Sobre el problema del partido revolucionario: Cinco lecciones de Lucio Magri para las discusiones actuales acerca del problema de la organización política

El centralismo democrático, según lo acabamos de caracterizar, es más que un principio formal. Es un principio organizativo, es un aspecto de la cultura militante, es una forma de entender la libertad personal en el contexto de las relaciones organizativas al interior del partido. En este sentido, supone niveles de madurez políticas importantes. Por esa razón, Lucio Magri es cauto en señalar que un partido en formación no puede pretender instalar de inmediato el centralismo democrático como principio organizativo. Más bien, debiera ponerse la instauración del centralismo democrático como un objetivo, como la meta a la cual se espera llegar con la formación y las prácticas políticas concretas.

por Fernando Quintana Carreño

Imagen / edición de Pasado y Presente para el texto de Magri “Problemas de la teoría marxista del partido revolucionario”.


Lucio Magri fue un destacado dirigente político y teórico del movimiento comunista italiano. Exponente de un marxismo crítico, y bastante poco ortodoxo en varios sentidos, su carrera política no estuvo exenta de polémicas, expulsiones y reincorporaciones en relación al Partido Comunista Italiano.[1]

Su elaboración teórica abarca varias dimensiones cuyo análisis resulta interesante, pero me centraré en el análisis de sus ideas acerca del problema de la organización revolucionaria, tal como está contenida en su obra Los problemas de la Teoría Marxista del Partido revolucionario[2]. Antes de comenzar, debo hacer dos prevenciones. Primero, el objetivo de este artículo no es convertirse en un texto académico ni filológico, sino servir como contribución a las discusiones que las izquierdas emergentes están dando en nuestro país. Por lo anterior, me pareció razonable priorizar el carácter didáctico de las explicaciones por sobre la precisión conceptual, así como suponer ciertas premisas teóricas en mi análisis, sin detenerme en abordarlos con todo el detalle y atención que dichos aspectos merecen. En segundo lugar, mi objetivo no es analizar dicha obra en sí misma, sino en cuanto a su actualidad. En otras palabras, me centraré específicamente en los aspectos de su análisis que sirven para pensar la política desde la izquierda hoy.

1.- El problema de la organización política es inseparable del problema de la concepción que tengamos acerca del cambio social.

El problema de la organización política no es un problema que surja en abstracto. Es un problema práctico que se nos plantea a todos quienes tenemos la voluntad de transformar el mundo que conocemos. Así, el problema de la organización política es una de varias aristas dentro de un problema más general: ¿Cómo, por medio de qué estrategias, empujando qué programa, con qué herramientas y dispositivos lograremos transformar nuestra realidad? Todo el conjunto de preguntas que surge dentro del problema general de cómo cambiar la realidad son inseparables entre sí. De esta manera, resulta evidente que no podemos discutir acerca del problema de la organización política sin hacernos cargo, de manera explícita o implícita, de otros problemas como el del programa, de la estrategia, del sujeto, etc.

Por razones de espacio, no podemos hacernos cargo de todas estas cuestiones con el detalle y el nivel de análisis que merecen. No obstante lo anterior, debemos anotar un par de ideas al respecto. En primer lugar, debemos partir por decir algo que puede parecer obvio, pero a veces es olvidado. Si uno asume, tal como lo hace Lucio Magri, una perspectiva revolucionaria acerca del cambio social, entonces la consecuencia necesaria debiera ser la adopción de una concepción revolucionaria acerca del problema de la organización política.

Ahora bien, ¿qué significa adoptar una perspectiva revolucionaria acerca del problema del cambio social y, por consiguiente, de la organización política? El Siglo XX ya nos enseñó los terribles riesgos políticos que provienen de adoptar visiones pre-concebidas y dogmáticas acerca de la revolución, tal como ocurrió con el fenómeno del estalinismo, o la esterilidad política que proviene de adoptar visiones identitarias y/o moralistas acerca de la misma. En general, las concepciones abstractas y a priori sobre la revolución terminan chocando con la realidad y, en último término, fracasando.

Un revolucionario debiera rechazar todo dogmatismo, y asumir que su tarea siempre es realizar un análisis concreto de la situación concreta, entender las tendencias reales del movimiento de la sociedad, estudiar sus potencialidades de cambio radical y determinar el mejor curso de acción posible para desplegar esas potencialidades de cambio. De esta manera, el socialismo no se configura como un tipo de sociedad que podamos conocer desde ya, y para cuya consecución debamos seguir un camino determinable de antemano. Más bien, la construcción del socialismo implica situarse siempre en los aspectos concretos de la realidad social, y desde allí impulsar apuestas políticas que supongan la superación del estado de cosas actual. El norte de un revolucionario no está en ningún manual, sino en impulsar el proceso de superación de las contradicciones de la sociedad capitalista.

