14 meses sin crítica: Excepción y miedo

Y es que sigue siendo desconcertante que, incluso los que más agitan la lucha social y callejera, no fuesen capaces de elevar ninguna resistencia a 14 meses de estado de excepción y toque de queda en Chile; y que pasado este tiempo, no hayan hecho ninguna revisión crítica de lo que implicó tal rendición de la única fuerza propia que se tenía entonces: la posibilidad de la protesta en la calle, la exhibición del único argumento con que cuentan los subalternos, es decir, su número convertido en fuerza abrumadora. Se dijo que se inventarían nuevas formas de protesta, pero solo se reforzó la política espectáculo mediada por pantallas. Lejos de cautelar la democracia plebeya impuesta en octubre de 2019 a punta de luchas sociales sangrientamente costosas, la izquierda a cuatro meses de la revuelta, pro o anti-acuerdo por igual, se alejó de la calle primero, y se encerró en el parlamento o en las redes sociales, después.

por Luis Thielemann H.

Imagen / Autopista durante el toque de queda, 20 de octubre 2019. Fotografía de Aeveraal


I.

Casi sin notarlo, pasó un año desde que se publicó en esta misma revista uno de los textos más amargos que he firmado. No lo era porque fuese particularmente triste o porque logró referirse a hechos particularmente sensibles. Lo es porque de cierta manera refleja una sorpresa paralizante, un grado de estupefacción que a modo de barricada detiene cualquier intento de sobreponerse a los hechos. Hace un año nos preguntábamos cómo era posible que el Gobierno de Sebastián Piñera, en alianza con casi todas las instituciones del Estado y el empresariado, pudiese establecer el estado de excepción y el toque de queda, con la aceptación pasiva o activa de buena parte de la población y, lo más preocupante, de las principales voces de la crítica radical. En torno al mismo Estado gobernado por políticos sin legitimidad y que hasta ese momento seguían violando sistemáticamente los Derechos Humanos de las disidencias en revuelta desde octubre de 2019; en marzo de 2020 y desde entonces, se formó un consenso de que era necesario revestir a ese Estado con un poder total represivo, con militares armados en la calle y vigilando desde las compras del pan en el kiosco de la esquina, hasta los caminos de la periferia que conducen hacia fuera de la ciudad. Toda la multiforme expresión política de masas que emergió cuatro meses antes del estallido de la pandemia fue reducida a tres opciones: la opinión en redes sociales, el espectáculo televisivo parlamentario o el disturbio ocasional. Y en dos jornadas fundamentales, el voto. La facilidad con que dicho consenso tomó control de ciudades que recién antes estaban en abierta rebelión, solo es explicable con la colaboración de una izquierda violentamente agresiva con quien cuestionase la razón sanitaria, y que creyó que la competencia por militarizar las ciudades era carrera electoral. La izquierda cerró cualquier espacio a la más leve crítica de dicho consenso, y desacreditó cualquier sugerencia de que tal vez era el miedo (justificado) el que nos hacía correr a favor del autoritarismo, y no las certezas de la razón médica o lo poco que entonces y ahora sabíamos del Covid-19. Y es que, a estas alturas, tras 14 meses y tres oleadas de contagios, a sabiendas de que no hay ningún consejo técnico detrás de las decisiones que toma Piñera y su reducido núcleo de asesores, es urgente preguntarse y responderse con honestidad ¿cuál ha sido y cuál es la utilidad sanitaria del toque de queda o la restricción casi total de movimientos? Sería útil por lo menos, saber que tenemos acuerdo en que vivir, más que sobrevivir, es uno de los objetivos del pensamiento progresista y de izquierdas.

II.

