La pandemia es el momento para resucitar las universidades públicas

El gasto público en universidades públicas es un legado permanente de una generación a la siguiente. Es una promesa al futuro de que se disfrutará el aprendizaje del presente y la literatura del pasado. Es lo que necesitamos, más que nunca, en estos días. Enviar a estudiantes, profesores y trabajadores de regreso a los campus en medio de una pandemia, simplemente porque los colegios y universidades necesitan recursos, es una declaración de bancarrota más profunda que lo que cualquier hoja de balances podría registrar.

por Corey Robin (traducción de Andrés Estefane)

Artículo original: “The Pandemics is the Time to Resurrect the Public University”, The New Yorker, 7 de mayo de 2020

Imagen / María Ramos, Presidenta de la Asociación de Estudiantes de CUNY, es arrestada junto a varias de sus compañeras durante la movilización de 1970. Fuente: CUNY Digital History Archive.


Desde que la pandemia llegó a la Costa Este [de Estados Unidos], al menos veintitrés estudiantes, profesores y administrativos de la City University of New York (CUNY) han muerto. Según los datos recopilados por el profesor Michael Yarbrough junto los estudiantes de su coloquio de investigación en CUNY, dieciséis de estas muertes fueron causadas por Covid-19. Entre las víctimas están William Helmreich, un distinguido sociólogo que recorrió prácticamente cada una de las ciento veintiún mil cuadras de la ciudad de Nueva York; Anita Crumpton, graduada de City College, quien fue asistente administrativa del Centro de Postgrados de CUNY durante dos décadas; y Joseph y Yolanda Dellis, una pareja que se conoció jugando bolos hace casi cuarenta años, ambos funcionarios del Kingsborough Community College. La causa de las otras muertes no ha sido anunciada.

CUNY es el sistema universitario público y urbano más grande de los Estados Unidos. Sus veinticinco campus abarcan los cinco distritos. Uno de esos campus es Brooklyn College, donde trabajaban cinco de los profesores y administrativos que murieron por coronavirus. Yo enseño ahí.

Aparentemente ninguna otra universidad de los Estados Unidos ha sufrido tantas muertes como CUNY. No obstante, aparte de un artículo de opinión de Yarbrough en el Daily News, la cobertura de esta historia ha sido mínima. Conocida en el pasado como “la Harvard de los pobres”, CUNY se ha convertido en un cementerio de dimensiones inciertas, con muertes que pasan tan desapercibidas como las tumbas de una fosa común.

El coronavirus ha revelado a muchos la geografía de las clases sociales en Estados Unidos, mostrando que el lugar donde vivimos y trabajamos determina si logramos vivir o morir. ¿Podrá ofrecer una lección similar sobre dónde aprendemos?

Consideremos un reciente artículo de opinión de la rectora de Brown University, Christina Paxson, aparecido en el Times. Paxson, quien también es Vicepresidenta de la Junta del Banco de la Reserva Federal de Boston, argumenta que los campus universitarios deberían reabrir el mes de septiembre, cuando comienza el Semestre de Otoño. Su artículo ha generado una discusión amplia y amable, como la entrevista en la “Morning Edition” de la National Public Radio (NPR).

Como muchas de estas intervenciones, la de Paxson es una declaración de ciudadanía académica universal. Su preocupación son los “estudiantes de bajos ingresos que pueden no tener acceso confiable a Internet o a espacios privados de estudio”, y los estudiantes que dependen de la universidad para “ascender socialmente”. Es un punto importante. Pero la propia cobertura del Times muestra que los estudiantes de Brown University provienen más “del 1 por ciento superior de la escala de ingresos que del 60 por ciento inferior” –una característica que esta universidad comparte con otras cuatro universidades de la Ivy League. Solo un poco más del 4 por ciento de los estudiantes de Brown provienen del 40 por ciento inferior de ingresos. En contraste, los campus de CUNY se encuentran entre los motores más poderosos de movilidad social del país, atrayendo a cientos de miles de estudiantes de las clases pobres y trabajadoras.

La fuerza oculta tras estas cifras destila de la prosa de Paxson. La rectora insiste en que los campus pueden reabrir en septiembre si hay testeos “rápidos” y “regulares” de todos los estudiantes durante el año. En CUNY, incluso en sus mejores momentos, ha faltado jabón en nuestros baños. Todavía tenemos grifos de presión. Para lavar una mano, debo usar la otra para girar y sostener firme y continuamente una de las dos llaves del lavamanos. Esto produce agua de una sola temperatura –fría–, dejándome siempre con una mano que toca la superficie y queda sin lavar. Es difícil imaginar testeos de coronavirus cuando lavarse las dos manos es casi imposible.

