Los demonios de la “nueva derecha”: Sobre “El precio de la noche”, de Pablo Ortúzar

¿Qué diría el propio Ortúzar frente a esta interrogante? ¿Qué haría? Como hemos visto, si este libro era su intento de saldar cuentas pendientes con el “pinochetismo originario”, la respuesta es inquietante. Su posición frente a los hechos posteriores al estallido social podría ser descrita, con mucha generosidad, como ambigua. Al igual que Guzmán, no se convirtió en activista de derechos humanos ni usó su tribuna para contener la barbarie; aún peor, no tiene siquiera un Contreras al que apuntar como atenuante de sus acciones. A la vista de este diálogo imaginario, resulta también inquietante leer, semana a semana, las descripciones que realiza Ortúzar de sus adversarios políticos, participando sistemáticamente en su construcción como enemigos formidables, como amantes del mal. Ya sabemos, y él mismo sabe, hacia dónde lleva este camino.

por Pablo Geraldo Bastías

Imagen / Jaime Guzmán. Fuente.


No vale la pena discutir el valor literario de la obra, porque no lo tiene. Si por alguna razón vale el esfuerzo de adentrarse en El Precio de la Noche. Diálogo imaginario sobre la tiranía, el último libro de Pablo Ortúzar, es porque, muy a pesar de sí mismo, consigue transmitir una escalofriante reflexión acerca del terror político, y en especial su relación con la religión como ideología justificatoria de dichas atrocidades. El resultado es, para decirlo brevemente, un testamento involuntario sobre la incapacidad de Ortúzar de distanciarse de aquel “pinochetismo originario” descrito en la obra, personificado por Jaime Guzmán. Sin embargo, lo inquietante de su lectura no proviene tanto del descalabro normativo del autor, que no sorprende, sino más bien de preguntarnos cuán extendido está este tipo de pensamiento entre los representantes de la “nueva derecha” a la que Ortúzar pertenece.

 

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La obra se divide en cuatro secciones. Inicia con un breve preámbulo que contextualiza esta conversación imaginaria entre un sociólogo investigando las relaciones entre pinochetismo y religión, y la proyección de un Jaime Guzmán que ha vivido lo suficiente para presenciar la transición y su fin. Se encuentran en el café del GAM (el “Diego Portales”, dice Guzmán), que será la sede de todo el diálogo posterior. Al iniciarse propiamente el diálogo, en la segunda sección, el Guzmán de Ortúzar comparte sus apreciaciones acerca del significado histórico de la Unidad Popular, las justificaciones del Golpe de Estado y las acciones de la Dictadura (“régimen militar”), así como los aprendizajes que, a su juicio, tanto los políticos de la Concertación como la nueva izquierda frenteamplista habrían de obtener de esta parte de la historia, al menos si quieren contribuir a la construcción de una democracia sólida y beneficiosa.

La tercera sección nos relata la irrupción de un nuevo personaje, “el rector” (proyección de Carlos Peña), quien intenta tensionar el relato de Guzmán, destacando las contradicciones en el proyecto de compatibilizar la modernización capitalista con un supuesto fundamento religioso, cristiano, del régimen que la impuso en nuestro país. La conversación llega pronto a punto muerto y el rector sale de escena tan repentinamente como ingresó. Así, en la sección final, el sociólogo queda nuevamente a solas con su entrevistado y decide, al fin, abordar el tema más espinudo, la preocupación existencial de Ortuzar que, como él mismo reconoce, representa la motivación de toda esta conversación imaginaria: el “problema de la salvación del alma de quien colabora con un régimen asesino”. Tal como había anunciado el protagonista al comienzo de la obra:

“La idea original de mi investigación era bastante simple: quería saber cómo el pinochetismo había logrado congeniar su confesión religiosa cristiana con la conciencia de las brutalidades del régimen. Quería, en pocas palabras, saber cómo un seguidor de Cristo podía haberse prestado para colaborar, apoyar y promover una dictadura que torturó y asesinó a miles de personas.” (pp.12-13).

