[ROSA #02] El estallido chileno y las teoría de la crisis capitalista

El estallido social actual puede ser entendido en parte como el resultado de un ciclo de crecientes movilizaciones que se vienen registrando en la última década contra la mercantilización de dichas áreas claves para la reproducción social. En otras palabras, el capitalismo chileno mina sus condiciones de posibilidad (la mercantilización de los factores antes mencionados) al momento de sobre-explotar la tierra, transformar el ingreso para pensiones en capital-dinero, precarizar la dimensión de cuidados en el mundo del trabajo, y mercantilizar la producción de conocimiento.

por José Miguel Ahumada

Imagen / Protestas en Santiago de Chile, 2019. Fotografía de César Sanhueza S.


En medio de esta América Latina convulsionada veamos a Chile, es un verdadero oasis, con una democracia estable, el país está creciendo
Presidente Sebastián Piñera
8 octubre, 2019

Introducción

La sentencia del Presiente Piñera de que la economía chilena era un ejemplo para la región es una declaración, a vista de los actuales sucesos, exótica. Pero no es una anomalía para nuestra reciente historia económica. Ya a fines de los setenta, Milton Friedman había sentenciado que el crecimiento económico durante la dictadura correspondía a un verdadero milagro económico. Luego, a mediados de los noventa, el entonces director de Presupuesto del gobierno de Frei Ruiz-Table, Joaquín Vial, había señalado categóricamente que, luego de mucho tiempo, el boom económico de los noventa daba cuenta de que el país, finalmente, avanzaba firmemente hacia el desarrollo (Lahera & Toloza, 1998:148).

Más en general, ya en la década del 2000, diferentes economistas afirmaban que Chile era el ejemplo del éxito de la estrategia del Consenso de Washington, al punto que ponían al país como el contrapunto a cualquier crítica a los resultados de las reformas neoliberales en la región. ¿Cómo podían los críticos afirmar que las inestabilidades regionales a finales de la década de los noventa correspondía a los resultados del neoliberalismo si su más radical exponente, Chile, lograba un desempeño económico ejemplar?

Lo cierto es que por cada vez que se declaraba a Chile como país ejemplo, venía una fuerte contracción. Solo un par de años después de que Friedman señalara que Chile era un milagro, el país entró en su más aguda crisis económica después de la crisis de los treinta. El crecimiento guiado por el endeudamiento internacional (dirigido por los conglomerados financieros) y las exportaciones (dirigidas por nacientes conglomerados extractivos) logró una recuperación a fines de los setenta (el ‘milagro’) solo a cambio de un boom de endeudamiento nacional insostenible y que estallara rápidamente en 1982. El milagro, de esta forma, se erigió sobre pilares cortoplacistas de deuda.

A su vez, mientras Vial (y junto con él, la serie de destacados economistas de la Concertación) comentaba sobre el éxito ejemplar del Chile democrático, el país pasó de su crecimiento promedio alrededor del 7% durante los noventa, a una media década de estancamiento a partir del impacto de la crisis asiática. El otrora dinamismo sobre el cual se clamaba el éxito nacional, daba un rápido paso a un periodo de estancamiento y ralentización. Incluso los organismos internacionales dejaron de hablar de Chile (y seleccionaron otros ‘casos ejemplares’ como Perú y su crecimiento, o Costa Rica y su diversificación exportadora) mientras que varios economistas de la coalición política señalaban estupefactos los límites del modelo que antes clamaban (ver Díaz & Ramos, 1998).

El Presidente Piñera, de esta forma, solo repite el mismo libreto que ya hemos comentado. Declara la excepcionalidad chilena (‘oasis’) y su estabilidad económica y política en medio de una región convulsionada solo para, en un par de días, recibir el más importante estallido social de la democracia.

Sin embargo, hay una diferencia sustantiva. En los momentos anteriores, las contracciones eran de naturaleza directamente económica. Masiva crisis o largo estancamiento económico eran las variables que reflejaban el fin de un ciclo económico expansivo. Hoy la variable es directamente social y política. En efecto, el estallido (a diferencia de las jornadas de protesta nacional en los ochenta) no vino luego de ninguna crisis económica. La economía antes del 18-O no repuntaba, pero tampoco se veían signos de caída. Los datos macro no indicaban ningún problema económico relevante: el Imacec de agosto del 2019 (3.6) señalaba el mejor desempeño de la economía desde octubre del 2018, el desempleo se mantenía alrededor de un 7% y las exportaciones, si bien cayeron un 8% como efecto de la guerra comercial, no era una caída suficiente para ser una preocupación importante.

