[ROSA #03] Claudia Zapata, historiadora: “El capitalismo siempre ha tenido un lugar para lo indígena como objeto de consumo”

La idea de lo indígena como lo “otro” es muy antigua, y se repite en los progresismos de izquierda como moneda común: valorar a los indígenas porque son distintos a nosotros. Yo siempre me pregunto si al final no estamos hablando de nosotros mismos y que al final se trate únicamente de movimientos de auto-contemplación. Estas preguntas nos permiten analizar el conjunto de la relación, tanto en términos históricos como entre los propios sectores sociales, porque siempre lo más fácil, aunque sea necesario, es decir allá está el Estado y la policía, ellos son los que oprimen. Pero esto muestra que hay un entramado histórico donde todos tenemos un lugar y donde todos tenemos que interrogar nuestras prácticas. El capitalismo siempre ha tenido un lugar para lo indígena como objeto de consumo, siempre, desde el día uno. En el período de las políticas de reconocimiento esto se “refuncionaliza” de otro modo.

por Andrés Estefane J.

Imagen / De la serie Memorias de Chile, 2020, Magdalena Jordán.


El año 2015, la historiadora Claudia Zapata recibió uno de los reconocimientos más importantes que pueden recibir quienes escriben desde América Latina, el Premio de Ensayo Ezequiel Martínez Estrada, que confiere la Casa de las Américas de Cuba. El galardón fue para su libro Intelectuales indígenas en Ecuador, Bolivia y Chile. Diferencia, colonialismo y anticolonialismo (Quito, 2013), una investigación clave para aproximarse al discurso político de los movimientos indígenas recientes dentro del continente. Zapata lleva décadas estudiando la historia y el pensamiento latinoamericano, poniendo especial atención a los términos en que una nueva generación de intelectuales indígenas y afrodescendientes está descentrando y remeciendo esa tradición para transformar sus propios contextos. De la mano de esas pesquisas ha forjado una voz ineludible a la hora de hablar de colonialismo, racismo y migración, temas que informan su docencia y también sus intervenciones como académica comprometida. Durante los últimos años ha estado cerca de varias organizaciones indígenas y migrantes, observando los enormes esfuerzos que realizan para hacerse oír. “Si ellos tienen esa energía, ¿quién es una para ser pesimista?”, afirma. En esta larga conversación con ROSA, Zapata aborda los cruces entre raza y clase, las tensiones entre progresismos y neoliberalismos y las preguntas que deberíamos plantearnos más allá del proceso constituyente.

“Oye, qué locura las entrevistas en medio del teletrabajo” nos dice Claudia Zapata en medio de los intercambios que posibilitaron esta conversación, pospuesta en varias ocasiones producto de la pandemia. Con esa misma cercanía nos advierte de la provisionalidad de cada uno de sus juicios, recordando que desde el 18 de octubre de 2019 navegamos en un escenario incierto cuya lectura debe estar en permanente revisión. “Una cosa es estudiar los estallidos y revueltas del pasado, y otra muy distinta es vivirlo en carne propia, experimentarlo y presenciarlo mientras se va desarrollando, sin tener cómo saber en qué va a derivar todo esto”. Pero aquello no puede ser una limitante para intervenir, afirma, “porque una tiene que abordar el asunto, discutirlo en espacios públicos, aunque siempre parta señalando que me cuesta elaborar una interpretación que siquiera atisbe a ser definitiva, al menos para mí”. A lo largo de sus respuestas queda en evidencia que esas prevenciones no solo tienen que ver con la seriedad que se impone cuando piensa sobre el estallido, sino también con una forma de reflexividad que busca recordarnos que los límites de las aulas no deben confundirse con la realidad. Es por eso que sus impresiones no solo se respaldan en referencias bibliográficas e ideas familiares para sus colegas, sino también en la conversación y la escucha, en la aguda observación del entorno y en el goce de los productos de la cultura de masas. De ahí que pueda analizar con sobriedad los cuestionamientos contemporáneos a piezas cinematográficas como Ana y el rey de Siam y se refiera con similar pasión al legado cultural de Juan Gabriel, que escriba sobre la recepción de Aimé Césaire y Frantz Fanon en América Latina y ocupe algunas de esas ideas, y su propia memoria, para elogiar libros como Piñen, de Daniela Catrileo.

