Un cuarto propio en el confinamiento

Como advirtiera Virginia Woolf ya hace más de noventa años, nunca un plato de sopa -un mantel lavado, una vajilla reluciente, una mesa impecablemente puesta- fue motivo de una sola línea en la narrativa oficial moderna, predominantemente masculina hasta la primera guerra mundial. Ante el confinamiento que va y viene, las mujeres experimentamos en cierta medida un descubrimiento de semejantes proporciones al de Woolf y su certeza de que para tener una voz propia (siquiera “existir”), la mujer debe como condición “tener dinero y una habitación propia”. En épocas en que parece que nunca una mesa puesta o un plato de sopa serán motivo de interés para el Estado, las tareas estratégicas para el control de la pandemia nunca adquieren un justo relieve e importancia en la sustentación de la vida propuesta por el gobierno a través de su despliegue mediático y militar.

por Carolina Olmedo Carrasco

Imagen / Rayado feminista en el centro de Madrid en 2006, Gaelx, Flickr. Fuente.


Una primera versión de este escrito fue publicada en VIRAL, proyecto colaborativo de registro y cotidianidad en la pandemia dirigido por la Editorial El Rayo Verde.
La versión original
es consultable aquí.

Que somos iguales ante la enfermedad, cualquiera sea ésta, resulta una idea naif tras unos meses de confinamiento en Chile a raíz de la expansión del Covid-19 en el mundo. Tras meses de iniciadas las primeras políticas sanitarias masivas en varias comunas del país, la desigualdad entre quienes pueden “teletrabajar” respetando la cuarentena y quienes deben salir a diario arriesgando la vida en el trabajo presencial desnudan el corazón de la economía de mercado chilensis. Un sistema de vida sostenido en nuestros propios cuerpos, voluntades y billeteras, que niega y acrecienta a la vez una “grieta” en la existencia neoliberal que ofrece como proyecto. Al tiempo que nos promete una vía exitosa a la realización individual y subjetividad por medio de la renuncia a lo colectivo, el orden de mercado nos obliga en su crisis, sin embargo, a retomar e inventar nuevas formas de resistencia colectiva ante sus prácticas de distinción clasista, racista, machista. Prácticas que nos vuelven a aglutinar por fuera de su voluntad individuante y especificadora.

En medio de esta contradicción, el confinamiento parece una medida efectiva en la “pulverización” del enorme movimiento de mujeres que protagonizó la marcha del 8 de marzo del año pasado, con cuatro millones de personas en todo el país algunos días antes del primer diagnóstico de Covid-19 en Chile[1]. A pesar de la reclusión y desconfianza instalada, incluso desde la intimidad de nuestras casas, somos capaces de darnos cuenta sin embargo de la gran cantidad de cuestiones en común y diferencias por sobre la igualdad del género. También cerciorarnos de que la distancia entre un feminismo liberal y uno realmente transformador, surgido de las vidas subalternas, no es una diferencia de opinión o de naturaleza teórica, sino la evidencia de experiencias de género totalmente distintas en nuestra sociedad. Ello comprueba la irreductibilidad del movimiento de mujeres a una “identidad oficial”, pues en este coexisten intereses que se potencian y/o contraponen de acuerdo a sus distintos posicionamientos frente a las vías de incorporación, segregación y competencia propuestas por el orden neoliberal a las sujetas.

La ineptitud administrativa del gobierno chileno frente al Covid-19, en un momento de profunda crisis de legitimidad de la política institucional, se ha visto amplificada además en las vidas de mujeres debido a la intensificación de las medidas autoritarias y paliativas que compensan la falta de proyecto y credibilidad gubernamental. La prolongada suspensión y restricción de las libertades colectivas e individuales con motivo de la enfermedad, sin duda proyecta la sombra de la impunidad frente a las violaciones a los derechos humanos perpetradas por las policías y milicias durante la revuelta de octubre de 2019. Impunidad que se vuelve aún más evidente en las vejaciones a mujeres, que se asemejaron incluso a las torturas practicadas a mujeres por agentes respaldados por la dictadura de Pinochet. Al mismo tiempo, es evidente que esas medidas gubernamentales expresadas en un lenguaje marcial y gerencial no responden a las solicitudes y aspiraciones de un movimiento masivo en torno a la recuperación de la dignidad y la recomposición de una política de mayorías. La retórica beligerante y polémica de la gestión de Sebastián Piñera resulta particularmente molesta para quienes efectivamente han asumido en masa la responsabilidad sobre las tareas reproductivas y de cuidados devenidas de la pandemia: las millones de mujeres confinadas -con o sin posibilidad de teletrabajar-, así como aquellas que deben trabajar presencialmente en labores consideradas “esenciales”, en su mayoría feminizadas. Un rol que estas últimas se ven obligadas a asumir “por el bien del país”, dejando de lado su propio temor o riesgo frente a la enfermedad, en un chantaje que las imagina como “mártires y madres de la nación” cuando en realidad son trabajadoras arrastradas a la esfera pública por su necesidad de subsistir.