El estallido se dio en un contexto de un orden económico, a primera vista, estable. Dicha situación abre una incógnita. Si no había una crisis o recesión económica, ¿cómo se podía económicamente explicar el estallido? Dicha pregunta ha abierto un conjunto de respuestas que, si bien no se hacen explícita directamente, sí se observan en los diagnósticos y estrategias por las que han optado cada actor político. Si se pudieran sistematizar, se pueden observar dos lecturas que se disputan la hegemonía de los términos del debate actual. Al margen de las diferencias que observaremos, dichas lecturas poseen una visión común respecto a la dimensión económica-política. Lo que se planteará luego de presentar el debate que sucede hoy, será una lectura alternativa que enfatice la economía política de la crisis actual.

 

Las explicaciones económicas de estallido: entre Schumpeter y Keynes

Mientras el gobierno desplegaba sus cuerpos policiales y militares en las calles, la elite política buscaba diferentes hipótesis para comprender qué línea estratégica tomar. Y las ideas que se han observado se pueden condensar y comprender a partir de dos lecturas económicas clásicas de las crisis capitalistas, las de Schumpeter y Keynes.

Para Schumpeter, el capitalismo como orden social tenía un defecto endógeno, que no provenía de sus ‘contradicciones económicas’ que llevarían al orden a un estancamiento material creciente, como defendían los marxistas, sino de un fenómeno de carácter económico-cultural (Schumpeter, 1928). La burguesía, como clase, se caracterizaba por su motivación de lucro, por la acumulación de capital a partir de la intensa competencia intra-clase en el mercado, siendo aquello precisamente lo que le brindaba su inherente dinamismo. Sin embargo, aquello se realizaba a costa de abandonar su rol dirigente. La burguesía podía, dada la estructura productiva, no solo movilizar recursos de forma eficiente, sino crear nuevas estructuras más productivas, aumentando la torta económica en forma creciente. Pero ese juego interno le impedía ejercer un rol político de conductor sobre la sociedad.

En efecto, aumentar la torta no necesariamente se traducía en mayores niveles de apoyo social al orden económico. Crecimiento no da legitimidad. Por el contrario, mayor dinamismo genera mayores ingresos y mayores demandas políticas por parte de la sociedad, aumentando su organización y capacidad de presión. De esta forma, el orden económico se encontraba, por un lado, con una clase sin capacidad de dirigir y, por otro, con una creciente masa social organizada explotando en capacidad de demandarle recursos y acceso a poder al orden político y económico. Así visto, el capitalismo, relataba Schumpeter, moriría por ‘depresión’, por falta de confianza en sí mismo, por incapacidad política de sus elites de defender su éxito material.

Aquella idea está detrás de gran parte de las reflexiones actuales. Por un lado, tanto la derecha como parte de las elites políticas de la vieja concertación han erigido dicha idea de crisis. El asunto de fondo es que las elites tanto políticas como económicas han sido incapaces de difundir los éxitos del tipo de crecimiento al resto de la población.  El profesor Carlos Peña lo relata en forma prístina: el desarrollo capitalista conducido en su mayor parte por los gobiernos de la centro-izquierda ha integrado a la población al consumo y permitido el acceso a bienes y cultura posicional (que fortalece la distinción y el status) de forma nunca antes imaginada. Aquello ha desplegado una base social que, lejos de aprobar dicha integración, la crítica debido a la anomia y creciente capacidad de incrementar las demandas en forma permanente que llegan con todo proceso de modernización exitosa. Por desgracia, señala el rector, aquel dinamismo económico no ha venido de la mano de una elite política y económica que defienda aquellos triunfos materiales. Más bien se constituyen elites incapaces de liderar, de defender sus logros, de levantar voz frente a la pulsión de la masa. Sin defensores en la elite y con crecientes críticos en la base social, el éxito económico del capitalismo chileno genera las semillas culturales de su propia destrucción.

