Democracia radical para integrados

La caracterización del papel de la lucha de clases en una política de transformaciones sociales hoy parece desdibujarse en pos de una democracia sin apellido que habría de beneficiar tanto a ricos como a pobres, a todas las etnias e identidades sexuales, etc. Sin embargo, la radicalización de la democracia en términos abstractos, sin determinaciones de clase, oscurece el papel del marco liberal de la hegemonía. De tal forma, no se alcanza a comprender la relación entre el liberalismo democrático y el capitalismo salvaje y globalizado. ¿Podemos ser perfectamente democráticos, representativos, participativos e inclusivos, por encima, y vivir la explotación del trabajo que confiere y reproduce el poder de dominación de la clase capitalista, por abajo?

por Luis Velarde Figueroa

Imagen / MBA, Leonilo “Neil” Dolirocon en la Galería Nacional de Manila, Filipinas 2017. Fuente: Kandukuru Nagarjun.


¿Qué puede significar la hegemonía discursiva de la pequeña burguesía? ¿Qué implicaciones supone el desdibujamiento de las orientaciones de clase en las estrategias políticas de una pretendida superación del neoliberalismo? Tal vez bastaría con preguntarse sobre el estatuto de este último si se deja fuera de su definición el eje conceptual de la explotación del trabajo por parte del capital y las formas de dominación que supone. ¿Qué nos queda luego de esta abstracción? La propuesta por una radicalización de las instituciones democráticas del liberalismo.

El tema, por supuesto, está lejos de ser nuevo. La discusión acerca del papel de la clase en las estrategias políticas, la consideración de la organización de la clase trabajadora, sus intereses objetivos y sus condiciones particulares dentro de la estructura social, han sido motivo de debate desde los inicios del socialismo. La apuesta marxista, predominante por muchas décadas, es clara al respecto: la clase trabajadora constituye el sujeto a partir del cual una revolución es posible, no solo debido a los intereses en pugna que presenta frente al capital, sino también por sus condiciones estructurales: su papel en la reproducción del capital es estratégico en la lucha contra el sistema y su emancipación no implica en sí el establecimiento de un nuevo dominio de clase, antes al contrario, es condición material de la liberación de otras tantas ataduras sociales reificadas. Desde luego, esta es solo una esquematización de la concepción materialista acerca de la clase y no debe entenderse como un tránsito mecánico libre de conflicto, menos aún subordinado a meras relaciones económicas. Con todo, el ataque a esta idea se ha dado incluso dentro del pensamiento socialista, desde los “socialistas verdaderos” impugnados por Marx, pasando por el reformismo socialdemócrata, hasta el así llamado posmarxismo, entre otros.

Con independencia de si la estrategia asumida por el socialismo se determina por la insurrección o por la vía parlamentaria e institucional, en muchas ocasiones la lucha de clases ha sido desplazada por la lucha por el poder. En el mejor de los casos, este último es asumido como un medio para desarrollar los fines del socialismo, sobre todo cuando se han encontrado situaciones en que la clase obrera no es numerosa ni se encuentra organizada en cuanto tal. En otras palabras, se aspira al poder político con objeto de aprovechar una oportunidad coyuntural, para luego desarrollar reformas más o menos profundas, acaso con orientación de clase, pero cuyo sujeto no consiste en la clase trabajadora, ni su fin la democracia socialista. En el peor de los casos, lo que ha sucedido es que la insurrección pone a la cabeza del proceso reformista a una vanguardia burocrática, o bien se establecen alianzas interclasistas que postergan ad calendas graecas los objetivos finales del socialismo, en favor de cambios inmediatos que terminan por hacer del capitalismo y la explotación algo más llevadero, al menos por un tiempo. Al cabo, el poder político se dedica a administrar el capitalismo, o incluso el neoliberalismo, sin alteraciones sustantivas.

No es, por tanto, injustificado preguntarse acerca del sentido de la lucha por el poder político, tanto más cuanto que la reflexión sobre quiénes conforman el sujeto de los cambios sociales, en qué medida se encuentran unidos por intereses comunes y qué lugar estructural tienen en los procesos productivos y reproductivos de la existencia social, se encuentra oscurecida por la hegemonía del discurso progresista de índole liberal-burgués. Si lo que se pretende son “transformaciones” y no solo cargos públicos o administrar más amigablemente un sistema que por su misma naturaleza reproduce desigualdad en el poder y limita fetichistamente la acción individual y social, precisamos de claridad en torno al destino de estas transformaciones. ¿A qué intereses objetivos responden? ¿En qué sentido es de izquierda una propuesta fuera de los ejes de explotación y opresión de clase? ¿Son compatibles estos cambios con el marco institucional liberal y la explotación capitalista, o bien estos proyectos de transformación son incompatibles con la explotación? ¿En quiénes pueden descansar estructuralmente estos cambios? ¿Advienen con estas transformaciones nuevos tutelajes, otras formas de dominación?