La inefectividad de las medidas marciales en el control sanitario de la enfermedad, así como la poca legitimidad de los discursos comunicacionales del gobierno en pos de una “unidad nacional” frente al Covid-19, contrastan con el esfuerzo sobrehumano de las comunidades por mantener y mejorar sus oportunidades de sobrevivir a la enfermedad. Esfuerzo que en su mayoría surge de las mujeres y su capacidad de sumar incluso una tercera jornada laboral a su ya sobrecargada “doble jornada”. Ante la inefectividad del gobierno y el sistema de salud, las mujeres son instadas a seguir aportando a las economías pecuniarias del hogar (trabajo productivo / asalariado), así como a mantener la sobrecargada administración de la vida doméstica (trabajo reproductivo), y además disponerse como guardianas de la salud de quienes las rodean en el espacio cotidiano (trabajos de cuidado y crianza). En Chile, en tiempos comunes y corrientes, las trabajadoras dedican en promedio 41 horas semanales a las labores domésticas no remuneradas en su propia casa, compatibilizando en sus corporalidades y vidas dos jornadas de trabajo íntegras (Barriga et al. 7)[2], a las que hoy se sumaría el improvisado rol salubrista. Las mujeres desempleadas e inactivas laboralmente en el país trabajan muchas más horas en las tareas domésticas y de cuidados (entre 43 y 49 a la semana), experimentando esta crisis de salud la reducción de su esfera social de desenvolvimiento y su espacio -muchas veces informal- de sustentación económica (Barrica et al. 7).

En esta realidad claustrofóbica y de masculinización militar de la esfera pública, millones de mujeres a lo largo del país enfrentamos una verdadera “teoría de la praxis” feminista en torno al rol estratégico de las tareas reproductivas al interior de nuestras propias casas. Ello no significa que no supiéramos acerca de la injusta división sexual del trabajo propuesta por el patriarcado, actualizada en la experiencia neoliberal de abaratamiento y deslocalización de la mano de obra femenina. Esto no quiere decir que nunca hubiéramos oído sobre el disciplinamiento femenino y la dependencia económica, que aparece indefectiblemente como escenario de todos los casos de violencia machista. Lo veníamos oyendo, leyendo, conversando hace meses, desde que el mayo feminista de 2018 plagó las principales calles del país con afiches y consignas juveniles inspiradas en la crítica que Silvia Federici realizara al enfoque obrero del trabajo, obviando las condiciones en que se produce a la fuerza de trabajo misma como un recurso fundamental para cualquier forma de producción capitalista (Federici 19-36)[3]. Lo que cambia ahora es la intensidad en que todas las subjetividades femeninas, incluso aquellas más alejadas del trabajo reproductivo como primera ocupación, vuelven a enfrentarse sin mediación alguna al entrecruzamiento entre producción capitalista y vida cotidiana. También surge la certeza de que aunque conozcamos y denunciemos las condiciones de nuestra precarización, no podemos hacer nada para proteger nuestras vidas en la realidad actual que habitamos.

Debido a la centralidad material de estas tareas en un contexto creciente de confinamiento a lo largo del país, miles de mujeres se ven enfrentadas a una arrolladora presión social y gubernamental por asumir más responsabilidades en una negligente promoción institucional del “autocuidado” como sinónimo de no acudir bajo ninguna circunstancia a la colapsada red asistencial de salud. De este modo, cada una se ha enfrentado a pesar de su aislamiento a una competencia transversal por el espacio y la expresión al interior de sus propias casas, así como a la defensa feroz de cualquier tiempo libre, soterradamente expropiado por las visiones de una infatigable administradora del hogar-fábrica que nunca detiene faenas. Una vez retirado el contexto de cuidados ofrecido por el mercado y la informalidad para que las mujeres que trabajan puedan hacerlo (trabajos con o sin pago, también ejercidos mayoritariamente por mujeres[4]), la incompatibilidad de sus condiciones de trabajo y vida se hace evidente. En relación a ello, abundan los relatos sobre “teletrabajadoras” que asisten a sus responsabilidades laborales junto a sus hijos/as, o a “tele-estudiantes” a las que las universidades exigen infructuosamente “exclusividad”, cuando es evidente la falta de un necesario espacio de desenvolvimiento individual en el contexto de un confinamiento que suele ser  familiar. Son las constantes discriminaciones a las que nos expone un Estado cada vez más inefectivo y arbitrario las que nos comprueban en el presente, en primera persona, las palabras de la Federici que hasta ahora estábamos asimilando.

Junto al confinamiento mismo -que nos enfrenta como mujeres a la sobre exigencia doméstica, la explotación laboral y la educación de sus hijos/as, en el caso de quienes son además madres-, miles de mujeres en Chile sufren además los “efectos secundarios” de la crisis sanitaria, devenida en una verdadera “pandemia de violencia machista” que cuenta ya siete femicidios desde la implementación progresiva del confinamiento[5]. Miles a lo largo de todo el país se ven obligadas a convivir a tiempo completo con sus agresores, exponiéndose durante la cuarentena en mayor grado a la violencia machista y al femicidio. Con las actuales restricciones a la libre circulación y el libre ejercicio de sustentación económica, muchas carecen de recursos y motivos para ausentarse de sus casas, en las que deben convivir con situaciones de violencia física, psicológica, simbólica y económica junto a una presión avasalladora implicada en el desempeño de las nuevas tareas asociadas al Covid-19, que indefectiblemente recaen en la esfera de los “quehaceres femeninos” (limpieza, alimentación, cuidados). Estas numerosas labores en el caso de las víctimas de violencia en el hogar se asumen en medio de agresiones y desigualdades propias del efecto que la violencia tiene sobre las relaciones familiares y afectivas.

