No, las pequeñas empresas no son hermosas

Al considerar los mecanismos de gobierno que se podrían utilizar para lograr esa predominancia de las pequeñas empresas, se hace evidente que el programa pymista depende completamente de que instituciones colectivas democráticas – es decir, el Estado – se involucren y microgestionen la economía para asegurarse de que todas las empresas se mantengan pequeñas […] El encanto de la descentralización y autogestión es una ilusión construida por el puño de hierro de un Estado centralizado que constantemente aplasta cosas en beneficio de los pequeños propietarios.

por Matt Bruenig (traducción de Pablo Contreras Kallens)

Texto original: No, small isn’t beautiful, Jacobin.

Imagen / Cartel promocionando un encuentro de pymes, 5 de junio 2014. Fotografía de Fundación EOI.


En el medio Slow Boring, Matt Yglesias publicó un artículo argumentando que Amazon no es un monopolio, que una gran parte del discurso “antimonopolios” es en verdad un discurso contra las grandes empresas, o “pymismo”[1]. Estoy de acuerdo con Yglesias en este punto. No todos quienes atacan los monopolios están motivados por un ánimo contra las empresas grandes per se, pero muchos de ellos sí lo están. Y esto puede terminar confundiendo al momento de entender lo que se está tratando de lograr.

He estado siguiendo de cerca la vanguardia intelectual del movimiento pymista por muchos años – especialmente a Matt Stoller y Barry Lynn, cuyos libros he leído y criticado de varias maneras a lo largo de los años – por lo que pensé que sería útil explicar cuáles son de verdad sus motivaciones filosóficas.

Los intelectuales pymistas no son anticapitalistas, pero su diagnóstico del problema que tiene el actual modelo de producción es bastante similar a los diagnósticos anticapitalistas. En un sistema capitalista convencional, un grupo relativamente pequeño de gente rica (la clase capitalista) es dueña de y controla los aparatos productivos de la sociedad, mientras que un grupo mucho más grande de gente no-rica (la clase trabajadora) se debe someter a trabajar para los primeros. El castigo por no obedecer es la muerte de inanición. Esta forma de organizar la sociedad es desigual y sometida, llena de coerción y plagada de abusos tanto potenciales como actuales.

La solución socialista al problema es que la clase trabajadora se haga dueña y tome control colectivamente del aparato productivo de la sociedad, quitándoselo a la clase capitalista. En otras palabras, los socialistas quieren reemplazar el mandato de los pocos (oligarquía) por el mandato de los muchos (democracia) no sólo en el gobierno sino también en la economía.

La solución pymista a este problema es convertir tanto a la clase capitalista como a la clase trabajadora en pequeños propietarios individuales. Esto reemplazaría el gobierno de los pocos (oligarquía) por el gobierno de nadie, o la autogestión, o algo así.

Es posible encontrar esta perspectiva repartida a lo largo de la historia de la filosofía económica.

Por ejemplo, Thomas Jefferson presenta el concepto del agricultor yeoman: un agricultor propietario de tierras, sin esclavos, y cuya labor es primariamente de subsistencia. Por algún tiempo, Jefferson creyó que este era el ideal económico. Ya que el agricultor es dueño de su propia tierra, no le paga arriendo a un rentista. Se emplean a sí mismos, y por lo tanto no están siendo coaccionados por un empleador capitalista. Y, ya que producen mayoritariamente para su propio consumo, están aislados de los mercados de consumidores donde estarían tironeados por otra gente y abusados por los mediadores del retail.

Está también el distribucionismo católico, concentrado en la idea de promover las pequeñas granjas familiares, y más tarde las pequeñas empresas y otras formas económicas similares. La idea del distribucionismo es ofrecer una tercera vía entre el socialismo y el capitalismo que combine la propiedad privada que ofrece el capitalismo con los aspectos de “libertad de la dominación” del socialismo. Esto se logra promoviendo la “pequeñez” de las empresas: si todos se emplean a sí mismos en empresas donde hay sólo un integrante, entonces nadie está sometido por el yugo del capitalista. Los distribucionistas piensan que mientras más cerca se esté de ese ideal, mejor.

