Ya no es posible esconder la muerte. Notas sobre cine, televisión y violencia a cinco meses de guerra en Ucrania.

El Batman de Reeves pone fin a un ciclo sin inaugurar nada, es pesimismo y crisis de sentido, también necesidad de un cambio más allá de lo que puede el superhéroe. La imagen absurda en que queda Iron Man luego de la guerra en Ucrania, es la imagen de las amenazas de las nuevas derechas que no se traducen en más que llamados a que otro, la policía o el ejército, ejerzan la violencia que desean. Ellos no son capaces, tampoco lo son policías y militares. Son tiempos de límites, también para la ultraderecha basada en el retorno a 1990. Batman, lo sabemos, no es de izquierdas, pero en la última película se declara el vacío político del fascismo, también el de la clase social de Bruce Wayne. Batman, como la mejor expresión de la juventud burguesa, ya no tiene más que ofrecer que el cuerpo. Un cuerpo que se nos recuerda débil y limitado. Sus enemigos, también minimalistas y realistas, dan cuenta de ese desborde: la situación de caos de Gotham no es su culpa, sino su ecosistema. No se acabará cuando ellos se acaben.

por Luis Thielemann H.

Imagen / Personas inspeccionan un tanque ruso destruido en las fueras de Kiev, 11 de abril, 2022. Fotografía de Manhai.


I

Desde la década de 1960 y con firmeza en las dos siguientes, de la mano de películas como Apocalypse Now (1979) y El Francotirador (1978), se instaló una ética respecto de cómo tratar la guerra en el cine. Vietnam, su carnicería imperialista y su coincidencia con la crítica general al imperialismo y a la guerra industrial y nuclear de la década de 1960 y 1970, había quebrado toda la moral del cine bélico que se había construido en torno a la felicitación por las gestas aliadas en la II Guerra Mundial. Ya no podía haber héroes, sino trágicas experiencias de la violencia. Aparecía el miedo, el colapso nervioso y el sinsentido racista y colonial, allí donde antes campeaba el valor y las razones de la libertad y la democracia.

Pero así como el contexto histórico había alimentado ese cine crítico del belicismo y que restauraba la humanidad en el centro de la tragedia de los hechos de la guerra, la victoria norteamericana y capitalista que asomó durante la década de 1980 para cerrar finalmente la Guerra Fría, fue también produciendo su propia cultura visual de masas, nuevamente belicista. Esto ocurría tanto en la TV como en el cine. Se trató otra vez de restaurar al soldado héroe, y con un renovado maquinismo que establecía el desnivel estratégico que concedía la victoria a “los buenos”. Por supuesto, la guerra que mostraba la pantalla no solo era justa y un proceso en que los buenos deben vencer, sino que había expulsado las caras más crudas de la violencia, el dolor y la muerte, hacia fuera. Eso no existía en el belicismo pop que creció desde 1980 en el cine de matriz norteamericana. Así, en Los Magníficos (A-Team, 1983 – 1987), los héroes, que eran “un grupo de comandos” de Vietnam que habían escapado de prisión, en donde estaban condenados por una corte marcial por un dudoso “crimen que no cometieron”; disparaban decenas de tiros para vencer, y nunca había sangre ni muertos. Totalmente fuera de la ley, como un grupo de mercenarios, se dedicaban al ajusticiamiento de criminales y abusadores. La vieja idea del cowboy vengador a través de unos criminales de guerra prófugos que tiraban con armas automáticas. Todo justo, y nadie tenía por qué ver una sola gota de sangre. Lo mismo ocurría con G. I. Joe (1983 – 1986), dibujos animados en que “el mal” era Cobra, y los buenos unos supersoldados que disparaban también sin matar ni herir, pero siempre venciendo. La biomecánica de los personajes de G. I. Joe vinieron a representar esa también antigua idea del maquinismo fascista: la simbiosis hombre y máquina que produce al soldado del futuro, superior, conquistador y emblema nacional.

