Clima, carbono y clase

Si llegase a haber una estabilización de las emisiones globales, ésta involucrará un viraje en U en la trayectoria de consumo, especialmente entre el 10% superior de los hogares de Norteamérica, el mundo Árabe y Asia. Esto implica un nuevo estilo de vida. Pero mirar el problema en términos de decisiones individuales no nos lleva muy lejos. Las decisiones de los consumidores están limitadas por la oferta de bienes y servicios, y por el tipo de infraestructura ya existente. Un giro fundamental en el consumo de combustibles fósiles debe ser impulsado por decisiones de infraestructura.

por Adam Tooze

Traducción y notas de Pedro Glatz y Pablo Geraldo / Texto original publicado en el Substack del autor.

Imagen / Refinería ENAP en Concón, enero 2013, Concón. Fotografía de Daniel Villarroel.


La crisis climática es un problema de economía política. Esto es demasiado obvio desde la perspectiva de la  “producción”. Los arraigados intereses de la industria de los combustibles fósiles han sido el némesis del movimiento por el clima. Pero esto también se aplica a la perspectiva del “consumo”. Las jerarquías sociales, la desigualdad y la estructura de clase definen como usamos los combustibles fósiles. Y también definirán la forma que tomará la transición energética.

Este aspecto de la crisis climática fue oscurecido por la manera en que se planteó el problema de la justicia climática durante la primera fase de la política climática global en los años 90. Por razones bastante evidentes, inicialmente la atención se enfocó en la enorme brecha de emisiones entre los países ricos y los países del mundo en desarrollo. Las variables clave eran las emisiones nacionales de CO2 per cápita y las emisiones acumuladas del norte global, que en ese momento eran por mucho las mayores responsables del calentamiento global.

Esas métricas aún son relevantes. Sin embargo, durante las últimas décadas, como ha ilustrado convincentemente Branko Milanovic, nos hemos estado moviendo hacia un mundo donde la brecha entre los “mercados emergentes” y las economías avanzadas se ha acercado —sobre todo como resultado del espectacular crecimiento de varias economías asiáticas, en especial China. Al mismo tiempo, la desigualdad dentro de muchos países se ha vuelto extrema, tal como lo muestra el hecho de que, hoy en día, el principal crecimiento en los mercados de autos y transporte aéreo proviene de Asia. Los patrones futuros de demanda por consumo serán definidos por la emergente “clase media global”. Los administradores de la riqueza en Wall Street miran hambrientos los recursos de una plutocracia que no está confinada a Europa o Norteamérica, sino que está distribuida por el mundo.

 

 

El resultado es un patrón de emisiones que todavía está caracterizado por enormes disparidades; sin embargo, estas disparidades ya no corresponden nítidamente con los límites nacionales o con la división Norte-Sur. Dentro de un país gigante como India, una clase alta de dimensiones considerables disfruta de los estándares de consumo y movilidad global de la élite occidental, mientras cientos de millones luchan por arreglárselas con un acceso limitado a electricidad y a formas limpias de cocinar.

 

 

No por nada fue un informe pionero elaborado por Greenpeace en India[1] el año 2007 el que llevó el asunto de la desigualdad al frente de la discusión. Con el provocador título de “Escondiéndose detrás de los pobres”, el informe documentó la enorme disparidad en emisiones per cápita entre los pobres de la India, que estaba entre los más bajos del mundo, y las de los 10 millones de indios más ricos, cuyo consumo era cercano al promedio global y a corta distancia del promedio de Francia.

 

 

No es sorprendente que estos provocadores hallazgos hayan iniciado un energético debate[2]. Como se destacó en un resumen de la discusión: “las desigualdades en emisiones fueron tan sólo la última manifestación de los largos debates sobre el camino de desarrollo en India”.

El 2015, a tiempo para la cumbre climática de París, Thomas Piketty aplicó el aparataje estadístico usado en el estudio de la desigualdad global al problema de las emisiones. Junto a Lucas Chancel,  publicó un estudio que utilizó el enfoque de Branko Milanovic para estudiar la distribución global de ingresos, mapeándolo con las emisiones de CO2.

Sus datos resonaron con la agenda central de la cumbre de París. Para superar el impasse prevaleciente desde la cumbre de Kyoto en los 90s, la prioridad en París era elaborar un marco en el que los grandes mercados emergentes adoptaran compromisos junto con Estados Unidos, Europa y Japón. Piketty y Chancel movilizaron sus datos para reforzar este impulso. Tratar a todos los consumidores en los países del “Norte Global” como si fueran esencialmente lo mismo ignoraba las enormes disparidades en consumo y emisiones.

