Editorial #13: Asumir el conflicto

Con el inicio de las sesiones constituyentes, el conflicto social refundacional que este órgano encauzaba se pausó caricaturescamente hasta el siguiente hito electoral. Mientras tanto, la derecha y parte de la Concertación fueron aprendiendo –más por obligación que por decisión– que el conflicto sigue abierto y en disputa día a día. El comando del Rechazo lleva más de un año armado, boicoteando el proceso, dificultando los cambios, mintiendo y acumulando fuerza social y electoral. Al frente no existe un comando por el Apruebo (¿o sí?), y quienes podrían ser parte de este esfuerzo llevan casi un año dejando pasivamente que la Convención Constitucional funcione aislada de la realidad, elaborando noticias con bajas tasas de lectoría, pero que reverberan con banal entusiasmo en nuestro círculos cada vez más homogéneos. Adoptar una postura así de defensiva y aislada después de triunfos electorales combinados con muestras de lucha social, resulta inexplicable excepto por el total agotamiento del marco conceptual, táctico y estratégico de lo que hemos construido en esta última década. Justo en el momento en que precisamos de contenido para una ofensiva, para la más importante desde el fin de la Dictadura, nos percatamos de que el significante que veníamos utilizando estaba vacío.

por Comité Editorial Revista ROSA

Imagen / Editorial 13. Asumir el conflicto.


I

En un mundo ideal, donde la política puede ser un videojuego, un ardid o un desafío académico, las distintas corrientes y colores de la izquierda, con su enorme diversidad de tesis y estrategias, serían juzgadas por sus actos o incluso por los esfuerzos comprometidos en la consecución de sus objetivos. Hasta podrían ser tratadas con indulgencia si en la ecuación se consideran factores imprevistos o acciones ajenas al propio control, como la iniciativa del enemigo. Pero sabemos que en la política real nada de eso tiene lugar. En esa tierra no abundan los juicios benevolentes ni parece haber espacio para el reconocimiento de las buenas intenciones. Si algo queda en pie luego del conflicto, es la silueta de los vencedores. El resto es sentenciado a hundirse en las expresiones de la derrota: olvido, ostracismo, impotencia, melancolía.

Esta constatación no debería sorprender al grueso de la actual militancia de los partidos de izquierda. Durante el segundo gobierno de Michelle Bachelet (2014-2018), a pesar de los titánicos esfuerzos por criticar o tomar distancia del proyecto global de la Nueva Mayoría, fue la izquierda en su conjunto –sin las distinciones que suelen aplicarse para ordenarla– la que pagó los costos de las promesas defraudadas y los procesos truncados. La estrepitosa derrota no distinguió ni fuera ni dentro.

Por todo lo anterior, sorprende que en las actuales circunstancias todo el espectro de la izquierda se muestra renuente a aceptar aquello que –nuevamente y por desgracia– solo parecen ver algunos de los sectores de la Concertación: lo profundamente interconectadas que están las suertes de esfuerzos que se siguen asumiendo por separado en el campo de lo gubernamental, lo político-partidista y lo constitucional. Sea cual sea el nombre que porte y la identidad que reivindique, toda la izquierda tiene su suerte atada al Gobierno y a la Convención Constitucional. El fracaso gubernamental será cargado como peso muerto incluso por quienes se han mantenido conscientemente fuera de él. Asimismo, un gobierno como este difícilmente podrá reponerse al golpe que significaría el triunfo de la opción Rechazo en el Plebiscito de Salida, toda vez que ello marcaría la imposibilidad de cambiar por vía deliberativa la actual Constitución y con ella, el legado de Pinochet y la Dictadura.

Para bien o para mal, poco importando si nos acomoda o no, todos los esfuerzos de quienes se han movilizado durante las últimas dos décadas se encuentran hoy en el gobierno de Apruebo Dignidad y la Convención Constitucional. Romper el espejismo de independencia al respecto y asumir las condiciones actuales de la lucha –que el éxito de la izquierda de aquí y ahora depende del éxito del Gobierno y de la victoria del Apruebo– es la condición sine qua non para recuperar la iniciativa desde el polo rojo de la lucha de clases.