Uno de los aspectos centrales de un proceso de superación de la sociedad capitalista dice relación con el problema del sujeto revolucionario, es decir, quién puede impulsar dicho proceso. De nuevo, una definición pre-concebida acerca del sujeto revolucionario es algo que resulta absolutamente estéril. Por un asunto de extensión, debemos limitarnos a decir lo siguiente: Si entendemos que nuestro objetivo es la superación de las contradicciones de la sociedad capitalista, entonces el sujeto revolucionario está determinado por su relación objetiva con dicha sociedad y sus contradicciones. Hablamos de la clase trabajadora en un sentido amplio, haciendo referencia a todos aquellos que venden su fuerza de trabajo para vivir, en el marco de labores productivas o reproductivas, de manera remunerada o no remunerada, por medio de relaciones jurídicas formales e informales, en las estructuras económicas clásicas o en las nuevas estructuras que han ido emergiendo en los últimos años.

Resulta evidente que la clase trabajadora, a partir de lo dicho anteriormente, está constituido por un conjunto bastante heterogéneo y plural de sectores de la sociedad. No obstante, habría que precisar que esta heterogeneidad y pluralidad más bien dice relación con la forma en que este sujeto aparece en su inmediatez que en cuanto a su esencia. En otras palabras, todos quienes componen la clase obrera tienen un rasgo esencial común, a saber, que dependen de la venta de su fuerza de trabajo para la reproducción de su vida. La heterogeneidad de la que hablamos antes, entonces, opera al nivel de la percepción que las y los trabajadores tienen respecto de sí mismos en su inmediatez que con la esencia de su posición en las relaciones de producción.

En este sentido, lograr que este conjunto heterogéneo y plural desarrolle una visión de mundo común, de manera que pueda actuar políticamente con una voluntad conjunta y de manera cohesionada, es una cuestión sumamente difícil. El desarrollo de la conciencia de clase de los trabajadores supone un gran desafío para todos quienes bogan por el cambio social. Lo anterior es más complejo aún, pues en los últimos años las relaciones jurídicas y económicas del capitalismo contemporáneo, en su versión neoliberal, han tomado formas que lo dificultan en mayor medida, si comparamos nuestra situación con la de la primera mitad del siglo pasado. En particular, nos referimos al factor de la fragmentación formal de las relaciones jurídicas de producción por medio de figuras como la externalización de servicios, la sub-contratación, el “auto-empleo”, entre otros. Esto, entre otros factores que no podremos analizar aquí, determina una fragmentación en la subjetividad productiva de la clase trabajadora, los cuales no se perciben inmediatamente como parte de un mismo sujeto social.

En otras palabras, la conciencia de clase necesaria para impulsar procesos radicales de cambio social se ha vuelto un problema cada vez más difícil para los marxistas. Más aún, el endeudamiento como mecanismo de integración al consumo, la industria cultural y del ocio, el surgimiento de movimientos xenófobos, el recrudecimiento de los fenómenos de violencia machista y otros fenómenos del mundo contemporáneo dificultan enormemente la tarea de la construcción de una visión de mundo común para la clase trabajadora. Es necesario acotar que, en último término, todos estos fenómenos pueden explicarse en términos de la forma que han tomado las relaciones capitalistas a nivel mundial, pero no podemos detenernos en ello.

Frente a la dificultad ya referida tenemos dos opciones. Podemos abandonar la vocación de construir una visión de mundo común, de desarrollo de la conciencia de clase a partir del reconocimiento de la clase trabajadora como sujeto, y adoptar alguna de las alternativas que los post-marxismos proponen hoy por hoy, o podemos enfrentarla decididamente, buscando las herramientas necesarias para encarar el desafío del desarrollo político de la clase trabajadora como sujeto. Una de esas herramientas es el partido revolucionario.

2.- Para avanzar con el objetivo de transformar revolucionariamente la sociedad, es necesaria la construcción de un partido revolucionario acorde a nuestros tiempos.

Una de las primeras dificultades a la hora de pensar sobre la necesidad de un partido revolucionario, es que la idea misma de “partido” resulta conflictiva para el sentido común imperante. En efecto, para la gran mayoría de la población la palabra partido está asociada con la burocracia estatal parasitaria, con casos de corrupción y con las dinámicas clientelares propias de la política de la transición. El descrédito que la política ha sufrido en los últimos años, sumada al fantasma del estalinismo, que aún pesa en las cabezas de muchos militantes, explican el surgimiento de un sentido común mayoritariamente anti-partidista. Así las cosas, nos vemos en la obligación de justificar la necesidad del partido revolucionario desde sus fundamentos más elementales.

Lo primero que tendríamos que decir para aproximarnos a la noción del partido es que, en términos generales, éste consiste en una agrupación de personas, que se organizan de cierta manera para lograr cierto objetivo de carácter político. De esta manera, la estructura, los fines y las formas de intervención de un partido dependen netamente de qué personas se hayan reunido en torno a qué objetivos. Una consecuencia de la observación anterior es que las formas de los partidos políticos han ido evolucionando en la historia, en relación a las condiciones materiales desde las cuales surgen y en las cuales actúan.

