“Para la propiedad no hay mares, ni montañas”. El derecho de autor y el estatus de los bienes culturales en la reflexión liberal chilena de 1857

¿Cuál es el carácter y extensión de la propiedad literaria? Abordándola, han dicho unos que esa propiedad no existe vinculada en ningún individuo, corporación o pueblo, que desde el momento que el autor comunica al público su obra, nadie, incluso él mismo, puede titularse su exclusivo dueño, y que cualquiera tiene por el contrario el derecho de reimprimirla y circularla cada vez que quiera o pueda hacerlo. Otros, discurriendo en opuesto sentido han sostenido y sostienen que la propiedad literaria participa en un todo del carácter y extensión de la propiedad común sin que haya nada que las distinga ni en cuanto a la manera de adquirirlas, ni en cuanto a los derechos que confieren. Entre estos dos extremos, casi todas las legislaciones, y con ellas un gran número de jurisconsultos, han tomado un término medio, reconociendo el dominio de los autores, pero no de la misma manera que reconocen y aceptan la propiedad común, sino poniéndole limitaciones de tiempo más o menos estrechas y entrando en clasificaciones y distinciones, según el género a que pertenece la producción. ¿En cuál de estas tres doctrinas se encuentra la verdad? ¿Cuál de ellas es la expresión de la justicia y de la conveniencia pública?

por Vicente Reyes Palazuelos (presentación de Andrés Estefane)

Imagen / El publicador pirata – Un burlesque internacional con el récord más largo, un comentario sobre el estado de las leyes de derechos de autor antes del tratado de 1911, 24 de febrero 1886, publicado en Puck v. 18, no. 468 por Joseph Ferdinand Keppler. Fuente.


Esta memoria se publicó originalmente en Anales de la Universidad de Chile, Tomo XV, 1857, pp. 332-342 y fue recientemente incorporada en Cuando íbamos a ser libres. Documentos sobre las libertades y el liberalismo en Chile (Santiago: Fondo de Cultura Económica, 2021), pp. 196-208.

¿Qué tipo de propiedad es una obra artística o literaria? ¿Se la debe considerar como un bien ordinario, sujeto a los mismos criterios que el derecho garantiza para el uso, goce y disposición de cualquier propiedad? ¿O se trata de un bien de otra naturaleza, que por su relación con la cultura debe incorporarse de forma inmediata al patrimonio colectivo, y por tanto a un régimen distinto de dominio? Valiéndose del derecho comparado y explorando los alcances jurídicos de consumir, reimprimir, traducir y/o adaptar obras literarias, el joven liberal Vicente Reyes Palazuelos abordó esas preguntas en la memoria de grado que presentó a la Universidad de Chile a fines de la década de 1850. Para ese entonces ya estaban trazadas las líneas gruesas de la cancha en que se pensaría el incómodo lugar de los productos de la cultura frente al derecho de propiedad, principio intransable para el imaginario liberal del siglo XIX. Se trataba de un tema urgente conforme se expandía la actividad editorial y se hacían evidentes los límites de las normas que regulaban la propiedad intelectual en el país. Lo de Reyes fue expresión de un sentido común liberal, aclimatado, es cierto, pero global en lo decisivo. Los privilegios y derechos exclusivos que debían garantizarse a los creadores en cualquier lugar del mundo eran todavía más indispensables en un país joven y periférico como Chile, forzado por su situación a estimular por todos los medios posibles la producción intelectual e industrial. Del derecho de los autores, se dijo, dependía el “progreso de las letras y de las ciencias” y por eso, junto a Reyes, este asunto también obsesionó a Mariano Egaña, José Victorino Lastarria, Manuel Carrasco Albano y Andrés Bello. Pero esta visión no era la única. Reyes menciona al pasar –y sin disimular su desprecio– a quienes sostenían una comprensión distinta del derecho de autor en lo atingente a la creación y el consumo de bienes culturales. Eran los promotores de la “comunidad literaria”, una fórmula que parecía referir a una conspiración demoniaca y que concentraba todo aquello opuesto a la civilización. No viene al caso disertar sobre la añejez del texto, la complejidad que ha adquirido la circulación de los productos de la cultura, la forma en que la lógica industrial ha configurado escenarios desfavorables para los artistas y como todo eso impone actualizar los términos en los que pensamos hoy estos problemas, Sin embargo, también hemos visto que el debate vuelve a girar sobre cuestiones sustantivas, diferencias de fondo, y que todo eso habla del retorno a un tiempo de definiciones radicales, como el que se vivió a mediados del siglo XIX ¿Cómo vamos a pensar la colisión de derechos en el campo de la cultura?