Paxson imagina universidades “colaborando con sus Departamentos de Salud estatales y desplegando tecnología de rastreo en sus campus”. Sin embargo, no hay ningún lugar en CUNY donde pueda encontrar las estadísticas más básicas sobre las infecciones y muertes por coronavirus. Un artículo en The Atlantic, escrito por un profesor de la Universidad de Yale, recomienda que las universidades rastreen y sigan a sus estudiantes a través de los sistemas de “entrada de tarjeta sin contacto” de sus campus. Brooklyn College no tiene presupuesto para tarjetas “contactless”. Por el contrario, yo debo emplear seis llaves si quiero cruzar el campus: tres para mi oficina, dos para la oficina del departamento y una que cumple la doble función de abrir nuestra aula inteligente y el baño.

A Paxson también le preocupa que el virus se propague por los dormitorios universitarios. De hecho, señala que “no podemos enviar a los estudiantes a casa y pasar a formas de aprendizaje remoto cada vez que esto suceda”. Recomienda que los estudiantes enfermos sean puestos en cuarentena en habitaciones de hotel –algo “costoso”, reconoce, “pero necesario”. Esto ciertamente refleja la experiencia de Brown University, en la que los estudiantes universitarios viven en el campus durante al menos tres de sus cuatro años de estudio, y donde el dinero abunda. Pero esa experiencia es atípica. Según datos recopilados por el profesor Robert Kelchen, de la Universidad de Seton Hall, menos del 16 por ciento de los estudiantes universitarios en los Estados Unidos viven en sus campus, y alrededor del 40 por ciento de los estudiantes de colegios comunitarios [community-college] viven con sus padres. De las conversaciones que he tenido con mis estudiantes, diría que este último número es más alto en CUNY. Con toda probabilidad, una estudiante de Brooklyn College que se enferme terminará el día donde comenzó: en casa con su familia.

Por décadas, un puñado de universidades de boutique y otras universidades poderosas han sido los emblemas de nuestro sistema de educación superior. Cuando no son el foco de la discusión, son el subtexto, determinando nuestros supuestos sobre la típica experiencia universitaria. Esto continúa siendo cierto durante la pandemia. La pregunta por la reapertura ha generado decenas de propuestas, pero la mayoría de ellas solo son viables en entornos como Brown y no aplican a contextos como el del Brooklyn College. El coronavirus ha sembrado una conversación muy necesaria sobre la construcción de una sociedad más igualitaria. Es hora de una conversación similar sobre la academia.

En la academia, como en el resto de la sociedad, una combinación de actores públicos y privados dirige la riqueza a los bolsillos de quienes menos la necesitan. Mientras CUNY lucha por sobrevivir a décadas de recortes presupuestarios –y enfrenta, en medio de la pandemia, la posibilidad de recortes nuevos–, los donantes engalanan a las universidades de élite con regalos de millones, incluso miles de millones de dólares. A veces estas donaciones financian becas para estudiantes de bajos ingresos, pero en su mayoría sirven a instituciones privadas y ricas como transferencias deducibles de impuestos, privando a las arcas públicas de ingresos muy necesarios. Los impuestos que recaudan los gobiernos federales y estatales pueden regresar a esas instituciones en forma de sustanciosas subvenciones y contratos, que ayudan a financiar presupuestos operativos con los que Brooklyn College solo puede soñar. Esta es la canción de la cultura en nuestra sociedad. La línea de bajos es riqueza y ganancias; la melodía es diversidad y oportunidad.

Sin embargo, a pesar de todo lo que se habla de los pobres y los estudiantes de color entre las Ivy League, las verdaderas instituciones de movilidad en los Estados Unidos son las desfinanciadas universidades públicas. Paxson puede creer que “un campus universitario es un microcosmos de cualquier ciudad importante en los Estados Unidos”, como dijo en su entrevista a NPR, pero CUNY no es un microcosmos. Con casi 275 mil estudiantes y 45 mil empleados, una población más grande que la de muchas ciudades estadounidenses, CUNY es aquello que la raíz latina de la palabra “universidad” nos recuerda lo que la educación superior debería ser: el todo, la globalidad. Más del 75 por ciento de nuestros estudiantes de pre-grado no son blancos. El 61 por ciento de sus alumnos recibe becas del gobierno federal, y el mismo porcentaje tiene padres sin título universitario. En City College y Baruch College, 76 y 79 por ciento de los estudiantes, respectivamente, vienen del quintil inferior de la distribución del ingreso y logran ascender a uno de los tres quintiles superiores. Para cientos de miles de estudiantes de la clase trabajadora, esta universidad pública desfinanciada es su puerta de entrada a la clase media o media alta.