 

La bandera mapuche y el multiculturalismo

 

ROSA: Una de las imágenes más potentes que nos dejó octubre de 2019 fue la irrupción de la bandera mapuche en las movilizaciones. ¿Cómo interpretas la presencia de este símbolo en la presente crisis del Chile neoliberal?

El estallido tiene para mí una dimensión inconmensurable que es pertinente reconocer. Porque ex post es fácil decir miren, todo esto estaba pasando y esto lo explica, como si hubiésemos sabido que venía un estallido. Yo reconozco que me sorprendió su envergadura, me pasó por encima, y todavía lo estoy procesando y viviendo. Entre medio hay cuestiones a las que uno le sigue dando vueltas. Un elemento que llamó mucho la atención fue la presencia masiva de banderas mapuche, una cuestión que antes ocurría en la Garra Blanca y en ciertas manifestaciones de izquierda, no en todas. Siempre estaba este elemento, pero en grupos que uno podría pensar que eran de nicho. Aquí, sin embargo, aparece masivamente. La respuesta tentativa que tengo es que allí operó una identificación con esta bandera como símbolo de una práctica de oposición al Estado, al empresariado y a la policía. Es una bandera que representa a un pueblo, el pueblo mapuche, que está enfrentado al Estado chileno por lo menos desde mediados de los años 90, hace 20 o 30 años, que no es poco. Y me parece relevante que exista esa identificación. He tenido la posibilidad de conversar con algunos personeros, con algunos y algunas activistas, con el mismo alcalde [de Tirúa] Adolfo Millabur, quien vino en noviembre del año pasado a la Casa Central de la Universidad de Chile, y me consta que para las personas que forman parte de la sociedad política mapuche es algo que sentó bastante bien, lo vieron con buenos ojos, pero al mismo tiempo tenían un montón de interrogantes y preguntas que comparto. Mis preguntas y dudas tienen que ver con los alcances y la profundidad de esta identificación. Días después del estallido se comenzaron a organizar asambleas autoconvocadas en distintos puntos de Santiago y también en regiones, y al menos mi percepción a partir de las asambleas en las que pude participar, y esto es algo que después conversé con otra gente, es que el tema de los derechos de los pueblos, el tema de la diversidad cultural, no aparecía espontáneamente. Al menos en las que me tocó participar en Ñuñoa, no apareció. Allí hay una cuestión interesante y me atrevería a pensar que ello remite a una dificultad histórica nuestra, que es de formación política: nos pesa la forma en que se ha constituido este Estado nacional, de espaldas a lo indígena, y donde todavía opera una frontera que es simbólica y geográfica a la vez. Claro, se puede ver que hay un pueblo hace rato confrontado con el Estado, que vive situaciones parecidas a las que ahora experimentamos todos, pero cuesta advertir que desde allí se estén planteando temas transversales al modelo de Estado y de nación, que ha consagrado privilegios para algunos y abusos para otros. Nos cuesta ver que ahí hay temas que pueden tener que ver con nosotros. Aquí nos aproximamos a un asunto que tiende a ser formulado en términos conceptuales, y que ahora adquiere una dimensión de política práctica, cuando solo se identifica lo indígena con una cultura distinta y se asume que su eventual reconocimiento pasaría por ratificar su especificidad, sin plantearnos desafíos mayores, que tienen que ver con cómo se modifica profundamente el concepto de nación y de cultura inscrito en la Constitución chilena.

 

ROSA: En línea con esa identificación problemática, ¿podría ser esto una forma de apropiación equivalente a las formas de implementadas por los Estados neoliberales para procesar la irrupción indígena?      