 

II

Para ser justos, en gran parte de Apruebo Dignidad dicha interrelación se ha entendido bajo una curiosa y peligrosa forma: asumirse como espectadores de las acciones de un gobierno cuyas decisiones deben defenderse, sin importar su dirección o consecuencias. Para peor, dicha defensa se ha mostrado brutalmente represiva de las disidencias que tiene a su lado, y preocupantemente temerosa –al punto de la paralización– cuando se trata de lidiar con los enemigos que tiene al frente. Se ha ido consolidando una suerte de “barrabravismo” burocrático y sin sentido. Sumidas en la total ausencia de reflexiones estratégicas sobre qué sería un éxito sustantivo para el gobierno, ensimismadas en la renuncia a imponerse horizontes que vayan más allá de definiciones formales en torno a futuras reelecciones o el mantenimiento de buenas relaciones con la prensa, esas franjas han despojado de todo significado político al reflejo mecánico de la defensa.

Este encierro reactivo ha cedido toda iniciativa posible a la derecha política, los actores que más débiles quedaron tras las últimas elecciones. En medio de signos de desorden y falta de conducción inéditos en las últimas décadas, las expresiones institucionales de la derecha han comenzado a verse constantemente desbordadas por derivas golpistas, en su mayoría (y hasta ahora) inorgánicas. Sus partidos han reaccionado con afectada incomodidad y ese hecho no debe ser desestimado. Pero ante una izquierda replegada en posiciones defensivas y que desatiende la memoria reciente abierta por la revuelta de Octubre, esa derecha ha sido capaz de elaborar un sentido de urgencia y ordenar a conveniencia su superioridad comunicacional y discursiva. Desde ahí se han montado sobre la agenda para incomodar tanto al gobierno de Apruebo Dignidad como a la Convención Constitucional.

Por otra parte, las fuerzas que han roto anteriormente los ciclos defensivos de la izquierda –las movilizaciones populares– parecen estar contraídas. El intenso ciclo de protestas iniciado por los estudiantes desde 2011 y que reabrió la grieta con la revuelta popular de 2019, terminó asfixiado por el cerco sanitario que instaló la pandemia. Sobre ese cierre en el tiempo corto volvió a tenderse el pesado manto del tiempo largo. Las décadas de neoliberalismo y su peso en las subjetividades volvieron a mostrar el alcance real de las armas políticas de las fuerzas populares. La capacidad de determinar la agenda por parte de actores sociales enérgicos está en su menor nivel en años.

El resultado del encierro defensivo de la izquierda y el agotamiento popular ha resultado en que todo el conflicto se ha reducido a apoyar-a o reaccionar-ante el gobierno. El enfrentamiento es entre una derecha rabiosa, amenazante y agresiva, y un gobierno asediado, aparentemente obligado a ajustar su programa ante las sacudidas de una sociedad que súbitamente comenzó a asumirse reaccionaria y conservadora. Así, la política entera se ha limitado a tomar como acelerante lo que haga o deje de hacer el gobierno. La izquierda, carente de ideas y consumida por las necesidades burocráticas de los cargos de un Estado cuya inercia recién viene a conocer, vacila entre la comodidad de ser la “barrabrava tuitera” o caer en el ideologismo de la indiferencia a la crítica.

 

III

A lo que nos enfrentamos es a las consecuencias de la adopción irreflexiva de la hipótesis populista que se tomó gran parte de la izquierda chilena en la última década. El futuro hacia el cual se postergaron todas las tomas de decisiones que tradicionalmente son parte conjunta de la acción– prioridades estratégicas, centralidades programáticas, conexiones orgánicas con los conflictos– llegó con la impertinencia con la que se pronuncia la historia. Más de alguien recordará el irreflexivo realismo de esos comentarios que lanzó con disimulado pavor en los círculos más íntimos o en las conversaciones probabilísticas en medio de los pormenores de la elección presidencial de 2017. Hoy, que ese futuro llegó preñado de posibilidades, hemos descubierto que no tenemos nada. El cumplimiento de un programa parcial que avance marcado por los intereses y posiciones de las clases subalternas, se ve reemplazado en el vacío y por defecto por el ideario de la razón de Estado, o sea, la razón de las clases medias profesionales. Esta razón de Estado naturaliza un concepto de responsabilidad política que privilegia el orden y la estabilidad del corto plazo, y subordina a ese encuadre (que además no controla) la necesidad de impulsar cambios y transformaciones que solo se entienden y son posibles en un largo tiempo que debe partir ahora. La tragedia se ensancha cuando se constata que desde esa opción se pronuncia una obviedad inmensa en política: los cambios que vinimos a hacer, como suele pasar con toda apuesta estratégica, podrían –¡horror!– salir mal. En estos primeros meses de gobierno, Apruebo Dignidad se ha acercado más de lo que quisiéramos al infame club de las intentonas del “populismo de boutique”, ocurridas en países como España y Grecia, donde se abusó del simulacro del agonismo discursivo y se careció de la radical movilización desestabilizante de las masas populares.