Esa misma tesis es la defendida, en otro terreno, por parte de la derecha política. Diferentes académicos e intelectual públicos han sostenido cómo la derecha se ha quedado sin ideas, presos de cierta visión economicista de lo social, e incapaz de detectar cómo emergía un descontento subyacente con el liberalismo económico que, al margen de su notable éxito material, no desplegaba un relato convincente para su aceptación. El último en defender aquella idea fue Carlos Larraín: el liberalismo económico, sentenció, había construido un sujeto materialmente exitoso y con una creciente capacidad de demandar derechos individuales, pero desconectados de sus lazos comunitarios anteriores que le daban cierta conducción en su vida diaria y  sin ninguna brújula más que su creciente apetito por mayores derechos y recursos[1].

De aquella lectura, la crisis social se vuelva una paradoja de la abundancia. A mayor crecimiento, más ‘relajamiento’ político de la elite, mayor presión por nuevas demandas en la población y, como síntesis, una masa social políticamente descontenta frente a una elite desarticulada. El capitalismo construyó sus propios sepultureros, pero estos no eran el proletariado sometido al mandato del capital, sino una exitosa clase media emergente que, sin una dirección política de una elite con capacidad dirigente, explotó en demandas al punto de hacerlas incompatibles con el mismo orden que permitió que llegaran a ese nivel material[2].

De aquellas complejas hipótesis económicas y políticas detrás de las tesis de parte importante de las elites nacionales se derivaban planes de acción (e inacción) importantes. La serie de medidas del gobierno de subsidio a la empresa para aumentar el salario mínimo, la reforma tributaria y al sistema de pensiones son mecanismos cuya racionalidad subyacente es únicamente contener, temporalmente, a dicha masa y sus excesivas demandas. En último término, es ganar tiempo, para que la elite intente desplegar una capacidad dirigente. Por ejemplo, Velasco & Brieba (2019) reclaman la necesidad de un nuevo centro político que supere la incapacidad de la derecha de brindar un relato más allá del economicismo típico de la hegemonía Chicago-gremialista, y proponen un nuevo relato económico-político que reconstruya un sentido de proyecto de país. En el mismo eje estratégico de largo plazo se encuentran todos los jóvenes intelectuales de derecha que hoy reclaman un proyecto que abandone el economicismo en pos de un nuevo comunitarismo de raíz conservadora.

Pero aquella no es la única hipótesis en cuestión. Si bien aquella tiene como defensores un amplio espectro que va de intelectuales y políticos de la centro izquierda y la derecha, existe otra que también cruza dichas fronteras políticas y que podría definirse como típicamente keynesiana. John Maynard Keynes también problematizó la crisis capitalista pero, a diferencia de Schumpeter, veía en la dimensión estrictamente económica la fuente del problema. Para el economista, el capitalismo de laissez faire tenía una fuerza dinámica endógena que permitía un salto en el nivel de producción y consumo a niveles no vistos en sociedades anteriores. En aquel punto se encuentra con la hipótesis descrita anteriormente. Sin embargo, y he aquí la diferencia, Keynes consideraba que ese dinamismo podía verse interrumpido y sustituido por un estancamiento general derivado de shocks exógenos. Una caída de la producción no implicaba una necesaria vuelta a la normalidad a partir de los mecanismos automáticos del mercado, muy por el contrario, una caída puede presionar a una profundización de la misma de no mediar fuertes intervenciones públicas. En tanto las inversiones se realizan motivadas por ganancias futuras, y ese futuro es inherentemente incierto, un clima presente de estancamiento puede generar expectativas negativas en los inversionistas, absteniéndose de invertir y, así, profundizando el estancamiento en un círculo vicioso. Visto así, el estancamiento podía ser no solo un fenómeno coyuntural, sino constituirse en permanente (Keynes, 2014 [1936]).

Aquello no era solo problemático en términos económicos, sino socio-políticos. Keynes señalaba que el capitalismo tendía a generar fuertes desigualdades entre capital y trabajo, pero dicha desigualdad podía ser acepta y legitimada por el trabajo siempre en la medida en que el resultado de aquello sea una economía cada vez más productiva, aumentando la torta y, por tanto, los ingresos absolutos de la población. El capitalismo legitima su desigual distribución de la propiedad a partir de su promesa de dinamismo económico (Keynes, 2009 [1931]) . De no haber dinamismo, dicha desigualdad pierde su aceptación y comienza un ciclo de inestabilidad política, amenazando la existencia del propio orden.

