Teoría para no-aculturados, I

El gran ensayo deposita una enorme confianza en el estado y particularmente en el ensamblaje gobierno-pueblo para la tarea de “desmontar bloque a bloque el muro que nos cierra el camino”. Sólo un eclecticismo sin límites podía proponer este tipo de andamiaje entre pueblo, heterogeneidad, gradualidad y “desmonte” de la subjetividad neoliberal. Por eso las soluciones terminan siendo igualmente abstractas (“ir más allá de la mercancía y el valor de cambio”) o consignistas (desmontar el neoliberalismo “palmo a palmo”). El destino abstracto de las soluciones ofrecidas se refleja también en la mentada “lógica de lo común” que sería oposicional a la lógica o racionalidad neoliberal. Althusser también hablaba de los intersticios e islotes de comunismo en el capitalismo contemporáneo, pero los identificaba: un estadio de fútbol, una reunión, una fiesta. Precisamente porque la intensificación del capitalismo en la era de los datos ha hecho imposible una individualización transparente de dichos islotes –casi podría decirse, ocupándolos con el big data y la estructuración tecnocapitalista de los intercambios sociales– es que requerimos que el enunciado “lógica de lo común” se despliegue en algún sentido que no sea el de la consigna. De otra manera, sólo aparece como un guiño teórico hacia un lugar indeterminado –contrastando además con el reverso político de la apuesta de El gran ensayo: el estado como palanca de cambio del gradualismo anti-neoliberal.

por Claudio Aguayo Bórquez

Imagen / El Gran Ensayo, Simón Ramírez, Tiempo Robado Editoras. Fuente.


El presente texto forma parte de una serie de tres trabajos sobre libros y materiales publicados entre 2019 y 2022 a propósito de la revuelta chilena y el fallido proceso constituyente. Mi intención no es, de ninguna manera, iniciar un ataque a ideas particulares, sino poner de relieve los límites de lo que he decidido llamar, primero, foucaultianismo progresista, luego jerga de la heterogeneidad y finalmente populismo soft—un notpopulismo, para utilizar un ejemplo de la cultura popular chilena. El título de los textos responde a una antigua proclama del escritor peruano José María Arguedas: “[…] yo no soy un aculturado; yo soy un peruano que orgullosamente, como un demonio feliz habla en cristiano y en indio, en español y en quechua”. En Chile, la aculturación es la forma vívida del decoro mesocrático: desde los balmasiúticos de 1891, la subjetividad adaptativa de los empleados y la primacía ideológico-cultural de los “barrios patricios” de Santiago –como decía un enemigo, Alberto Edwards. Contra la aculturación, haría falta lo que el operaísmo italiano llamó un “punto de vista parcial” una táctica particularista, un punto de vista proletario.

 

La ineficacia del foucaultianismo progresista

 

“La masa de empleados se diferencia del proletariado por el hecho de estar espiritualmente desamparados. De momento no pueden hallar el camino que lleva hacia los camaradas, y la casa de los conceptos y sentimientos burgueses que había habitado dicha masa [de empleados] se ha derrumbado, porque la evolución económica le extrajo de raíz sus fundamentos. Ésta vive hoy sin una teoría a la que pueda alzar la vista, sin una meta a la que pudiera interrogar. Así, vive con el temor de alzar la vista e interrogarse de forma exhaustiva.
Nada caracteriza tanto esta vida, que sólo puede ser llamada vida en un sentido limitado, como la forma en que se le aparece lo más elevado.”

Siegfried Kracauer

 

Parto esta intervención comentando otro libro. Por una necesidad meramente teórica, puesto que se trata de un texto sintomático, una suerte de barómetro del estado de la teoría en Chile, y particularmente de la teoría de los intelectuales orgánicos de la izquierda. Me refiero al libro de Simón Ramírez, El gran ensayo, publicado este año (2022). Mirado desde lejos, el libro de Ramírez es un atrevimiento, una hazaña: intenta al mismo tiempo una definición analítica de un término controvertido (el neoliberalismo) y una genealogía del desarrollo material de este fenómeno social en la historia reciente de Chile. Mirado desde cerca, constituye un documento conflictivo, que muestra las ambigüedades de la intelectualidad de izquierda. Para no encandilar con un desmenuzamiento innecesario del texto, quisiera intentar una definición: El gran ensayo expresa los límites del intento foucaultiano para definir el neoliberalismo como una racionalidad. El libro hace suyas las definiciones de Dardot y Laval, particularmente la idea de que el neoliberalismo es a la vez una gubernamentalidad y una razón del mundo. Sin embargo, casi por una necesidad de legitimación, salta de dicha definición sociológica a una económico-política: el neoliberalismo, dice Ramírez, es al mismo tiempo una gubernamentalidad, una razón del mundo, y un modo específico de acumulación –definido por David Harvey, la acumulación por desposesión. El problema es la ausencia sustantiva de un nexo orgánico entre ambos lados de la definición (gubernamentalidad/acumulación de capital).