En ninguna dimensión se ha mostrado tanto este vacío como en la designación de Mario Marcel en el Ministerio de Hacienda, y el convite de los distintos cuadros de la vieja Concertación como un plan de respaldo ante el asedio provocado por su propia falta de iniciativa. En el caso de Marcel, se ha terminado asumiendo que la economía está más allá de la política, y que para administrar se requiere a un especialista. El resto del proceso de mímesis con la vieja Concertación asume, por otro lado, que el rol del gobierno es determinado por una razón de Estado que no toma parte de los profundos conflictos que lo cruzan. Sin embargo, nada de esto sería un problema si no fuera por la carencia de objetivos estratégicos y centralidades programáticas en la que nos tiene la resaca neopopulista. Todos los cuadros de la Concertación, incluido Mario Marcel, podrían ser parte de un gran esfuerzo en ciertas áreas prioritarias – digamos Educación y Pensiones, por nombrar aristas críticas– acompañadas de una administración competente del resto del Estado. Pero eso no se ha pensado, y mucho menos decidido. Todo se oblitera como un tiempo inminente que promete este gobierno, una fantasía premonitoria que nos salva y nos hunde en su irrealidad. Así, la izquierda que llega al gobierno sobre una ola de movilizaciones sociales pasa una semana entera celebrando las corbatas del Ministro de Hacienda, quien para todo el resto del país es quien les acaba de negar un quinto retiro de sus fondos de las AFP a cambio de promesas que –viene siendo hora de aceptarlo– son difíciles de creer después de décadas de concertacionismo.

 

IV

Si hay algo práctico que sacar en limpio del escenario anteriormente descrito es que nos acercamos a la última oportunidad de elaborar, en la más básica jerga roja, un análisis concreto de la situación concreta. Por una parte, hay conflictos abiertos de los que la izquierda es parte sin aceptarlo y que, por lo mismo, enfrenta sin iniciativa. Por otra parte, franjas de la izquierda –en particular aquella que se posiciona en un apoyo “crítico” al gobierno– está convencida de que está participando de conflictos que (aún) no existen.

De lo primero, un ejemplo clave es la Convención Constitucional. El fetiche institucionalista que se apoderó de los partidos de Apruebo Dignidad tuvo una inédita consecuencia. Con el inicio de las sesiones constituyentes, el conflicto social refundacional que este órgano encauzaba se pausó caricaturescamente hasta el siguiente hito electoral. Mientras tanto, la derecha y parte de la Concertación fueron aprendiendo –más por obligación que por decisión– que el conflicto sigue abierto y en disputa día a día. El comando del Rechazo lleva más de un año armado, boicoteando el proceso, dificultando los cambios, mintiendo y acumulando fuerza social y electoral. Al frente no existe un comando por el Apruebo (¿o sí?), y quienes podrían ser parte de este esfuerzo llevan casi un año dejando pasivamente que la Convención Constitucional funcione aislada de la realidad, elaborando noticias con bajas tasas de lectoría, pero que reverberan con banal entusiasmo en nuestro círculos cada vez más homogéneos. Adoptar una postura así de defensiva y aislada después de triunfos electorales combinados con muestras de lucha social, resulta inexplicable excepto por el total agotamiento del marco conceptual, táctico y estratégico de lo que hemos construido en esta última década. Justo en el momento en que precisamos de contenido para una ofensiva, para la más importante desde el fin de la Dictadura, nos percatamos de que el significante que veníamos utilizando estaba vacío.

De lo segundo, los sectores más críticos de Apruebo Dignidad despliegan esfuerzos sustantivos para convencerse de que el carácter del gobierno está en disputa, y que hay un conflicto entre el viejo espíritu concertacionista y alguna alternativa que realice su potencial transformador. Pero las últimas semanas han mostrado, por el contrario, que ese conflicto sólo existe como voluntad. Las acciones más cuestionables del Gobierno han tenido una casi nula respuesta desde el interior de la coalición. Por ejemplo, las decisiones de Interior respecto al asesinato ocurrido el 1ero de Mayo, o la confusión que el mismo gobierno ha provocado sobre la condonación del CAE, fueron recibidas con un silencio cómplice por los partidos oficialistas. De hecho, si algo ha habido es un disciplinamiento a los disensos en pos de –como describimos arriba– defender al gobierno y la razón de Estado. No puede haber dos almas en un gobierno donde una determina la política y civiliza el programa, y la otra se encuentra, en la práctica, reducida a mera comentarista decepcionada.