Más allá de las oportunidades, instituciones como CUNY ofrecen una visión de la educación que se basa menos en las credenciales que en el contacto profundo –y el conflicto– entre la lectura y la experiencia de lo que es la esencia de la cultura. En la mayoría de los campus de élite, los estudiantes universitarios tienen entre 18 y 22 años. En CUNY, más del 25 por ciento de los estudiantes universitarios tienen veinticinco años o más. Nuestros campus no son claustros, son aulas sacadas de las páginas de Platón y Huey Newton, donde la filosofía se pone en marcha en y por la calle. Al igual que otras universidades públicas, CUNY es una semilla de mostaza de la vida intelectual, una fuente de reinvención y renovación. Si vamos a superar esta crisis –y después, aprender de ella– algunos de nuestros pensadores y líderes más originales vendrán de universidades como el City College.

Una de las razones por las que Paxson cree que necesitamos reabrir las universidades es que muchas de ellas se dirigen hacia desastres financieros. Ahí la distinción entre público y privado, o entre Brown University y Brooklyn College, comienza a colapsar. Paxson describe el escenario como “catastrófico” en todos los ámbitos, y no está exagerando. Dependientes en gran medida de la matrícula, y sin saber si los cursos en línea atraerán o retendrán a los estudiantes, muchas instituciones anticipan una pérdida de ingresos tan grande y abrupta que temen tener que cerrar.

Sin embargo, estas decisiones no son dictados de la naturaleza y la economía. Son opciones políticas e históricas, derivadas de años de decisión e indecisión, que lentamente y a veces imperceptiblemente, han trasladado el peso de la educación superior desde fuentes públicas a privadas. Los subsidios fiscales para grandes donaciones a Harvard y Yale encuentran su contraparte en la proporción de ingresos que las universidades públicas deben ahora conseguir vía matrículas. Aunque este cambio ha estado en marcha desde hace décadas, el año 2017 marcó un hito: fue el primer año en que las universidades públicas comenzaron a recibir más ingresos por matrícula que de recursos estatales.

Si este es el modelo de financiamiento que nos ha puesto en la encrucijada de abrir o morir –o abrir y morir–, podríamos prestar atención al ejemplo de una catástrofe diferente, que llevó a la sociedad estadounidense a tomar una decisión distinta. Durante la Gran Depresión, el sistema municipal de educación superior de Nueva York abrió dos campus emblemáticos: Brooklyn College y Queens College. Estas escuelas construyeron la clase media, acogieron a refugiados de la Alemania nazi, rehicieron la educación superior y transformaron las artes y las letras estadounidenses. En 1942, Brooklyn College le dio a Hannah Arendt su primer trabajo docente en los Estados Unidos; como profesora adjunta, Arendt enseñó sobre el “Affaire Dreyfus”, que figuraría prominentemente en Los orígenes del totalitarismo. En las décadas que siguieron, CUNY construyó más campus. Hasta 1976 era gratis para todos los estudiantes: el gobierno pagaba la cuenta.

Lo que impulsó esta inversión pública en la educación superior no fue el sentimentalismo sobre los pobres ni la obligación de la nobleza por las buenas obras. Fue fruto de una visión de la cultura y la riqueza social derivada del activismo de las clases trabajadoras y que fue defendida por un miembro de la Cámara de los Lores de Gran Bretaña. “¿Por qué no deberíamos dejar a un lado”, se preguntó John Maynard Keynes en 1942, “cincuenta millones de libras al año durante los próximos veinte años para dotar a cada ciudad importante del reino de la dignidad de una universidad antigua?”. Ante aquellos que rechazaban tales ambiciones por razones presupuestarias, Keynes acotó: “Cualquier cosa que podamos realmente hacer, podemos pagarla”. Y “una vez hecha, está ahí”.

El gasto público en universidades públicas es un legado permanente de una generación a la siguiente. Es una promesa al futuro de que se disfrutará el aprendizaje del presente y la literatura del pasado. Es lo que necesitamos, más que nunca, en estos días. Enviar a estudiantes, profesores y trabajadores de regreso a los campus en medio de una pandemia, simplemente porque los colegios y universidades necesitan recursos, es una declaración de bancarrota más profunda que lo que cualquier hoja de balances podría registrar.

 

A la memoria de:

Moshe Augenstein
Amelia Bahr
Joseph Bertorelli
Mark Blum
Joseph Brostek
Anita Crumpton
Javaney Daley
Joseph Dellis
Yolanda Dellis
Luis Diaz
William Tulio Divale
William Gerdts
William Helmreich
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Jay Jankelewicz
Juliet Manragh
Yves Roseus
Joel Shatzky
Paul Shelden
Michael Sorkin
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Thomas Waters

Andrés Estefane
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Editor de Cuando íbamos a ser libres e integrante del comité editor de ROSA.

Corey Robin

Profesor de Ciencia Política en Brooklyn College y en el Centro de Postgrados de CUNY.