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La propiedad literaria. Memoria presentada a la Facultad de Leyes por don Vicente Reyes para obtener el grado de Licenciado en dicha Facultad. Anales de la Universidad de Chile, Tomo XV, 1857, pp. 332-342.

Señores:

En la Memoria presentada al Congreso en agosto último por el señor Ministro de Justicia se encuentran las siguientes palabras: “El incremento que ha obtenido la producción artística y literaria, creando necesidades nuevas, exige la reforma de la ley de 24 de julio de 1834 que determina los derechos de los autores. Conviene ampliar los privilegios que se les han concedido hasta ahora a fin de fomentar como es debido los progresos de las letras y de las ciencias, evitarles los perjuicios de las reproducciones ilícitas hechas en la República o en el extranjero, procurando establecer con las demás naciones un sistema de reciprocidad respecto de los derechos de los autores. En el actual período legislativo, el gobierno pasará un proyecto de ley que formule el pensamiento que acabo de exponer”.

Existe, según se ve, en la mente del Gobierno el propósito de someter a la consideración del Congreso un proyecto de ley sobre propiedad literaria, y como es probable que ese proyecto sea discutido en las sesiones del año venidero, he creído oportuno hacer del objeto sobre que versa el tema de la presente Memoria. No está de más que al irse a legislar sobre una materia de interés, cada cual ofrezca el contingente de observaciones que le haya sugerido su estudio.

He dicho materia de interés, y creo haberme expresado con exactitud. La propiedad literaria, ramificación del gran principio sobre que descansa la armonía social, y estímulo poderoso para el desarrollo de la inteligencia y la investigación de la verdad, da lugar a diversas cuestiones en cuya resolución están interesadas la justicia o la conveniencia pública, según que al estudiarla, se la considere como un derecho o como un medio de procurar el adelanto de los pueblos.

Bien comprendo que en el estado actual de nuestra literatura y de nuestras ciencias, la propiedad literaria no ha alcanzado ese grado de importancia que tiene en otros países en donde el cultivo de las letras es la profesión de centenares de individuos, y en donde, sea por la excelencia de las obras o por otras cualesquiera circunstancias, los productos de la inteligencia forman de ordinario el rico patrimonio de los literatos y de los sabios. Chile tiene que hacer una larga jornada todavía para colocarse a la altura de esos países, y si las leyes sobre propiedad literaria no surtieran su efecto sino dentro de los límites del presente, reducido sería entre nosotros el número de personas a quienes alcanzasen sus disposiciones, y poco valiosos, en la mayor parte de los casos, los derechos establecidos en ellas.

Pero esta consideración ¿debe acaso inducirnos a mirar con ojo prescindente las cuestiones de que antes he hecho mérito, juzgándolas inoportunas o estériles?… Me inclino a creer que no, y aun sostengo que el hecho de atravesar nuestra naciente literatura ese periodo de vacilación y de lucha que marca la primera edad en todas las esferas del trabajo humano, lejos de ser un motivo para relegarla al olvido, indica por el contrario la necesidad de leyes protectoras que le comuniquen un saludable impulso. Definir el verdadero carácter y extensión del derecho de propiedad sobre las obras, conciliar este derecho con el progreso social, sujetándolo a las restricciones que aconseje la prudencia y establecer las penas convenientes para garantirlo del fraude, he aquí la tarea que debe acometer el legislador, escuchando los consejos de la razón y examinando con su ayuda las disposiciones sancionadas en otros países. Por mi parte, sin pretender considerar el asunto bajo todos sus aspectos, y solo limitándome a los puntos de mayor importancia, me permitiré expresar el juicio que he formado sobre ellos.

Desde luego se ofrece una cuestión en que han estado discordes los más afamados publicistas y que la legislación positiva no ha resuelto tampoco de una manera concluyente, a saber.– ¿Cuál es el carácter y extensión de la propiedad literaria?

Abordándola, han dicho unos que esa propiedad no existe vinculada en ningún individuo, corporación o pueblo, que desde el momento que el autor comunica al público su obra, nadie, incluso él mismo, puede titularse su exclusivo dueño, y que cualquiera tiene por el contrario el derecho de reimprimirla y circularla cada vez que quiera o pueda hacerlo.

Otros, discurriendo en opuesto sentido han sostenido y sostienen que la propiedad literaria participa en un todo del carácter y extensión de la propiedad común sin que haya nada que las distinga ni en cuanto a la manera de adquirirlas, ni en cuanto a los derechos que confieren.

Entre estos dos extremos, casi todas las legislaciones, y con ellas un gran número de jurisconsultos, han tomado un término medio, reconociendo el dominio de los autores, pero no de la misma manera que reconocen y aceptan la propiedad común, sino poniéndole limitaciones de tiempo más o menos estrechas y entrando en clasificaciones y distinciones, según el género a que pertenece la producción.