Nuestro autor insiste en señalar que acumulación por desposesión y gubernamentalidad son dos “momentos de una unidad” que poseen al mismo tiempo una lógica común. Si no fuera por el enunciado, podríamos oler de lejos el eclecticismo, pero se nos ofrece un salvataje, algo que es capaz de poner los dos términos (desposesión/gubernamentalidad) en una situación no sólo de reciprocidad –lo que haría retornar a una lógica funcionalista– sino también de unidad. Cuando se trata de definir esta lógica o racionalidad común, sin embargo, surge un artefacto tautológico, disfuncional o anti-dialéctico: el hilo racional entre acumulación por desposesión y gubernamentalidad neoliberal es la “acumulación ilimitada”.[1] El laberinto teórico del foucaultianismo queda entonces al descubierto. Asistimos al retorno a una formulación muy simplificada, muy poco sofisticada del carácter mismo del capital enunciado por el marxismo en el siglo XIX: su tendencia totalizante a ocupar todos los lugares de lo social, nominada como fetichismo de la mercancía o como tránsito de la subsunción formal a la subsunción real. La tautología no es casual, y en mi opinión deriva de una clausura del materialismo histórico, por una parte, y de un intento por exhibirlo como operación residual, capaz de convivir en paz con la noción de gubernamentalidad.

Esta misma ambigüedad ya era palpable en los textos de Dardot y Laval, a quien Ramírez cita copiosamente. En su aclamado libro La nueva razón del mundo Dardot y Laval parten del supuesto de que el neoliberalismo es una “racionalidad”, un set de discursos, prácticas y aparatos que determinan un nuevo modo de gobierno –o una nueva gubernamentalidad– de los seres humanos. Uno de los gestos más pertinaces de Dardot y Laval es la particular necesidad de demarcarse y tomar distancia del marxismo: el neoliberalismo no podría ser explicado por el determinismo mono-causal de una concepción que hace de la “lógica del capital” algo autónomo. El marxismo, señalan los autores, hace de la economía la única dimensión del capitalismo y supone que la burguesía es un sujeto histórico idéntico a sí mismo Así, los teóricos de la gubernamentalidad neoliberal desestiman la idea de acumulación por desposesión introducida por David Harvey en su Breve historia del neoliberalismo.[2] Sin embargo, y por eso hablo de ambigüedad y de límite, Dardot y Laval no pueden caracterizar la subjetividad neoliberal, el resultado de estas supuestamente novísimas formas de gobierno, sino como formas ultra-desarrolladas de subjetividad capitalista. El neoliberalismo, nos explican, es precisamente el desarrollo de una lógica del mercado como una normativa generalizada desde el estado hasta lo más profundo de la subjetividad. Detrás del velo de la multiplicidad plural de modos de gobierno, reaparece como por arte de magia una concepción más bien clásica de la subjetividad capitalista. Mi problema particular con esta narrativa es que ha podido deshacerse del marxismo sólo bajo una condición: la de no decir cuál marxismo, la de construir, con fines de legitimación teórica, un marxismo de juguete.

El marxismo no necesita teorías ortodoxas y dogmáticas, o defensas cerradas: es un horizonte creativo. Dicho esto, sí me parece que hay que requerir, ahí donde es criticado y desestimado, que se nos explique cuándo y dónde algún marxista ha dicho que la burguesía es un “sujeto histórico idéntico a sí mismo” (cierto marxismo hegeliano sí ha concebido un sujeto histórico idéntico a sí mismo en el capital, pero no en la burguesía, y eso transforma todos los términos del problema) o que la única dimensión del capitalismo es la “economía”. ¿Cuál economía?, ¿la economía política clásica?, ¿el economicismo de los científicos monetaristas de la contrarrevolución neoliberal en Chile o Chicago?, ¿la crítica de la economía política emprendida por Marx? El malentendido es demasiado viejo como para tener que insistir en él: la terminología inaugurada en El capital no es de ninguna manera una terminología cuyo uso sea estrictamente “económico”, en el sentido de una disciplina sobre el intercambio o los precios, sino un aparato crítico para entender la coyuntura capitalista más allá de su ideología oficial históricamente situada –sea esta la economía política clásica, el keynesianismo o el monetarismo de Milton Friedman.

