Victorianos del siglo XXI

La clase media-alta de hoy mantiene la ficción de una sociedad meritocrática, tal como lo hicieron los victorianos. Esto les permite apuntalar su posición económica sobre las espaldas de los trabajadores, a quienes les enseñan que sus problemas de salud y sus tristes perspectivas laborales representan fallas individuales y no disfuncionalidades sistémicas. Por supuesto, hacer ejercicio, alimentarse con comida orgánica y motivar a los niños a usar su tiempo libre de modo útil no son cosas inherentemente negativas. Sin embargo, éstos se convierten en símbolos de valores burgueses cuando son usados para proclamar la superioridad moral de una clase sobre otra y para justificar la desigualdad social. Esto es detestable tanto en el siglo XIX como hoy.

por Jason Tebbe

Traducción de Marcelo Casals A. / Texto original publicado en Jacobin Magazine. Traducción anteriormente publicada en Revista Red Seca, 8 de noviembre 2016

Imagen / Imagen del gimnasio de la YMCA en Londres, 1888. Fuente.


La palabra “victoriano” tiende a evocar ideas antiguas: mujeres confinadas a corsés, estrictos roles de género y una evidente mojigatería sobre cualquier cuestión de índole sexual. En un mundo regido por el consumismo rampante y la expresión personal, estas nociones decimonónicas de auto-restricción y auto-negación parecen completamente fuera de lugar.

Pero el ethos victoriano no está ni de cerca muerto. Aún vive, y se manifiesta en el comportamiento de nuestra clase media-alta contemporánea. Si bien algunos aspectos han desaparecido, la creencia en que la burguesía ocupa un lugar de superioridad moral sobre otras clases aún persiste.

Hoy por hoy, las clases de “spin”, la comida artesanal y el proceso de postulación a las universidades han reemplazado los paseos dominicales, las conferencias al atardecer y las reuniones semanales en salones. Pero no nos equivoquemos, ya que cumplen el mismo propósito: transformar el privilegio de clase en virtud individual, apuntalando de ese modo la dominación social.

Valores victorianos

El historiador Peter Gay ha usado el término “victoriano” para describir en términos generales la cultura de la clase media-alta educada en Europa Occidental y Estados Unidos en el “siglo XIX largo”. Por supuesto, ellos desarrollaron creencias sobre el sexo, el género y la familia bastante más complejas de lo que solemos pensar. Los victorianos, en ese sentido, podrían haberse impuesto un estricto código moral, pero al mismo tiempo hablaban sobre sexo todo el tiempo, casi de forma obsesiva. Como Gay señala, muchas parejas victorianas acomodadas solían escribirse fogosas cartas de amor.

A pesar del estereotipo de padres autoritarios y exigentes, este período marcó el comienzo de las nociones contemporáneas sobre la crianza de los hijos. En ese esquema, un verdadero hombre no sólo proveía a su familia, sino que también debía mostrar un interés activo en el bienestar emocional de sus hijos.

Si bien la clase media-alta del siglo XIX no era lo pacata y severa que nosotros pensamos, sí adhirió a códigos de comportamiento muy estrictos. Estos códigos normativos dieron cuenta de los cambios en la estructura de clase experimentados en el período y los deseos de la burguesía ascendente por hacer valer su superioridad moral sobre la nobleza, usando la “virtud” para desafiar el lugar central que la vieja aristocracia ocupaba en la vida política, social y cultural. Mientras los hijos de los nobles cazaban y cenaban, los hijos de los banqueros y los abogados trabajaban, construían familias y se educaban a sí mismos.

En Alemania, la palabra clave para entender este fenómeno es casi intraducible: Bildung, que significa educación en la forma mejorar y cultivarse a sí mismo. La idea, expresada en diferentes idiomas en muchos países, unía a esta clase emergente a través de fronteras nacionales. La auto-superación los diferenciaba del decadente 1% de la población.

Por ejemplo, escuchar música se convirtió en un experiencia educacional antes que de mera entretención. La cámara de música clásica propia del siglo XVIII funcionó como una agradable banda sonora para las veladas de la aristocracia. En los salones donde se interpretaban conciertos, la nobleza solía besuquearse en sus palcos, sin prestarle una atención completa a los músicos. Pero cuando la clase emergente comenzó a asistir a estos conciertos, no se dedicaron a conversar alegremente en sus asientos. Por el contrario, se sentaron quietos y demandaron silencio con el objeto de concentrarse en la música.