¿En cuál de estas tres doctrinas se encuentra la verdad? ¿Cuál de ellas es la expresión de la justicia y de la conveniencia pública? Veamos sus fundamentos y ellos nos responderán.

Los que sostienen la primera tesis dicen en su apoyo que, siendo la propiedad del autor puramente intelectual, mal podría conservarla tan luego como por la lectura de la obra los demás hiciesen suyas las ideas emitidas en ella. Sería fácil, añaden, recobrar el manuscrito robado o perdido, pero ¿de qué manera se recobraría el pensamiento de que otro se hubiese apoderado?

Por consiguiente, no niegan ellos la existencia de un derecho anterior a la publicación de la obra, sino la posibilidad de conservarlo, una vez que esta publicación haya llevado a todas las inteligencias las ideas expuestas y desarrolladas por el autor. El naturalista, por ejemplo, que ha gastado su tiempo y su dinero en estudiar el maravilloso mecanismo del mundo material y que ha consignado sus observaciones en un libro es tan dueño de él mientras lo mantiene en la reserva como lo es de los frutos de su viña el agricultor que la cultiva y de las piedras de su veta el minero que la explota. Entonces puede venderlo, destruirlo, legarlo, ejecutar, en una palabra, todos los actos y operaciones que nacen del dominio; pero, una vez que lo publica, el señorío cesa sin que en su virtud tenga acción de ningún género contra los reimpresores sucesivos.

La simple exposición de esta teoría pone de manifiesto su injusticia y su absoluta falta de conveniencia; estribando sobre un sofisma, basta para combatirla examinar ligeramente las abstractas consideraciones metafísicas con que se pretende apoyarla.

Se dice que la comunicación intelectual hace imposible el dominio porque hace imposible toda reivindicación.

Distingamos: ¿quién no nota una diferencia marcada entre usar, entre aplicar las ideas de una obra y hacer de ella una nueva edición? Yo, leyendo a Troplong adquiero ciertas nociones que nadie me puede arrebatar, y con arreglo a las cuales puedo indudablemente defender mis pleitos; pero ¿hay acaso algo de común entre esto y reproducir el libro de donde he sacado esas nociones? ¿O se cree tal vez que con 400 o 200 francos que me ha importado el ejemplar he comprado el derecho de reimprimirlo, es decir, me he hecho tan dueño como el mismo Troplong de lo que a él le ha costado sumas crecidas gastadas en la preparación y el estudio y largos años de meditación y trabajo?… El precio no podría ser más cómodo para el comprador si tales fuesen las condiciones de la venta. Desgraciadamente para él, la razón natural indica que con ese precio no puede comprar otra cosa que el uso de las ideas e indica también que si es realmente imposible despojarlo de las que tiene adquiridas, no lo es ni con mucho, impedirle que reimprima un libro que no le pertenece. La dificultad de reivindicación que se arguye no es pues más que un juego de palabras cuya trama se descubre fácilmente.

Por otra parte, es menester notar que los que se han encarnizado contra la propiedad, impugnándola en todas sus faces y acariciando las ilusiones de un nuevo orden de cosas que por fortuna no existe más allá de la fantasía de sus autores, se han cuidado poco de medir el alcance lógico de sus teorías. La doctrina de que me estoy ocupando, hija de ese mismo prurito comunista que ha invadido tantas y tan distinguidas inteligencias, no importaría sino un contrasentido injustificable, una vez aceptada por la ley, es decir, por la sociedad.

– Tú has trabajado le diría esta al literato o al sabio por enriquecerme y enriquecerte a la vez: has logrado concebir y exponer en un libro ideas que te podrían dar provecho y gloria si el libro fuera tuyo y que a mí me abrirían nuevos horizontes de bienestar y de adelanto una vez que tú me las comunicaras. Conozco la utilidad de estas ventajas recíprocas, pero estoy decidida a no concederlas, ni aceptarlas. Mientras mantengas tu libro en la reserva, serás propietario; tan luego como lo publiques, dejarás de serlo. Si quieres conservar tu derecho, cuida de que él no me produzca beneficio alguno, porque de lo contrario te castigaré irremisiblemente con su pérdida. En mi lógica singular, convengo más bien en que tu trabajo sea estéril para ti y para mí, que en que sea útil para ambos; o yo lo lucro exclusivamente o no lo lucra ninguno de los dos.

