[ROSA #02] La ciudad como sistema

Las movilizaciones de octubre 2019 tuvieron como detonante directo el alza en los pasajes de transporte público. Los primeros hitos fueron las evasiones masivas en el metro por parte de estudiantes secundarios. Por supuesto, las causas profundas son mucho más extensas que esta alza, y tienen que ver con una transición marcada por la desigualdad, los abusos y la precariedad. Sin embargo, los hechos reafirman el rol central que han adquirido los sistemas de transporte en nuestra capital en el siglo XXI.

por Valentina Saavedra y Andrés Fielbaum

Imagen / Protestas en Santiago de Chile, 2019. Fotografía de César Sanhueza S.


La ciudad es el espacio donde nos desarrollamos y encontramos como sociedad, no es un mero escenario estático, sino que es parte de los procesos de cambios que vive la población y por lo tanto se consideran dinámicas e incidentes en el modelo de país del que somos parte. La distribución de la población, las zonificaciones, la construcción de nuestros barrios, entre otros, determinan nuestros movimientos, el uso del tiempo, posibilidades de desarrollo e incluso nuestra amplitud de relaciones sociales. En ellas la vialidad y movilidad son fundamentales, en cuanto conectan los diferentes componentes del territorio, el que entre más desigualmente distribuido está, más requiere de un sistema de transporte que sopese las falencias de la planificación urbana.

En Chile, y en particular en Santiago, contamos con una ciudad profundamente desigual y segregada; donde se han ido concentrando servicios, centros laborales y equipamiento en pocas comunas o zonas, despojando a la ciudadanía de su derecho hacer y vivir la ciudad y el territorio. Por una parte, por las dificultades de acceso a esta y por otra parte por la privatización a la que se ha sometido, que imposibilita a la población a habitarla y transformarla. En esta línea, el desarrollo del transporte se transformaría en una medida paliativa ante el nivel de segregación socioespacial de la ciudad. Lo que implica que es el factor de dependencia para el acceso a la ciudad, a la educación, la salud, el trabajo, espacios de recreación, etc., asumiendo un rol del tipo de servicio básico para la población.

Sin embargo, la desregulación que ha sufrido durante décadas ha implicado que el sistema de transporte renuncie a poner en el centro su rol en torno a la conectividad y construcción de ciudad como un aparato sistémico y más bien, ha reproducido una lógica de privatización y priorización del transporte privado por sobre el transporte público y medios alternativos de movilidad.

 

Usa la autopista, Perico

Hasta mediados de los años ‘70, el sistema de transporte público estaba fuertemente controlado por el Estado y existían proyectos y voluntades para generar una distribución más heterogénea de la población en el territorio. Desde 1979, en medio de las reformas neoliberales, la dictadura decidió desregular el transporte público en todo Chile: progresivamente se fueron otorgando (casi) libremente autorizaciones ministeriales para cualquier línea nueva y se otorgó plena libertad a los operadores para definir la tarifa de cada bus[1]. El argumento ideológico era el equivalente al usado en todas las demás áreas de la vida que fueron privatizadas: la competencia por ofrecer mejores niveles de servicio se traduciría en un mejor transporte público para todos. La realidad, sin embargo, fue que la desregulación significó fundamentalmente ganancias para los empresarios del transporte y mayor segregación para los usuarios.

Al mismo tiempo, en términos urbanos se generaron procesos de subdivisión de comunas en la región Metropolitana y desde mediados de la década de 1970 comenzaron procesos de erradicación de la población más pobre, que trasladó entre 28 mil y 120 mil familias en la Región metropolitana a comunas de la periferia[2]. La que, si bien históricamente se ha localizado en zonas marginales y periféricas, en esta ocasión sufrió una expulsión intencionada de los centros de servicios y laborales y se hizo un esfuerzo explícito de agruparlas lejos de los sectores con mayores ingresos. El argumento para estas medidas se basó en la supuesta mejora de la eficiencia de los programas sociales a través de la focalización para la selección de destinatarios de vivienda y mejoramiento de barrios[3]. Lo que cristalizó un modelo de profunda segregación socioespacial en la configuración de la ciudad, ya que la construcción de villas y barrios de la población de bajos ingresos, se proyectó en grandes paños de vivienda con un mínimo de servicios, equipamientos y espacios de recreación, sin contemplar que ante dicha carencia, se generaría una mayor necesidad de movilidad en la ciudad.