En marzo de 2020, luego de varios textos polémicos en que cometió feroces errores de apreciación, Giorgio Agamben fue víctima de una violenta sobrerreacción contra él, casi igualándolo a la amenaza viral. Se le responsabilizó de las muertes y contagios, como si dudar del poder por escrito y en público fuese suficiente razón para recordarle a alguien los costos que han sufrido otras y otros en la historia por opinar en minoría cuando la ciudad agita los estandartes del miedo. Agamben, en abril de 2020, se encontró ridiculizado y siendo objeto de ácidas críticas en todo el mundo. Ante eso escribió un texto lleno de preguntas que entonces me pareció valiente (aunque inmediatamente inútil, como casi todo lo valiente), algo así como una desesperada apelación que en sí tenía asumida la derrota de su posición crítica del consenso sanitario: “¿Cómo puede ser que un país entero se haya derrumbado ética y políticamente ante una enfermedad sin darse cuenta?”. Tal vez, ante tres millones de muertos (y contando) la pregunta suene ridícula, de una inocencia frívola a contraluz de los hechos. Pero Agamben ofrecía argumentos de diverso calado (los entierros sin funeral, la pérdida inmediata de la libertad de movimiento, el poder total concebido a la “abstracción” de la ciencia médica, etc.), nuevamente en un tono desesperado por la derrota, para demostrar “que -sin darse cuenta o pretender no darse cuenta- el umbral que separa a la humanidad de la barbarie ha sido cruzado”. Más tarde, en julio, reflexionó sobre el miedo como motor de este consenso: “¿Qué es el miedo, en el que los hombres de hoy parecen tan caídos, que olvidan sus creencias éticas, políticas y religiosas? […] el miedo puede definirse como la inversa de la voluntad de poder: el carácter esencial del miedo es una voluntad de impotencia, la voluntad de ser impotente ante la cosa temible”. El miedo, así presentado, es enemigo de la política subalterna, pues encierra a sus agentes en el cerco de lo posible, cuyo más allá solo es un más adentro en el horror de la cosa temible. Agamben agrega en ese mismo texto: “Dado que el miedo precede y anticipa el conocimiento y la reflexión, es inútil tratar de convencer a los asustados con pruebas y argumentos racionales: el miedo es ante todo la imposibilidad de acceder a un razonamiento que no sea sugerido por el propio miedo”. Con la misma amargura, el texto de abril se cerraba con otra reflexión que, a 14 meses, suena estremecedoramente certera: “Sé que alguien se apresurará a responder que se trata de una condición limitada de tiempo, después de la cual todo volverá como antes. Es verdaderamente singular que esto sólo pueda repetirse de mala fe, ya que las mismas autoridades que proclamaron la emergencia no dejan de recordarnos que cuando la emergencia termine, las mismas directivas deben seguir siendo observadas y que el ‘distanciamiento social’, como se ha llamado con un eufemismo significativo, será el nuevo principio de organización de la sociedad. Y, en cualquier caso, lo que, de buena o mala fe, uno ha aceptado sufrir no podrá ser cancelado”.

III.

No creo que sea necesario otorgarle toda la razón a Agamben para reconocer que colocó luces de advertencia importantes. No es necesario siquiera saber quién es él, o cuál ha sido el resto de su obra, o a qué tendencia en su derrotero responden sus escritos desde 2020. Más bien, es importante hacer el gesto humanista de evitar la falacia ad hominem, y en su lugar recoger algunas preguntas, advertencias y reflexiones hechas por el filósofo italiano y otros intelectuales, para replantearlas como caminos críticos de la muy difícil de comprender realidad actual. Es necesario y urgente recuperar la crítica ante el consenso. Y es que sigue siendo desconcertante que, incluso los que más agitan la lucha social y callejera, no fuesen capaces de elevar ninguna resistencia a 14 meses de estado de excepción y toque de queda en Chile; y que pasado este tiempo, no hayan hecho ninguna revisión crítica de lo que implicó tal rendición de la única fuerza propia que se tenía entonces: la posibilidad de la protesta en la calle, la exhibición del único argumento con que cuentan los subalternos, es decir, su número convertido en fuerza abrumadora. Se dijo que se inventarían nuevas formas de protesta, pero solo se reforzó la política espectáculo mediada por pantallas. Lejos de cautelar la democracia plebeya impuesta en octubre de 2019 a punta de luchas sociales sangrientamente costosas, la izquierda a cuatro meses de la revuelta, pro o anti-acuerdo por igual, se alejó de la calle primero, y se encerró en el parlamento o en las redes sociales, después.

Visto esto, no se trata de rechazar totalmente y en igual ignorancia, las medidas de control estatal en pos de evitar contagios y la expansión de la enfermedad. Aunque el miedo militante insiste en empujar toda crítica al campo de la conspiranoia y los antivacunas, hay una actitud impugnadora y desconfiada que debe retomarse. No sabemos bien, la misma ciencia médica no tiene consensos cerrados sobre la utilidad de ciertas medidas, y probablemente muchas de las medidas represivas tengan explicación terapéutica. No dudo de aquello a priori. El problema es el contrario, es la ausencia absoluta de duda respecto de dicha razón, de tonos fanáticos, a veces incluso más que la aprendida prudencia que exhiben muchos de los colectivos científicos y médicos dedicados al tema. Más aún, el problema es agudo en la actitud agresiva y militante que ha tomado el consenso político que prescribe represión estatal ante la amenaza pandémica, respecto de cualquier duda, respecto de cualquier nota quisquillosa al respecto. En ese sentido, la ausencia de crítica desde los intelectuales se ha acompañado de una severa vigilancia de los mismos respecto de quienes han sido críticos, a veces cumpliendo el deseo expreso de contar con una policía sanitaria armada de cierto alcalde de izquierda. El caso de Agamben, reventado desproporcionadamente por errores que en tiempos menos miedosos no habrían sido tomados en cuenta mayormente, es un ejemplo terrible de ello.

Un año y dos meses de pandemia es tiempo suficiente para objetivar el miedo y sobreponerse, volver a pensar en frío. La vieja misión sigue ahí, “la crítica despiadada de todo lo existente, despiadada tanto en el sentido de no temer los resultados a los que conduzca como en el de no temerle al conflicto con aquellos que detentan el poder”. Como tantas otras veces, es un camino lleno de policías y delatores enemigos, pero renunciar es la derrota inmediata.

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Historiador, académico y parte del Comité Editor de revista ROSA.