Aquí nos empezamos a conectar con capas más profundas del problema, en el mediano plazo y en el muy largo plazo. Esta cuestión tiene raíces históricas profundas. No podemos desconocer que se trata una identificación necesaria y que constituye un aporte, porque lo que también se puede movilizar es el desprecio, pero aquí se moviliza otra imagen. Es la imagen del mapuche que se confronta con todos esos poderes contra los que nos estamos manifestando. Pero me estás preguntando si estas limitaciones, estas interrogantes, estas dudas, son más o menos equivalentes a las formas en que los estados neoliberales han incluido la cuestión indígena, usando una fórmula multicultural. ¿Pueden ser equivalentes? Hay puntos en los que se tocan, porque todas estas políticas estatales de alguna manera construyen formas de mirar, formas de comprender lo indígena que constituyen pedagogía. Esta forma de entender y abordar lo indígena viene del período de la transición democrática, en una lógica multicultural bastante más tibia, por supuesto, que las vistas en otros contextos latinoamericanos. Esto habilita una forma de representar lo indígena que, si bien no es nueva, tiene aquí su espacio: lo indígena como objeto de contemplación, y eventualmente como objeto de consumo en el mercado de la diversidad. Yo no sé cuán pertinente sea esto como ejercicio histórico, pero sí corresponde señalar que hay diferencia en que te persigan para agredirte, para meterte obligado a una escuela, y eventualmente para matarte, a que te pongan en una vitrina. Es distinto, es un momento específico de formulación de lo indígena. Obviamente, lo que ha ocurrido en Chile en los últimos 30 años tiene consecuencias transversales en la manera de entender lo indígena, y aquí lo estamos entendiendo solo como cultura y cosmovisión. Si vas a reconocer la contemporaneidad de los pueblos indígenas, eso con suerte se hace aplicando un enfoque desarrollista, con planes para salir de la pobreza, con economías creativas. Pero en el fondo sigue estando la idea de lo indígena como un universo ritual permanente, que es lo que esconde el concepto de “cosmovisión”, del que discrepo. Sé que “cosmovisión” es una moneda de cambio frecuente en los movimientos indígenas, pero a mí no me gusta por ese sustrato que tiene, que pareciera insinuar que aquí hay una cultura muy compacta, muy armónica, que está permanentemente habitando un universo ritual y deriva muy fácil en la representación básica de lo indígena como “usos y costumbres”. A mí no me gustan esas formas de representar lo indígena porque niegan historicidad y niegan la posibilidad del cambio. Incluso los mismos sectores que apoyan y miran con buenos ojos y simpatía las demandas de los pueblos indígenas, lo que esperan es apoyar a quienes mantienen sus costumbres, y no necesariamente a los que cambian y reformulan su cultura en función de la sobrevivencia.

 

Progresismos, neoliberalismos y los espectros coloniales

En este punto Zapata precisa que este tipo de representaciones no son exclusivas de los Estados neoliberales. El momento multicultural post-Guerra Fría permeó también en los gobiernos progresistas latinoamericanos, cuestión que ha analizado críticamente en sus trabajos. Si bien sostiene que hay fuertes continuidades multiculturales entre los neoliberalismos y progresismos latinoamericanos desde la década de 1990, ello no implica desconocer una diferencia fundamental en la aproximación de estos últimos, en especial cuando se mira la experiencia de Ecuador y sobre todo de Bolivia.

 

ROSA: ¿Qué sería lo distintivo las experiencias ecuatoriana y boliviana?

La diferencia fundamental es que incluyen en el debate a los indígenas, y esta no es una concesión exclusiva del Estado, pues el Estado es un lugar poroso, donde ha participado el tejido social. En esos países no es posible separar las estructuras partidarias de los movimientos sociales, esa es su configuración histórica. Eso explica que hayan entrado al ruedo del debate, y que hayan cristalizado como política dos cuestiones fundamentales que se apartan de la lógica multicultural domesticada por el capitalismo, aunque no los separe del todo del capitalismo: la cuestión de la autonomía política y el derecho a la tierra. Esa es la salvedad. En las otras cuestiones, en movilizar imágenes que son muy dadas a la contemplación y el consumo, la distinción es menor. Ahora, también hay que hacer precisiones con el neoliberalismo. El neoliberalismo vive una fase multicultural y en 2019 publiqué un libro, Crisis del multiculturalismo en América Latina, donde critico la articulación de las políticas de reconocimiento multicultural con el modelo neoliberal y el horizonte capitalista general. No obstante, en otra muestra de las sorpresas que nos depara la historia, justo después de eso comienza el ascenso fascista en América Latina, con Bolsonaro y sus réplicas, y las consiguientes derrotas de los gobiernos progresistas. Adviene un neoliberalismo bruto, al que no le interesa la protección de la naturaleza, que es supremacista blanco, no le interesan las políticas de reconocimiento y vuelve a decir que somos todos iguales, y abjura del feminismo. Frente a eso yo he debido cuestionarme, pues mi trabajo criticaba un “neoliberalismo progresista”, pero lo que tenemos ahora es un neoliberalismo de corte fascista. Es otro tipo de problema.