La salida típicamente Keynesiana es que, para salvar la libertad que emanaba del capitalismo de laissez faire había que, precisamente, limitar su accionar. Una serie de inversiones públicas, políticas tributarias progresivas y activas políticas fiscales y monetarias para restablecer el crecimiento y reducir la desigualdad eran necesarias para generar señales de estabilidad y ‘vuelta a la normalidad’ del orden económico de forma de volver a aumentar la credibilidad de un futuro promisorio, resultando así en un aumento de la inversión privada. El capitalismo, dinámico en el largo plazo, debía ser salvado de sí mismo en el corto plazo.

Aquella idea ha ganado creciente apoyo en diversas elites. Desde Mario Desbordes[3] a Joaquín Lavín[4] por la derecha, han enfatizado la necesidad de reformas profundas al sistema económico chileno. En particular, señalan que el modelo agotó su dinamismo y que la ausencia de derechos sociales ha generado una politización creciente que solo puede superarse con un rol activo del Estado en materia social e incluso de estímulo al crecimiento. Aquello se sostiene en directa crítica al rol subsidiario del Estado y a la creencia (tan clásica de la derecha gremialista) del carácter automático del mercado para asegurar el pleno uso de las capacidades productivas.

Sin embargo, no es únicamente en la derecha donde aparece esta hipótesis. En forma más sostenida, Nicolás Eyzaguirre defiende el mismo punto en su reciente publicación y entrevistas[5] (Eyzaguirre, 2019). Según señala, el principio meritocrático sobre el cual la desigualdad se había legitimado en los noventa (esto es, la afirmación de que, al margen de la desigualdad, existen rieles claros y accesibles a todos para que puedan escalar socialmente), se quebró cuando el crecimiento perdió su dinamismo de antaño. Con un crecimiento estancado desde hace tiempo, la promesa meritocrática pierde su validez (menor calidad de empleo, salarios estancados, etc.) y se quiebra el cemento ideológico que justificaba la desigualdad. La crisis social sería, de esta forma, un fenómeno típicamente keynesiano: estancamiento económico (derivado de el círculo vicioso de inversiones sub-óptimas) reduce las chances de movilidad social, aquello impacta en una pérdida de creencia en la meritocracia, derivando en una ilegitimidad de la distribución de ingreso y de la propiedad en la sociedad y resultando, finalmente, en una crisis social. Si la receta tomada hasta este momento (libre comercio y estado subsidiario) ya no garantiza el dinamismo de antaño, la única forma de salvar el orden es una elite política que, pragmáticamente, permita un rol más activo del Estado tanto en el terreno productivo como redistributivo. El pragmatismo debe superar la fe ciega en el dinamismo del capital, precisamente para salvar al capital.

Como se puede observar, estas tesis en disputa traspasan las fronteras de los bloques políticos. Mientras de una se derivan medidas encaminadas a calmar las demandas excesivas de la población y ganar tiempo, de la otra se derivan cambios relativamente sustanciales en el orden productivo y redistributivo. La primera sostiene que el capitalismo está preso de su propio éxito, la segunda ve que está preso de su estancamiento. Una ve en la población una masa con una exuberancia irracional, la otra una masa engañada con la promesa del mérito. De cualquier forma, ambas ven en el crecimiento económico (ya sea dinámico o no) la causa última del asunto en cuestión.

Sin embargo, ambas teorías de las crisis (que bien permiten entender el debate dentro de las elites hoy) son insuficientes para una lectura profunda del asunto en cuestión. Ambas lecturas hablan de un capitalismo y de un crecimiento en abstracto, sin características específicas y sin un análisis de sus tensiones con sus condiciones de posibilidad materiales. En lo que sigue, daremos unas lectura alternativa al respecto.

Capitalismo y crisis social

El capitalismo chileno se estructura como un específico régimen de acumulación, resultado de la complementariedad de cinco elementos: un tipo de Estado de carácter subsidiario, un patrón de inserción liberal en el mercado global, un rol clave del capitalista como inversionista, un mercado laboral flexible y un sector financiero privado. Dicho régimen permitió un gran dinamismo en los noventa pero, por sus propias características endógenas, genera como resultado hoy un conjunto de contradicciones en diferentes dimensiones que estallan políticamente en la actualidad. Estas contradicciones suceden en dos dimensiones: una es interna al funcionamiento de la economía, y otra entre el funcionamiento económico con sus premisas materiales de existencia (sobre la crisis interna a la economía y entre la economía y sus condiciones de posibilidad, ver Fraser & Jaeggi, 2018).