Aunque la década de 1980 terminó con Pelotón (1986) y Full Metal Jacket (1987), dos películas explícitamente antibélicas; el proceso propalado por el ascenso norteamericano a única súperpotencia global, no hizo sino restaurar el belicismo pop del cine norteamericano. Nada representó aquello de mejor forma que la evolución de John Rambo a través de las tres películas de la zaga original (1982, 1985 y 1988). Si en la primera película (First Blood) se observa el colapso nervioso de un soldado proletarizado y su contraste con su eficiencia como “máquina de matar”, con un discurso crítico de la tortura policial y el abandono estatal a los veteranos; en las siguientes películas se avanza a la simple película de acción que sirve de apología a la adicción a la violencia del mercenario profesional, que además trabaja como agente ilegal del imperialismo norteamericano. La crítica a la guerra desaparece, y en su lugar se instala el discurso de la virtud de la violencia justiciera del cowboy.

 

II

Lo cierto es que muchas de las fantasías de la década de 1980, para una porción importante de la humanidad, se hicieron realidad en la de 1990. La llegada de Bush al poder (1989), sucediendo al autoproclamado vencedor de la Guerra Fría, Ronald Reagan, signaba también el hecho de que sería el primer presidente en no tener a Rusia como principal enemigo, desde 1945. Eso se hizo historia de inmediato, cuando Estados Unidos comenzó su ofensiva, primero política y luego militar, contra el Irak de Sadam Husein, y a quién los norteamericanos habían apoyado hasta pocos años antes en su lucha contra Irán. Así, saltamos a la primera guerra de la década final del siglo XX, y la que demostró el poder del supersoldado y también de las armas que mataban solo al enemigo y sin sangre, sin dolor, sin destrucción de sociedades ni represión brutal de la resistencia. Eso, al menos, quedó en la propaganda, el cine y CNN; pero para la inmensa mayoría del mundo que queda lejos de Irak, Sarajevo o el Donbas, en una década sin internet, eso es todo lo que se tenía a modo de noticias de la guerra.

Así, por las pantallas de la TV de comienzos de los años noventa, y en un país lejano, G.I. Joe se hizo realidad. La guerra de Irak, fue la primera guerra pop y aséptica. Aséptica, porque era la guerra en que dejamos de ver muertos, heridos, ni siquiera sangre. Hasta las balas y bombas se habían lavado del humo y la destrucción, para traducirse por videos nocturnos en que las balas trazadoras y las estelas de los misiles construían una imagen que bien podía ser de Star Wars, y que fue la comparación lugar común de la época. Fue Pop, porque la guerra fue la primera que Estados Unidos pudo vender como misión occidental y construir cierto macabro entusiasmo alrededor. El enemigo, Irak y Sadam Husein, fueron elevados al enemigo absoluto de “occidente”, esa herencia regional de una guerra fría ya terminada. Como prueba del alcance de esa guerra pop, baste decir que para la Guerra del Golfo, como se le llamó, Artecrom creó un álbum de laminitas coleccionables para niños, que se distribuyó por todo SudAmérica. La guerra pop y aséptica que se transmitió por la prensa de comienzos de la década de 1990, venció y se instaló como verdadera forma de la nueva guerra. Era ridículo pensar en que una guerra podía hacer como si no fuera un festival de sangre, muerte y destrucción y cuyo única consecuencia para los pueblos que la sufren es la pobreza y la violencia como norma permanente; pero no lo era tanto cuando se escondía en términos aceptados por la política, prensa y academia, como “bombardeos quirúrgicos”, “bombas inteligentes” o “guerras humanitarias”.

Además, dicha propaganda de la guerra tecnológicamente limpia, carente de muertes y destrucción, hacía contraste con otros eventos que seguían siendo, incluso en prensa, horribles y violentas guerras en plena década final del siglo pasado: la que terminó por acabar con la ex-Yugoeslavia y la que emprendió Rusia contra Chechenia. Lejos de las periferias europeas, en los mismos años en que en los colegios aprendíamos de las baterías de misiles “patriot”, en África ocurría uno de los genocidios más terribles de la historia humana, como fue la matanza de la población tutsi de Ruanda por parte del gobierno Hutu. En tres meses de 1994 se asesinó cerca de un millón de personas, y no hubo razones para ocultarlo, pues sus perpetradores no eran blancos occidentales. El trato a dichos acontecimientos fue el de quien mira al pasado, la barbarie, en fin, el colonialismo racista de siempre. Fue en aquella época que se extendió alguna de las variantes de aquel aforismo “vidas que importan, muertos que no importan”. Nunca deja de ser actual, en tiempos que se vuelve a celebrar “bajas enemiga” de un lado y lamentar “crímenes” por el otro.