Increíble parece que doctrinas cuyas consecuencias conducen a una aberración semejante, hayan tenido defensores apasionados. La comunidad literaria sería la muerte de las letras, así como la comunidad material sería la muerte del trabajo y el término del progreso. En vano se pretende probar con rebuscados guarismos y con consideraciones superficiales que la libertad de reimpresión sería un bien para la sociedad y un bien para los autores. Aceptemos en tesis general que el lucro es el estímulo del trabajo, y convendremos en que muy pocos consagrarían su tiempo a la investigación de la verdad y al cultivo de su propia inteligencia si fuera únicamente la gloria el fruto de sus tareas. ¿Qué importaría que la primera impresión perteneciera exclusivamente a los autores, si cien impresiones sucesivas, si la competencia de los libreros daban al público la seguridad de obtener en breve nuevas y más baratas ediciones? ¿Podría entrar el autor en esa competencia, siendo así que él había gastado en la confección de la obra tiempo y dinero de que necesitaba hacerse pago, mientras los libreros para realizar un buen negocio no necesitaban otra cosa que obtener cualquiera ganancia sobre los costos de impresiones?…

El derecho que se califica con el nombre de propiedad literaria, lejos de ser pues como ha dicho un célebre jurisconsulto francés “una usurpación cometida en perjuicio de la humanidad, una tiranía nueva que se eleva en provecho del egoísmo y que merma el patrimonio común” es por el contrario la defensa de la humanidad misma, la defensa del progreso y del trabajo intelectual.

Por eso las legislaciones de todos los pueblos lo han reconocido y sancionado, sin que ninguna haya dado cabida entre sus disposiciones a la teoría en cuyo apoyo se invocan hoy la humanidad y la razón. He indicado antes que sin plegarse a la opinión de los que la defienden ni a la de los que equiparan la propiedad literaria con la común, la jurisprudencia positiva ha tomado un término medio conciliatorio entre los dos extremos, reconociendo el derecho por cierto tiempo y destruyéndolo después. Séame permitido apuntar a la ligera las disposiciones legales de los países en que la propiedad literaria ha llegado a obtener mayor grado de importancia para examinar hasta dónde dichas disposiciones son útiles o justas.

En Inglaterra, la propiedad sobre las obras termina con la vida del autor. Mientras él existe, es dueño y señor absoluto de su libro; mas luego que fallece, cualquiera puede reimprimirlo sin que los herederos tengan derecho a reclamación de ningún género.

No sucede lo mismo en los Estados Unidos. La ley ha fijado como máximum para la extinción del dominio el término de cuarenta años, y sea que el autor exceda el período fijado o que muera, antes dejando herederos, el plazo es siempre el mismo.

La legislación francesa ha sido menos simple entrando en una serie de distinciones sutiles que sería ocioso recordar. Básteme decir que la vida del autor y diez años más, es el menor de los plazos establecidos para la extinción del derecho, el cual se prolonga por toda la vida de la viuda, por veinte años a favor de los hijos, o por ambos períodos sucesivamente, según lo expresado en las estipulaciones matrimoniales, y según que la obra sea dramática o de otro género.

La propiedad subsiste como en los casos anteriores durante la vida del autor y se transmite a los herederos por veinte años en Bélgica, –por treinta en Austria– y por cincuenta en España.

De esta exposición se deducen dos consecuencias: 1º. Que todas las naciones han reconocido aquel derecho como temporal y 2º. Que hay dos que no estén acordes en la fijación del tiempo.

Los editores belgas del “Anuario de ambos mundos”, sosteniendo la legitimidad de la reproducción, que constituye su principal negocio, han hecho de la primera de dichas consecuencias su caballo de batalla, y han dicho: todas las legislaciones ponen un término a la propiedad literaria, luego es una arrogante pretensión querer equiparar esta propiedad con la común: sostenerlo es sostener lo que el sentimiento universal ha rechazado.

No hay duda que cuando tantos y tan ilustrados pueblos están de acuerdo en un principio, el espíritu se inclina a aceptarlo o por lo menos vacila y se siente indeciso antes de pronunciarse en su contra. Por muchas que sean, buenas o malas, las razones que le aconsejen esto último, siempre el peso de la autoridad, la uniformidad de los pueblos lo mantiene en la duda. No obstante, ya que se ha discurrido sobre la primera de las consecuencias apuntadas, es prudente decir también algo sobre la segunda, para apreciar la autoridad en su verdadero valor.

¿De dónde nace esa disconformidad de las legislaciones respecto al tiempo que debe durar la propiedad sobre las obras? ¿Por qué lo que no es nada para la Inglaterra es veinte para la Bélgica, treinta para el Austria, cuarenta para los Estados Unidos, cincuenta para la España? ¿Cuál es la causa de esta anarquía jurídica? No sé si la conclusión sea forzada; pero yo me avanzaría a creer que, en el presente caso, como en todos aquellos en que no se procede sobre una base justa, la arbitrariedad de la consecuencia nace de la arbitrariedad de las premisas.