La primera contradicción es con sus propios resultados económicos agregados. El Estado subsidiario se constituyó bajo la premisa de que, dejando al mercado (tanto interno como en su inserción con el mundial) y a las decisiones privadas el control sobre la inversión, el resultado sería un despliegue productivo como el pronosticado por Schumpeter. De ahí se justificaba, a su vez, la apertura comercial y el mercado flexible en el plano laboral. Sin embargo, el patrón liberal de inserción en el comercio internacional generó un fuerte proceso de especialización exportadora primaria. En efecto, luego del ciclo de TLCs y la liberalización unilateral, las exportaciones han crecido pero siempre girando en torno a los sectores de competitividad espuria como lo es el sector frutícola, forestal, pesquero y cuprífero. Dichos sectores, de débil dinamismo tecnológico y bajos encadenamientos productivos, han tenido un tipo de crecimiento expansivo, esto es, de crecer a partir de extender territorialmente sus dinámicas de acumulación. Aquello brindó un periodo de fuerte dinamismo (la apertura comercial aumentó la demanda, lo que estimuló la acumulación expansiva durante todo el periodo) pero que en la actualidad se enfrenta a una profunda tendencia de rendimientos decrecientes. La tasa de crecimiento anual del sector pesquero está en su peor momento debido a la sobreproducción en lagos y canales y el colapso de la biomasa, mientras que el sector forestal agostó su frontera de producción nacional, condensándose en un estancamiento en su crecimiento.  A excepción del sector vitivinícola, el resto de los sectores de recursos naturales tiene un crecimiento en el periodo actual (2004-2016) considerablemente por debajo del periodo anterior (1990-2003) (ver Ffrench-Davis & Díaz, 2019).

Mientras el dinamismo exportador entra en una fase de rendimientos decrecientes, las inversiones de los grupos económicos nacionales y de las principales inversiones extranjeras se concentran en actividades de carácter rentista, tanto en el plano extractivo, comercial como financiero. Aquello no es por falta de ‘cultural empresarial’, como algunos quieren hacer creer, sino porque, dada las características del mercado interno, es lo más racional si el objetivo es acumular capital. Por ejemplo, el grupo Matte se concentra en la explotación oligopólica forestal (rentas de recursos naturales), Cencosud en el control oligopólico de las principales plataformas de venta de bienes (supermercados), lo que les da un poder de mercado que les permite acumular rentas sobre los productores directos (integración vertical y control sobre productores pequeños) y consumidores (colusión) y Luksic sobre el sector minero, forestal, pesquero y telecomunicaciones.

Las inversiones extranjeras, por su parte, tienen el mismo comportamiento que la clase capitalista nacional. Sus principales inversiones van a minería, adquisición de oligopolios de los servicios internos y sector financiero. Todos sectores que acumulan rentas, ninguno que aumente las capacidades productivas o tecnologías del territorio. Si la formación bruta de capital fijo equivalía a un 25% promedio en el periodo 1990-1998, hoy ha caído a un promedio de 23% en el periodo 2010-2019 y a 21% en los últimos años. A su vez, la inversión en I+D alcanza el 0.3% del PIB y solo el 30% es brindado por el mundo privado[6].

La baja inversión en capacidades productivas e I+D junto con la especialización extractiva explican las causas estructurales de que la economía, luego del boom de los noventa y la década de crecimiento guiado por el shock exógeno de los precios de los commodities, haya entrado en un estancamiento secular. El boom de crecimiento guiado por exportaciones extractivas de los noventa e inversiones rentistas, concluyó con un crecimiento alrededor del 1.5% en la última media década.

Aquellas características de los grandes capitales, tanto nacionales como extranjeros, impacta en el tipo de mercado laboral que existe. En tanto este es ‘flexible’, sus características se determinan por el lado de la demanda (esto es, por las necesidades del capitalista), y estas demandas tienen ciertas especificidades determinadas por sus estrategias de inversiones y áreas de especialización (comentadas en los párrafos anteriores). Dichas áreas requieren una fuerza laboral de baja cualificación (servicios comerciales, recursos naturales, etc.) que impactan en bajos salarios. Sumado a la débil organización sindical, el resultado es no solo bajos salarios, sino contratos inestables e incertidumbre laboral.

Pero a ello se le suma un elemento adicional. Grandes inversiones subcontratan servicios específicos o establecen relaciones comerciales verticales con pequeñas y medianas empresas, lo que repercute en que el empleo del 60% de la fuerza laboral (que está en Pymes) sea aún más inestable y frágil.