 

 

 

¿Por qué debería pedirse a la clase trabajadora europea, cuyas emisiones no eran superiores al promedio global, que realizara sacrificios en los mismos términos que los super-consumidores estadounidenses o singapurenses? ¿Por qué no debería exigirse a los millonarios en mercados emergentes que hicieran reducciones proporcionales? Mucho antes que las protestas de los chalecos amarillos, los resultados de Chancel y Pikkety ya habían hecho notar que el problema de una transición justa no podía ignorarse. A pesar de que el consumo energético de la clase trabajadora europea estaba muy por encima del de las economías en desarrollo, se encontraba a su vez muy por debajo del nivel de las élites europeas, y para qué decir de los EEUU o los países de la OPEP. Para hacerse cargo de estas desigualdades, Chancel y Piketty propusieron un tributo global que pudiera ser focalizado en los mayores responsables de la crisis climática, ya sea en términos de ingresos o algún otro indicador, como millas de vuelo.

 

 

En 2020, Oxfam y el Instituto Ambiental de Estocolmo (SEI, por sus siglas en inglés) publicaron un estudio actualizado sobre la desigualdad global en emisiones. Enfocándose en los cambios entre 1990 y 2015, demostraron la existencia de lo que llamaron “la curva de dinosaurio”.

 

Fuente: Oxfam (2020).

 

Entre 1990 y 2015 hubo un crecimiento de las emisiones en toda la curva de ingresos global, con un aumento notorio en la clase media global. Pero lo realmente impresionante del gráfico es la enorme subida en las emisiones del 10% de mayores ingresos globales y, dentro de este grupo privilegiado, la subida en emisiones del 1% superior.

Tal como enfatiza Oxfam, la idea de que el “crecimiento global de la población” contribuye significativamente a la crisis climática es totalmente tendenciosa. El crecimiento poblacional concentrado en África Subsahariana y Latinoamérica, o entre los pobres de Asia, tiene un impacto mínimo en el balance global de emisiones. Tampoco haría mucha diferencia que el billón de personas más pobres recibiera conexión básica a la electricidad, como demandan los objetivos de desarrollo sostenible. Lo que importa es el volumen de consumo energético, y éste está concentrado en la mitad superior en la distribución del ingreso. No son las aspiraciones de desarrollo de los pobres del mundo lo que está impulsando la crisis climática, sino el incesante aumento del ya excesivo consumo de la mitad más rica de la población mundial, particularmente el del 10% y 1% superior.

 

 

Casi la mitad del aumento en emisiones entre 1990 y 2015 es atribuible al 10% superior, en el cual tienen la fortuna de encontrarse una parte importante de la población europea y norteamericana.

Un análisis detallado de los patrones de consumo en Europa muestra cómo los altos niveles de viajes aéreos diferencian a los europeos más ricos de aquellos viviendo con ingresos más modestos.

 

Fuente: Oxfam (2020).

 

Si Europa quiere realizar una seria reducción de sus emisiones, tendrá que utilizar todos los medios disponibles para frenar los vuelos frecuentes de sus ciudadanos más ricos. De allí la urgencia de los llamados que se están realizando tanto en Francia como en Alemania para poner fin a los viajes aéreos de corta distancia.

Sin embargo, como también resulta claro a partir de los datos de Oxfam, Europa no ha sido la principal impulsora del aumento de emisiones globales totales después de 1990. Incluso los europeos más ricos sólo aumentaron sus emisiones en un 5%[3] en este período. El crecimiento económico en Europa ha sido demasiado lento y sus niveles de desigualdad después de impuestos no han aumentado con la fuerza suficiente como para contribuir significativamente a la curva global de dinosaurio.

Para apreciar de dónde proviene el crecimiento global, se pueden combinar los datos de Oxfam identificando la proporción de emisiones por grupo de ingresos con los datos sobre la proporción que cada país representa en la distribución de dichos grupos de ingreso.

 

Elaboración propia en base a Oxfam/SEI (2020).

 

El resultado es impresionante: en el aumento de las emisiones globales entre 1990 y 2015, la mitad proviene de China. Dos tercios de aquello son debidos a la clase media china. Un tercio corresponde al 10% superior de China. Estos son por lejos los elementos más dinámicos en el mapa global de emisiones. Otros puntos de aumento drástico incluyen el 10% superior de la población en el Medio Oriente y el Norte de África, y el mismo grupo en Norteamérica. Las crecientes emisiones en la India y el resto de Asia contribuyen casi un cuarto del crecimiento total, pero está repartido a por toda la distribución de ingresos.