Los trabajos de la inteligencia, se dice, no engendran una perfecta propiedad; el dominio que crean debe tener su límite en el tiempo; fijemos pues la línea de demarcación entre él y el dominio común.

¿Y por qué los trabajos de la inteligencia no han de engendrar perfecta propiedad? ¿Por qué los preceptos que reglan la propiedad ordinaria en cuanto al derecho y al tiempo no han de reglar también la propiedad sobre las obras?… Consideremos a una y otra en su origen y no tardaremos en encontrar la identidad de ambas.

“La inteligencia y la actividad humana, dice un célebre escritor, son la base y justificación del derecho de propiedad, porque no hay propiedad sin una inteligencia que dirija y modifique las cosas susceptibles de ser apropiadas y sin una actividad que con el trabajo ponga por obra esta modificación”.

De manera que el trabajo, modificando las cosas que son, por decirlo así, el patrimonio de la humanidad es lo que constituye el señorío privado sobre ellas, es la fuente primitiva del dominio.

La legislación positiva ha aceptado esta teoría en toda su extensión. Los derechos del cazador, del pescador, del ocupante, todos los títulos originarios de dominio sacan de ella su fuerza y su sanción.

Y en tanto han estimado el trabajo humano los legisladores de todos los pueblos, que no solo lo han considerado como causante de la propiedad cuando se ejercita sobre cosas que no son de nadie, sino que también han establecido que en ciertos casos el trabajo sea un título para adquirir la propiedad ajena. Ahí está la accesión industrial, reconocida en todos los códigos, ahí está también la prescripción sancionada en todas las legislaciones del mundo, como comprobantes de esta verdad.

Y bien: el trabajo que ejercitado sobre las cosas comunes de todos y sobre las cosas peculiares de otro es un motivo, y sea dicho de paso, un justo y racional motivo para adquirirlas, ¿será por ventura insuficiente para constituir idéntica propiedad, cuando el objeto elaborado nos pertenece exclusivamente? ¿No habría un pecado de lógica, un contrasentido en aceptar semejante doctrina? Parece indudable que sí, y sin embargo no es otro el resultado a que se arriba dando señorío perpetuo al que adquiere por ocupación y accesión, y concediéndolo solo limitado al que trabaja un libro original. El autor explota su inteligencia, y el libro que da a luz no es otra cosa que el producto de ella misma. El pensamiento, tal vez el genio, las más nobles facultades del alma son los elementos que han concurrido a su confección, y por cierto que si hay algo sobre cuya exclusiva propiedad no quepa cuestión, es sobre ese magnífico patrimonio con que la mano generosa de Dios ha dotado al hombre.

El que forma un libro cultiva pues su patrimonio (si se me permite esta expresión) de la misma manera que cultiva el suyo el dueño de una heredad. Trabajando sobre las cosas que les pertenecen, uno y otro han consumido parte de sus capitales y de sus fuerzas en crear objetos que aunque diversos en condición, pertenecen para el derecho natural a una misma familia; ¿por qué entonces lo que para el derecho positivo sería despojo respecto de uno de ellos, ha de ser respecto del otro un acto lícito, después de pasado cierto tiempo?… Yo no alcanzo a comprender la razón de la diferencia, antes bien creo que siendo unas mismas las causas que engendran la propiedad literaria que las que engendran la común, deben ser también idénticos los efectos jurídicos de ambos.

Quizá más que todo, han sido consideraciones de conveniencia social las que han influido en el ánimo de los legisladores para sancionar una doctrina que no encuentra apoyo en los principios del derecho. Sus partidarios prescinden generalmente de la cuestión de justicia y procuran más bien responder a esta pregunta que es para ellos el eje de la dificultad: ¿conviene o no que la propiedad literaria sea equiparada a la propiedad común?

Preciso es confesar que puesta la cuestión en estos términos puede sustituirse exactamente por esta otra: ¿conviene o no a la sociedad el monopolio de los libros ejercido por los autores?

La palabra monopolio tiene un sonido tétrico: basta pronunciarla para que los espíritus asustadizos vean tras de ella una sucesión de males que en muchas ocasiones son menos efectivos que imaginarios. Por eso es que el que trata de probar alguna vez que el monopolio aplicado a un objeto determinado no ha de traer los males que se temen, debe contar desde luego con que su causa es menos ventajosa que la de sus adversarios. El monopolio es la exclusión de la concurrencia, la concurrencia es la baja de precios, luego el monopolio es la carestía. He aquí un principio general y obvio de economía política que todas las inteligencias comprenden y que tiene, a no dudarlo, un sólido apoyo en la razón. Pero, este principio ¿es aplicable a todos los casos? ¿es aplicable por ejemplo al monopolio de los autores? Descendamos a los hechos.