 

ROSA: Pero estas derivas neoliberales parecen actualizar lógicas coloniales más hostiles que el multiculturalismo…

Conviene notar que las políticas de reconocimiento en toda América Latina en los últimos treinta años, lo que hacen es movilizar y “refuncionalizar” antiguas imágenes coloniales. De hecho, estas imágenes coloniales han sido “refuncionalizadas” en todo el período republicano, obviamente de manera distinta, porque no es lo mismo el siglo XIX que el siglo XX. Pero el siglo XX, que empieza planteándose la integración indiferenciada y más adelante, en el momento multicultural, mutará a la integración con diferencias, lo que hace es movilizar esas imágenes a las que refería antes bajo la idea de la “cosmovisión”. Lo indígena es reivindicado como cultura, no como historia o potencia política, y menos como una clave para releer la nación, pese a que la nación se construye en este espejo indígena en todo el continente. Este espejo que te devuelve la imagen de lo que no quieres ser, está desde el momento fundacional de las repúblicas. La idea de lo indígena como lo “otro” es muy antigua, y se repite en los progresismos de izquierda como moneda común: valorar a los indígenas porque son distintos a nosotros. Yo siempre me pregunto si al final no estamos hablando de nosotros mismos y que al final se trate únicamente de movimientos de auto-contemplación. Estas preguntas nos permiten analizar el conjunto de la relación, tanto en términos históricos como entre los propios sectores sociales, porque siempre lo más fácil, aunque sea necesario, es decir allá está el Estado y la policía, ellos son los que oprimen. Pero esto muestra que hay un entramado histórico donde todos tenemos un lugar y donde todos tenemos que interrogar nuestras prácticas. El capitalismo siempre ha tenido un lugar para lo indígena como objeto de consumo, siempre, desde el día uno. En el período de las políticas de reconocimiento esto se “refuncionaliza” de otro modo. Nuevamente, queremos ver lo indígena en la cultura, que ojalá practiquen su lengua, lo que es bien esquizofrénico, porque veníamos de un período donde se les prohibía hablarla. La constante es que lo indígena siempre está allí como objeto incómodo. Ahora, ese reconocimiento problemático que radica en el uso de la bandera mapuche en el estallido social, puede tener mucho de esto. Todavía operamos con esta diferencia: si son tan distintos a nosotros, ¿para qué los vamos a tratar en una asamblea territorial? Si son una cultura distinta, ellos verán lo que hacen. Se reproduce una lógica de segregación.

 

ROSA: ¿Entonces es un gesto impostado?

Hay una diferencia que lo hace muy importante como gesto: aquí se identifica a lo indígena, y particularmente al pueblo mapuche, con la crítica al status quo y a las prácticas de abuso estructural. No diría contra el capitalismo, porque eso sería sobre interpretar el estallido social y no sabemos si el movimiento se encamina hacia allá. Claramente tendrá repercusiones en el tipo de capitalismo, pero su eventual carácter anticapitalista amerita otra conversación. Sin embargo, si hay un malestar frente a los abusos encarnados en el empresariado, en el Estado y en la policía, me parece que usar lo indígena como referente, e identificarnos con esa forma de confrontación, es una ganancia que entraña una potencia política.

 

ROSA: Identificarse con un sujeto históricamente colonizado, ¿no es una forma de acusar la propia colonización sin querer asumirla?  