En Irak -las dos veces- y hasta Afganistán, el triunfo norteamericano estaba asegurado. Triunfo, en términos tradicionales: ocupar la capital, imponer nuevas autoridades, controlar terminales portuarias de todo tipo, etc., pues el control real del país siempre fue imposible, una situación de permanente asedio del terrorismo. Pero así y todo, el triunfo fue fácil. Eran una coalición superior en número y cualidad del armamento. Estas guerras fueron más un sangriento spot publicitario de los fabricantes de armas y del triunfo norteamericano de fin de siglo, que guerras reales. Pero los muertos, la destrucción material e institucional de Irak y Afganistán, fueron reales. El espectáculo del supersoldado, lleno de ortopedia tecnológica, montado sobre alguna mortífera máquina terrestre o aérea, y la estridencia de la exhibición de datos sobre la velocidad de tiro o el nuevo motor de tal o cual, no dejaban espacio a preguntas sobre los civiles muertos, sobre la vida traumáticamente interrumpida de los otros millones que sobrevivieron la lluvia de proyectiles inteligentes. La pornografía occidental sobre la guerra llegó a límites impensados. Cuando se invadió Irak en 2003, iba una cámara de CNN transmitiendo 24/7 desde un tanque a la vanguardia del avance sobre Baghdad. Eran un espectáculo pop, no un horrible momento de muerte. No hubo grandes batallas, la cobertura de bombardeos desde mar, tierra y aire, copó todas las pantallas, sin dejar lugar para los pocos enfrentamientos entre las fuerzas.

El imaginario del supersoldado y la guerra aséptica también se hizo visible en el cine de superhéroes de las décadas pasadas. El biomecánico combatiente que elimina solo a los malos y banaliza o invisibiliza la muerte y, especialmente, la vida de “las bajas”, iba desde los noticieros sobre Oriente Medio al cine: ya fuese en el panteón barroco de un Marvel reinado por Iron Man, o en el cine hipster y bien cuidado del Batman de Nolan, el arquetipo superior era el supersoldado lleno de ortopedia tecnológica y poderes que ningún humano tiene, y que se permitían solo por la fortuna inmensa de tipos como Wayne o Stark. La violencia era así cosa de quienes podían pagar una tecnología inalcanzable para convertirse en los caballeros andantes de trabajadores cabreados por el crimen o alguna amenaza extraterrestre. La propaganda de la guerra sin costos de Irak y Afganistán, se reconvirtió en zagas de superhumanos que resolvían los problemas imposibles de los humanos, fuese un demente terrorista o un devorador de planetas, las guerras por aguas o petróleo eran olvidadas en esas óperas de la violencia. El cine de violencia, guerra y acción, así, como proyección norteamericana y en general de la industria capitalista, se centró en enemigos inexistentes, desde zombies a extraterrestres, también dinosaurios. De vez en cuando se volvía a una versión todavía más estridente que la anterior sobre alguna epopeya de la IIGM filmada ya diez veces, pero a la hora de imaginar la guerra del presente, el supersoldado volvía una y otra vez.

 

III

El cine de Avengers y, especialmente la Justice League de Snyder, son demostraciones ya no de violencia, sino de poder. Es un poder extraño, fantástico en su origen e incomprensible en cómo procede. Pero su propia publicidad se encarga de decirnos que todo es CGI, es animación, que nada es real. Pareciera que nos quisieran demostrar que el verdadero protagonista de la película es la destreza técnica que imita la violencia, y que por tanto, nada es violencia. En la búsqueda de la creación de fantasías animadas, se tiene éxito; pero cuando la industria se jacta tanto de su capacidad, explicando en detalle la lógica de la fantasía, termina por destruir cualquier posibilidad de fantasear.