Ante todo, es menester contar con que el interés individual es más sabio y más infalible que las doctrinas de la economía política. Cuando un individuo debe hacer tal cosa según su propia conveniencia, es casi seguro que esa cosa será hecha; la ley al menos debe partir de este principio, porque la suposición contraria es la negación de la naturaleza. ¿Qué será pues lo que le conviene hacer al autor que tiene la exclusiva propiedad de su obra? ¿Le convendrá venderla a un precio subido o abaratarla hasta donde le sea posible, atendido el tiempo que ha empleado en su confección, los gastos que ha hecho en estudiar y prepararse y los costos que le importa la impresión? Para mí no cabe duda entre estos dos extremos; le convendrá lo segundo y lo segundo será precisamente lo que haga.

En artículos de primera necesidad, el monopolio no puede menos que ser funesto; la demanda es forzosa, indefectible; caro o barato, todos pedirán alimento, y el que vende será el árbitro de su propia ganancia. En artículos de un consumo menos necesario, y en los libros, sobre todo, por ciertas circunstancias especiales, la condición del comprador es bien diversa: compra el libro si es barato; si su excesivo precio le importa un gravamen pesado, no lo compra; nunca le faltará un amigo a quien pedirlo, una biblioteca pública en donde leerlo o consultarlo.

Por otra parte, concurren en el vendedor o más bien dicho en el objeto mismo, algunas circunstancias que no son comunes a todas las especies comerciables. Si la impresión de 1.000 ejemplares de una obra cuesta doce, la de otros 1.000 más, cuesta solo cuatro o cinco, y así en proporción hasta no pagar sino los costos de material y tiraje. Puede el autor por consiguiente multiplicar a poco costo los ejemplares de su libro y sacar mucho más provecho vendiendo 8.000 a uno que 1.000 o 2.000 a tres; es claro entonces que le conviene más que a otro cualquiera negociante aumentar el número de compradores, y la única manera de aumentarlos es disminuir el precio. Como esta doctrina tan sencilla no puede ocultarse a personas en quienes se debe suponer alguna cultura por el hecho solo de escribir un libro, es lógico deducir que los autores no abusaran del monopolio, puesto que el abuso refluiría directamente contra ellos mismos.

Supóngase sin embargo que por no comprender estos hechos o por otras cualesquiera consideraciones, el autor hostiliza a los compradores, fijando a su obra un precio que la generalidad no puede abonar. Si la obra es de interés –es este el único caso en que puede haber cuestión–, si sufre la sociedad un verdadero perjuicio con que no se expenda a su legítimo precio, el remedio es bien sencillo. Ahí está el inciso 5º, art. 12 de la Constitución del Estado que salva la dificultad, se declararía de utilidad pública la enajenación de la obra, se avaluaría esta por hombres buenos, y pagando al autor su justo valor, como en el caso de una propiedad cualquiera, quedaría el Estado en disposición de obrar conforme a la conveniencia social.

Yo no sé pues qué inconvenientes que resultarían de igualar la propiedad literaria a la común, y aun suponiendo dudosa la cuestión de conveniencia, siempre la de justicia quedaría esclarecida.

Se dice, sin embargo, que “adoptar este principio sería dejar a unas cuantas familias todas las conquistas de la civilización moderna”. ¿Por qué? Ya antes he tenido ocasión de decir que son dos cosas diversas la aplicación de las ideas que contiene un libro y la reimpresión del libro mismo. Un pueblo que conoce los derechos y los deberes del hombre, que esta posesión de las ideas que constituyen el bienestar social y que sanciona en sus leyes las buenas nociones adquiridas, es sin disputa un pueblo civilizado. La familia del autor que fijó y enseñó por primera vez esas nociones no es más que una fracción del pueblo que será o no civilizada, según el mucho o ningún estudio que haya hecho de la obra, cuya reproducción le pertenece exclusivamente. Es la reproducción y nada más que ella lo que constituye la suma de sus derechos. Que en virtud de semejante derecho, la familia de Racine, por ejemplo, pudiera ser poderosa, es ya cuestión diversa. Si lo fuera, tanto mejor para las letras: ¡muchos desearían ser Racine!

Sujeta la propiedad literaria en cuanto a su duración a las mismas reglas que la común, es fácil fijar los derechos que emanan de ella a favor de los autores. La legislación positiva no ofrece en este punto la misma disconformidad que antes he apuntado, hablando del tiempo en que expira el derecho, según las leyes de los diversos países. Todos ellos están acordes en que el autor es perfecto propietario durante cierto período, y partiendo de este principio, las restantes disposiciones se desprenden lógicamente de él; el autor puede vender, legar, donar, etc., hacer con su cosa lo mismo que podría hacer otro propietario cualquiera.