Ahora bien, cuando hablamos de un partido revolucionario, nos situamos en torno a la clase trabajadora y las condiciones históricas de su surgimiento y de su acción política. Aquí debemos volver a una idea señalada en el punto anterior, a saber, que en el capitalismo las relaciones sociales se les aparecen a los individuos como cuestiones fragmentarias y parcializadas, en términos tales que es muy difícil percibirlas desde un punto de vista global en el cual estas relaciones sociales tengan un sentido de conjunto. La clase trabajadora puede existir objetivamente sin que sus miembros se perciban como parte de una misma clase. A esto se refiere la clásica distinción entre la “clase en sí”, en el sentido de la existencia objetiva de la clase trabajadora por su posición respecto a los medios de producción y la “clase para sí”, en el sentido de la auto-percepción de dichos individuos como parte de una misma clase. A esto hacíamos alusión al cierre del punto anterior, en relación al problema de la conciencia de clase.

Resulta evidente que, para que exista un partido revolucionario, entendido como la organización de la clase trabajadora para la consecución de su objetivo histórico, es necesario que exista un grupo social que se reconozca como parte de la clase trabajadora, es decir, que haya desarrollado ciertos niveles de conciencia de clase. Pero también dijimos que era muy difícil el surgimiento espontáneo de esa conciencia de clase, y que para ello eran necesarias herramientas tales como el partido. ¿Cómo se soluciona esta aparente contradicción, en el sentido de que el desarrollo de la conciencia de clase es necesaria para la construcción del partido revolucionario, pero el partido es necesario para el desarrollo de la conciencia de clase?

Lucio Magri nos invita a pensar el problema de la relación entre partido revolucionario y conciencia de clase en términos históricos, es decir, como un proceso. Así, sostiene que el partido “no expresa ni promueve intereses definidos, no es la formación empírica que tutela un grupo social en el plano político, sino la vanguardia consciente a través de la cual la clase supera su inmediatez fragmentaria y subalterna; no es el instrumento de la acción de un sujeto histórico preexistente, con características y fines precisos, sino la mediación a través de la cual ese sujeto se constituye progresivamente, define un “telos” propio, un proyecto histórico propio.”[3]

El desarrollo de la conciencia de clase, el sentido de pertenencia de los trabajadores a un sujeto común, es el producto de un proceso histórico complejo y no lineal en el cual la percepción de cada individuo respecto de sus precarias condiciones de vida, cuando dan lugar a procesos de lucha de esos individuos por mejorar su condiciones de vida, van decantando de a poco en una percepción común acerca de las causas de esa precariedad. Este proceso, insistiremos una vez más, no es lineal, sino que tiene avances y retrocesos, flujos y reflujos, y tiene ritmos diferenciados según los distintos sectores que componen a la clase trabajadora.

Este proceso histórico toma la forma de una relación dialéctica. La lucha por la mejoría de las condiciones de vida van dando lugar a pequeños núcleos o polos de la clase con un grado mas avanzado de conciencia sobre sí mismos. Luego, el proceso en el cual estos pequeños núcleos se organizan para actuar da lugar a núcleos organizativos “proto-partidarios”, cuya acción política concertada permite que cada vez más amplios sectores de la clase trabajadora se reconozcan como parte de dicha clase y, a su vez, se sumen a estos núcleos proto-partidarios y así sucesivamente. Sintetizando, podemos decir que la dialéctica partido-clase implica un proceso mutuo de interacción recíproca, en el cual ambos polos se van constituyendo uno a otro en un proceso histórico, determinado por las condiciones materiales en las cuales se da dicha relación, y por la acción política de la clase trabajadora.

De lo anterior, podemos sacar dos conclusiones. En primer lugar, la estructura y forma del partido revolucionario no son cuestiones fijas, sino que implican ciertos grados de mutación y desarrollo en relación con el nivel de desarrollo y madurez de conciencia política que haya alcanzado la clase en su conjunto, y las distintas tareas que se vayan planteando en el desarrollo de la lucha de clases. En segundo lugar, la construcción del partido revolucionario es un proceso que se va conformando a partir de los sectores de la clase obrera que logran desarrollar su conciencia de clase primero, lo que se ha denominado históricamente “la vanguardia de la clase obrera”.

Los sectores de vanguardia cuya agrupación da lugar a las bases del partido (o proto-partido) revolucionario, deben buscar la forma de maximizar su acción política, de tomar los pocos recursos con los que cuentan para emprender las tareas que el momento de la lucha de clases les plantea. A juicio de Lucio Magri, la mejor forma de organizar la acción política está contenida en los principios leninistas del partido revolucionario: “partido de clase, partido de vanguardia, partido de lucha y, por lo tanto, unitario y disciplinado.”[4]

Ya hemos hecho mención al sentido de la idea del partido de clase. A continuación nos referiremos a los demás principios leninistas del partido revolucionario que sostiene Lucio Magri, y la utilidad que presentan para pensar el problema de la organización política hoy.

3.-Un partido vanguardia no es un partido caracterizado por un determinado tipo de estructura orgánica, sino uno caracterizado por la capacidad de cumplir una determinada función político-social.