Si bien la desregulación del transporte público produjo un aumento severo tanto en la flota de vehículos como en la tarifa, lo que se reflejó en que la flota creció a más del doble, disminuyendo los tiempos de espera y caminata, esto se consiguió empeorando la congestión, el ruido y la contaminación[4]. La mentada liberalización nunca fue tal, pues el sistema siguió operando como un cartel[5], con lo que la tarifa real creció en 147% entre 1979 y 1988. Este aumento fue insostenible para un porcentaje relevante de la población, que dejó de contar con un servicio de transporte público asequible, provocando que el número de personas que se desplazaban diariamente a pie aumentase de 17% a 31% en el mismo período, dificultando principalmente a quienes debían cubrir largos trayectos y no contaban con recursos para eso. El ideologismo pro-competencia fue incapaz de prever que los conductores pasarían a correr en las calles para llegar antes a los paraderos de modo de incrementar sus ingresos, constituyendo un sistema muy inseguro, de baja calidad y propenso a los accidentes.

El discurso del éxito individual y del debilitamiento de los servicios colectivos tuvo un ejemplo paradigmático en transportes. La campaña publicitaria “Cómprate un auto Perico”, protagonizada por Nissim Sharim y Delfina Guzmán, fue de las más exitosas y simbólicas de la década de 1980; y es que el automóvil juega un rol central en la construcción de un imaginario en el que los destinos de cada cual no se interrelacionan, por la autonomía directa que proviene a la hora de movilizarse y la posibilidad de hacerlo sin relacionarse con desconocidos en el trayecto. La iniciativa no se quedó sólo en el discurso: la cantidad de autos por cada mil personas casi se duplicó entre 1977 y 1991. Su uso diario aumentó desde 11,6% a 19,7%; si bien cantidades aún bajas, esta tendencia al alza nunca se modificó.

La llegada de la transición transformó el sistema de transporte público santiaguino “en la medida de lo posible”. La desregularización se transformó, desde 1991, en licitaciones de las líneas: a partir de la segunda licitación, el 97% de las ofertas proponían la máxima tarifa permitida, y el 76% ofertaba solamente por una línea, mostrando que la capacidad de actuar como cartel se mantenía. Las principales características del sistema desregulado se mantuvieron y crecieron durante los ‘90: pocos trasbordos, bajos tiempos de espera y caminata, al costo de ruido, contaminación, congestión, poca seguridad (pues se mantenían las competencias por pasajeros en las calles), a lo que se suma la poca mantención y limpieza en las micros. El mayor control ocurrió con la tarifa, cuyo valor real se mantuvo relativamente constante por los siguientes quince años.

En la medida que este sistema de transporte público se perpetuaba, el uso del automóvil se seguía expandiendo, con un importante impulso desde el gobierno de Ricardo Lagos con la construcción de las autopistas urbanas concesionadas. Este hito presenta al menos cuatro características a destacar:

  • La privatización del acceso a las calles. Siguiendo el impulso que fue privatizando bienes públicos por excelencia, como los servicios de salud y educación o las empresas sanitarias, la introducción de las autopistas concesionadas puso por primera vez una barrera económica (el TAG) para determinar quiénes podrían utilizarlas.
  • La construcción de estas autopistas requirió de un subsidio de aproximadamente dos mil millones de dólares[6], además de garantías explícitas que asegurasen un ingreso mínimo para las empresas concesionarias. El desembolso público para construir las autopistas reveló de manera indesmentible la priorización a favor del transporte privado que ejerció el Estado chileno bajo los gobiernos concertacionistas.
  • El impacto urbano de las autopistas superó con creces a cualquier infraestructura vial previa. Desde los múltiples kilómetros en altura de Vespucio Norte y Sur, el tajo en la mitad del centro de Autopista Central, y Costanera Norte que “sería de las pocas autopistas del mundo que atravesaría el corazón de la ciudad trastornándola urbanística, arquitectónica y ambientalmente. Sería el único caso en que se impermeabiliza absolutamente el lecho de un río torrentoso – el Mapocho- a lo largo de cuatro kilómetros, para dar cabida al tramo subterráneo de la autopista, generando enormes dudas respecto de qué ocurrirá con el comportamiento hidráulico del río, el suelo vegetal adyacente y las napas naturales”[7].
  • La consolidación de una estructura vial que pone en el centro la optimización del tiempo en tramos más extenso de punto a punto, lo que posterga el rol que tiene el entramado urbano en la generación de vínculo y experiencia urbana, a la vez que su funcionamiento genera mayores niveles de segregación social y espacial y desarraigo con la ciudad, debido a aislamiento de barrios, pérdida de continuidad de vías intermedias y falta de contacto de la nueva estructura vial con la vida urbana y barrial[8].