Ya antes, las tres series de películas de Batman de posguerra fría han tenido ese mismo problema. El ciclo de Burton (1989, 1992) fueron dos excelentes películas, especialmente la segunda que tuvo a ese entrañablemente clasista Pingüino por villano. Pero era un Batman que ya empezaba a hacer más gala de su baticinturón que de sus propias habilidades en la pelea. El supersoldado asomaba detrás de un boy scout noventero a bordo de un vehículo repleto de cajones secretos que siempre tenían el arma precisa para el momento indicado. En una tónica que se hizo cada vez más insufrible hasta las películas de Nolan, se abusaba de la teatralizada puesta en escena, en donde toda violencia parecía danza y pirotecnia, y no el enfrentamiento real de dos desequilibrados mentales por el control de una ciudad densamente poblada y desarrollada, en que la desigualdad hace nata. La segunda serie, de Joel Schumacher con dos películas en 1995 y 1997, era una andanada de fuegos artificiales y trajes ajustados, exudando ese imaginario hedonista propio de la década más exitista de la historia del capitalismo. Fueron dos películas de un irrealismo barroco y conscientemente buscado, donde la maldad y la violencia eran increíbles por lo evidentemente imposible de todo: la escenografía de la guarida de Poison Ivy o lo maqueteado de los personajes de Batgirl y Robin, eran homenajes a lo ridículo. En los noventa todo era absurdamente irreal, mediante la parodia se indicaba la no existencia de la violencia, que ya era pasado y no volvería más, que ya triunfaba la era de mil años de paz capitalista. El horror siguió consecuentemente oculto en la trilogía de Batman de Nolan (2005, 2008, 2012), el más elaborado de todos. El abuso del recurso a la tecnología y la ortopedia del traje de Batman se radicalizó. Un Batman playboy, más parecido a Elon Musk que ha un oscuro millonario con ánimos de venganza psiquiátricamente mal llevados. Un millonario que hace gala de Lamborghinis y tecnología militar que ni el ejército posee, para así “imponer justicia”, todo eso sin daño, siempre listo, siempre más inteligente que sus enemigos. Para los espectadores, nuevamente se impuso la incredulidad, a pesar de la inmensa y merecida alabanza general que provocó la trilogía de Nolan. Prueba de ello es que lo más recordado y sentido por el público fue el personaje del Joker, interpretado por Heath Ledger, el villano de visos anarquistas que lejos de batarangs y batimotos, nos explicaba que era “un hombre de gustos sencillos”, que gozaba “la dinamita, la pólvora y la gasolina”, pues las tres tenían en común “Que son baratas”. Ese Joker llegó a tener su propia película, que aunque muchos gozaron desde la empatía con la frustración, no es más que la idea que los ricos y poderosos tienen del cabreo popular que desata las revueltas: gente loca, nunca masas politizadas. Con el triunfo de Batman sobre el Joker en la segunda película de Nolan -victoria amarga para muchos de los que disfrutamos esa película-, y todavía más con la muy mediocre tercera y última película, el director nos decía que el Estado, la razón y la tecnología “de los buenos” siempre iba a vencer, sobre la violencia desquiciada “de los malos”. El supersoldado era además el más bueno, que increíblemente no mataba, y se enfrentaba a una absurda imitación de cualquier revolución de la historia, que no poseía más razones que el odio. Anticomunismo a la vena. Era un final intragable a esas alturas de la interminable década de 1990, cuando ya habían saltado las alarmas de la crisis de 2008 y el edificio de ego capitalista se venía abajo. Y por eso y para siempre, la popularidad del Joker de Ledger.