También está John Rawls. De acuerdo con él mismo, su teoría de la justicia es compatible con el socialismo democrático y con la “democracia de propietarios”, pero incompatible con capitalismos donde exista un Estado de bienestar. La democracia de propietarios se refiere al sistema donde los medios de producción están ampliamente distribuidos; por ejemplo, en una economía organizada mediante pequeñas empresas. Rawls destaca entre quienes escriben en este campo por haber visto que tanto el capitalismo pymista como el socialismo democrático son capaces de superar la desigualdad y sumisión del capitalismo convencional.

Una vez que se entiende que ésta es la motivación (consciente o inconscientemente) detrás de muchos de los argumentos en contra de los monopolios, se aclaran muchas de las tensiones y confusiones que rondan ese mundo. El concepto de “mercados abiertos” de Barry Lynn se refiere no a la libertad de competencia ni a la ausencia de tarifas, sino a la idea de asegurarse de que los mercados estén abiertos para las pequeñas empresas. Una de sus frases más comunes respecto a este tema es que las leyes antimonopolio se han concentrado en la libertad del consumidor y no en la libertad del productor: la libertad de los pequeños propietarios de tener un negocio viable.

Entiendo por qué esta perspectiva es intuitivamente atractiva. Es, de muchas maneras, el mismo atractivo que tiene el anarquismo: la igualdad del socialismo sin el gobierno de las instituciones colectivistas – ya sea el directorio de la cooperativa, el consejo de trabajadores, o el parlamento – que, en opinión de algunos, son vehículos inaceptables de coerción y control.

Pero, para mí, este atractivo intuitivo desaparece cuando se pasa de la abstracción a la realidad. Jefferson es la última persona cuya idea tuvo algo de sentido, ya que estaba hablando de un agricultor yeoman libre, completa o casi completamente aislado de los mercados de capital, de trabajo y de consumo. Un agricultor de subsistencia que opera de esa manera de verdad vive en una especie de isla que no está afectada por los caprichos y deseos de otros actores económicos.

Pero ese es el único modelo que funciona así. Después de la industrialización, todos producen para otros, incluso los propietarios autoempleados que no tienen jefes formales pero que, al final del día, son tensionados por sus clientes y consumidores.

Es difícil imaginarse un sistema económico con el nivel tecnológico actual que no signifique que la gran mayoría de la gente trabaje en algún tipo de gran organización en lugar de ser el propietario y operador de una empresa de un solo integrante. Incluso si los intelectuales pymistas tuvieran éxito a tal punto que lograran cuadriplicar el número de empresas que existen en Estados Unidos y distribuyeran toda la producción actual entre esas empresas, la gran mayoría de la gente sería empleada, no propietaria.

A veces los intelectuales pymistas reconocen esto e intentan argumentar que, aún en ese caso, los trabajadores se habrían beneficiado de este nuevo mundo en el que trabajan para una empresa más pequeña. Pero esto es muy claramente falso, y no resuelve el problema de que, según su propio razonamiento, esos trabajadores no son libres.

Finalmente, al considerar los mecanismos de gobierno que se podrían utilizar para lograr esa predominancia de las pequeñas empresas, se hace evidente que el programa pymista depende completamente de que instituciones colectivas democráticas – es decir, el Estado – se involucren y microgestionen la economía para asegurarse de que todas las empresas se mantengan pequeñas. Así, el encanto de la descentralización y autogestión es una ilusión construida por el puño de hierro de un Estado centralizado que constantemente aplasta cosas en beneficio de los pequeños propietarios.

Esta situación no es problemática por sí misma. Sin embargo, al depender de un Estado democrático centralizado para imponer ese sistema, se está dependiendo del mismo colectivismo – en este caso, el apoyo del electorado – al que denuncia el pymismo, y cuya ausencia levanta como su mayor ventaja por sobre el socialismo.

[1] Nota del traductor: El autor utiliza el término “anti-bigness” para referirse a las posturas que critican la existencia de grandes empresas. Sin embargo, en vez de “anti-grandeza”, voy a usar “pymismo”, tomado como la posición de que la solución es promover las pequeñas (¿y medianas?) empresas. En este artículo de La Nación (Argentina) se define el término. Si bien no es exactamente lo mismo, en mi opinión se facilita enormemente la lectura.

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Licenciado y magíster en filosofía por la Universidad de Chile y candidato a doctor en psicología cognitiva por Cornell University. Integrante del Comité Editorial de Revista ROSA.

Matt Bruenig

Fundador del People’s Policy Project, un think-tank estadounidense de izquierda.