Los victorianos alemanes acuñaron el término Sitzfleish -carne sentada- para describir el control muscular requerido para sentarse absolutamente quieto durante la interpretación de una pieza musical. Incluso toses o estornudos debían ser inhibidos para no romper la concentración y el proceso de auto-mejoramiento implícito en ese ejercicio.

La búsqueda por el Bildung saturó también la vida cotidiana. Muchas mujeres jóvenes y acomodadas, quienes no podían esperar otro futuro más allá de ser esposas y madres, aprendieron al menos un segundo idioma mientras tomaban lecciones de piano y canto. Los hombres, por su parte, solían pasar las tardes asistiendo a charlas o participando en organizaciones cívicas.

Para que esta dedicación rindiera frutos, sin embargo, estos victorianos enriquecidos debían exhibirla, haciendo que la diferencia con los más ricos y los más pobres quedara clara para todos. Para ello, gastaron un porcentaje importante de sus ingresos en la decoración de sus hogares para mostrar simultáneamente abundancia, gusto y modestia. Ellos sabían que podrían lograrlo una vez que tuvieran un salón, es decir, una habitación de la casa dedicada por completo a entretener invitados, a la que los residentes no entrarían nunca solos. Los domingos, por otra parte, la familia entera paseaba por el parque.

De hecho, a través de Europa y Estados Unidos, las familias acomodadas fomentaron la construcción de más y más parques públicos. Siempre de acuerdo a sus propios valores, estos espacios no estaban pensados para ser lugares abiertos que cualquiera podría disfrutar, sino que como escenarios donde podrían exhibirse de la mejor manera posible cada domingo. El Central Park de New York, por ejemplo, prohibió al público usar el pasto para practicar deportes. Los niños tenían que tener un “certificado de buen comportamiento” de sus escuelas antes de ser aceptados en los lugares de juego. La venta de cervezas fue prohibida los días domingo. El parque, entonces, no era para el esparcimiento, sino que para el disciplinamiento de la clase obrera, una oportunidad para que los trabajadores aprendieran a apreciar el “paseo”, la manera correcta de disfrutar de estos lugares. El parque diseñado por Frederick Law Olmsted sirvió como un templo masivo para la noción victoriana de mejoramiento.

La moralidad del “fitness”

Si bien ya es difícil ver a hombres con sombreros de copa y mujeres usando enaguas paseando a sus niños los domingos, los parques públicos aún son el lugar donde exhibir virtud y disciplina. La cultura “fitness” encarna perfectamente el ethos decimonónico de mejoramiento y disciplina.

Los victorianos no escondían su aversión a la actividad física, la cual era identificada con el proletariado. De hecho, cierto nivel de sobrepeso operaba como un símbolo de clase y respetabilidad. El deporte y la valoración del estado físico empezó a infiltrarse en la vida de la clase media en el siglo XX, y hoy tiene la misma función que antes tuvo el paseo dominical.

Me topé con esto por primera vez hace nueve años. Por entonces vivía en Grand Rapids, Michigan, y solía disfrutar andar en bicicleta como una manera de explorar lugares poco conocidos. Un día, decidí visitar la zona de East Grand Rapid, un barrio bastante acomodado, porque tenía una ciclovía que rodeaba el lago Reeds.

Una vez que llegué, me di cuenta inmediatamente que yo era la única persona que no estaba usando ropa de ejercicio, a pesar de que no todos se estaban ejercitando. Muchos estaban afuera paseando, tal como lo habían hecho sus predecesores victorianos, pero ahora vestidos como para ir al gimnasio. Todos los otros ciclistas usaban trajes apretados como si estuvieran en la línea de partida del Tour de France. Estas ropas estaban mandando un claro mensaje: “No te equivoques. No estamos caminando o andando en bicicleta como medio de transporte. Esto es ejercicio”. Los residentes ricos de East Grand Rapids habían convertido una caminata por el parque en una rutina de ejercicio. Sus ropajes atléticos proclamaban que esa actividad era un acto de mejoramiento.

Las tendencias de ejercicio actuales -como el “hot yoga”, el “spin” o el “crossfit”- buscan demostrar un compromiso con la auto-negación y la auto-disciplina, valores muy celebrados por los victorianos. Correr maratones es, a este respecto, el punto culmine, sobre todo gracias a que los competidores puedes postear fotos en las redes sociales para probarles a todos que ellos han torturado sus cuerpos de una manera virtuosa, aunque no por ello menos excéntrica.