Misma situación de El gran ensayo, en todo caso, cuando desestima por un supuesto monolitismo el concepto de clase social para proponer una recuperación del concepto de pueblo heterogéneo. “A diferencia del análisis clásico de la izquierda, la antigua reducción a la clase hoy no es suficiente”, escribe Ramírez hacia el final de su libro.[3] Dejo de lado las dificultades atributivas contenidas en la frase “a diferencia del” análisis clásico de la izquierda –¿cuál análisis?, ¿cuál izquierda?– para resaltar la familiaridad sociológica de esta presuposición: el concepto de clase es la reducción de una heterogeneidad y por tanto necesitaría ser suplementado. Se confirma aquí la vieja paradoja de Slavoj Zizek en su debate con el deconstruccionismo americano: un significante incluye toda la distancia posible con su serie de significados. De tal manera que en el término clase está toda esta distancia de heterogeneidad precisamente porque, funcionando como una reducción, logra visualizar lo que la multiplicidad fascinante de sujetos y subjetividades que pululan en una capa social no permite ver. Se trataría para Ramírez de evitar la homogeneización de un sujeto que es “eminentemente plural”, sin dar cuenta del estatuto ontológico o siquiera empírico de esa pluralidad. Trabajos más situados como el de Juan Gabriel Valdés sobre los economistas de Chicago o el cuidado libro de Renato Cristi sobre el constitucionalismo neoliberal, podrían salvarse de esta necesidad de rigor. Pero el libro de Ramírez quiere explicar una tesis general, un trazo que es completamente social: el neoliberalismo como racionalidad global.

En todo caso, el debate sobre la multitud en la filosofía política reciente (Antonio Negri, Paolo Virno, Vittorio Morfino entre otros) dice precisamente lo contrario: al menos desde Hobbes, en términos epistemológico-políticos el concepto de pueblo se concibe contra la representación democrática de una muchedumbre irreductible al poder del estado, la multitud. No por nada el mismo término pueblo con el que hace gárgaras la sociología progresista contemporánea, incluyendo cierto populismo soft inspirado en Chantal Mouffe, es el mismo que reivindica un filósofo de derecha radical como Hugo Herrera. El problema con el concepto de pueblo heterogéneo que intenta vindicar Ramírez es precisamente que no es capaz de dar cuenta del sentido de una ambigüedad terminológica –como sí lo hacían los defensores “noventeros” de la tradición materialista de la multitudo. En otros términos, lo relevante del sintagma “pueblo heterogéneo” es el término calificador, el adjetivo, la heterogeneidad. Mientras el sentido de esa heterogeneidad permanezca inexplicado, o explicado sólo a un nivel de distinción sociológica y disciplinaria (es decir, para desestimar el concepto marxista de clase), me parece que lo heterogéneo funciona como fetiche. Porque, de hecho, el neoliberalismo es ante todo un proyecto de clase, como el mismo Ramírez parece reconocer: un proyecto de restauración del poder de clase, una ideología de la contrarrevolución capitalista.

La obliteración de la lucha de clases del campo de análisis del neoliberalismo es condición de la afirmación gradualista con la que, de forma chocante, Ramírez baja el telón de la retórica autonomista. En efecto, después de una serie de compromisos teóricos con el foucaultianismo y autoras como Raquel Gutiérrez (¡y al mismo tiempo Álvaro García Linera!), El gran ensayo deposita una enorme confianza en el estado y particularmente en el ensamblaje gobierno-pueblo para la tarea de “desmontar bloque a bloque el muro que nos cierra el camino”. Sólo un eclecticismo sin límites podía proponer este tipo de andamiaje entre pueblo, heterogeneidad, gradualidad y “desmonte” de la subjetividad neoliberal. Por eso las soluciones terminan siendo igualmente abstractas (“ir más allá de la mercancía y el valor de cambio”) o consignistas (desmontar el neoliberalismo “palmo a palmo”). El destino abstracto de las soluciones ofrecidas se refleja también en la mentada “lógica de lo común” que sería oposicional a la lógica o racionalidad neoliberal. Althusser también hablaba de los intersticios e islotes de comunismo en el capitalismo contemporáneo, pero los identificaba: un estadio de fútbol, una reunión, una fiesta. Precisamente porque la intensificación del capitalismo en la era de los datos ha hecho imposible una individualización transparente de dichos islotes –casi podría decirse, ocupándolos con el big data y la estructuración tecnocapitalista de los intercambios sociales– es que requerimos que el enunciado “lógica de lo común” se despliegue en algún sentido que no sea el de la consigna. De otra manera, sólo aparece como un guiño teórico hacia un lugar indeterminado –contrastando además con el reverso político de la apuesta de El gran ensayo: el estado como palanca de cambio del gradualismo anti-neoliberal.

 

Notas

[1] Ramírez, Simón. El gran ensayo, 122

[2] Dardot & Laval, The New Reason of the World, 9-10

[3] Ramírez, El gran ensayo, 374

Claudio Aguayo Bórquez
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Profesor y Magíster en Filosofía, Ph.D. en Estudios Latinoamericanos por la Universidad de Michigan. Profesor de la Universidad Estatal de Fort Hays en Kansas.