista, parcial, del mundo del trabajo, es posible comprender mejor la totalidad social. ¿En qué medida es posible comprender, por ejemplo, desde un particular punto de vista obrero, este proceso general que lleva el nombre de mundialización? Aquí hay que señalar una cosa. Estoy más bien de acuerdo con aquellos que tienden a atenuar el énfasis puesto en las novedades que han intervenido y siguen interviniendo en la reorganización de la economía global. El énfasis es fuerte, y su intención es cambiar no tanto la forma de las respuestas alternativas como su signo, hasta volverlas superfluas, ineficaces, inoportunas. Con la idea de que todo ha cambiado, se da a entender que ya nada diferente es posible. Quizá no sirva de mucho argumentar que la globalización estaba implícita en la naturaleza del capital, y que el que habló sobre el futuro mercado global en páginas proféticas fue el viejo Marx. Hemos de asumir el hecho macroscópico de que hoy el proceso atraviesa una fase aguda. Hay, sin duda, una aceleración en la realización del mercado mundial, así como en la producción sostenida a nivel global. Pero nadie añade este hecho: después de la era de las guerras mundiales. El capitalismo no se ha liberado de sus contradicciones, simplemente lidia mejor con ellas en su seno y se las arregla mejor para descargarlas al exterior. La crisis como oportunidad, en lugar de como colapso, es lo que ha quedado de la posguerra civil mundial. El fin de la división política del mundo en dos bloques ideológicos y militares contrapuestos ha seguido al fin de la dicotomía social de clase en el Occidente maduro, sujeto absoluto, en la era moderna, de la Weltgeschichte [historia del mundo]. La financiarización de la economía, gran revancha del capital financiero sobre el capital industrial, hizo el resto. Esta ha comportado –para precisar lo que se decía más arriba– la virtualización de la producción, es decir, la sustracción y la supresión, dentro de esta última, de una cuota creciente del factor humano. Se culminó así el proceso de alienación, que del trabajador de fábrica pasó al trabajador dependiente y al trabajador autónomo de primera y segunda generación, y de éste al ciudadano elector y por lo tanto al pueblo soberano, que terminó siendo, precisamente, «la gente». Lo nuevo que avanza es lo viejo que vence.

Es en este contexto de novedades antiguas que hay que volver a hablar del destino de la clase obrera. Esta palabra, esta noción, «destino»: la uso con frecuencia. Una resonancia hegeliana: así es como yo la entiendo. Schicksal. Se aplica a las grandes fuerzas históricas: en los tiempos modernos, a las naciones, a los pueblos y a los Estados; y desde siempre, a las religiones. El cristianismo y su destino: la pasión del joven Hegel. Pues bien: la clase obrera merece declinarse en términos de destino. Porque tiene una grandeza histórica. Me gustaría que se la nombrara así en el lenguaje de la izquierda. No entiendo la renuncia. No entiendo por qué se debería prescindir de un trozo de la propia vida. Como Plotino que, según Porfirio, se avergonzaba de tener un cuerpo: así veo yo a esta izquierda con respecto a los obreros. Se va en busca, posiblemente con palabras, de valores, cuando bastaría con hacerse cargo de una historia. Una izquierda que no tiene el coraje de declararse heredera de la historia del movimiento obrero no merece existir.

Perspectivas: abiertas o cerradas. O incluso: posibilidad o imposibilidad de reabrirlas. Muchas cosas vienen a depender del juicio sobre la fase. Veo que las investigaciones se dividen entre evaluación de las oportunidades y denuncia de los peligros. Mientras, constato la ausencia –sensata– de elementos de catastrofismo. El trabajo histórico, sociológico y teórico sobre la clase obrera no puede alimentarse más que de un marxismo informado, cultivado de manera crítica, que se haya mantenido siempre alejado de toda tentación de lectura fácil del consabido «colapso». Hay que lidiar con la realidad en desarrollo, con sus parones y sus involuciones, pero sin esperar colapsos redentores. Perspectivas objetivas, por consiguiente. Pero cuando se trata de obreros, y en tal sentido de un operar de la política en la historia, las perspectivas también han de ser subjetivas. No hay que ver sólo hacia dónde van las cosas, sino dónde y cómo se puede conseguir que vayan. Aquí, de nuevo, acude en nuestra ayuda – warburguianamente– el atlas de la memoria.