Uno de los grandes problemas del leninismo es que éste ha sido cargado, históricamente, de un contenido profundamente dogmático. Los lectores de Lenin suelen abstraer sus posiciones políticas de su contexto histórico, y sostenerlas como posiciones universalmente válidas. En este sentido, el leninismo ha sido una fuente de concepciones abstractas y a priori acerca del partido. Más aún, estas lecturas dogmáticas acerca de Lenin no toman en cuenta la evolución y maduración de su pensamiento a lo largo de los distintos momentos de la lucha de clases en los cuales éste desempeñó su acción política, distorsionando profundamente el sentido de sus ideas.

Uno de los aspectos de la concepción leninista de la organización en el cual estas lecturas dogmáticas se aprecian con mayor fuerza es el aspecto que dice relación con la idea del partido vanguardia. La noción de partido-vanguardia nos remite, en el imaginario de los militantes de izquierda, a una organización reducida en términos numéricos, compuesta por profesionales de la revolución, con una estructura jerárquica y compartimentada, con rasgos de clandestinidad o semi-clandestinidad y con alta capacidad de maniobra para dar golpes rápidos y certeros a las fuerzas enemigas. En los últimos años en nuestro país, a propósito del último ciclo de ascenso en las movilizaciones sociales, fuimos testigos de varias organizaciones que se auto proclamaron como la vanguardia de la clase trabajadora, y adoptaron estructuras orgánicas como la recién descrita. El fracaso orgánico de todas esas apuestas es evidencia suficiente de que las concepciones dogmáticas acerca del problema de la organización política, y en particular la concepción de la vanguardia como un tipo de estructura, están destinadas al fracaso.

La idea de partido de vanguardia no debe entenderse como refiriendo a un tipo de estructura orgánica, sino a una función político-social en el terreno de la lucha de clases. De esta manera, en atención al carácter dinámico de la lucha de clases, y la necesidad de enfrentarla siempre desde un análisis concreto, la función político-social que define al partido vanguardia debe variar históricamente. La estructura orgánica del partido vanguardia, que debe estar diseñada para cumplir de mejor manera el rol de la vanguardia, está sujeta a la misma consideración.

Ahora bien, ¿cuál es la función político-social que implica el rol de vanguardia hoy? Como decíamos más arriba, uno de los aspectos fundamentales de un proceso de transformación revolucionario de la sociedad dice relación con que la clase trabajadora, sujeto histórico de la revolución, se reconozca a sí misma como un sujeto. En nuestro contexto histórico concreto, estamos asistiendo a lentos procesos de recomposición de este sujeto histórico, a partir de una serie de disputas político-económicas de carácter reivindicativo.[5] Estas luchas obedecen, fundamentalmente, a la necesidad de la clase trabajadora de disputar mejores condiciones para la reproducción de su vida, pero no implican necesariamente una conciencia de clase ni una perspectiva anti-capitalista por parte de todos quienes se han sumado a esos procesos de lucha. Pese a lo anterior, en el interior de los sectores movilizados se han configurado franjas de activistas más politizados, que han venido desarrollando perspectivas cada vez más decididamente anti-capitalistas.

Estas franjas politizadas son los que han comprendido la conexión estrecha que hay entre su necesidad inmediata por mejores condiciones en la reproducción de su vida y el sistema capitalista en su conjunto. Estos sectores han comprendido la necesidad de empujar, en cada conflicto, a que sectores cada vez más amplios de la clase trabajadora den el paso de la mera reivindicación inmediata hacia una perspectiva más global sobre el sistema y la necesidad de profundizar los programas de lucha. La función política-social que debe caracterizar al partido de vanguardia hoy, en nuestra opinión, consiste en la capacidad de agrupar a estas franjas politizadas, darles una perspectiva de totalidad a partir de un programa que les permita conectar con mayor facilidad las reivindicaciones inmediatas con el cuestionamiento al sistema capitalista en su conjunto, desarrollar las herramientas que les permitan transformar las luchas reivindicativas en procesos de lucha exitosos, y así empujar el proceso de desarrollo de la conciencia de clase en sectores cada vez más amplios de los trabajadores.

Ahora bien, al afirmar que la función político-social que caracteriza al partido de vanguardia es el desarrollo de la conciencia revolucionaria de la clase trabajadora, nos introducimos en el clásico debate acerca de si la conciencia socialista “viene de afuera” o “viene de adentro”. Decir que viene de fuera implica una concepción iluminista de la conciencia de clase, donde este grupo selecto que es el partido, que tiene un conocimiento privilegiado de las relaciones capitalistas, viene a inculcar la conciencia de clase en las masas, tal como lo haría un profeta. Este tipo de posiciones suelen llevar a concepciones vanguardistas o jacobinistas acerca del contenido de la acción política de la izquierda. Decir que viene desde dentro implica sostener que hay un elemento inmanente a la clase trabajadora, capaz de producir la conciencia de clase por su solo desarrollo espontáneo, sin la necesidad de ningún tipo de conducción política. Este tipo de posiciones suelen llevar a concepciones más bien espontaneístas de la acción política, que subestiman la necesidad de definir un programa político e impulsarlo conscientemente.