Pero ¿quién deberá tenerse por autor para los efectos de la propiedad literaria?

Desde luego todo autor de obra original o su derecho habiente, sea cual fuere el género a que la obra pertenezca, debe ser mirado como su exclusivo dueño; nadie puede reproducirla sin su consentimiento, aun cuando sea para refutarla o comentarla. Establecer lo contrario sería dejar abierta una ancha puerta al fraude, hacer ilusorios los derechos de los autores desde el instante mismo de la publicación y sancionar en buenos términos la doctrina de la comunidad literaria. Mas, como podrían resultar también graves inconvenientes de no dejar a los refutadores y comentadores otro camino que la publicación separada de sus trabajos, es conveniente que tanto en este caso, como en el de la formación de compendios, decida la autoridad, no aviniéndose las partes, sobre los puntos siguientes: 1º. Si es útil que la nueva obra vaya unida a la primitiva, o si lo es la publicación del compendio, impidiendo uno u otro siempre que entienda que no hay sino un procedimiento malicioso para reproducir el libro en cuestión, y 2º. Que decida asimismo en el caso contrario, cuál ha de ser la indemnización que se deba al autor por el uso de su obra.

Los autores dramáticos, comprendidos en la clasificación de originales, tienen por la naturaleza misma de las cosas, un derecho que no es común a todos los demás.

El fin principal de las composiciones de ese género es la representación escénica. Un libro científico o ameno tiene por objeto instruir o deleitar con su lectura; una tragedia, un drama están calculados para la escena; deben más bien ser oídos que leídos, y por eso es que regularmente se oyen y no se leen. Casi en todas partes se ha establecido que no se pueda representar una composición dramática, sin la licencia de su autor, y esta disposición parece justa; de otro modo, los empresarios de teatro serían los que verdaderamente lucrasen el trabajo del autor.

Aparte de los autores originales, los traductores deben gozar también de la propiedad de sus traducciones; pero como el original no les pertenece, cualquiera puede publicar otra nueva, siempre que a juicio de la autoridad, y en caso de litigio, haya entre ambas diferencias dignas de tomarse en cuenta.

Creo que en lo dicho están comprendidas todas las personas a quienes parece justo conceder absoluta y perpetuamente el derecho de propiedad literaria. La ley española del año 47, que es una pieza de bastante mérito, lo concede a los autores de sermones, alegatos, artículos de periódicos y otras obras de esta especie, solo en el caso en que se hayan reunido en colección, pero no habiendo para esto una razón justificativa, debe quedar subsistente la regla general. ¿Habría sido justo, 25 o 30 años ha, que cualquiera hubiera vendido los artículos de Larra o los sermones de Lacordaire, formando un libro de todos o de los principales de ellos, nada más que porque sus autores no los habían reunido aun en colección? ¿Con qué título les habría arrebatado así el lucro de sus brillantes y profundas producciones? Verdad es que no sería conveniente prohibir la reproducción en periódicos de los artículos, discursos, etc., pero el derecho de los autores no debe tampoco tener otra restricción.

Respecto a las penas para castigar las reproducciones ilícitas, la cuestión más importante que se ofrece es sobre si debe o no imponerse prisión a los reproductores como en el caso de un robo común. La legislación positiva ha rechazado generalmente esta pena, aplicándose en algunos países solo en el caso de reincidencia; y aun cuando hay buenas razones para sostener o para combatir semejante doctrina, no obstante, la balanza parece inclinarse a su favor.

Por una parte, resalta la necesidad de reprimir el fraude de una manera tanto más eficaz y vigorosa, cuanto es fácil cometerlo y difícil su averiguación. Frecuentísimos son los contratos en que un autor, destituido de recursos pecuniarios, hace pago al impresor con cierto número de ejemplares, que este puede multiplicar subrepticiamente y a mansalvo, siempre que la delicadeza no sea la regla de su conducta. Sin embargo, y no obstante ser este un delito de expropiación, igual como delito, al de la expropiación común, no habría exacta igualdad en la aplicación de las penas si en uno y otro caso se exigiese la entrega del objeto hurtado y además se impusiera una prisión. El individuo obligado a devolver los ejemplares litografiados o impresos fraudulentamente, entrega en buenos términos parte de su patrimonio, puesto que el hurto más que de cosa, ha sido del uso de un derecho. Casos habrá en que la sola devolución sea una pena bastante fuerte, y siempre será proporcionada al hecho criminoso, a los perjuicios que se hubieran podido seguir al autor de su consumación, y a las expectativas cifradas sobre él. En casos de reincidencia, o complicados por otras circunstancias agravantes, o en que se hubiera vendido la especie y el hechor estuviera insolvente, la prisión podría tener cabida como un correctivo más, o como una reparación necesaria. Yo diría pues que la devolución y el resarcimiento de perjuicios fueran por regla general la pena del reproductor fraudulento y que la prisión tuviera solo lugar accesoria o subsidiariamente en ciertas ocasiones.