En efecto, la hegemonía ideológica de la burguesía estriba en gran medida en el poder con que interpela a distintos sectores sociales y a la clase trabajadora a partir de la mera organización del Estado democrático parlamentario, bajo las formas liberales del capitalismo. Por eso resulta decisiva la comprensión actual, en cuyo fondo parece suponer que la arena de las luchas sociales es la esfera política del Estado, de tal manera que los problemas actuales obedecen a la falta de distribución de poderes, a la carencia de representación y participación de la pluralidad de los grupos que, junto a sus propias perspectivas e identidades, componen la sociedad. Bajo esta aserción el malestar social provocado por las injusticias, la opresión, la explotación, la desigualdad y, sobre todo, la falta de libertad, derivan de la distribución de poderes y la participación institucional; en lugar de que la distribución inequitativa y los límites a la participación democrática descansen en la explotación y el dominio que se ubican a la base del capitalismo vigente.

Pero si la unidad ideológica que determina los cambios ya no se desprende de intereses objetivos en el marco de condiciones estructurales de una clase social, entonces son más bien los modos de argumentar y de proyectar un discurso que interpele a distintos sectores e individuos acerca de la bondad de las transformaciones, lo que determina la adhesión ideológica y la conformación de un campo subjetivo que luche por los cambios, acaso el pueblo. En principio no habría razones para que alguien como individuo o participante de un colectivo tenga más o menos interés en llevar a cabo la transformación social, así como tampoco contar con ciertas condiciones estructurales que permitan sostener esa lucha. Inversamente, tampoco habría razones para que un especulador financiero, un propietario de un banco o un capitalista del sector forestal no se vean interpelados y participen en el movimiento popular que pugna por las transformaciones sociales. De otra parte, de nuevo, si la clase no es aquello que orienta los intereses, objetivos y condiciones de lucha, sino el discurso el que agrupa y cohesiona una masa electoral, el pueblo, entonces los articuladores ideológicos, los profesionales del discurso adquieren un papel rector, diría tutelar, en el movimiento. De esta forma, los intelectuales y los políticos profesionales se encuentran a la vanguardia de la lucha por las transformaciones: una nueva burocracia debe comandar.

Ellen Meiksins Wood precisó en breves términos por qué ha tenido una importancia estratégica la reflexión sobre las clases sociales en la lucha por verdaderas transformaciones sociales contra el capitalismo en el marco teórico y práctico del marxismo: la clase obrera tiene un interés objetivo, el más directo por efectuar los cambios; la clase trabajadora es objeto directo y fundamental de una forma de opresión, pero además sus intereses objetivos no se basan en la opresión de otras clases, antes al contrario, su liberación puede ser condición de otras formas de liberación; la oposición entre clases explotadoras y explotadas se encuentra en el centro de la estructura opresora de la sociedad, por ello la lucha de clases es el primer motor de la emancipación general; por último, la clase trabajadora tiene un lugar esencial en la reproducción social, por tanto permite que se desarrolle la iniciativa revolucionaria. En suma: “La visión emancipadora subyacente a este análisis apunta a la desalienación del poder en cada nivel de la actividad humana, desde el poder creativo del trabajo hasta el poder político del Estado” (Meiksins Wood, 67).[1]

Esta caracterización del papel de la lucha de clases en una política de transformaciones sociales hoy parece desdibujarse en pos de una democracia sin apellido que habría de beneficiar tanto a ricos como a pobres, a todas las etnias e identidades sexuales, etc. Sin embargo, la radicalización de la democracia en términos abstractos, sin determinaciones de clase, oscurece el papel del marco liberal de la hegemonía. De tal forma, no se alcanza a comprender la relación entre el liberalismo democrático y el capitalismo salvaje y globalizado. ¿Podemos ser perfectamente democráticos, representativos, participativos e inclusivos, por encima, y vivir la explotación del trabajo que confiere y reproduce el poder de dominación de la clase capitalista, por abajo?

Todo lo antedicho tiene sentido bajo la premisa de que las transformaciones se quieren realmente y son buscadas políticamente con autenticidad. De lo contrario, lo que nos encontraríamos sería una política para hacer más amigables la explotación capitalista y el dominio social inherente a este sistema. Un capitalismo más democrático para quienes ya se encuentran integrados a sus formas de subjetividad, basada en el consumo masivo, el consumo de prestigio y el individualismo alienado. El triunfo de un presidente o de otro solo sería un cambio en los cargos públicos, permaneciendo la lógica de administración del neoliberalismo. Fuera de esta posibilidad pesimista, no obstante, la reflexión sobre el papel de la clase trabajadora debe llevarnos a la conciencia de los conflictos presentes en los mismos procesos de cambio que se encuentran en curso en estos tiempos, en su trasfondo ideológico y, en la misma medida, pugnar por la organización de la clase, al menos como un componente fundamental de cualquier cambio real del capitalismo.

 

Notas

[1] Ellen Meiksins Wood, ¿Una política sin clases? El post-marxismo y su legado (Buenos Aires: Ediciones ryr, 2013), p. 67.

Luis Velarde Figueroa
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Profesor de Castellano y magíster en Literatura Chilena y Latinoamericana.