Lucio Magri sostiene que plantear el debate acerca de la conciencia revolucionaria en esos términos impide comprender la complejidad del asunto. Según su explicación, inmanencia y exterioridad aparecen como momentos distintos en el proceso de desarrollo de la conciencia de clase. “(…) la relación partido-clase se hace cabalmente dialéctica; por un lado, el partido, la conciencia revolucionaria, son externos a la clase, o al menos a su inmediatez social; por el otro, no son – ni pueden ser – más que una parte de la clase, su conciencia de sí, el fruto de la praxis que revela lo oculto, su maduración histórica, real.”[6] El partido surge desde la clase, y se desarrolla como una mediación de esta consigo misma, para superar el punto de vista inmediato de cada trabajador y darle un punto de vista global sobre sí mismo y sobre la sociedad para guiar su acción política.

Vemos, entonces, que el partido revolucionario se presenta como la agrupación de los sectores de la clase trabajadora que han alcanzado niveles más profundos del desarrollo de su conciencia de clase, su vanguardia política. Su objetivo, en ningún caso, debe ser conducir al conjunto de la clase “desde fuera”, lo cual en último término termina en sectarismo y aislamiento de un grupo reducido numéricamente hablando. Su objetivo es el impulso del desarrollo de la conciencia de cada vez más sectores de la clase. En este sentido, sostenemos que la función político-social que caracteriza a la vanguardia en este momento de la lucha de clases, solo puede ser ejecutada por partidos de masas. [7]

La idea de partidos de masas clásicamente se entiende en contraposición con la idea de partidos de cuadros. Esta contraposición suele plantearse – sobre todo por quienes conciben la noción de partido-vanguardia como un tipo de estructura – como si la característica distintiva del partido de masas fuera la disciplina y el rigor, y la del partido de masas fuera la laxitud. Así, quienes reivindican al “partido de cuadros” no ven su estrechez numérica como un problema político, sino como una virtud.

Nosotros reivindicamos la idea de partido de masas en el sentido de que la vocación política de la vanguardia debe ser ganar para sus filas al mayor número de miembros de la clase trabajadora, al mismo tiempo que se procura una línea de desarrollo orgánico que decante en la formación política de cuadros militantes. Es decir, sostenemos que solo organizaciones políticas masivas pueden hacerse cargo de las tareas que están planteadas hoy en día, pero asumir dicha perspectiva no puede implicar una renuncia a la perspectiva de seriedad y disciplina en la construcción de la militancia.

Naturalmente, dicha definición supone una tensión, en el sentido de que la vocación de masividad implica un gran desafío en cuanto a mantener y preservar un norte político-programático claro en la formación de cuadros y la definición de líneas políticas. Pero esta tensión es, en último término, irreductible. Es justamente el desafío que debemos asumir. Renunciar a él es condenarse a ser una secta con un norte político muy claro, con una estrechez numérica que lo condenará a la impotencia política absoluta.

Definir la masividad de la organización política como un objetivo político de primera necesidad no es una simple declaración de voluntad, sino que ésta búsqueda de masividad se  vuelve un criterio político a ser tomado en cuenta en cuanto a la estructura orgánica, la forma y tiempo de las discusiones políticas, entre otros aspectos relevantes. Así, por ejemplo, un partido de masas debiera considerar que las formas en las cuales los distintos sectores del pueblo pueden militar no son las mismas, y adoptar formas orgánicas flexibles para hacerse cargo de dicha situación. Por otro lado, la búsqueda de masividad implica que la comunicación política del partido debe apuntar a la clase en su conjunto, lo cual condiciona la orientación de la agitación y la propaganda y las definiciones políticas acerca de las referencias públicas de la organización. Un partido cuya vocación es la masividad no se puede conformar con hablarle a los convencidos.

Otro aspecto de la vocación de masividad dice relación con el problema de la moral revolucionaria y el sacrificio personal del militante. Si uno revisa la historia de la gran mayoría de los partidos revolucionarios del siglo XX, uno se encuentra rápidamente con muchas historias de grandes sacrificios personales. “El compromiso del militante terminaba a veces por convertirse en una pura sumisión a la revolución, en despojarse por ella de la propia figura, de la propia vocación específica (…) exigía siempre por tanto una vocación de tipo moralista”[8]

El militante revolucionario se parecía bastante al mártir cristiano, en el sentido de que entregarse a la revolución implicaba el sacrificio total de la vida personal. Quien no asumía este sacrificio era un mal militante, carente de moral revolucionaria. El Che Guevara es el máximo símbolo de esta concepción de la militancia, que va muy de la mano con la concepción del partido de vanguardia como un tipo de estructura. Podemos decir que los partidos vanguardia en el siglo XX presuponían una ética del sacrificio personal del militante como fundamento de su estructura orgánica.