Es que esto pone en evidencia que todavía existe una articulación y una relación colonial que persiste, entendiendo colonialismo como forma de dominio, no como un período histórico remoto. Esto refleja una problemática colonial que se expresa en la forma en que nos relacionamos con sujetos colectivos y sus demandas. Si bien ello manifiesta la problemática, no necesariamente estamos conscientes de ella. Es efectivo que en el contexto del estallido social hubo pronunciamientos de algunas organizaciones, de líderes y lideresas que hablaron de colonización. Sin embargo, son pocos, es un discurso que está en ciertos nichos, aparte del circuito activista indígena. Tengo dudas de qué tan extendido pueda ser. Incluso diría que, a nivel de distintos sectores ciudadanos y pensamientos críticos, y de organizaciones políticas opuestas al status quo, veo solidaridad con las demandas indígenas, pero no una comprensión cabal del problema. Cuando aparece la idea de que aquí hay un problema de colonialismo, se representa como si fuera un problema del Estado colonialista y los mapuche, y no de un engranaje donde la sociedad también ocupa un lugar. Cuando hay racismo en una sociedad, evidentemente todos tenemos un lugar. Nosotros somos racializados por sectores de elite, pero al nivel de los sectores medios y populares también operan jerarquías raciales. Allí hay una pervivencia del problema. Ha existido una suerte de Estado-centrismo en el desarrollo del movimiento indígena, por razones obvias, y que se expresa en el hecho de que los discursos críticos y las demandas se suelen dirigir al Estado y no necesariamente a la sociedad. Esto responde al convencimiento de que el Estado tiene que ser el interlocutor, pero eso no significa que no se aspire a construir puentes y solidaridades con ciertos sectores de la sociedad chilena, aunque constituya un ejercicio delicado. A propósito del Premio Nacional de Literatura que se otorgó recientemente a Elicura Chihuailaf, una de sus piezas más destacadas –un gesto amoroso, pero no por ello menos descarnado– es el libro Recado confidencial a los chilenos (1999), donde intenta construir una interlocución con el sujeto y la sujeta chilena de a pie. Otro libro importante es ¡…Escucha, Winka…!, especialmente el texto de Sergio Caniuqueo, que le habla al chileno y chilena promedio. Mi lectura es que todos tenemos que ver con esto. Eso aparece cuando un pobre, por ejemplo, que es igualmente pobre que un mapuche de los sectores populares, se siente superior, y se siente así porque existen discursos hegemónicos que avalan esa percepción, aunque esa persona tenga una realidad económica similar e incluso peor a la de ese mapuche. Ahora, yo no soy ingenua en homologar las responsabilidades. Me parece que las responsabilidades de los poderosos nunca son homologables a las del sujeto de a pie, pero esto permite ver que el problema, la dificultad, no solo está en la cancha de los poderosos, también está en nuestra cancha, y eso requiere dialogar, ver, reflexionar, y darse cuenta que en el fondo estamos manifestando un malestar contra las desigualdades. Este es un tipo de desigualdad donde algunos sacamos provecho, y hay otros perjudicados. El desafío es plantearnos el problema de la desigualdad en términos profundos, en términos sociales amplios.

 

ROSA: ¿Cómo pasamos entonces del multiculturalismo a la política?

Diría que en general la percepción de este problema radica en nichos, y no forma parte de nuestro espectro político. Si se habla de colonialismo, se va a pensar que las transnacionales lo son, que el Estado lo es, y no que nosotros también ocupamos un lugar allí. Entonces aquí hay una forma de codificar este conflicto histórico que contribuye a una lectura desapegada, y que no son lecturas ingenuas. Cuando El Mercurio ocupa la etiqueta “conflicto mapuche”, nos está sacando del entuerto. Es un tema de profundas implicancias políticas, pero también de profundos desafíos para pensar en relaciones más equitativas y eventuales diálogos políticos. Yo creo que en esta coyuntura constituyente y de movilización social, los diálogos o las interpelaciones no van dirigidos solo hacia quienes son responsables de los abusos. También hay un desafío entre sectores sociales. Lo que me pena, y no veo hasta el día de hoy, es la articulación de un bloque popular, de un bloque social donde estas cuestiones se puedan encauzar, donde se pueda deliberar. En esto no tengo una mirada romántica de los movimientos sociales. Me parece que podríamos sacar cosas más potentes si, por ejemplo, la oposición parlamentaria tuviera un tejido organizativo social más desafiante y con más propuestas. Lamentablemente este estallido nos pilló en un minuto donde las organizaciones y movimientos no pasaban por su mejor época, mucho menos sus liderazgos. Probablemente los que veo más consolidados, y con más trayectoria, son los liderazgos en el movimiento mapuche, pero por efecto de esta problemática de articulación colonial no los vemos así, los vemos como una causa con la cual solidarizar, y no como actores con quienes podemos intercambiar diagnósticos y propuestas políticas.