Tal vez aquella imposibilidad de creer el espectáculo de supuesta violencia de ese cine celebratorio de los supermachos occidentales, se hace más evidente en otro cine. Ese extraño cine del macho tardío, que intenta, a punta de coreografías de ballet que simulan peleas y juegos de luces que simulan balaceras, reivindicar la masculinidad perdida cuando se cruza la barrera de los 40 años. Liam Neeson, en esa serie de películas en que a las patadas debe rescatar a su hija, es su principal exponente. Le acompañan el Jhon Wick de Keanu Reeves, y otra pequeña troupe de violentos cuarentones similares, entre los que el Clean de Adrien Brody o el Grey Man de Ryan Gosling encuentran sus últimos exponentes. Es un cine hecho para, detrás de chorros de sangre y lluvias de plomo, esconder la forma real de la violencia (el drama de los vivos debido a la muerte), y solo exhibir su resultado: el poder. Un cine sobre el poder que se muestra sin experienciar nunca la violencia, finalmente, es increíble. Y lo es porque eso es falso: la violencia de la lucha armada, mortal, con todo su horror, es la forma real de la lucha por el poder llamada “guerra”.

 

IV.

Con el pantano de las constantes bajas en una guerra imposible, que terminó finalmente en la retirada norteamericana de Afganistán, vino la crisis del discurso del supersoldado y la guerra aséptica. También hoy eso resuena y vuelve a ser brutalmente cierto con la guerra de Ucrania. Hace solo unos meses, desde el 24 de febrero, se desató una explosión de entusiasmo por la guerra. Era nuevamente ese belicismo pop, esa imaginación noventera de los invasores imperiales todopoderosos y libres de toda gota de sangre, ahora invertida, demandando que impidieran la monstruosa invasión oriental sobre los pobres -y convenientemente blancos- ucranianos. Era el retorno del discurso del supersoldado en tono defensivo: “¡que IronMan hiciese algo!” se traducía de vuelta del cine y el espectáculo de los noticieros de la guerra de las décadas pasadas, en la idea casi infantil de que bastaría con entregar toda la tecnología y ortopedia occidental a los pobres ucranianos, para derrotar a los rusos. “Los rusos van perdiendo, mueren por montones… lo merecen”, repetían los twitteros de hoy, supuestamente en nombre de la paz, tal y como lo hacían los televidentes hace tres décadas. Se creyó que bastaba tecnificar a las tropas ucranianas y nos darían horas de video de resistencia pop, esperables y lógicos luego de tantos años de invasiones pop.

Pero no pasó eso. La guerra es la guerra y, cuando los bandos son más o menos equilibrados, se sigue peleando como siempre: con seres humanos que se despedazan en el terreno, sociedades que colapsan, reduciendo fortunas y decenas de puntos porcentuales del PIB de los países -y así programas sociales y trabajos, comida y vidas- invertidos en carísimo material industrial de guerra, a chatarra, a nada o deuda, en cosa de semanas o meses. Los que celebraban los Javelin o los misiles regalados a Ucrania, para avivar el divertido fuego de la guerra por pantalla con manos y vidas ajenas, no les importaba que le cantaban loas a máquinas que sentenciaban a muerte a sus susuarios y víctimas por igual. Del otro lado pero lejos, quienes celebran la máquina de guerra rusa, poco les importa la vida de los jóvenes proletarios enviados a matar gente que ni conocen por razones que tampoco comparten del todo, ni su destino, embruteciéndose para siempre en la enajenación terrorífica de la guerra. Al belicismo pop que se relaciona con la guerra por una pantalla, la vida parece importarle un carajo. Pero cuando han pasado ya cinco meses de guerra, todo eso se ve deslavado y ridículo: la sangre, la muerte, la destrucción se han hecho evidentes. Los rusos no pierden sino que ganan, pero a un costo altísimo pagado por jóvenes rusos y del Donbas. La guerra se ha estancado y la tecnología no resuelve todo tan simplemente como en Batman. Porque la guerra no es simple, y ahora dejó nuevamente de ser aséptica, y el supersoldado muere de a tantos como mueren los normales, porque siempre fueron normales al fin y al cabo. Algo de eso queda en una película reciente, llamada La batalla de Kamdesh (2022). En ella se cuenta una historia real, una batalla en Afganistán en que los soldados norteamericanos con mayor y mejor equipamiento poco pueden hacer frente a la masiva y decidida ofensiva del Talibán sobre su puesto de avanzada. Derrotados, y con deficientes liderazgos, a los norteamericanos no les queda más que recurrir a recursos de fondo. Solo queda salvar la vida -aunque tuvieron varias bajas- con la masacre del enemigo utilizando armamento estratégico, con bombardeos inmensos. Finalmente, abandonan el puesto. A un costo enorme en vidas, el Talibán venció en esa batalla, y también en la guerra. Así es la vieja guerra de siempre.