 

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Para ser honestos, las dos secciones centrales del libro no contienen mucho de valor. Por lo pronto, la distinción entre un pinochetismo promedio (bastante burdo, donde Pinochet ocupa el lugar de Jesús, salvador por mandato divino y luego perseguido y traicionado) y un pinochetismo originario (el de Guzmán, quien “asumía que la responsabilidad por lo ocurrido era humana”) no está bien lograda. Por otro lado, las justificaciones del golpe y todo lo que sucedió después son bastante conocidas, aunque resulta encomiable el esfuerzo retórico de Ortúzar de presentarnos su mejor versión.

Baste, entonces, citar en extenso a Guzmán para comprender el tenor de su razonamiento:

“La Unidad Popular es tanto un proyecto económico fracasado como una fuerza demoledora del Estado. Pinochet, en cambio, es tanto un restaurador del Estado como un reformista de la economía. Y pasará a la historia, a la larga, más por lo primero que por lo segundo. Los izquierdistas que no vean esto, y que pretendan combatir la obra total del régimen militar, terminarán combatiendo el orden mismo. Es decir, la condición de posibilidad de cualquier proyecto político. Esto es lo que muy tempranamente entendió Edgardo Boeninger, y de lo que se persuadieron muchos de los dirigentes de la Concertación. Pero, como él mismo reconoció, nunca se atrevieron a decirlo (…) Ese problema se agravó ahora, con el Frente Amplio, que son los hijos de las promesas de la Concertación, pero no de sus verdades. Estos jóvenes dirigentes presumen que detrás del incumplimiento concertacionista se esconden bajas y miserables razones. Pero su drama, y creo que en algún punto se darán cuenta, es que lo que ahí se esconde son realmente verdades inconfesadas y, en buena medida, inconfesables. Verdades mucho más poderosas que las martingalas retóricas que ellos atesoran. Verdades cuyo precio era y sigue siendo impagable por parte de la izquierda: el reconocimiento de Pinochet como un verdadero estadista. No solo como un hombre de Estado, sino como un constructor, un restaurador del Estado” (pp. 44-45)

El carácter inconfesable de estas “verdades”, sin embargo, parece extenderse más allá de la izquierda, toda vez que el mismo Ortuzar debe poner esta confesión, propia hasta la médula, en boca del pinochetista originario. Conmovedor ensayo de ventriloquia política. Aquí debemos detenernos, sin embargo, frente a la tentación psicoanalítica. Los lectores de inclinación freudiana podrán realizar su propia visita al texto original, con las numerosas perlas y actos fallidos que nos regala “este inteligente joven” (como describe Guzmán a Ortuzar en presencia del rector). Volvamos ahora a lo nuestro.

 

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Para nuestro propósito, lo medular del texto se encuentra, en realidad, en el contrapunto entre el breve apartado inicial y la sección final, entre las motivaciones y preguntas de Ortúzar y las confesiones de Guzmán. Esta conversación final cubre una larga deriva de temas políticos, existenciales y religiosos, girando en torno al asunto de la responsabilidad de los cristianos en su compromiso político. El clímax se alcanza al abordar, en un sentido estrictamente no metafórico, el problema de la relación entre los adversarios políticos y el Diablo; no su idea, sino Satanás mismo en tanto ser espiritual absolutamente perverso, el anti-dios.

En cierto punto Guzmán sostiene que “todo conjunto de ideas y principios que no se oriente a Dios (…) por error o por convicción terminará, muy probablemente, al servicio de los planes de Satanás” (p.77), a lo que el joven sociólogo retruca si acaso es posible servir al Demonio por convicción. Según la teología cristiana, dice Ortúzar, “amar el mal” es una contradicción en los términos. El asunto se torna escalofriante con la respuesta de Guzmán:

“Quienes sirven al Demonio a sabiendas, sus esbirros humanos, su descendencia, lo hacen por amor al mal, pero no por amor al Demonio. Lo hacen por orgullo: se aman tanto a sí mismos, que no pueden tolerar el hecho de que su salvación dependa de obedecer la voluntad divina. Luego, aman al mal porque a través de él desafían a Dios y proclaman su propia autonomía, que no es otra cosa que la perdición (…). La diferencia con quienes le sirven por error, como los liberales o los democratacristianos, es que tienen claro lo que están haciendo. Por eso no se arrepentirán jamás”.