 

ROSA: ¿No han existido referentes de articulación de ese tipo, o instancias de deliberación que permitan avanzar hacia nuevos marcos de relación?

No me atrevería a decir que no, pues puedo tener un conocimiento limitado del asunto. Pero espacios de deliberación política “intercultural”, si así podríamos llamarlos, he visto pocos. Hay espacios de organización mapuche donde han participado personas chilenas, y son acercamientos relevantes para pensar que son posibles, pero no una cuestión de mayor envergadura. Lo que hay son espacios de discusión propios del movimiento mapuche en distintas etapas de su historia y de sus demandas frente al Estado, eventualmente con la sociedad chilena, pero si pensamos en intersección o una eventual articulación, hay poco. El historiador Jaime Navarrete hizo una tesis de magíster que es una relectura de esta idea tan manoseada de que la izquierda desconocería el tema indígena, dándole la espalda. No ha sido tan así. Él revisa la historia del MIR en la zona de Cautín y sus filiales campesinas, la mayoría mapuche, y saca otra lectura. Claro que hay una relación con el proyecto revolucionario del MIR, pero eso no significa que los mapuche hayan sido manipulados. Es una relectura necesaria, pero hay que investigar más. Lo que sí existe es una experiencia larga de convivencia cotidiana entre mapuche y no mapuche en los territorios denominados “históricos”, y desde luego en Santiago. En Santiago lo popular está mapuchizado y lo mapuchizado está chilenizado, y esto pese a la añoranza que insiste en querer ver lo mapuche y a los pueblos indígenas sólo como permanencia cultural. Los procesos de cambio se suelen ven como una pérdida o como un perjuicio, pero se olvida que para el otro lado, para el lado chileno popular, allí donde los mapuche llegan a vivir y constituyen familias, lo popular está muy indianizado. Ahí el límite entre lo popular y lo mapuche es imposible de establecer con claridad. Ahora, esta experiencia larga de convivencia es súper tensa y conflictiva, no es una convivencia igualitaria; en algunos momentos lo puede ser, pero en otro afloran las jerarquías. ¿Cómo formular esto en términos políticos? Ese es un desafío que esta sociedad no ha enfrentado. Probablemente han existido experiencias y sería importante conocerlas, pero aquí respondo desde mi conocimiento limitado.

 

ROSA: ¿Pero hay indicios de intersecciones o aperturas de aquí en adelante?