Tal vez, en esa clave haya que mirar el último Batman, el de Reeves. el último de la zaga. Allí a no hay supersoldado, sino un tipo en un traje negro en una ciudad de aura, para nada casualmente, ochentera, o sea, antes del exitismo noventero. La música es pesimista y eso se agradece. El millonario Bruce Wayne no parece ser un empresario exitoso con una respuesta siempre lista a todo desafío. Ya no hay cowboy. Más bien, el tipo está tan solo en la vida como en aprietos financieros está en la hacienda. En esta última película de Batman no hay tecnificación absurda ni exhibiciones impúdicas de armamento, y que hacían del “bati-algo” a veces más potente que al mismo Batman. Hay bototos en vez de superzapatos, en una estética que retorna al carácter del peleador callejero más punk que fascista. Incluso en el auto, algo tan central para la cultura capitalista como para el mismo Batman, hay cambios de paradigma. Mientras en la serie de Nolan el batimóvil es un vehículo experimental del complejo militar industrial de los EEUU destinado a seducir tras la pantalla al imaginario del trabajador padre de familia (realmente, el batimóvil de Nolan es una especie de sub blindada y antipobres); en Reeves es un viejo “musclecar” reacondicionado por el mismo Wayne: fuerza bruta, metal y trabajo técnico. Una apología de la brutalidad fordista del siglo pasado. Es la violencia desnuda, un Batman que comete errores, que tiene dificultades al pelear, caídas malas y que está mal afeitado. Notorio es el minimalismo tecnológico del héroe, realzando el rol detectivesco análogo que había perdido en versiones anteriores. La última Batman, creo, es un reconocimiento desde ese tipo de cine de que se acabó la era del espectáculo del supersoldado, enajenado ya de toda referencia a lo real, y que la guerra pop ya no es posible. Vuelve el amargado detective negro del pulp, desbordado por los desafíos del crimen, la injusticia y la violencia oscura de los comunes y corrientes devenidos en monstruos. Los horrores de una guerra que no tiene finales de cine, sino la eternización de la muerte real, de la injusticia y la pobreza que le siguen, hacen ya imposible un cine sobre la violencia que no asuma un realismo brutal.
El Batman de Reeves pone fin a un ciclo sin inaugurar nada, es pesimismo y crisis de sentido, también necesidad de un cambio más allá de lo que puede el superhéroe. La imagen absurda en que queda Iron Man luego de la guerra en Ucrania, es la imagen de las amenazas de las nuevas derechas que no se traducen en más que llamados a que otro, la policía o el ejército, ejerzan la violencia que desean. Ellos no son capaces, tampoco lo son policías y militares. Son tiempos de límites, también para la ultraderecha basada en el retorno a 1990. Batman, lo sabemos, no es de izquierdas, pero en la última película se declara el vacío político del fascismo, también el de la clase social de Bruce Wayne. Batman, como la mejor expresión de la juventud burguesa, ya no tiene más que ofrecer que el cuerpo. Un cuerpo que se nos recuerda débil y limitado. Sus enemigos, también minimalistas y realistas, dan cuenta de ese desborde: la situación de caos de Gotham no es su culpa, sino su ecosistema. No se acabará cuando ellos se acaben. Tal vez sea un momento honesto del gran cine, en que se trata la claudicación de la narrativa de superhéroes ante la realidad desconcertante de un siglo XXI ya en crisis general.

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Historiador, académico y parte del Comité Editor de revista ROSA.