Se plantea el gran tema: ¿ha habido una derrota obrera? Y en caso afirmativo, ¿en qué términos, en qué dimensiones, con qué efectos? ¿Y en qué medida era inevitable? Las investigaciones la documentan en experiencias singulares, en fábricas históricas o en asentamientos territoriales de clase. El pensamiento nos reenvía, en bloque, a la historia trágica del siglo XX. Y la cuestión persiste: ¿hasta qué punto podemos decir que esta derrota es definitiva? La lucha de clases ha sido una guerra –civil en el sentido ambiguo, doble de este término– de duración relativamente larga. Tuvo algo de cíclico. Victorias y derrotas sucesivas. ¿Estamos hoy ante una dificultad coyuntural de esta lucha general, ante un revés que porta en sí mismo un cambio de forma, o estamos ante una conclusión estructural, que marca estratégicamente un final? Retomo la fórmula de Rita di Leo y Aris Accornero: la clase obrera no lo consiguió. No tuvo éxito como clase gobernante. Se podría decir de otra manera, viendo los macroprocesos que los trabajadores han atravesado como sujeto histórico, en Occidente y en Oriente. No lograron hacerse Estado. La transición obrera de clase subalterna a clase hegemónica fue un fracaso. Cuando quiero ser «malo», digo: de clase subalterna a clase dominante. Cuando soy bueno, uso categorías gramscianas. Al final faltó esa capacidad de ejercer la hegemonía, entendida como primacía social, como dirección política, como influencia cultural y como reconocimiento civil. Las razones de esa incapacidad están aún del todo por comprender. Falta la gran historiografía sobre la grandeza obrera. Pero el núcleo duro de la derrota está aquí. Y actualmente estamos dedicados a la tarea de liberar este núcleo duro de la corteza ideológica que lo oculta.

¿Dónde queremos llegar con todo esto? Queremos llegar a ofrecer una representación de la identidad obrera. O, lo que es lo mismo, devolver a la vida, sobre el escenario de la historia, la memoria obrera. Se trata de una operación cultural. Y así hay que tomarla: una iniciativa prepolítica, en el sentido de que funda un universo, o un horizonte político, que luego será necesariamente configurado por más elementos. Se diría que estamos adoptando una posición tradicionalista. Pero no es el caso, y no será el caso, si las formas de esta representación asumen los instrumentos, no de los lenguajes modernos, sino del lenguaje de la crisis de la modernidad. Nosotros, los herederos del movimiento obrero, somos hijos del siglo XX. Un siglo que no sólo hemos atravesado, sino que hemos vivido. Al declinar el orden simbólico de un punto de vista obrero, lo hacemos desde el interior de aquella revolución de todas las formas expresivas que está a nuestras espaldas. La representación del mundo obrero necesitará, junto al trabajo de minero de la investigación histórica, de un acopio de documentación que habrá que excavar arqueológicamente en el patrimonio expresivo de las artes figurativas, de la literatura, del cine, de la arquitectura, del teatro, de la música. Además de la aportación de pensamiento vivido por parte de los últimos protagonistas, que habrá que recoger mediante los instrumentos de la historia oral. Pero es preciso convencerse, preliminarmente, de la importancia teórica y política de preservar la memoria y de conservar los signos de una historia. Por esta razón me ronda en la cabeza, desde hace ya tiempo, la idea de un Atlas de la Memoria Obrera. Una Mnemosyne proletaria que cuente, mediante figuras e ilustraciones, los lugares y los tiempos de una presencia que ha hecho historia, por mucho que al final la historia, por negación, la suprimiera. Recuperar la riqueza de esta presencia pasada, para salir de un presente pobre.

 

Notas

[1] El autor se refiere a Paolo Favilli y Mario Tronti (eds.), Classe operaia. Le identità: storia e prospettiva, Milán, Franco Angeli, 2001, obra en la que se incluía el presente texto [N. del T.].

Mario Tronti
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Fue integrante del Partido Comunista Italiano, PCI. Fundó las revista Quaderni Rossi y Classe Operaia.