En síntesis, el régimen de acumulación genera, por sus propios pilares constitutivos, un bajo crecimiento, bajos salarios e precariedad laboral. Dichos resultados, así vistos, no son producto de la ‘falta de competencia’ o del ‘capitalismo de amigos’, como se ha señalado en la prensa, sino productos de un tipo de crecimiento de carácter periférico, anclado en recursos naturales y en inversiones rentistas. Sus resultados agregados son contradictorios con lo que necesita el régimen para sostenerse en el tiempo, esto es, crecer dinámicamente (como lo realizó, brevemente, en los noventa).

Lo anterior no es la únicamente dimensión de las contradicciones del capital. Polanyi (2006 [1944]) sostenía que una dimensión provenía no del funcionamiento interno de la circulación de capital, dado sus condiciones de posibilidad materiales, sino precisamente en las tensiones que genera la acumulación con esas condiciones mismas. El capital para funcionar necesita, como premisa, la mercantilización de los principales factores productivos (tierra, trabajo, dinero, conocimiento). Es sobre esas bases que el mercado puede devenir en el principio que determina la producción material de una sociedad. Sin embargo, Polanyi afirmaba, el dinamismo capitalista a medida que se expandía, minaba dichas áreas mercantilizadas. En otros términos, en dichas dimensiones el valor de cambio destruía el valor de uso de las mercancías.

Parte importante del ciclo de movilizaciones que se han venido dando en la última década dice relación con precisamente la desmercantilización de áreas claves para la reproducción social. El movimiento estudiantil se erige en pos de sacar el mercado del plano de la educación, en tanto dicha mercantilización impactaba en una educación segregada. El ciclo de movilizaciones en torno a las zonas de sacrificio (tanto en áreas forestales como mineras) se erigen contra las destrucciones ambientales que ha implicado la expansión extractivista del patrón de exportaciones. A su vez, el levantamiento feminista se erige, en parte (aunque sobredeterminado por otras formas de dominación patriarcal), en oposición a la precariedad que existe en el plano de los cuidados y de la reproducción, resultado directo de la precariedad laboral del régimen de acumulación actual. Las protestas contra el sistema de pensiones son un levantamiento contra la mercantilización de sus ingresos y su transformación de una función social (proveer buenas pensiones) a capital-dinero (ser fuente para la circulación de capital).

El estallido social actual puede ser entendido en parte como el resultado de un ciclo de crecientes movilizaciones que se vienen registrando en la última década contra la mercantilización de dichas áreas claves para la reproducción social. En otras palabras, el capitalismo chileno mina sus condiciones de posibilidad (la mercantilización de los factores antes mencionados) al momento de sobre-explotar la tierra, transformar el ingreso para pensiones en capital-dinero, precarizar la dimensión de cuidados en el mundo del trabajo, y mercantilizar la producción de conocimiento. Aquello despliega, como resultado emergente, un levantamiento espontáneo (no planificado por algún alguna estructura política central) de diferentes grupos sociales contra dicha tendencia, resultando en crecientes levantamientos.

En síntesis, el régimen de acumulación nacional posee dos dimensiones de contradicciones. La primera es con sus propios resultados agregados. El estancamiento económico actual (derivado de sus pilares constitutivos) hace pensar que, por sus propias fuerzas, el orden es incapaz de reconstruir un crecimiento sostenible en el tiempo. En este punto, la crítica Keynesiana con la nuestra se encuentran. Sin embargo, las causas que se identifican son diferentes. Aquí el asunto es el carácter periférico de nuestra economía (acumulación rentista y patrón extractivo) que carece de fuerzas de largo plazo (no de corto plazo, como señala la posición keynesiana) que le permitan tener un dinamismo como el que se observan en casos de desarrollo productivo exitosos (Finlandia, Corea del Sur, etc.).

Sin embargo, esa crítica (que aparece en forma creciente en la literatura económica sobre Chile) no problematiza la dimensión de la acumulación de capital con sus condiciones materiales de posibilidad, esto es, la mercantilización de los principales factores productivos. Esto es materia de una crítica diferente (aunque complementaria). El ciclo de movilizaciones es, en gran parte, contra los resultados de la mercantilización de la tierra, la educación, los servicios sociales y el trabajo y solo indirectamente sobre el tipo de crecimiento.