Resta averiguar qué autoridad debe decidir en las diversas cuestiones que ocurran, así sobre la calificación de títulos para gozar de la propiedad literaria, como sobre la conveniencia de la reproducción en los casos de comentarios, compendios o fijación de indemnizaciones, imposición de penas y demás asuntos que pueden ser materia de litigio.

Poco más o menos, todos ellos requieren conocimientos especiales que indican la necesidad de jueces especiales también. ¿Cómo encomendar a la judicatura ordinaria la tarea de revisar dos traducciones de un original inglés para decidir si la segunda difiere o no señaladamente de la primera? ¿Cómo suponer en ella conocimientos bastantes para entrar en avaluaciones pecuniarias que han de variar en una escala inmensa, mediante multitud de incidentes, solo conocidos y apreciados por los que están palpándolos diariamente? Tendría que juzgar siempre por informes de peritos, por certificaciones extrañas, y desde que esto sucede, el juicio de compromiso se sustituye con ventaja al fallo de la justicia ordinaria. Convendría por consiguiente que los litigios sobre la propiedad literaria y sobre las incidencias de ellas fueran seguidos y sentenciados por compromisarios que decidieran como buenos varones, como jurados, en todo lo meramente civil y en lo que es la calificación de si ha o no habido reproducción fraudulenta. La aplicación de la pena corporal, una vez declarada la efectividad del delito y sus circunstancias agravantes, debe corresponder al juez ordinario.

Buenos o malos los jurados como subrogantes de la jurisdicción común (pues no es mi ánimo entrar ahora en esta cuestión) serían, a no dudarlo, los únicos que en el caso particular de un juicio sobre propiedad literaria pudieran apreciar las cosas en su justo valor. Supongamos un caso cualquiera –los comentarios a una obra por ejemplo– ¿podría fallarse de otra manera que en conciencia sobre la indemnización que el comentador debiera al autor primitivo? ¿Cuántos ápices no sería necesario tomar en cuenta, aparte de lo que pudieran decir las fojas de un cuerpo de autos?– la importancia, la mayor o menor oportunidad de la obra, la aceptación que hubiese tenido en el público, la que podría tener en otras partes, la competencia que le hicieran algunas obras análogas, todas las circunstancias, en una palabra, que constituyen el valor de una producción literaria o científica, y sobre las cuales sería muy difícil, sino imposible, toda prueba legalmente formalizada. Los compromisarios, fallando como jurados, por su propia experiencia y conocimientos, y sin perjuicio de aceptar las pruebas que se rindieren, apreciarían debidamente esas circunstancias y su fallo sería más acertado que otro cualquiera.

No debo concluir sin decir dos palabras sobre un punto que ha sido últimamente en Europa materia de larga y acalorada discusión y que pertenece a la materia de esta Memoria, a saber: ¿la propiedad de un autor debe ser respetada en los países extranjeros? ¿Puede reimprimirse en Chile una obra francesa o española?

El Derecho natural, la razón, dicen categóricamente que no. Para la propiedad no hay mares, ni montañas, la humanidad es una sola familia, y lo que es mío en Chile con arreglo a los principios de justicia, debe serlo también en Francia, en la Argelia o en la China.

¡Tal principio no nos conviene! Cierto. Chile es productor de obras literarias en escala muy reducida; más que todo es reproductor, y en este carácter le sería muy desventajoso un tratado con cualquiera potencia en donde los trabajos intelectuales abundasen. Ella tendría lo favorable, Chile lo odioso, faltaría la reciprocidad que el Derecho de gentes señala como base de las relaciones internacionales, y esto le daría un título para evadirse.

Pero ese título sería somero a los ojos de la razón; la justicia ante todo, y la justicia prescribe el respeto a la propiedad ajena. O se acepta la comunidad literaria como un principio, como una verdad, o se acepta la propiedad particular en la misma forma. En ambos casos, autores chilenos y autores extranjeros deben confundirse en una sola raza, porque las verdades y los principios existen para la humanidad, no para un pueblo determinado.

Vicente Reyes Palazuelos

(1835-1918). Abogado, publicista y político chileno. Candidato presidencial del Partido Liberal para las elecciones de 1896.

Andrés Estefane
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Editor de Cuando íbamos a ser libres e integrante del comité editor de ROSA.