Efectivamente, hasta bien entrada la mitad del siglo pasado era plausible construir partidos revolucionarios sobre la base de la ética del sacrificio en la militancia. Ya en la segunda mitad del siglo pasado, Lucio Magri detecta el problema de presuponer el sacrificio militante como presupuesto orgánico. De manera incipiente en su tiempo, y de manera absolutamente consolidada en la actualidad, la industria del ocio, el acceso al crédito mediante el consumo, el efecto ideológico de la publicidad entre otros factores, hacen mucho más escasa esa disposición moral a la auto-renuncia. Un partido que presuponga un militante con alta disposición al auto sacrificio tenderá a mantenerse en la estrechez numérica que caracteriza a los partidos que se auto proclaman vanguardias.

Ahora bien, ¿qué significa construir un partido que no requiera del sacrificio personal del militante como un presupuesto orgánico? Esto no implica que deje de haber un cierto componente moral en el compromiso de cada militante con la revolución. Sin ese compromiso, no hay posibilidad del cambio social. El punto es que este compromiso no puede ser el único nexo de la persona con el partido. Deben haber nexos orgánicos, vitales entre la vida social del militante y la organización política. En opinión de Lucio Magri, esto se logra por medio de la construcción de líneas de desarrollo político-orgánicas en las cuales la actividad personal del militante coincida, al menos parcialmente, con su actividad política.

La actividad política del partido revolucionario no solo apunta a la destrucción de la sociedad capitalista sino que, en la medida en que las condiciones actuales de vida lo permitan, un cierto grado de anticipación o pre-figuración de la sociedad que apostamos por construir. En este sentido, el desarrollo concreto del programa del partido, cuando se aterriza en cada uno de los frentes de disputa, debe apostar por generar actividades, estructuras organizativas e incluso espacios de trabajo que sean puntos de convergencia entre los intereses personales de la militancia y el proceso de construcción del mundo nuevo, manifestaciones concretas que anticipen en algún sentido las nuevas formas de reproducción de nuestras vidas que queremos construir. Toda línea programática debiera apuntar a materializarse no solo en un conjunto de reivindicaciones o peticiones, sino en nuevas formas de realizar las actividades concretas de cualquier persona en su vida cotidiana.

La apuesta por la vinculación personal de la militancia al partido a través del desarrollo concreto de actividades vinculadas a las líneas programáticas definidas, lejos de socavar el aspecto moral del compromiso con la causa por medio de la introducción de un elemento egoísta, eleva el compromiso de la militancia con la organización a un nuevo nivel. La ética del sacrificio no es suficiente para fundamentar partidos de masas en el siglo XXI. Como dice Magri, “la militancia pierde así todo carácter abstracto, toda imposición moralista y aunque continúa implicando una elección radical, una tensión constante con el ambiente, no exige una suspensión de lo privado, sino su calificación, su inserción en una perspectiva común![9]

Ahora el militante puede saber que no solo sus convicciones políticas y morales pueden estar al servicio de la construcción de un mundo nuevo, sino también sus capacidades laborales, artísticas, culturales, deportivas, y en general todas sus aptitudes personales. Además, de esta forma el proyecto se hace más concreto y fácilmente llamativo para las personas con las cuales conviven los militantes, pues surgen espacios concretos de actividad vital ligadas al proyecto revolucionario que se pueden mostrar.

El partido de masas, en este sentido, pasa a agrupar un amplio conjunto de actividades y estructuras. La forma de organizar la vida interna del partido revolucionario será fundamental para su éxito o fracaso. Dicha forma organizacional supone muchas preguntas. En la próxima sesión nos haremos cargo de una de ellas: el problema de la democracia y la toma de decisiones al interior de la organización política revolucionaria.

4.- El problema de la democracia en la organización política

Al cierre de la segunda sección, decíamos que uno de los principios del leninismo es el partido unitario. La fórmula concreta en la cual se cristaliza esta idea del partido unitario es la del centralismo democrático. En esta sección, intentaremos defender la idea del centralismo democrático como una fórmula organizativa adecuada y pertinente para nuestros tiempos.

El problema de la democracia en la organización política puede formularse de la siguiente manera: ¿Cómo conciliar la diversidad de puntos de vista que se generan al interior del partido con la necesidad de actuar de manera cohesionada en la vida política de la sociedad? ¿Cómo se logra producir una visión de mundo común, que le permita al partido actuar como un solo sujeto, sin caer en autoritarismos? ¿Cómo se logra democratizar la toma de decisiones en el contexto álgido de la lucha de clases?

De acuerdo a Lucio Magri, la doctrina leninista del centralismo democrático implica “concebir y hacer obrar al partido como una voluntad unívoca, que define democráticamente los propios objetivos, pero que luego actúa sin reservas, incertidumbres ni divisiones.”[10] En otras palabras, el centralismo democrático implica la síntesis de dos principios que, en cierto sentido, se contraponen. Las decisiones deben ser tomadas de la manera más democrática posible, pero su ejecución implica disciplina y sumisión a las líneas decididas, aunque las opiniones personales de cada militante difieran respecto de ellas.