Contrario a las intuiciones atrofiadas por la razón de Estado, abrir este conflicto en términos políticos es justamente lo que puede permitir que el gobierno de Apruebo Dignidad muestre avances significativos. Lo que se demanda es un gobierno capaz de cumplir un programa específico con reformas transformadoras en áreas del conflicto social que justamente fueron las que posibilitaron su existencia institucional. Se debe propiciar y no temer la construcción de una mayoría social activa que sostenga esas transformaciones. Sólo en esa dirección, y debido al potencial que esa fuerza tiene para hacer avanzar estos intereses, es que cobra sentido político el acto de defender al gobierno.

 

V

Hace ya muchos años que no nos encontrábamos en un escenario con tantos conflictos de los que podríamos salir más fuertes o incluso victoriosos. Pero al mismo tiempo, hace décadas no estábamos tan inmersos en un estupor tan incapaz de identificarlos, enfrentarlos, planificarlos y ganarlos. Exceptuando a la Convención Constitucional misma, cuya voluntad de conflicto nos está entregando una posibilidad inigualable de avanzar en la democratización del Estado, la izquierda en todos sus niveles está paralizada por el entendible miedo a arriesgar lo avanzado.

Pero ignorar la pelea conlleva, justamente, el mayor riesgo al fracaso. Nuestros enemigos nos han mostrado una y otra vez que conocen los conflictos y que están dispuestos a lo que sea para derrotarnos. Nosotros, en cambio, nos vemos reducidos a tratar de atajar golpes que, en rigor, no tendríamos por qué estar recibiendo. Es urgente salir de la comodidad de la tesis del asedio.

Por fortuna, el Plebiscito de Salida es una oportunidad inmejorable para tomarnos en serio lo que estamos haciendo. Para la militancia de izquierda, asumir la profundidad del conflicto constituyente es una oportunidad para construir una plataforma política que exceda a Apruebo Dignidad, y por qué no, proponerse una nueva alianza social de izquierda en este ciclo político acelerado. Esta alianza popular podría ampliar y expandir la experiencia acumulada tras una década de luchas abiertas en 2011, enriquecida por los movimientos sociales que desbordan el carácter de clase frenteamplista. Feministas, ecologistas y socialistas de cuños diversos dotan de pluralidad a la homogénea clase dirigente que sin anclaje social deviene burocracia estatal.

El plebiscito es también una oportunidad para que el gobierno de Apruebo Dignidad asuma sus prioridades programáticas y los conflictos que implican su implementación. Hasta ahora, la neutralidad que ha intentado mostrar baila con la música que pone el inmovilismo refractario de la razón de Estado, paralizando los esfuerzos de hacer política con la inminente sanción fantasmal de una Contraloría histórica que nunca llega ni llegará. Esta parálisis es suicida, considerando que no existe un segundo tiempo del gobierno sin el triunfo en el Plebiscito de Salida. Igualmente, oponerse a quienes han hegemonizado casi sin resistencia al gobierno hasta hoy es el conflicto a asumir para gran parte de la militancia de izquierda. Particularmente, esto implica reconocer que cualquier cambio positivo en el escenario se logrará sólo mediante un enfrentamiento político abierto, y no acumulando medallas de oro en las olimpiadas de la lealtad.

En definitiva, se acerca inexorablemente el momento en que tendremos que afrontar las deudas que decidimos asumir para llegar así de rápido al escenario en que estamos. Los vacíos tácticos, estratégicos e ideológicos que aligeraron nuestro ascenso son todo lo contrario a lo que necesitamos para emerger victoriosos de un desafío que nos pedirá apostar a una carta toda nuestra bolsa. La tarea es áspera, pero ineludible, y exige ajustarnos a la interdependencia que dibujamos al inicio. Las suertes del gobierno de Apruebo Dignidad, de los partidos y movimientos construidos a punta de calle y caídos en las últimas décadas, y la suerte de la Convención Constitucional, están agónicamente atados. Mirar la escena con frialdad, confiar en las fuerzas construidas en el tiempo largo, y no olvidar la ferocidad de las hienas que tenemos al frente, es lo que nos puede permitir afinar la conciencia de esa interdependencia con miras a la definición de una nueva estrategia. Lo dijimos a un mes de iniciada la revuelta de 2019 y todavía podemos decirlo: ahora es tiempo de ir por todo.