Todo esto tiene también su correlato en actividades cotidianas. Los supermercados Trader Joe’s y Whole Foods están llenos con gente vestida con ropas de ejercicio sin que se les vea una gota de sudor. Estas ropas marcan a quienes las usan como el tipo de personas que se preocupan por sus cuerpos, aún cuando no están ejercitándose. Las ropas para hacer yoga o las zapatillas para correr exhiben virtud, exactamente igual como los vestidos de las mujeres victorianas lo hacían en el siglo XIX.

Tener buen estado físico ahora indica la pertenencia a una clase, saturando tanto las prácticas de ejercicio como la cultura de la comida. En la medida en que las calorías se han vuelto más baratas, la obesidad ha cambiado desde ser signo de riqueza a signo de fracaso moral. Hoy en día, tener una apariencia poco sana funciona como el umbral para identificar la codicia del pobre, de la misma manera en que las costumbres sexuales de la clase obrera eran vistas en el siglo XIX.

Ambas líneas de pensamiento afirman que las clases bajas no pueden controlarse a sí mismas, por lo que merecerían exactamente lo que tienen y nada más. No hay necesidad, entonces, de mayores salarios o sistemas de salud subsidiados. Después de todo, los pobres sólo podrían malgastar esos recursos en cigarros o hamburguesas.

Antes como ahora, estas supuestas diferencias de salud reflejan un claro disgusto con los cuerpos de la clase obrera. En El camino a Wigan Pier, George Orwell relata su crianza durante la época tardo-victoriana, y señala que fue entrenado para creer “que había algo sutilmente repulsivo sobre el cuerpo de la clase obrera”. En los tiempos de Orwell, el jabón -y no el estado físico- hacía esa distinción. A él le enseñaron que, en sus palabras, “las clases bajas hieden”.

Hoy por hoy, internet da cuenta de este horror de clase en páginas web como “gente de Wal-Mart” (People of Wal-Mart). En vez de sentir repulsa por quienes no se bañan, los victorianos modernos palidecen ante quienes no se alimentan bien. Mientras la burguesía del siglo XIX asumía la gordura no como una vergüenza a ser erradicada, sino como un signo de prosperidad, sus descendientes espirituales exhiben una obsesión con el hecho de comer el tipo correcto de comida. En los últimos 15 años, la comida orgánica se ha convertido de un fenómeno marginal a una necesidad absoluta.

Consideremos, por ejemplo, el movimiento “gluten-free”, es decir, aquellos que eligen eliminar el gluten de su dieta no porque sean celíacos y deban evitar a toda costa el trigo. Hace unos años atrás yo bromeaba con que encontrar a alguien que no consumiera gluten en mi natal Nebraska era como encontrar los trabajos de Peter Kropotkin en una biblioteca local. Ahora, la comida “gluten-free” puede ser encontrada en cualquier estante de supermercado.

Esta disciplina con respecto a la comida en una forma virtuosa de auto-negación que habría hecho sentir orgullosos a los victorianos. ¡Si tan solo mis abuelos hubiesen vivido lo suficiente para darse cuenta que cultivar sus propias papas y pepinos los hacía de clase alta y no unos rústicos campesinos!

Guerras maternales y postulaciones a universidades

Una dinámica similar afecta a la vida familiar. Como sus ancestros, la clase media-alta de hoy pone un notorio énfasis en la familia. Aunque el autoritarismo decimonónico ha decaído, durante ese período se entendió por primera vez la infancia como un período diferente y especial de la vida. Los padres actuaron en consonancia con aquella noción, contratando institutrices en sus casas para sus niños.

La crianza de los hijos se vuelve cada vez más costosa con el pasar de los años, demandando de los padres un ejercicio extremo de disciplina y auto-negación. Un libro reciente –All Joy and No Fun– sonaría como música a oídos victorianos. ¿Qué podría ser más frívolo y menos educativo que la diversión? No hay tiempo para ello en medio de las demandas de la forma moderna de criar a los hijos.

Las madres deben dar de mamar por un período extendido de tiempo, proveyéndoles sólo comida orgánica a sus hijos y evitando que vean televisión. Cualquier error es visto como un fracaso moral. Esto representa quizás el vínculo más claro entre los valores victorianos de antes con el presente: varias de estas prácticas suelen restringir las actividades las mujeres, reforzando las jerarquías de género.