El principio centralista y el principio democrático no deben entenderse como “mezclados” en una amalgama contradictoria, sin pies ni cabeza. Más bien deben entenderse como “momentos” de la vida interna del partido, cada uno con su función precisamente delimitada. “El momento centralista gobierna la dirección unitaria del partido que con la disciplina compromete a todo militante en la realización de la línea general definida y en la ejecución de los objetivos específicos que se acordó alcanzar conjuntamente. El momento democrático, en cambio, garantiza que la línea del partido se decidirá a través de una confrontación libre y general de las ideas y con la adopción de las tesis que prevalezcan.”[11]

Así,la institucionalidad interna del partido debe estar construida de forma tal que le permita transitar fluidamente del momento centralista al momento democrático, marcando claramente la contraposición entre ambos. De estas ideas podemos extraer varias consecuencias. Así, el estatuto interno del partido debe contemplar mecanismos para que su dirección política pueda conducir su intervención política de manera decidida, organizando, conduciendo, comunicando y ejecutando la voluntad colectiva sin mayores trabas burocráticas, adoptándola a los distintos contextos concretos que la lucha de clases genera. La militancia no debiera ver en una dirección centralizada un problema, toda vez que la pertenencia a un proyecto colectivo implica formar parte de una voluntad común que excede al individuo. Por el contrario, una dirección fuerte, con amplias capacidades para la ejecución política, garantizan que la voluntad común que el partido logre formar tendrá impactos concretos en la realidad.

Al mismo tiempo, y justamente en razón de lo anterior, debe contemplar mecanismos que permitan que la voluntad colectiva del partido se forme de la manera más democrática posible, cuidando también la eficiencia de los procedimientos deliberativos. Por otro lado, dicho estatuto partidario debiera consagrar la posibilidad de la militancia de agruparse en tendencias internas según las distintas tesis políticas presentes en el partido, reglamentándolas para que sean una contribución a la democracia interna del partido. Formalizar la libertad de tendencias es darle un cauce ordenado a la diversidad interna que caracteriza a toda organización política, de manera que ésta sea un impulso y no un obstáculo para la democracia interna.

El centralismo democrático, según lo acabamos de caracterizar, es más que un principio formal. Es un principio organizativo, es un aspecto de la cultura militante, es una forma de entender la libertad personal en el contexto de las relaciones organizativas al interior del partido. En este sentido, supone niveles de madurez políticas importantes. Por esa razón, Lucio Magri es cauto en señalar que un partido en formación no puede pretender instalar de inmediato el centralismo democrático como principio organizativo. Más bien, debiera ponerse la instauración del centralismo democrático como un objetivo, como la meta a la cual se espera llegar con la formación y las prácticas políticas concretas.

Las ideas mencionadas en el párrafo anterior nos obligan a hacer una precisión. En rigor, un revolucionario debe entender que la democracia es más que un conjunto de procedimientos formales. Más bien, la democracia consiste en la capacidad de producir una voluntad común, y los procedimientos formales son solo un medio para ese fin. Con esto no quiero decir que las formas no importen, pues en realidad son fundamentales. El punto es que no bastan por sí mismas. Sin un cierto nivel de consenso ideológico y estratégico, ningún procedimiento formal va a permitir una democracia interna realmente consolidada. En este sentido, si bien defendemos la libertad de tendencias como garantía para la democracia interna, sin cierto nivel de consenso entre ellas jamás se producirá una voluntad común para la militancia. Ciertos niveles de acuerdos mínimos en los aspectos elementales del programa y la estrategia deben ser un piso mínimo para la construcción revolucionaria conjunta.

5.- El problema de la organización política es más amplio que el problema del partido propiamente tal.

Hemos hablado latamente de la necesidad de avanzar en la construcción de un partido revolucionario, y hemos caracterizado brevemente algunos de sus rasgos fundamentales. No obstante lo anterior, debemos decir que la construcción del partido revolucionario no agota el amplio conjunto de desafíos que se plantean en torno al problema de la organización política.

Comenzamos este artículo haciendo referencia a que, de una concepción revolucionaria del cambio social se sigue una concepción revolucionaria de la organización política. En este sentido, es necesario recordar que el objetivo fundamental que cruza toda la discusión acerca del problema de la organización política es el desarrollo de la capacidad de auto-conducción política por parte de la clase trabajadora. Hemos dicho que el partido es necesario para el desarrollo de dicha capacidad, pero la verdad es que no es suficiente.

Por capacidad de auto conducción política, entendemos el conjunto de prácticas, saberes y estructuras que hacen posible la toma y ejecución colectiva de las decisiones relevantes en todos los aspectos de la vida, sin delegárselas a un ente externo. En otras palabras, podríamos decir que el desarrollo de la capacidad de auto conducción política de la clase trabajadora consiste en el desarrollo de una democratización creciente en todos los aspectos de la vida. En este sentido, aún un partido revolucionario de masas con una democracia interna bien desarrollada resulta insuficiente para el desarrollo pleno de esta capacidad.