En un escenario de violencia intensificada experimentado a diario por miles de mujeres e infantes de Chile a causa del eterno confinamiento, sorprende el mutismo, indolencia e inutilidad del Gobierno de turno frente al hecho indesmentible de que nos están matando. Su posición es intolerable frente a las luchas de las propias víctimas, sus familias y organizaciones de sobrevivientes por visibilizar sus historias en calles y redes sociales. Mientras nos mostramos y exigimos justicia, el gobierno insiste en afirmar de diferentes formas que el Ministerio de la Mujer y la Equidad de Género es “secundario”, “banal”, “prescindible” y meramente comunicacional en comparación a otros “capaces de salvar vidas” como Hacienda, Salud e Interior. Insiste, además, en seguir violando con nuevas justificaciones nuestros derechos humanos, constituyéndose hoy como uno más entre los agresores de mujeres impunes en el país. Esto al tiempo que Piñera nombra como su ministra de la mujer a la sobrina de Augusto Pinochet -pinochetista y antifeminista- en el peor momento de la pandemia. Así, sin más, la sienta entre nosotras, en nuestros cuartos, alfeizares y pasillos, y se reavivan los temores y relatos más oscuros de la dictadura. También nuestras memorias más feroces de resistencia.

Como advirtiera Virginia Woolf ya hace más de noventa años, nunca un plato de sopa -un mantel lavado, una vajilla reluciente, una mesa impecablemente puesta- fue motivo de una sola línea en la narrativa oficial moderna, predominantemente masculina hasta la primera guerra mundial (Woolf 11)[6]. La novela, emblema cultural de su tiempo reservado a las grandes hazañas, acciones y conversaciones, obviaba el medio en que la vida misma que describía se desarrollaba. Ante el confinamiento que va y viene, las mujeres experimentamos en cierta medida un descubrimiento de semejantes proporciones al de Woolf cuando afirmaba ante esta certeza que para tener una voz propia (siquiera “existir”), la mujer debe como condición “tener dinero y una habitación propia” (6). En épocas en que parece que nunca una mesa puesta o un plato de sopa serán motivo de interés para el Estado, las tareas estratégicas para el control de la enfermedad nunca adquieren un justo relieve e importancia en la sustentación de la vida propuesta por el gobierno a través de su despliegue mediático y militar. En la suspensión parcial de la promesa de un “cuarto propio” para cada mujer a través de la integración al trabajo asalariado y a la ciudadanía de mercado a través del consumo, aunque en la encrucijada del movimiento de mujeres más grande de nuestra historia continental, ¿cuál es el cuarto propio que podemos construir?

 

[1] “Coordinadora 8M cifra en 2 millones las asistentes a la multitudinaria marcha de este domingo”, El Desconcierto domingo 8 de marzo de 2020, Santiago de Chile. cf. https://www.eldesconcierto.cl/2020/03/08/fotosvideos-coordinadora-8m-cifra-en-2-millones-las-asistentes-a-la-multitudinaria-marcha-de-este-domingo/ (consultada el 3 de mayo de 2020).

[2] Francisca Barriga et al, No es amor, es trabajo no pagado. Un análisis del trabajo de las mujeres en el Chile actual, Fundación Sol, Santiago, 2020.

[3] Silvia Federici, Calibán y la bruja. Mujeres, cuerpo y acumulación originaria, Traficantes de Sueños, Madrid, 2016.

[4] Aquí referimos particularmente a los trabajos considerados socialmente dentro de la esfera de las labores de la reproducción, el cuidado y la crianza, entre los que encontramos ocupaciones profesionales (profesorado, asistencia social, personal médico), así como trabajos no calificados, en su mayoría relacionados a la limpieza, la cocina y la compañía (asesoras del hogar, limpiadoras, cuidadoras de adultos mayores, etc.): labores históricamente feminizadas por el orden capitalista y la ocupación de los cuerpos masculinizados en las tareas productivas y servicios en el espacio público.

[5] “Femicidios consumados en 2020”, Ministerio de la Mujer y la Equidad de Género [sitio web], Santiago, 2020, cf. https://www.sernameg.gob.cl/wp-content/uploads/2020/04/FEMICIDIOS-2020-al-28-de-abril-de-2020.pdf (consultada el 10 de mayo de 2020).

[6] Virginia Woolf, Una habitación propia [1929],  Seix Barral, Barcelona, 2008.

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Historiadora feminista del arte y crítica cultural, integrante fundadora del Comité Editorial de Revista ROSA.