Independiente de la pregunta, me interesan los ejercicios de deliberación. ¿Qué somos? ¿Cómo queremos ser? ¿Cómo convivimos? ¿Cómo nos definimos? Todos estos ejercicios son situados y no pueden generar definiciones permanentes en el tiempo, pero permiten establecer un mínimo de condiciones para conversar, identificarnos y conocer las biografías individuales, las colectivas, etc. Creo que al interior del propio movimiento mapuche, sobre todo de las últimas tres décadas, se han dado debates y deliberaciones importantes sobre las características del pueblo, pasando por momentos tradicionalistas y por momentos de mayor apertura y resignificación. En ese sentido, creo que el segmento mapuche urbano, la parte xampurria, como dicen ellos, ha sido bien importante en esas aperturas. Pero tiene que ver con los contextos también. Las posiciones más tradicionalistas, por ejemplo, se enfatizan en momentos de mucha agresión de parte del Estado y el poder empresarial. Con esto quiero decir que en los últimos treinta años se han dado ejercicios de debate y de polémicas que, más allá del resultado, son valiosos como ejercicios de deliberación. Pero tampoco hay que exagerar. Cuando fue el centenario de la república en Chile, uno puede rastrear debates intensos sobre el tipo de nación, de Estado, de sociedad que se construyó. En el bicentenario el debate fue bastante más pobre. Tal vez ello tenga que ver con que ha pasado el tiempo, con que ya acumulamos dos siglos de vida republicana, y también con la condición autoritaria que se ha ido consolidando, en el sentido de que solo los especialistas construyen los marcos jurídicos y no tenemos experiencias constituyentes. Por lo mismo, no tenemos el hábito de la deliberación o no lo hemos podido mantener en el tiempo. Más que preguntar a los indígenas cómo son y qué quieren, o qué piensan que debemos hacer nosotros, sería bueno mirar el desarrollo de sus dinámicas de deliberación. Ahora, por otro lado, como decía en una respuesta anterior, este estallido social nos pilló con movimientos débiles, y no por la capacidad de irrumpir, sino débiles en cuanto a la articulación de liderazgos y de propuestas. Si bien el movimiento mapuche se ve mejor aspectado, con liderazgos de varias generaciones y mayor trayectoria, no es menos cierto que se trata de un movimiento diezmado por la represión. El estallido social tiene que ver con eso también, con sectores sociales abusados, diezmados, y eso afecta la construcción de liderazgos, aunque no los determine. En ese sentido, soy de las que espera que las dinámicas históricas nos sorprendan, así como nos sorprendió el 18 de octubre. No obstante, la represión quita mucha energía y diezma, pues ese es el objetivo de la represión, desarticular tejidos y atemorizar. Pero me gustaría insistir en esa idea de deliberación a la que hacía referencia. Un problema histórico y político potente es pensar cómo la convivencia cotidiana que ha existido con el pueblo mapuche, y también con otros pueblos indígenas, se puede formular en términos políticos manteniendo como horizonte el fin de las jerarquías. Sé que eso suena utópico, pero plantearlo como objetivo te instala en otro lugar, sin que eso signifique idealizar esa convivencia cotidiana. Yo viví en sectores populares cuando era chica, en Cerro Navia, después La Pintana, sectores que uno puede identificar como lugares indianizados, y donde la gente apenas podía construía una frontera con lo indio, porque ellos no se sentían indios. Como ves, está todo por hacer en este tema.

 

Migración y proceso constituyente

En medio de esta conversación, Zapata hizo un alto para participar de varias actividades organizadas con ocasión del Día contra el racismo en Chile, fijado en conmemoración de la trágica muerte de Joane Florvil y de todas las víctimas de la discriminación racial en nuestro país. Zapata es una de las tantas voces que desde la academia y el debate público abordan la problemática, develando los mecanismos que sostienen la retórica supremacista local y nuestras soterradas pretensiones de blanquitud. La violencia racista contra la población y los símbolos mapuche, que tuvo una de sus expresiones más crudas a inicios de agosto de 2020 en Curacautín, Victoria, Ercilla y Traiguén, es un fenómeno que Zapata conoce bien y que analiza en paralelo con las ansiedades que despierta la migración.

 

ROSA: Todos estos problemas que estamos analizando, ¿no aplican también respecto a la migración? Este parece ser uno de esos temas donde hay buenas intenciones, pero una débil disposición a determinar políticas que estén a la altura de lo que demanda el siglo XXI.