Frente a tamaña afirmación teológico-política, el sociólogo responde con otra pregunta: “¿Quiénes son esos seres diferentes a los liberales o los democratacristianos? ¿Los comunistas?”. “Precisamente”, responde el entrevistado, “Los agentes del error marxista, que no es más que una inversión del mensaje cristiano”. Guzmán comienza entonces un detallado análisis de la ideología marxista, y de la “revolución como horizonte de acción política”. Permítaseme citarlo una vez más:

“el marxismo y su propuesta revolucionaria no son cualquier fenómeno histórico. Tal como afirmaba el padre Miguel Poradowski[1], la revolución marxista no es un fenómeno puramente sociológico, histórico o político, sino un proceso de una permanente y radical destrucción del hombre, de la humanidad, de todos los valores, de todas las culturas y de todas las civilizaciones. Y, ante todo, de la religión. Es, entonces, una manifestación concreta de la presencia de Satanás en la Historia” (p.80)

Es en base a este mismo razonamiento que Guzmán se explica por qué los comunistas, después de la dictadura, “nunca se arrepintieron y nunca se arrepentirán”. El comunista es, por definición, quien actúa a sabiendas y persevera en su amor al mal. Anticomunismo de manual, ciertamente; nada nuevo bajo el sol. Cabe preguntar, entonces, ¿habrá de buscarse aquí la justificación de Guzmán a los crímenes de la dictadura? La respuesta no es clara.

En primer lugar, dicha justificación no es explícita en sentido estricto[2]. Según Ortúzar, Guzmán habría consentido a colaborar con el régimen, al menos parcialmente, para posicionarse a sí mismo como contrapeso de Contreras en la esfera de influencia de Pinochet. Así, una retorcida ética de la responsabilidad habría alejado a Guzmán de convertirse en un “activista de derechos humanos” (p. 82).

Por otro lado, el texto retrata a un Guzmán que fantasea casi hasta la obsesión con la idea del martirio. “Tengan claro que nos van a matar a todos” repite Guzmán a sus compañeros gremialistas durante el gobierno de la Unidad Popular. Vino el Golpe de Estado y consiguió un poder total para el que no estaban preparados, con el consiguiente “sentimiento de pérdida moral que trae ganar, cuando la opción de perder heroicamente se veía tan a mano” (p. 86). Sabemos, sin embargo, quiénes fueron los que aplicaron la doctrina del “mátenlos a todos”. Fantasear con lo que hubieran hecho “los otros” en su lugar se convierte en una perversa justificación contrafactual, igualando a víctima y victimario en el plano transhistórico.

 

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Volvamos por un segundo a Ortúzar. En el preámbulo podemos encontrar pasajes que son un verdadero espejo de la lógica guzmaniana, aplicada ahora a las violaciones a los derechos humanos durante el estallido social. Allí, Ortúzar[3] describe el estallido como un movimiento “salvaje” de “consumidores abusados” y “clientes furiosos”. La violencia y la destrucción de aquellos días recordaba a Michimalonco sitiando Santiago, dice Ortúzar, como si los manifestantes quisieran regresar a ese otro 11 de septiembre y ayudar al cacique “a conseguir una derrota definitiva, total, contra nuestros tatarabuelos” (p. 16). En este contexto, Ortúzar nos comparte su reflexión más personal frente a aquel momento álgido:

“Y mientras más pensaba en todo esto, más me atormentaba la figura del primer pinochetista. Comencé a estar seguro de que la clave de toda la catástrofe de Chile estaba, de alguna manera, escondida entre las líneas de nuestra conversación. Sabía que mi interlocutor habitaba las ruinas de sus propios sueños desde antes, sabiendo que lo eran. Lo que no me quedaba claro, lo que me sigue quitando el sueño, es si nuestro destino son esas mismas ruinas. A veces, leyendo al primer pinochetista, pienso con horror que nosotros, todos nosotros, incluyendo a los sobrevivientes de la dictadura y a los cabros que ahora quedaron sin un ojo por culpa de balines disparados con maldad imbunche, también lo somos. Los últimos pinochetistas. Los pinochetistas sin opción ni percepción de serlo, atrapados en laberintos y ruinas que no entendemos porque ni siquiera vemos. Los pinochetistas finales. No sé si esto se entiende” (p. 16)

Ciertamente se entiende, aunque es probable que en un sentido distinto del supuesto por el autor. Como en Guzmán, la narrativa de Ortúzar echa mano a una nauseabunda fantasía justificatoria, donde víctimas y victimarios se confunden en una misma cosa. ¿Los perpetradores y los desaparecidos, ejecutados, torturados? ¡Ambos pinochetistas! Tanto como lo son las víctimas de mutilación ocular. Todos potenciales mártires y verdugos. La distinción entre acto y potencia pierde todo valor, no sólo ontológico, sino especialmente moral. Como si, parafraseando a la Carta a los Romanos, repitiera “Todos hemos pecado y merecemos la muerte”.