Aunque el partido revolucionario sea un componente inmanente a la clase trabajadora, su sola presencia no logra suprimir el elemento de “exterioridad” respecto de la clase en la toma de decisiones. Magri formula el problema en los siguientes términos: “El partido se convierte inevitablemente en un aparato autoritario y burocrático si coexiste con una masa desorganizada (…) entre el partido y las masas debe existir un tercer término, el cual hará factible la relación entre los dos primeros: las instituciones autónomas y políticamente unitarias de la clase obrera.”[12]

En otra palabras, por más democrática que sea la vida interna del partido, se establecerán relaciones poco democráticas al interior de la clase trabajadora considerada en su conjunto si el partido es la única entidad con capacidad de generar conducción política. En cambio, estas instituciones autónomas – cuyo mejor ejemplo son los consejos obreros en opinión de Magri – permiten mediar la relación entre partido y masas, en términos tales que el papel de la clase obrera no se vea reducida a la pura recepción pasiva de líneas políticas. Así, una de las tareas fundamentales de un partido revolucionario debe ser el impulso político de estas instituciones – sindicatos, federaciones, asambleas territoriales, etc. –, y la defensa rigurosa de su autonomía política.

Ahora bien, la existencia de estas instituciones autónomas de la clase trabajadora no es la solución mágica que elimina de un plumazo la inevitable tensión entre el partido revolucionario y el pueblo en su conjunto. El punto es que la mediación de las instituciones autónomas de la clase trabajadora, el “tercer término” de la dialéctica partido-masas permite que esta tensión se vuelva creativa, que se vuelva terreno fértil para el crecimiento y desarrollo político de la clase en su conjunto.

El rol que partido y masas juegan recíprocamente, en su relación mediada por las instituciones autónomas de la clase, no es el mismo en todos los momentos de la lucha de clases. En momentos de mayor algidez de la lucha de clases, las masas tenderán a jugar un rol más activo en cuanto al impulso político, mientras que en momentos de reflujo tenderán a jugar un rol más pasivo, cabiéndole en este último caso un rol más protagónico al partido revolucionario.

Por último, es necesario anotar que esta última reflexión nos conduce a concluir que la frontera entre el partido y las masas no es tan rígida como uno tendería a pensar. Por supuesto que un partido revolucionario debe tener mecanismos formales bien estructurados para resguardar su integridad y seguridad internas. El punto es que, entre ambas, hay una serie de espacios intermedios, de nucleamientos de activistas o militantes sociales con grados mayores o menores de actividad política en su interior. El partido debe ser capaz de nutrirse con todos estos nucleamientos intermedios, de “enraizarse” en ellos, fortalecerlos y hacerse fuerte de la mano de ellos, siempre con la prevención de defender su autonomía. En otras palabras, el partido debe ser capaz de abrirse a las masas, de anclarse profundamente en los espacios vitales de la clase trabajadora, sin perder su especificidad y su carácter de partido revolucionario.

El partido, considerado como “complejo organizacional” debe ser capaz de diseñar una estructura interna diferenciada, que le permita pensar y ejecutar sus líneas políticas generales en distintos niveles, y ser capaz de coordinar personas con distintos grados de compromiso y disposición a la militancia, insertas en espacios con dinámicas muy distintas entre sí, dándole a cada uno de estos niveles un lugar adecuado en su estructura.

Notas

[1] Una descripción más acabada de su trayectoria escapa los objetivos de este artículo. No obstante, para quien quiera profundizar en ello, Perry Anderson escribió una reseña de la misma  a propósito de su muerte, el año 2011: http://www.rebelion.org/docs/147550.pdf

[2] Para quien le interese, en este link pueden encontrar el PDF completo del libro en cuestión. http://www.rebelion.org/docs/140533.pdf

[3] Lucio Magri, Problemas de la teoría marxista del Partido Revolucionario, editorial Anagrama, 1970, p. 38

[4] Lucio Magri, Ibid., p.80

[5] Nos referimos al último ciclo de movilizaciones sociales, cuya expresión política fundamental ha sido la lucha por los derechos sociales. Para una caracterización más detallada de lo anterior, remito al lector a:  http://www.rebelion.org/noticia.php?id=239325

[6] Lucio Magri, Problemas de la teoría marxista del Partido Revolucionario, editorial Anagrama, 1970, p. 38

[7] Lucio Magri, Ibid., p. 81

[8] Lucio Magri, Ibid., p. 86

[9] Lucio Magri, Ibid., p. 87

[10] Lucio Magri, Ibid., p. 84

[11] Lucio Magri, Ibid., p. 90

[12] Lucio Magri, Ibid., p. 102

Fernando Quintana Carreño
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Abogado y estudiante de Magister en Pensamiento Contemporáneo (UDP).

Un Comentario

  1. En el párrafo que hace la distinción entre partido de cuadros y partido de masas, hay un error: dice dos veces “de masas”, donde al menos una vez debiera decir “de cuadros”.

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