Si se pregunta cuánto contribuye cada región al incremento de las emisiones en cada clase de ingreso, las conclusiones son igualmente llamativas. Dentro del 18,9% de aumento de emisiones globales contribuidos por aquellos que pertenecen al 1% superior del ingreso mundial, los norteamericanos son responsables del 19%, los países del Medio Oriente y el Norte de África de un 27% y China de un 28.2%. Los números negativos en algunas casillas de la siguiente tabla reflejan la manera en que el crecimiento de la economía de China ha sacado a una parte importante de su población fuera del 50% inferior de la distribución global del ingreso.

 

Fuente: Elaboración propia en base a Oxfam/SEI (2020).

 

La conclusión resulta inevitable: si llegase a haber una estabilización de las emisiones globales, ésta involucrará un viraje en U en la trayectoria de consumo, especialmente entre el 10% superior de los hogares de Norteamérica, el mundo Árabe y Asia.

Esto implica un nuevo estilo de vida. Pero mirar el problema en términos de decisiones individuales no nos lleva muy lejos. Las decisiones de los consumidores están limitadas por la oferta de bienes y servicios, y por el tipo de infraestructura ya existente. Un giro fundamental en el consumo de combustibles fósiles debe ser impulsado por decisiones de infraestructura.

Pero, más que simplemente poner lado a lado el consumo individual y las decisiones sociales de infraestructura, debemos preguntarnos: ¿Quién toma las decisiones de infraestructura? ¿Quién demarca las opciones de políticas públicas e influye a la opinión pública, ya sea en los medios de circulación nacional o las redes sociales? ¿Quién legisla? ¿Quién gobierna? ¿Quién desarrolla soluciones técnicas? ¿Quién lleva a las empresas, pequeñas y grandes, a comprometerse en una trayectoria de descarbonización?

Desde el gerente de una empresa nacional de energía hasta el creativo contratista eléctrico que decide proponer nuevas soluciones de energía solar a sus clientes, en último término todos pertenecen al mismo grupo destacado en los datos de consumo —los pertenecientes al 10% de mayores ingresos. Son ellos quienes conducen el desarrollo de infraestructura.

Visto en estos términos, la distinción entre decisiones de consumo individuales y las estructuras que guían y constriñen esas decisiones se vuelve borrosa. Ambas son el resultado de las acciones de la misma minoría. Y este entrelazamiento se vuelve aún más forzoso cuando consideramos otro aspecto de la transición energética —la cuestión del financiamiento.

La pregunta económica central de las décadas venideras será cómo movilizar los recursos necesarios para una masiva ola de inversión energética. Poniendo a un lado cuestiones de técnica financiera, la transición energética requerirá agregar decenas de billones[4] de dólares en activos de energía limpia a los presupuestos. La mayoría de los analistas proyectan que la mayor parte de dichas acciones terminarán, a la larga, en balances privados —ya sea como participación en las utilidades provenientes de energías renovables, paneles solares domésticos, una flota de mil millones de automóviles eléctricos, o una nueva generación de aviones y barcos de carga de baja emisión. La porción que terminará siendo financiada a través de gasto público será, en gran parte, cubierta a través de la emisión de deuda pública, de la cual una porción sustancial acabará finalmente en cuentas privadas.

¿Qué sabemos acerca de los balances del sector privado? Incluso más que la distribución del ingreso y el consumo, la distribución de la riqueza está sesgada hacia el extremo superior. Mientras la transición energética sea financiada a través de la emisión de activos financieros, éstos serán controlados abrumadoramente por el mismo 10% de los hogares que, a través de su consumo, son responsable de una fracción enormemente desproporcionada del aumento de emisiones y quienes, a través de sus decisiones, definen la infraestructura de las sociedad. Aún más, como ha mostrado claramente un reciente estudio[5] de la IEA[6], esto también será un patrón global. Si los mercados emergentes y los países de ingresos bajos en vías de desarrollo han de alcanzar una transición energética, la mayoría de esa transición va a ser financiada por fuentes locales, en los balances de los ricos locales.

Esta línea argumental es, hasta cierto punto, un ejercicio tautológico. Si los patrones de consumo han de cambiar, aquellos que consumen son los que han de consumir de manera diferente. Si tenemos que decidir cómo realizar una transición energética, son aquellos que deciden quienes han de tomar la decisión. Si debemos financiar una transición energética, son aquellos que financian las cosas quienes deben financiarla. Estas cosas son ciertas por definición.