Asimismo, ya que no puede negar la “maldad imbunche” detrás de los disparos policiales, se consuela pensando que dicha maldad es patrimonio común. La forzada y ciertamente conveniente incapacidad de tomar partido contrasta fuertemente con aquella otra inadvertida confesión, la que ve a los españoles asediados por Michimalonco, y no a las huestes del cacique, como nuestros tatarabuelos. De allí también que, dada esta absoluta incapacidad de empatizar con las víctimas del estallido, resulte tan repulsiva la familiaridad de referirse a ellos como “los cabros”.

 

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Al finalizar el diálogo, el sociólogo interpela una última vez a su entrevistado, preguntándole si está arrepentido, si acaso “¿No cree que juzgar a los marxistas como colaboradores del demonio y apoyar a una dictadura que terminó torturándolos, asesinándolos y desapareciéndolos es ponerse en el lugar de Dios?”. Aquí, por primera vez se lee a un Guzmán dubitativo:

“Puede ser que al imaginar un enemigo tan formidable, me haya permitido a mí mismo consentir en acciones y medidas de una dimensión extrema, bajo la idea de que solo una fuerza proporcional al mal enfrentado podría ser eficaz en su combate. Si el enemigo no era tan formidable como yo juzgaba, puede que los medios que yo consentí o toleré para combatirlo haya sido desmedidos. Y, en ese caso, arrastrado por el error, hubiera yo caído en el pecado. No crea que no he pensado en esto a lo largo de todos estos años.” (p. 88)

¿Qué diría el propio Ortúzar frente a esta interrogante? ¿Qué haría? Como hemos visto, si este libro era su intento de saldar cuentas pendientes con el “pinochetismo originario”, la respuesta es inquietante. Su posición frente a los hechos posteriores al estallido social podría ser descrita, con mucha generosidad, como ambigua. Al igual que Guzmán, no se convirtió en activista de derechos humanos ni usó su tribuna para contener la barbarie; aún peor, no tiene siquiera un Contreras al que apuntar como atenuante de sus acciones. A la vista de este diálogo imaginario, resulta también inquietante leer, semana a semana, las descripciones que realiza Ortúzar de sus adversarios políticos, participando sistemáticamente en su construcción como enemigos formidables, como amantes del mal. Ya sabemos, y él mismo sabe, hacia dónde lleva este camino. Sin embargo, más que todo lo anterior, lo que resulta realmente inquietante es que Ortúzar puede que sea el más estridente, pero ciertamente no es el único embarcado en este proyecto político de persistente matriz guzmaniana que es la derecha chilena. La identidad de la derecha actual, y en especial de la llamada “nueva derecha”, no es sino una conversación inconclusa con Guzmán de quien, como hemos visto, no logran distanciarse aun queriéndolo.

 

Notas

[1] Sacerdote polaco avecindado en Chile entre la década del 50 y el 90, fue profesor de la Universidad Católica, y escribió prolíficamente sobre las relaciones entre marxismo y teología.

[2] Ortuzar niega que Guzmán haya justificado los crímenes de la dictadura. Así lo reitera en una polémica con Jorge Jaraquemada, de la Fundación Jaime Guzmán, a propósito del libro de Ortuzar: “Yo no he afirmado en ninguna parte que Guzmán justificara las violaciones a los DD.HH. cometidas por la dictadura. Nunca lo hace”. Véase: https://www.ieschile.cl/2021/10/el-precio-de-la-noche/.

[3] El Ortúzar sociólogo imaginario entrevistando a Guzmán, no al Ortúzar antropólogo, investigador del IES y columnista habitual. El primero afirma haberse emocionado inicialmente del estallido y haberse sumado a las primeras manifestaciones, lo que a todas luces constituye una excesiva licencia creativa del segundo.

Pablo Geraldo
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Estudiante de posgrado en Sociología y Estadística en la Universidad de California, Los Angeles.