Efectivamente, ocurre algo similar con el tema de la migración. Por nuestra configuración histórica, la migración nos enfrenta a un tema que solemos pensar que es nuevo, pero que está lejos de serlo, el racismo. La idea de “inmigrante” es un concepto racializado y lo ocupo con hartas comillas y precauciones, porque refiere a un tipo de subalternización propia de nuestro contexto. Es necesario insistir en una precisión importante: no todos los extranjeros en Chile son llamados inmigrantes y ahí la marca distintiva, en primer lugar, es la situación de pobreza, y también la racialización. Los inmigrantes que llamamos así y se nos hacen visibles bajo esa categoría, es la gente que está en situación de apremio económico y llega a este país para trabajar, empleándose en los escalafones inferiores de la cadena productiva, independiente de sus niveles de instrucción. Sobre esto, en nuestra sociedad hay probablemente un déficit peor que en la temática indígena, y hay que plantearlo así, porque me interesa que nos interroguemos críticamente sobre esto. Coincido en que hay una buena disposición, pero la forma de abordarlo es insuficiente, desde luego por desconocimiento, pero también por la carga histórica de las fronteras que nos separan. Dos de esas fronteras son la raza y la clase, y eso evidentemente limita las posibilidades de confluencia política. Esto se podría incorporar al análisis de la respuesta anterior. El desafío es construir una política de migración acorde a una perspectiva contemporánea de derechos humanos y abandonar la política represiva que hoy está operando, con esos discursos terribles que escuchamos a diario. En una de sus intervenciones, el ex ministro del Interior Víctor Pérez habló de migración “ilegal e ilegítima”, estableciendo un binomio terrible que se debe discutir de entrada, porque ningún migrante es ilegal. Esa parece ser la tesis de este gobierno y habrá que ver si es posible hacer un contrapeso desde la oposición parlamentaria. ¿Cuáles son los obstáculos para avanzar hacia el tratamiento de la migración de acuerdo a una lógica contemporánea de derechos humanos? A nivel político formal, de los partidos y de la oposición parlamentaria, este un tema que trae costos. No sé si lo entiendo, no sé si lo justifico, pero está allí. Es un tema sobre el que los parlamentarios y parlamentarias podrían insistir atendiendo a sus convicciones, pero que ven como algo riesgoso. Dado que vienen elecciones municipales, los partidos y las coaliciones son cautas en estos temas, y ese no es un buen contexto para una nueva ley migratoria. A nivel social, hay un montón de obstáculos. Nuevamente, como en el tema indígena, sentimos la carga de una historia donde pesa mucho el marco nacional. Hemos pensado siempre lo nacional como exclusivo y excluyente. Para pensar el tema de migración de acuerdo a los desafíos que mencionaba, debemos asumir algo que también está en el tema indígena, pero que aquí resulta ineludible: la dimensión transnacional. En términos filosóficos se trata de la dimensión universal de los derechos de las personas. Esto no es susceptible de celos nacionales. Aquí podríamos iluminar el problema con el análisis típico de que el capital circula, pero las personas no, las personas son castigadas. Podríamos hacer un análisis de todas esas dinámicas económicas, pero lo cierto es que el planteamiento político del asunto requiere de una reflexión transnacional y universal para la que probablemente tengamos una formación débil. Es un tema preocupante, porque tampoco tenemos un contexto internacional favorable a estas discusiones con el ascenso de gobiernos fascistas, supremacistas, donde aparecen los peores nacionalismos validados en la esfera pública. No es que esos nacionalismos dejen de estar, son discursos subyacentes, pero cuando aparecen habilitados por los propios presidentes, la situación de vuelve muy cuesta arriba. Es una situación preocupante, pero al mismo tiempo observo cómo se desenvuelven las organizaciones migrantes en Chile, cuya primera pelea es para que las escuchen. Si ellos tienen esa energía, ¿quién es una para ser pesimista?

 

ROSA: ¿Y no podrían abordarse como parte del proceso constituyente?

Probablemente este es uno de los temas en que estemos más en deuda en esta coyuntura. Ahora, también es bueno tener consciencia de que ningún trabajo constituyente va a resolver todo. Es apenas construir un piso fundamental, pues es un piso del cual carecemos, y habrá tareas que tendremos que seguir desarrollando con plazos más largos. El tema de la migración y de los pueblos indígenas nos conectan con capas profundas de nuestros conflictos. Si los estallidos sociales surgen por dinámicas de desigualdad, o al menos es uno de sus factores, estas problemáticas remiten a las capas más profundas de esa desigualdad. Es desafiante, pero al mismo tiempo impostergable. Las condiciones son adversas, pero hay que darle no más.

Andrés Estefane
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Editor de Cuando íbamos a ser libres e integrante del comité editor de ROSA.

Claudia Zapata

Historiadora y coordinadora del Magíster en Estudios Latinoamericanos del Centro de Estudios Culturales Latinoamericanos de la Universidad de Chile.