Desplegar una tautología no es un ejercicio vacío si ayuda a concentrar la atención en lo esencial. Es incluso más útil si, como en este caso, nos lleva a la conclusión de que el grupo identificado en cada una de estas tautologías es, de hecho, el mismo.

Si el análisis de la distribución sesgada del consumo, el poder de tomar decisiones, y la capacidad financiera nos llevan todos al mismo lugar, esto no es por accidente. A lo que hemos llegado es al análisis de identidades de clase, relaciones de clase, y poder de clase.

Por cierto, no faltan[7] análisis que vinculen la crisis climática con las dinámicas del capitalismo. Se pueden dar buenos argumentos acerca de por qué, en vez del Antropoceno, deberíamos estar discutiendo sobre el Capitaloceno[8]. Pero, aparte de sonar muy mal, aquel neologismo también tiene la tendencia de dirigir nuestro análisis hacia el concepto excesivamente abstracto de “capital”. Uno de los efectos estimulantes del tipo de bosquejo sociológico que he ofrecido aquí es que, en lugar del “capitalismo”, dirige la atención hacia las clases, grupos de personas, hacia nosotros. Pocos lectores de esta columna no se hallarán a sí mismos en la mira de este análisis.

Decir que el análisis de clase es más concreto que el análisis del capital no quiere decir que sea sencillo. Más bien es cierto lo contrario. En este ensayo he evitado deliberadamente comprometerme con cualquier terminología particular. Uno duda en usar el término en inglés “clase gobernante” [“ruling class”], porque sus connotaciones son demasiado restrictivas para incluir a un grupo tan amplio como el aquí considerado. Lo mismo vale para “élites” o “tecnocracia”. Es tentador tomar prestado del italiano la noción de “clase dirigente” (classe dirigente). Quizás, después de todo, la noción de Bürgertum (la traducción literal de la palabra “burguesía” en alemán) en el sentido amplio de clases privilegiadas, empoderadas o propietarias es el más apropiado.

Cualesquiera que sean los términos elegidos, difícilmente podemos evitar la conclusión de que, si una transición energética ha de ocurrir bajo las actuales condiciones (un supuesto que algunos querrán discutir), es esta clase social la que debe realizarla, simultáneamente como tomadores de decisiones, consumidores, e inversores. Y debe ocurrir a lo largo de todo el mundo. Es un desafío de un tipo que la burguesía global no ha enfrentado jamás. Es un desafío que pone en cuestión la cohesión y la inteligencia colectiva de este grupo —lo que, como la historia ha mostrado, es algo que difícilmente puede darse por sentado, incluso en el mejor de los tiempos.

 

Notas

[1] https://wayback.archive-it.org/9650/20200501143324/http://p3-raw.greenpeace.org/india/Global/india/report/2007/11/hiding-behind-the-poor.pdf

[2] https://sc-lab.org/pdf/2012-the-hiding-behind-the-poor-debate-a-synthetic-overview-chapter-draft.pdf

[3] https://oi-files-d8-prod.s3.eu-west-2.amazonaws.com/s3fs-public/2020-12/Confronting%20Carbon%20Inequality%20in%20the%20EU_0.pdf

[4] Nota de los traductores: “Trillions” en el original, según su uso en inglés. La cifra corresponde a un millón de millones.

[5] https://iea.blob.core.windows.net/assets/6756ccd2-0772-4ffd-85e4-b73428ff9c72/FinancingCleanEnergyTransitionsinEMDEs_WorldEnergyInvestment2021SpecialReport.pdf

[6] N. d. T.: Agencia Internacional de Energía.

[7] https://www.versobooks.com/blogs/3438-who-lit-this-fire-approaching-the-history-of-the-fossil-economy

[8] https://www.versobooks.com/books/2388-the-shock-of-the-anthropocene

Pedro Glatz

Coordinador de Contenidos en Nuestra América Verde e investigador en el Centro de Análisis Socioambiental (CASA).

Pablo Geraldo
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Estudiante de posgrado en Sociología y Estadística en la Universidad de California, Los Angeles.

Adam Tooze

Historiador económico británico, profesor en la Universidad de Columbia y director del Instituto de Estudios Europeos de la misma universidad. Su último libro es El Apagón: Cómo el coronavirus sacudió la economía mundial, Editorial Crítica, 2021.