La construcción de estos megaproyectos contrastó directamente con las declaraciones de intenciones de los gobiernos de la época, resumidas en el Plan de Transporte Urbano para Santiago 2000-2010 (PTUS), que entre otros objetivos buscaba “preservar el porcentaje de uso de transporte público” (que decrecía año a año), “racionalizar el uso del automóvil” y entre otros medios sugería “dar prioridad en el uso de vías al transporte público”. Este contraste entre un discurso de defensa de los servicios básicos universales (socialdemócrata) y una forma de gobierno que promueve la mercantilización de estos fue un sello de la transición chilena[9].

Planificación para algunos, pago para otros

En paralelo, la red de metro de Santiago comenzó un proceso de acelerada expansión. Hacia el fin de la dictadura, el metro contaba con 27,1 km, construidos íntegramente bajo tierra. Durante el gobierno de Patricio Aylwin se hacen los primeros anuncios respecto a nuevas líneas (la Línea 5 hacia La Florida), los que se han sucedido en los gobiernos siguientes hasta hoy. Antes de la inauguración de Transantiago 64,8 km de líneas habían sido sumados a la red, con las inauguraciones de las Líneas 4 (hacia Puente Alto), 4A y 5, además de extensiones de la Línea 2 tanto hacia el norte como hacia el sur. Pese a estas extensiones, pocos pasajeros podían realizar íntegramente su viaje en metro, y como los trasbordos debían pagarse aparte, el metro se usaba en mucho menor proporción que los buses, estando sus usuarios concentrados en los quintiles de mayores ingresos[10].

Esta manera de expandir el Metro fue representativa de un paradigma en que la desigualdad y segregación urbana se combate moviendo a las personas, en lugar de planificando una mejor ciudad, lo que sin duda tiene repercusiones en los tiempos y posibilidades de acceso en la vida cotidiana. El desarrollo urbano en la ciudad de Santiago se redujo en gran parte a la subordinación del aparato estatal al interés de inmobiliarias, constructoras y empresas comerciales que vieron en la planificación territorial un inmenso negocio donde aumentar sus ganancias a costa de precarización de la vida de miles de personas. De esta manera, nos encontramos con situaciones como los amplios paños de vivienda social con escasa presencia de servicios y equipamientos en casi todas las comunas que bordean el límite urbano de la región, -con excepción del cono oriente- construidas a través de sistemas comandados principalmente por las empresas constructoras y subsidiadas por el Estado. O casos como estaciones de metro construidas en las cercanías de terrenos ya comprados por propietarios de líneas de malls, que funcionarían como facilitadores para el acceso a clientes, como podemos ver en las estaciones Plaza Egaña o Mirador, o también lo que ha sucedido con la ampliación de carreteras y urbanización para acceder a terrenos comprados por inmobiliarias que en su lógica de especulación, asumían que sería el Estado el que correría con ese gasto y que finalmente se cristalizó con la ampliación de la zona urbana del Plan Regulador Metropolitano el año 2011.

En pleno proceso de inauguración de las autopistas, se implementó el mayor cambio al sistema de transporte capitalino postdictadura: el Transantiago, inaugurado en febrero de 2007. El paralelo es relevante por las decisiones financieras involucradas: mientras las autopistas recibían millonarios subsidios para su construcción, el diseño de Transantiago exigía que se autofinanciara. El conocido desastre de los primeros meses tiene varias causas, pero dos de ellas se explican por el rol subsidiario del Estado en general y del transporte público en particular:

  • La mencionada exigencia de autofinanciamiento: al sistema se le exigió, a grandes rasgos, mantener los mismos ingresos, pero incluyendo ahora al metro (pues las tarifas se integraron, permitiendo trasbordos), mejorando la flota e incorporando nuevas tecnologías. La única solución posible para que la caja cuadrase fue una reducción drástica en la flota, que pasó de unos 8.000 buses a menos de 5.000, muchos de ellos de mayor tamaño. La consecuencia directa de esta medida es una disminución en la calidad para los pasajeros, pues los tiempos de espera aumentan (recordadas son las inmensas filas que se formaban mientras los buses llegaban) y el nivel de hacinamiento empeora (lo que ocurrió tanto en los buses como en el metro). Cabe señalar que la mayor parte de los sistemas de transporte público regulados en el mundo cuentan con algún tipo de subsidio[11], ya sean operados estatal o privadamente.
  • El ideologismo anti-Estado descartó desde el primer momento la posibilidad de una operación estatal del sistema de buses (pese a que el metro sí es estatal). A esto se le sumó, otra vez, el diseño de contratos extremadamente favorables a los operadores, que podían guardar hasta un 30% de su flota sin ser multados. El resultado es que el tamaño de la flota en las calles disminuyó aún más, agravando los problemas de frecuencia y hacinamiento. Para desarmar al gremio de microbuseros, Transantiago además concentró la operación en pocas empresas; años después, cada vez que una empresa presentaba problemas graves de financiamiento u operación, la incapacidad del Estado de operar el sistema generó que sólo se pudiesen hacer planes de salvataje, dejando en evidencia que esta dependencia absoluta en el sector privado pone en entredicho a la propia democracia.

Cabe destacar a la integración tarifaria como una de las principales virtudes del nuevo sistema, al asegurar una tarifa única para todos los usuarios (independiente de su origen y destino), y además permitió concebir efectivamente un sistema único[12]. El metro se hacinó, pero dejó de ser uso de unos pocos. Ésta fue de las pocas medidas que efectivamente implicaron un potenciamiento del transporte público, pero que lamentablemente se diluyó en medio de un sistema en crisis, al comienzo, y en medio de las alzas tarifarias, luego.

Y precisamente las alzas tarifarias se convirtieron en símbolo del desarrollo ulterior de Transantiago. Desde los $380 iniciales, hoy y tras el congelamiento post 18-O, la tarifa en horario punta es de $800; el sueldo mínimo en el mismo período creció en menor proporción. Para paliar el desastre inicial, se aprobó un subsidio para Transantiago, el que luego fue complementado con las constantes alzas, especialmente desde el año 2010. Las primeras alzas coincidieron con un incremento de la evasión, que nunca volvió a disminuir, reflejando la dificultad de pagar el pasaje para un porcentaje importante de las familias santiaguinas. Al mismo tiempo, el metro se ha seguido expandiendo en una dinámica que no siempre se puede explicar racionalmente, y nuevas autopistas se han seguido construyendo.

Merece la pena mencionar el sesgo de género que existe en la priorización del transporte privado, antes que el transporte público. Debido a que el mayor porcentaje de peatones en las ciudades suelen ser mujeres y el usuario del auto, hombres. Ya sea por la capacidad adquisitiva o por la distribución del uso del auto familiar. Esto se complementa con que se planifican rutas enfocadas en las labores productivas, invisibilizando las labores y por lo tanto rutas de cuidados y trabajo doméstico que requiere la sociedad para subsistir. Así, la construcción de autopistas urbanas, el cambio de dirección en hora punta de vías expresas o troncales o incluso las rutas del Transantiago, se han pensado en torno al movimiento de la población desde una perspectiva masculina de trayectos de la casa al trabajo, obviando recorridos necesarios a espacios educativos, de salud o cuidados. Lo que, sumado a la desigual distribución de equipamiento urbano, profundiza las dificultades que viven las mujeres en la ciudad.

De esta manera, el escenario global del sistema de transporte metropolitano en los últimos 30 años se ha constituido en un claro favorecimiento al automóvil privado, con un transporte público que pierde pasajeros año a año y un sistema privado fuertemente subsidiado por el Estado; más aún, el sistema público enfrenta un proceso paralelo de aumento de precio por un lado, y de dinámicas de empeoramiento y de mejoramiento de la calidad que se entremezclan por el otro, en el que se favorecen proyectos emblemáticos (las líneas de metro) por sobre mejoras universales (el sistema de buses).

Son 30 pesos y son 30 años

Las movilizaciones de octubre 2019 tuvieron como detonante directo el alza en los pasajes de transporte público. Los primeros hitos fueron las evasiones masivas en el metro por parte de estudiantes secundarios. Por supuesto, las causas profundas son mucho más extensas que esta alza, y tienen que ver con una transición marcada por la desigualdad, los abusos y la precariedad. Sin embargo, los hechos reafirman el rol central que han adquirido los sistemas de transporte en nuestra capital en el siglo XXI.