Contrario a la tesis schumpeteriana de parte de la elite política, el orden económico no está gozando de una modernización capitalista. Por el contrario, su crecimiento es de corta duración y anclado en pilares con poca fortaleza para estimular un nuevo periodo de dinamismo. A su vez, el estallido es menos el resultado de una masa incrementando sus demandas como un momento de un ciclo de protestas contra las contradicciones entre la acumulación capitalista y sus condiciones materiales de reproducción.

Pero la hipótesis keynesiana que predomina en ciertos sectores de la elite, si bien correcta en identificar la ralentización económica un elemento importante en el análisis, es ciega a cómo un elemento determinante en la crisis son las contradicciones del capital en los planos claves de la reproducción social y se queda en un análisis economicista.

Lo que hemos propuesto en este artículo es una lectura de la crisis capitalista a partir de dos dimensiones, una interna a su desarrollo y otra entre su desarrollo y sus condiciones de reproducción. Ambas dimensiones se entienden como resultados de un mismo régimen de acumulación de carácter extractivo y rentista. De esta forma, el asunto de fondo no es, como sostiene la elite, de calmar las demandas sociales o realizar reformas en dimensiones que reconstruyan las confianzas y vuelvan a estimular las inversiones privadas, sino precisamente de construir un proyecto de desarrollo que eriga un crecimiento sostenible en el largo plazo (proyecto que pasa por reducir el poder de los que controlan la inversión hoy, en tanto, son sus decisiones las que determinan el patrón de crecimiento) y desmercantilice las áreas claves de la reproducción social (en tanto esas dimensiones, cuando están dirigidas por la acumulación, se precarizan y, en el peor de los casos, se destruyen).

El debate sobre el estallido, así visto, abre la puerta a diversas teorías de la crisis capitalista. Lo que hemos intentado hacer aquí es sistematizar las posiciones analíticas que hoy están esgrimiendo las elites y presentar un esbozo de lo que podría ser una posición alternativa de la crisis capitalista que ponga el énfasis en el tipo de crecimiento periférico y en las contradicciones del capital con sus condiciones de posibilidad. Dicha teoría de la crisis para nuestro contexto está aún en formación, pero es necesaria no solo para disputar las teorías alternativas, sino para colaborar con una estrategia política que pueda asumir el desafío del presente.

 

[1] https://www.latercera.com/la-tercera-domingo/noticia/carlos-larrain-lo-que-estamos-presenciando-hoy-es-el-fracaso-del-liberalismo/47XOCWYJD5CBXKTONB4BM3RUT4/

[2] Una hipótesis heredera de la señalada por Schumpeter se puede observar en Daniel Bell (1977) y en el famoso Informe de la Comisión Trilateral de 1975.

[3] https://www.latercera.com/politica/noticia/mario-desbordes-presidente-rn-modelo-requiere-urgentes-profundas-correcciones/878540/

[4] http://www.nuevopoder.cl/j-lavin-chile-necesita-una-nueva-carta-y-un-nuevo-modelo-economico/

[5] Diario Financiero, 27 enero, 2020, p. 18-19.

[6] Datos obtenidos del World Development Indicators.

Referencias

Bell, D. (1977). Las contradicciones culturales del capitalismo. España: Alianza editorial. Eyzaguirre, N. (2020). Desigualdad. Penguin Ramdon House: Chile.

Ffrench-Davis, R.; Díaz, A. (2019). ‘La inversión productiva en el desarrollo económico de Chile: evolución y desafíos’. Revista de la CEPAL, No. 127, p. 27-53.

Fraser, N.; Jaeggi, R. (2018). Capitalism. Polity: Estados Unidos.

Keynes, J.M. (2014 [1936]). La teoría general de la ocupación, el interés y el dinero. Fondo de Cultura Económica: México.

Keynes, J.M. (2009 [1931]). Ensayos de persuasión. Síntesis: España.

Polanyi, K. (2006 [1944]). La gran transformación. Fondo de cultura económica: México.

Schumpeter, J.A. (1928). ‘The instability of capitalism’. The Economic Journal, 38(151), 361-386.

Velasco, A.; Brieba, D. (2019). Liberalismo en tiempos de cólera. Debate: España.

José Miguel Ahumada

Economista, Doctor en Estudios de Desarrollo de la Universidad de Cambridge, y académico del Instituto de Estudios Internacionales, Universidad de Chile.