No es coincidencia, además, que estas expectativas requieran de dinero y tiempo. Una madre trabajadora que tiene que hacer malabares entre sus trabajos en el sector servicios encontrará mucho más difícil amamantar a su hijo en horario laboral que una mujer con un empleo estable en una oficina, sin mencionar la disparidad en permisos parentales entre obreras y empleadas. Los imperativos moralistas vinculados a amamantar permite que las mujeres de clase trabajadora -que tienen menores chances de hacerlo- sean juzgadas como fracasos morales. De hecho, las batallas públicas sobre las restricciones para amamantar en público rara vez se extiende a demandas por acceso a una mejor lactancia para mujeres trabajadoras.

Las intensas expectativas sobre la crianza de los hijos se extienden bastante más allá de la infancia. Muchos niños y adolescentes son motivados a participar en costosos clubes deportivos, y los padres renuncian a su tiempo libre para apoyarlos. Estas actividades, nuevamente, requieren de tiempo y dinero, dos recursos que los trabajadores carecen.

La proliferación de actividades organizadas representa una forma de mejoramiento en el sentido victoriano: el tiempo libre de un niño ahora está completamente subordinado al Bildung, mientras que la habilidad para proveer de estas oportunidades es presentada como un reflejo de la moralidad de la familia y no de su situación económica. Tal como las mujeres victorianas tenían que aprender a tocar el piano y hablar italiano -mostrando así un refinamiento que no estaba disponible para otros niveles sociales- los niños modernos aprenden a jugar fútbol, a hablar mandarín y a ser voluntarios en organizaciones de caridad. Con todo, la piedra angular de la búsqueda moderna del Bildung es seguramente el proceso de postulación a universidades. Si bien no existe ninguna analogía del siglo XIX para ese ridículo ritual, con seguridad Charles Dickens habría sido perfectamente capaz de satirizar su inherente carácter absurdo: millones de personas actúan como si un sistema que tiende fuertemente hacia el privilegio fuera de hecho algún tipo de meritocracia, y como si fuese posible juzgar el valor de un individuo por el prestigio de la universidad en la que ha sido aceptado.

La mayoría de los estadounidenses que van a la universidad solamente postulan a un par de ellas. Pero los jóvenes de clase media-alta toman clases de preparación para los exámenes estandarizados, usan sus veranos para tener material para sus ensayos de ingreso y muchas veces postulan a una docena de universidades, todo ello para maximizar sus posibilidades de entrar a una con el mejor nombre posible. Los padres pueden así descansar tranquilamente sabiendo que sus hijos -sin importar sus capacidades intelectuales- son mejores que quienes asisten a universidades pequeñas y de dudosa calidad.

¡Bildung para todos!

La clase media-alta de hoy mantiene la ficción de una sociedad meritocrática, tal como lo hicieron los victorianos. Esto les permite apuntalar su posición económica sobre las espaldas de los trabajadores, a quienes les enseñan que sus problemas de salud y sus tristes perspectivas laborales representan fallas individuales y no disfuncionalidades sistémicas.

Por supuesto, hacer ejercicio, alimentarse con comida orgánica y motivar a los niños a usar su tiempo libre de modo útil no son cosas inherentemente negativas. Sin embargo, éstos se convierten en símbolos de valores burgueses cuando son usados para proclamar la superioridad moral de una clase sobre otra y para justificar la desigualdad social. Esto es detestable tanto en el siglo XIX como hoy.

Deberíamos preocuparnos de la salud, la alimentación y la educación, pero en vez de verlos como caminos para consolidar una dominación de clase, deberíamos mejorarlos para todos. Imaginen si toda la energía usada para que niños mediocres de clase media-alta entren a universidades prestigiosas fuera redirigida a hacer de la educación superior algo más accesible y barata para todos. Imaginen si el acceso a la comida sana para todos fuera prioridad por sobre adquirir estatus al comprar los productos más virtuosos. Imaginen, en suma, cómo sería nuestro mundo si dominaran los valores socialistas y no los victorianos.

Marcelo Casals A.
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Historiador, Doctor en historia por la Universidad de Wisconsin - Madison.

Jason Tebbe

Historiador, profesor de secundaria e investigador independiente.