Y es que el desarrollo urbano de Santiago se ha reducido en gran medida a la subordinación del aparato estatal al interés de inmobiliarias, constructoras y empresas comerciales que vieron en la planificación territorial un inmenso negocio donde aumentar sus ganancias a costa de precarización de la vida de miles de personas: amplios paños de vivienda social con escasa presencia de servicios y equipamientos en casi todas las comunas que bordean el límite urbano de la región (con excepción del cono oriente), construidas a través de sistemas comandados principalmente por las empresas constructoras y subsidiadas por el Estado; estaciones de metro construidas en las cercanías de terrenos ya comprados por propietarios de líneas de malls, que funcionarían como facilitadores para el acceso a clientes, como ocurre en las estaciones Plaza Egaña o Mirador; o la ampliación de carreteras y urbanización para acceder a terrenos comprados por inmobiliarias que en su lógica de especulación, asumían que sería el Estado el que correría con ese gasto, lo que finalmente se cristalizó con la ampliación de la zona urbana del Plan Regulador Metropolitano el año 2011.

De esta manera, para quienes no tienen acceso al automóvil privado, el uso del transporte público se ha convertido en una herramienta necesaria para poder acceder a distintas zonas de la ciudad en la que se concentran los empleos, los servicios y hasta el ocio. La contradicción se hace patente: por un lado, jactarse de la construcción de líneas de metro y buses eléctricos de primer nivel a nivel continental; por el otro, aumentar las tarifas, convirtiendo al transporte público en un bien excluyente, pese a lo necesario que resulta para poder vivir en sociedad. Los 30 pesos, entonces, no son solamente un detonante: son una síntesis de un país que no solamente segregó en sus derechos básicos, sino que ahora también cobra cada vez más caro por acceder a ellos.

[1] Figueroa, Oscar. “La desregulación del transporte colectivo en Santiago: balance de diez años.” Revista EURE-Revista de Estudios Urbano Regionales 16, no. 49 (1990).

[2] Sugranyes, A., & Rodriguez, A. (2005). Los con techo, un desafío para la política de vivienda social. Santiago: SUR.

[3] Raczynski, D. (1995). Focalización de programas sociales: lecciones de la experiencia chilena. En D. R. Joaquín Vial, Políticas económicas y Sociales en el Chile Democrático (págs. 217-225). CIEPLAN.

[4] Fernández, D. (1994). The modernization of Santiago’s public transport: 1990–1992. Transport Reviews, 14(2), 167-185.

[5] Gschwender, Antonio. “Improving the urban public transport in developing countries: the design of a new integrated system in Santiago de Chile.” Thredbo 9 (2005).

[6] Jara-Diaz, Sergio (2004). Transporte Urbano en Santiago: la carretera delante de los bueyes. Artículo publicado en el Anuario de Chile 2004/5, Universidad de Chile.

[7] Basso, Leonardo. “El PTUS y la Costanera Norte: Una Relación Tormentosa”. Recuperado de https://www.cec.uchile.cl/~tranvivo/tranvia/tv9/leo.html.

[8] Green, M & Moya, R (2005). “Las autopistas urbanas concesionadas Una nueva forma de segregación”. ARQ. N.60, p. 56-58.

[9] Orellana, Víctor, and Fundación Nodo XXI. “La subsidiariedad en la política pública de educación superior en Chile (1980-2013).” Fundación Nodo XXI (2014).

[10] Gómez-Lobo, Andrés. “Transantiago: una reforma en panne.” TIPS, Trabajos de Investigación en Políticas Públicas 4 (2007): 1-14.

[11] Serebrisky, Tomás, Andrés Gómez‐Lobo, Nicolás Estupiñán, and Ramón Muñoz‐Raskin. “Affordability and subsidies in public urban transport: what do we mean, what can be done?.” Transport reviews 29, no. 6 (2009): 715-739.

[12] Pineda, Cristóbal. “El Germen”. Medium. Acceso el 23 de febrero de 2019. https://medium.com/@cristpineda/el-germen-673009c5919e

Valentina Saavedra

Arquitecta, Magíster en Urbanismo, académica del Instituto del la Vivienda de la Universidad de Chile, dedicada a las temáticas de género en vivienda y barrio. Vicepresidenta del Partido Comunes. Estudiante del Doctorado de la Universidad Autónoma de Barcelona.

Andrés Fielbaum
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Ingeniero matemático y Doctor en ingeniería en transporte de la Universidad de Chile. Actualmente realiza un postdoctorado en la Universidad Tecnológica de Delft, Holanda.